Read La voz de las espadas Online

Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La voz de las espadas (49 page)

BOOK: La voz de las espadas
7.54Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Bayaz se abrió paso en medio de aquel desbarajuste y, con el faldón de su camisón ondeando en torno a sus gruesas pantorrillas, se acercó al agujero de la pared y se asomó a la noche.

—Parece que la cosa esa se ha ido.

—¿La cosa? —Logen miró hacia el boquete humeante—. Sabía mi nombre...

El mago se acercó tambaleándose a la única silla que quedaba intacta y se dejó caer en ella exhausto.

—Un Devorador, probablemente. Enviado por Khalul.

—¿Un qué? —preguntó desconcertado Logen—. ¿Enviado por quién?

Bayaz se secó el sudor de la frente.

—Creía que había dicho que prefería no saber nada.

—Es verdad —Logen no podía negarlo. Se frotó la barbilla, apartó la vista del cielo nocturno que asomaba por el boquete y se preguntó si no sería un buen momento para cambiar de idea. Pero para entonces ya era demasiado tarde. Alguien estaba aporreando la puerta.

—Abra, ¿quiere? —le pidió Bayaz. Logen, aturdido, avanzó a trompicones por la sala y descorrió el cerrojo. Un guarda enfurecido, que sostenía un farol en una mano y una espada desenvainada en la otra, irrumpió en la sala apartándole de un empellón.

—¡Qué ruidos eran ésos! —La luz de la lámpara se paseó por los escombros que llenaban la sala hasta dar con el borde irregular de la escayola desgarrada, las piedras quebradas y el vacío del cielo nocturno que se abría al fondo—. ¡Mierda! —susurró.

—Hemos tenido una visita inesperada —masculló Logen.

—Mmm... Debo dar parte... —el guarda parecía absolutamente perplejo—... de esto —dio un paso atrás, tropezó con una viga que había en el suelo y estuvo a punto de caerse. Un instante después, sus pasos atronaban en la escalera.

—¿Qué es un Devorador? —Logen no obtuvo respuesta. El mago tenía los ojos cerrados, un profundo ceño en el semblante y su pecho se movía lentamente. Se había quedado dormido. Logen bajó la vista y se sorprendió de ver que la delicada jarra aún seguía intacta en sus manos. Despejó con cuidado un trozo de suelo y la colocó en medio de los escombros.

De pronto, una de las puertas se abrió de golpe y a Logen le dio un vuelco el corazón. Era Malacus, con los ojos desorbitados y el pelo todo revuelto.

—¿Qué demonios...? —se acercó con paso vacilante al boquete y, tomando muchas precauciones, se asomó a la noche—. ¡Mierda!

—Malacus, ¿qué es un Devorador?

Quai se volvió bruscamente y miró a Logen; su rostro era la viva imagen del espanto.

—Está prohibido comer carne humana —susurró.

Preguntas

Glokta se llenó la boca de papilla a toda prisa con la esperanza de ingerir la mitad de su ración diaria antes de que le entraran las náuseas. La engulló, soltó una tos y se estremeció. Luego apartó de un golpe el cuenco, como si su sola presencia fuera un insulto para la vista.
De hecho, lo es
.

—Más vale que sea algo importante, Severard —refunfuñó.

El Practicante se apartó el pelo de la cara con una de sus manos grasientas.

—Depende de lo que considere importante. Se trata de nuestros mágicos amigos.

—Ah, el Primero de los Magos y sus intrépidos compañeros. ¿Qué pasa con ellos?

—Aparentemente, la otra noche se produjeron ciertos disturbios en sus aposentos. Alguien se coló en su habitación o, al menos, eso es lo que dicen ellos. Hubo una especie de trifulca. Y parece que se produjeron algunos destrozos.

—¿Aparentemente? ¿Alguien? ¿Una especie de trifulca? ¿Algunos destrozos? —Glokta expresó su disgusto sacudiendo la cabeza—. ¿Apariencias? Aquí no nos dejamos llevar por las apariencias, Severard.

