Read La voz de las espadas Online

Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La voz de las espadas (6 page)

BOOK: La voz de las espadas
13.92Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Nuevededos —dijo el primero.

—Nuevededos —dijo el segundo.

—Nuevededos —repitió el tercero. En sus voces resonaban los innumerables ruidos del bosque.

—Bienvenidos a mi hoguera —dijo Logen. Los espíritus se pusieron en cuclillas y le contemplaron con expresión vacía—. ¿Sois sólo tres esta noche?

El de la derecha fue el primero en hablar.

—Cada año que pasa somos menos los que despertamos del invierno. Nosotros somos los últimos que quedamos. Pasarán unos cuantos inviernos más y también nosotros dormiremos. Ya no quedará ninguno de los nuestros para responder a tu llamada.

Logen asintió con tristeza.

—¿Cómo van las cosas por el mundo, alguna novedad?

—Hemos oído que un hombre cayó por un precipicio y la corriente lo devolvió con vida a la tierra; luego, a principios de la primavera, cruzó las Altiplanicies envuelto en una manta podrida; pero no solemos dar mucho crédito a ese tipo de rumores.

—Me parece muy razonable.

—Bethod está en guerra —dijo el espíritu del centro.

Logen frunció el ceño.

—Bethod siempre está en guerra. Es lo único que sabe hacer.

—Sí. Son ya tantos los combates que ha ganado, con tu ayuda, que se ha concedido a sí mismo un sombrero de oro.

—El muy hijo de puta —dijo Logen, escupiendo al fuego—. ¿Qué más?

—Al norte de las montañas, los Shanka asolan los campos y queman todo lo que encuentran. Les gusta mucho el fuego —dijo el espíritu del centro.

—Sí, mucho —apostilló el de la izquierda—, más incluso que a los que son como tú. Les gusta y lo temen —el espíritu se inclinó hacia delante—. Hemos oído que un hombre te busca en los páramos del sur.

—Un hombre poderoso —dijo el del centro.

—Un Mago de los Viejos Tiempos —añadió el de la izquierda.

Logen se quedó pensativo. Había oído hablar de esos Magos. En cierta ocasión se las había visto con un hechicero, pero no le había costado nada matarle. Ni asomo de poderes sobrenaturales, o, si los tenía, Logen desde luego no lo había advertido. Pero un Mago era otra cosa.

—Hemos oído decir que los Magos son sabios y poderosos —dijo el espíritu del centro—, y que los que son como ellos pueden hacer que un hombre llegue muy lejos y enseñarle muchas cosas. Pero también son arteros y siempre buscan su propio interés.

—¿Qué es lo que quiere?

—Pregúntaselo a él —a los espíritus no les interesaban demasiado los asuntos de los hombres y su fuerte no eran los detalles. Con todo, aquello era preferible a sus típicas conversaciones sobre árboles.

—¿Qué vas a hacer Nuevededos?

Logen meditó un instante.

—Iré al sur y buscaré a ese Mago para preguntarle qué quiere de mí.

Los espíritus asintieron. Pero no dieron ninguna muestra de si la idea les parecía bien o mal. Les traía sin cuidado.

—Adiós, pues, Nuevededos —dijo el espíritu de la derecha—, puede que ésta haya sido la última vez.

—Trataré de salir adelante sin vuestra inestimable ayuda.

El humor de Logen cayó en saco roto. Los espíritus se alzaron, se alejaron del fuego y se fueron fundiendo con la oscuridad. Al poco, habían desaparecido del todo. Logen tuvo que reconocer, no obstante, que le habían resultado mucho más útiles de lo que jamás hubiera imaginado. Le habían proporcionado un objetivo.

Mañana mismo se dirigiría hacia el sur y buscaría a ese Mago. ¡Quién sabe! A lo mejor era un buen conversador. En cualquier caso, siempre sería mejor que dejarse llenar el cuerpo de flechas por nada. Logen contempló las llamas y asintió moviendo lentamente la cabeza.

Recordó otros tiempos, otras hogueras y otros campamentos en los que no había estado tan solo.

Juegos de cuchillos

Hacía un hermoso día de primavera en Adua. La luz del sol se filtraba placenteramente entre las aromáticas ramas de un cedro, proyectando sombras veteadas sobre el grupo de jugadores de cartas que se encontraba debajo. La plácida brisa que revoloteaba por el patio obligaba a los jugadores a sujetar con fuerza las cartas que tenían en la mano y a sujetar con vasos o monedas las que reposaban sobre la mesa. Los pájaros gorjeaban en los árboles y, desde el otro extremo del césped, se oía el agradable eco que producía el tabletear de las podaderas de un jardinero al rebotar contra los altos muros del patio. Hasta qué punto los jugadores encontraban placentera la gran cantidad de dinero que se encontraba en el centro de la mesa dependía, como es natural, de las cartas que tuvieran.

Al capitán Jezal dan Luthar indudablemente le agradaba. Tras ingresar en la Guardia Real, había descubierto que poseía un talento asombroso para el juego, un talento que había empleado en ganarles a sus camaradas grandes sumas de dinero. Tampoco es que le faltara el dinero, pues no en vano procedía de una familia extremadamente rica, pero de esa forma podía mantener la ficción de que estaba ahorrando cuando en realidad se lo estaba gastando a manos llenas. Cada vez que Jezal hacía una visita a la mansión familiar, su padre aburría a todos los presentes perorando sobre las economías que hacía su hijo, y, para recompensarle, hacía seis meses le había comprado su capitanía. A sus hermanos, desde luego, no les hizo demasiada gracia. Sí, el dinero era sin duda algo muy útil, y además hay pocas cosas tan divertidas como humillar a los amigos más íntimos.

Jezal estiró una pierna y se arrellanó en el banco mientras sus ojos estudiaban uno por uno a los jugadores. El comandante West había inclinado tanto la silla sobre sus patas traseras, que parecía hallarse en inminente peligro de caer al suelo. Sostenía en alto su vaso, admirando la forma en que la luz se filtraba a través del ambarino licor que contenía. Sus labios esbozaban una enigmática sonrisa, que parecía decir: «No soy noble, y es posible que sea inferior a vosotros socialmente, pero soy un ganador del Certamen de esgrima y obtuve el favor del Rey en el campo de batalla, y eso hace que sea el mejor de todos; así pues, muchachos, más vale que hagáis lo que yo os diga». Pero se había quedado fuera de esa mano y, además, en opinión de Jezal, era demasiado precavido con su dinero.

El teniente Kaspa se encontraba inclinado hacia delante en su silla, frunciendo el ceño y rascándose su rubicunda barba mientras contemplaba atentamente sus cartas como si contuvieran incomprensibles operaciones aritméticas. Era un joven jovial, pero un pésimo jugador de cartas, y siempre se mostraba muy agradecido cuando Jezal le invitaba a un trago con el dinero que acababa de ganarle. Tampoco es que le importara mucho perderlo, al fin y al cabo su padre era uno de los principales terratenientes de La Unión.

Jezal había constatado en más de una ocasión que la estupidez de un perfecto estúpido se incrementaba notablemente cuando se encontraba en compañía de gente inteligente. Una vez perdida toda esperanza de destacar sobre el resto, hacían todo lo posible por ganarse el puesto de idiota simpático y procuraban mantenerse al margen de unas discusiones que estaban condenados a perder, granjeándose así la amistad de todos. La expresión de desconcertada concentración de Kaspa parecía decir: «Puede que no sea inteligente, pero sí honrado y simpático, que es mucho más importante. La inteligencia está muy sobrestimada. Ah, y además soy muy rico, así que de todas formas voy a caerle bien a todo el mundo».