—Pues esta vez no va a quedar más remedio. El guarda se ha mostrado muy parco en detalles. Me pareció que estaba seriamente preocupado —Severard se arrellanó un poco más en su silla alzando los hombros hasta que casi le tocaron las orejas—. Alguien debería ir a echar un vistazo, y bien podríamos ser nosotros. Así podría ver cómo son de cerca. E incluso hacerles algunas preguntas.

—¿Dónde están?

—Esto le va a encantar. En la Torre de las Cadenas.

Glokta torció el gesto mientras se sacaba con la lengua algunos restos de papilla de las encías.
Cómo no. Y apuesto a que están en el último piso. Una infinidad de escalones
.

—¿Eso es todo?

—El norteño salió ayer a dar un paseo, se pasó un buen rato dando vueltas por Agriont. Lo estuvimos vigilando, por supuesto —el Practicante sorbió por la nariz y se ajustó la máscara—. Un tipo horrible, el cabrón ese.

—Ah, la mala fama de los norteños. ¿Hizo alguna atrocidad? ¿Violó a alguien, cometió un asesinato, quemó algún edificio o alguna otra cosa por el estilo?

—La verdad es que no hizo gran cosa. Fue una mañana muy aburrida para todos. Anduvo deambulando de acá para allá mirándolo todo con la boca abierta. Y habló con unas cuantas personas.

—¿Algún conocido nuestro?

—Nadie importante. Con uno de los carpinteros que trabaja en las tribunas del Certamen. Con un funcionario que pasaba por la Vía Regia. Y con una chica, cerca de la Universidad. Fue con ella con la que estuvo hablando más tiempo.

—¿Una chica?

Los ojos de Severard sonrieron.

—Exacto, y bastante guapa por cierto. ¿Cómo se llamaba? —chasqueó los dedos—. Vaya, si yo mismo lo averigüé. Tiene un hermano en la Guardia Real. Ah, ya, West. No sé qué West.

—¿Ardee?

—¡Eso es! ¿La conoce?

—Ajá —Glokta se pasó la lengua por sus encías desnudas.
Me preguntó qué tal estaba. No lo he olvidado
—. ¿De qué hablaron?

El Practicante alzó las cejas.

—Probablemente de nada en particular. Pero ella es de Angland y no lleva mucho tiempo en la ciudad. Puede que tengan alguna conexión. ¿Quiere que la traiga? Seguro que le sacamos algo.

—¡No! —exclamó Glokta—. No. ¡No hace falta! Su hermano fue amigo mío en tiempos.

—En tiempos.

—Ni la toques, Severard, ¿entendido?

El Practicante se encogió de hombros.

—Lo que usted diga, Inquisidor. Lo que usted diga.

—Eso es lo que digo.

Durante un instante los dos permanecieron en silencio.

—Entonces ya no vamos a seguir con los Sederos, ¿no? —la voz de Severard tenía un leve deje nostálgico.

—Así parece. Están acabados. Ya sólo queda darles un repaso final.

—Un repaso lucrativo, me imagino.

—Supongo que sí —dijo agriamente Glokta—. Pero Su Eminencia considera que nuestros talentos tendrán mejor empleo aplicados a otros menesteres —
como vigilar a unos magos de pacotilla
—. Confío que los beneficios de tu pequeña propiedad junto a los muelles no se resientan por ello.

Severard se encogió de hombros.

—No me sorprendería que dentro de no mucho volviera a necesitar un lugar a salvo de miradas indiscretas. Sigue a su disposición. A un precio justo. Pero siempre es una pena dejar un trabajo a la mitad.

Cierto
. Glokta permaneció un rato en silencio, cavilando.
Peligroso. El Archilector dijo que lo dejáramos. Desobedecerle sería muy peligroso, pero hay algo que me huele mal. No consigo quitármelo de la cabeza y, además, no me gusta que queden cabos sueltos, ya puede decir lo que quiera Su Eminencia
.

—Tal vez haya algo más.

—¿De veras?

—Sí, pero mantenlo en secreto. ¿Sabes algo de bancos?

—Sí, son unos edificios grandes que se dedican a prestar dinero a la gente.

Glokta esbozó una sonrisa.

—No sabía que fueras un experto en el tema. Me interesa uno en concreto. Valint y Balk se llama.

—No he oído hablar de él, pero puedo preguntar por ahí.

—Bien, pero sé discreto, Severard, ¿entendido? Nadie debe enterarse de esto, lo digo muy en serio.

—La discreción es mi lema, jefe, pregunte a quien quiera. Soy la discreción personificada. Todo el mundo lo sabe.

—Más te vale, Severard. Más te vale. —
Porque nos puede costar a los dos la cabeza
.

Glokta tenía el trasero embutido en una tronera, la espalda recostada sobre las piedras y la pierna izquierda estirada en el suelo: su cuerpo era un palpitante hervidero de dolor. Sabía que le iba a doler, desde luego; al fin y al cabo el dolor no le abandonaba en ningún momento del día.
Pero éste de ahora es un tanto especial
.

Cada vez que inspiraba aire un gemido tembloroso traspasaba sus mandíbulas apretadas, el más mínimo movimiento le suponía un esfuerzo colosal. Recordó que hace años, cuando se preparaba para el Certamen, el Mariscal Baruz le hacía subir esas mismas escaleras.
Las subías y las bajabas de tres en tres sin pensártelo dos veces. Y mírate ahora. ¿Quién te iba a decir entonces que acabarías así?

El sudor corría por su cuerpo estremecido, sus ojos irritados estaban bañados de lágrimas, su nariz chorreaba mocos.
Suelto agua por todas partes y, sin embargo, estoy muerto de sed. ¿Tiene esto alguna lógica? ¿La tuvo alguna vez? ¿Y si pasa alguien y me ve en este estado? ¿Qué pensaría al ver al terrorífico paladín de la Inquisición con el culo metido en una ventana y sin apenas fuerzas para moverse? ¿Y qué haría yo, conseguiría forzar una sonrisa despreocupada en esta rígida máscara de agonía? ¿Aparentaría que no pasa nada? ¿Diría que tengo por costumbre venir aquí para arrellanarme un rato en las escaleras? ¿O me pondría a gimotear y a mendigar a gritos que me echaran una mano?

Pero no pasaba nadie. Y allí seguía Glokta, encajonado en aquel hueco, a falta de completar un cuarto de la ascensión a la Torre de las Cadenas, con la nuca apoyada en las frías piedras y las rodillas temblorosas arrimadas al cuerpo.
Sand dan Glokta, maestro de la espada, gallardo oficial de caballería, ¿qué glorioso futuro podría haberle aguardado? En tiempos podía pasarme horas y horas corriendo. Corría sin parar, nunca me cansaba
. Sintió que un hilo de sudor le resbalaba por la espalda.
¿Por qué lo hago? ¿Por qué demonios habría de querer alguien hacer algo así? Podría dejarlo hoy mismo. Podría volver a casa con mi madre. Y luego ¿qué? ¿Qué?

—Inquisidor, qué bien que esté usted aquí.

Estará bien para ti, maldito cabrón. Pero no para mí
. Al llegar a lo alto de las escaleras, Glokta se apoyó en la pared. Los pocos dientes que le quedaban se entrechocaban contra sus encías desnudas.

—Están dentro, en medio del desbarajuste... —la mano de Glokta temblaba y la punta del bastón repiqueteaba sobre el enlosado. La cabeza se le iba. A través del temblor de sus párpados la figura del guarda no era más que una mancha borrosa—. ¿Se encuentra bien? —el soldado se acercó a él tendiéndole una mano.

Glokta alzó la vista.

—¡Maldito imbécil, abra la puerta!

El hombre dio un salto atrás, se acercó apresuradamente a la puerta y la abrió. Lo único que ansiaba Glokta era mandarlo todo a paseo y tumbarse boca arriba, pero haciendo un supremo esfuerzo de voluntad se mantuvo erguido. Se forzó a poner un pie detrás de otro, se forzó a respirar acompasadamente, se forzó a echar atrás los hombros y a mantener la cabeza alta, y pasó imperioso por delante del guarda mientras todas las partes de su cuerpo aullaban de dolor. Aun así, lo que vio al entrar en la habitación casi acaba con aquel barniz de compostura.