—Creo que lo voy a igualar —dijo Kaspa arrojando un montoncito de monedas. Al caer sobre la mesa, las monedas lanzaron un destello y se desperdigaron con un alegre tintineo. Jezal calculó distraídamente la suma en su cabeza. ¿Un uniforme nuevo tal vez? Siempre que Kaspa tenía buenas cartas lo manifestaba con un leve estremecimiento, y en esta ocasión no estaba temblando. Suponer que se estaba marcando un farol era concederle un mérito que no le correspondía; lo más probable es que estuviera aburrido de estar sentado al fresco. Jezal no albergaba ninguna duda de que al siguiente envite se arrugaría como una tienda de campaña barata.

El teniente Jalenhorm frunció el ceño y arrojó sus cartas sobre la mesa.

—¡Hoy sólo me ha tocado basura! —soltó con voz atronadora. Luego se recostó en la silla y encogió sus musculosos hombros con un gesto que venía a decir: «Soy un hombre fornido y viril, y tengo un genio muy vivo, de modo que más vale que todo el mundo me trate con respeto». Respeto era precisamente algo que Jezal no le concedía jamás en la mesa de juego. Tener el genio vivo puede resultar muy útil en un combate, pero es un lastre en cuestiones de dinero. Era una lástima que no hubiera tenido una mano mejor, porque Jezal habría podido sacarle la mitad de su paga. Jalenhorm vació su vaso de un trago y echó mano de la botella.

Ya sólo quedaba Brint, el más joven y el más pobre del grupo. Se estaba humedeciendo los labios con una expresión en la que la cautela se combinaba con un punto de desesperación, una expresión que parecía decir: «No soy joven, no soy pobre. Me puedo permitir perder este dinero. Valgo tanto como cualquiera de vosotros». Hoy tenía mucho dinero; puede que acabara de recibir la paga. O tal vez fuera todo lo que le quedaba para vivir durante los próximos dos meses. Jezal hizo planes para arrebatarle ese dinero y gastárselo luego en bebida y mujeres. Pero más valía que dejara de sonreír mientras lo pensaba. Ya tendría tiempo de sonreír cuando hubiera ganado la mano. Brint se recostó en la silla y se sumió en profundas cavilaciones. Lo más seguro es que tardara algún tiempo en tomar la decisión, así que Jezal cogió su pipa de la mesa.

La encendió en una lámpara expresamente destinada a tal propósito y lanzó unos desmañados anillos de humo entre las ramas del cedro. Por desgracia, era mucho mejor jugando a las cartas que fumando, y la mayoría de los anillos no eran más que unas feas pelotas de humo de un marrón amarillento. Si hubiera sido completamente honesto, habría reconocido que en realidad no le gustaba fumar. Le mareaba, pero estaba de moda y además era bastante caro, y no estaba dispuesto a renunciar a algo que estuviera de moda por el simple hecho de que no le gustara. Además, la última vez que estuvo en la ciudad su padre le había regalado una espléndida pipa de marfil, y le gustaba el aspecto que le daba. Bien pensado, a sus hermanos aquello tampoco les había hecho demasiada gracia.

—Lo veo —dijo Brint.

Jezal soltó la pierna del banco y dejó que se balanceara en el aire.

—En tal caso, yo subo cien marcos. —Y, dicho aquello, empujó todo su dinero hasta el centro de la mesa. West apretó los dientes y tragó aire. Una moneda resbaló desde lo alto del montón, aterrizó de canto y rodó por encima de la mesa. Luego cayó sobre las losas del suelo con el inconfundible ruido que producen las monedas al caer. El jardinero que se encontraba al otro extremo del césped alzó instintivamente la cabeza y luego siguió podando la hierba.

Kaspa lanzó sus cartas al aire como si le estuvieran quemando los dedos y sacudió la cabeza.

—Maldita sea, soy un desastre jugando a las cartas —se lamentó mientras se recostaba en la rugosa corteza marrón del árbol.

Jezal miró al teniente Brint a los ojos, esbozando una sonrisa que no dejaba traslucir ninguna emoción.

—Va de farol —tronó Jalenhorm—, no te dejes amilanar, Brint.