Hasta ayer éstos eran uno de los mejores aposentos de Agriont, reservados para los huéspedes más ilustres y los dignatarios extranjeros de mayor importancia. Hasta ayer
. Por un enorme agujero que se abría en el lugar donde debería haber estado la ventana asomaba un trozo de cielo que brillaba con inusitada intensidad tras la penumbra del hueco de las escaleras. Una parte del techo se había derrumbado y sobre la habitación colgaban vigas rotas y tiras de escayola. El suelo estaba sembrado de cascotes, de trozos de cristal, de fragmentos desgarrados de telas de colores. Las venerables antigüedades que componían su mobiliario estaban hechas trizas, astilladas por los bordes, chamuscadas y ennegrecidas como si hubieran estado ardiendo. Lo único que había escapado a la destrucción era una silla, media mesa y un esbelto jarrón decorativo que, por alguna misteriosa razón, seguía intacto entre los escombros que cubrían el suelo.

En medio de tan onerosa devastación se encontraba un joven con pinta enfermiza y una expresión de perplejidad en el semblante. Mientras Glokta rodeaba la puerta y comenzaba a abrirse paso entre los escombros, el joven levantó la vista y, dando muestras evidentes de hallarse al borde de un ataque de nervios, se repasó los labios con la lengua.
¿Cabe imaginar a alguien con más pinta de farsante?

—Mmm, ¡buenos días! —Los dedos del joven retorcían nerviosos su túnica, una pesada prenda que llevaba bordados unos símbolos de aspecto misterioso.
¡Cómo se le nota lo incómodo que se siente metido en eso! Si este tipo es un aprendiz de mago, yo soy el Emperador de Gurkhul
.

—Soy Glokta. De la Inquisición de Su Majestad. Me han enviado para investigar este... desdichado incidente. Creía que era usted una persona de más edad.

—Oh, sí, disculpe, verá, yo soy Malacus Quai —dijo a trompicones el joven—, el aprendiz del gran Bayaz, el Primero de los Magos, dominador del Gran Arte, versado en las más profundas...
¡Ponte de rodillas en mi presencia! ¡Soy el poderoso Emperador de Gurkhul!

—¿Malacus... Quai? —le interrumpió bruscamente Glokta—. ¿Es usted del Viejo Imperio?

—Oh, sí —la pregunta pareció animarle un poco—. Conoce usted mi...

—No. En absoluto —el pálido rostro del joven volvió a abatirse—. ¿Estaba usted aquí ayer por la noche?

—Mmm, sí. Dormía en la habitación de al lado. Pero me temo que no vi nada... —Glokta le miró sin pestañear, tratando de descubrir su juego. El aprendiz carraspeó y miró al suelo como si estuviera preguntándose por dónde debía empezar a limpiar.
¿Cómo puede alguien así poner nervioso al Archilector? Jamás había visto un actor más desastroso. Todo en él hiede a falsedad
.

—Pero debe de haber alguien que viera algo, ¿no?

—Bueno, hummm, supongo que maese Nuevededos.

—¿Nuevededos?

—Sí, nuestro compañero del Norte —el joven volvió a animarse—. Un guerrero de renombre, un campeón, un príncipe entre los...

—Usted, del Viejo Imperio. Y él, un norteño. Forman ustedes un grupo muy cosmopolita.

—Pues sí, ja, ja, supongo que sí.

—¿Dónde se encuentra ahora Nuevededos?

BOOK: La voz de las espadas
7.54Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Escape the Night by Richard North Patterson
The Spider's House by Paul Bowles
Cress by Marissa Meyer
I Am the Clay by Chaim Potok
Legacy by Kaynak, Kate
It's All Relative by S.C. Stephens
The Abduction by Mark Gimenez
Hack:Moscow by W. Len
Private Dicks by Samantha M. Derr