—No lo haga, teniente —dijo West, pero Jezal estaba seguro de que lo haría. Tenía que aparentar que podía permitirse el lujo de perder ese dinero. Brint no lo dudó un instante y, con un gesto de indiferencia, empujó todas sus monedas al centro de la mesa.

—Eso hacen cien, lo tomas o lo dejas —Brint hacía todo lo posible por sonar imperioso, pero su voz tenía un conmovedor tono de histeria.

—Perfecto —dijo Jezal—, estamos entre amigos. ¿Qué tiene, teniente?

—Tierras —una expresión febril asomó a los ojos de Brint mientras mostraba sus cartas al grupo.

Jezal saboreó la tensión del momento. Frunció el ceño, se encogió de hombros, alzó las cejas, se rascó pensativamente la cabeza. Vio cómo las expresiones de Brint cambiaban siguiendo las suyas. Esperanza, desesperación, esperanza, desesperación. Finalmente, Jezal plantó sus cartas sobre la mesa.

—Vaya, hombre. Otra vez tengo soles.

La cara de Brint era un poema. West exhaló un suspiro y sacudió la cabeza. Jalenhorm frunció el entrecejo.

—Estaba convencido de que era un farol —dijo.

—¿Cómo lo haces? —inquirió Kaspa lanzando una moneda a la mesa.

Jezal se encogió de hombros.

—Lo que cuenta son los jugadores, no las cartas. —Y, dicho aquello, se puso a recoger el montón de plata, mientras Brint, con el rostro lívido, le miraba apretando los dientes. El dinero caía en la bolsa con un tintineo muy grato. Grato, al menos, para Jezal. Una moneda se cayó de la mesa y fue a parar junto a las botas de Brint—. ¿Le importa recogérmela, teniente? —preguntó Jezal con acaramelada sonrisa.

Brint se levantó bruscamente y chocó contra la mesa, haciendo que las monedas y los vasos dieran un bote y se tambalearan.

—Tengo cosas que hacer —dijo en tono áspero, y, acto seguido, apartó a Jezal de un empellón y se dirigió hacia el otro extremo del patio. Finalmente, desapareció en el pabellón de los oficiales con la cabeza gacha.

—¿Habéis visto? —la indignación de Jezal crecía por momentos— ¡Apartarme de un empujón, qué grosería! ¡A mí, que soy su superior! ¡Estoy tentado de hacerle un parte!

Un coro de desaprobación acompañó la mención del parte:

—¡Venga, tiene mal perder, eso es todo!

Jalenhorm le miró severamente bajo sus cejas.

—No deberías haberle desplumado de esa manera. No es rico. No puede permitirse el lujo de perder.

—¡Pues si no puede perder, que no juegue! —le espetó, molesto, Jezal—. Además, ¿quién ha sido el que le ha dicho que yo iba de farol? ¡Harías mejor en mantener la boca cerrada!

—Es nuevo aquí —terció West—. Sólo trata de integrarse. También tú fuiste nuevo una vez, ¿no?

—¿Quién te has creído que eres, mi padre? —Jezal recordaba con lacerante claridad lo que significaba ser nuevo, y sólo oír hablar de ello hacía que se sintiera un poco avergonzado.

Kaspa hizo un gesto con la mano, quitando importancia al asunto.

—No os preocupéis, ya le prestaré yo algo de dinero.

—No lo aceptará —sentenció Jalenhorm.

—Bueno, eso ya es cosa suya —Kaspa cerró los ojos y levantó la cara hacia el sol—. Vaya calor. Realmente se ha acabado el invierno. Ya deben ser más de las doce.

—¡Mierda! —gritó Jezal, y, levantándose de un salto, se apresuró a recoger sus cosas. El jardinero interrumpió la corta del césped y miró en su dirección—. ¿Por qué no me lo has dicho, West?

BOOK: La voz de las espadas
13.92Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Reconstructing Meredith by Lauren Gallagher
Mercury in Retrograde by Paula Froelich
Danger in a Red Dress by Christina Dodd
A Dragon at Worlds' End by Christopher Rowley