La voz de las espadas (47 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La voz de las espadas
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—¡Calma, Ferro! —musitó Yulwei cogiéndola del brazo—. ¡No puedes hacer nada por ellos!

La muchacha se agachó para ayudar a levantarse al anciano esclavo. El látigo restalló de nuevo, los alcanzó a ambos y se oyó un aullido de dolor. ¿Quién había gritado, el anciano, la muchacha?

¿O quizás había sido Ferro? Se sacudió la mano de Yulwei y sacó una flecha.

—¡A ese cabrón sí que lo puedo matar! —gruñó. El soldado volvió la cabeza hacia ellos y los miró con curiosidad. Yulwei volvió a sujetar la mano de Ferro.

—¿Y luego qué? —murmuró—. Aunque mataras a los seis, ¿luego qué? ¿Tienes agua y comida para cien esclavos? ¿Eh? Porque si es así, te lo tenías muy bien guardado. ¿Y qué pasará cuando echen en falta la columna? ¿Eh? ¿Y cuando descubran que han matado a los guardas? ¿Qué pasará entonces? ¿Puedes ocultar a cien esclavos? ¡Porque yo, desde luego, no puedo!

Apretando los dientes y resoplando por la nariz, Ferro clavó la mirada en los oscuros ojos de Yulwei. Quizás debería volver a intentar matarlo.

No.

Tenía razón, maldita sea. Poco a poco, consiguió templar un poco su rabia. Tiró la flecha al suelo y se volvió hacia la columna de esclavos. Una ira intensa como el hambre le roía las entrañas mientras veía al anciano avanzar a trompicones seguido de la muchacha.

—¡Eh, tú! —el soldado se acercaba a ellos espoleando suavemente su montura.

—¡Mira lo que has conseguido! —masculló Yulwei y, acto seguido, hizo una reverencia, sonriendo, restregando los pies en el suelo—. Le pido disculpas, jefe, mi hijo es...

—¡Cierra la boca, viejo! —el soldado contempló a Ferro desde la altura de la silla—. Dime, muchacho, ¿te gusta la chica?

—¿Qué? —masculló entre dientes.

—No seas vergonzoso —dijo risueño el soldado—. Me he fijado en que la estabas mirando —se volvió hacia la columna—. ¡Detenedlos ahí! —gritó, y los esclavos se pararon en seco. Luego se inclinó hacia la huesuda muchacha y, agarrándola de las axilas, la sacó bruscamente de la columna.

—Está bastante bien —dijo arrastrándola hacia Ferro—. Un poco joven, pero ya está a punto. Si la limpias, quedará perfecta. Cojea un poco, sí, pero eso se cura, les hemos llevado a marchas forzadas. Tiene una dentadura estupenda... ¡enséñale los dientes, zorra! —los labios agrietados de la muchacha se separaron lentamente—. Una buena dentadura. ¿Qué me dices, chico? ¡Te la dejo en diez monedas de oro! ¡A buen precio!

Ferro contempló inmóvil a la muchacha, que le devolvió la mirada con sus grandes ojos inexpresivos.

—¡Mira! —dijo el soldado inclinándose sobre su silla—. ¡Vale el doble y además no hay ningún riesgo! Cuando lleguemos a Shaffa les diré que se murió por el camino. ¡A nadie le sorprenderá, ocurre muy a menudo! ¡Yo gano diez y tú te ahorras diez! ¡Todos salimos ganando!

Todos salimos ganando. Ferro miró al guarda. El soldado se quitó el casco y se limpió el sudor de la cara con el dorso de la mano.

—Calma, Ferro —susurró Yulwei.

—¡Está bien, que sean ocho! —exclamó el soldado—. ¡Tiene una sonrisa muy bonita! ¡Muéstrale cómo sonríes, zorra! —las comisuras de los labios de la muchacha se curvaron levemente hacia arriba—. ¡Lo ves! ¡Ocho, y te la estoy regalando!

Ferro tenía los puños apretados y las uñas de los dedos se le clavaban en la palma de las manos.

—Calma, Ferro —volvió a advertirle Yulwei con un susurro.

—¡Por los dientes de Dios, muchacho, es una ganga! Vale, te la dejo en siete. ¡Siete, y no se hable más! —el soldado, frustrado, agitó su casco en el aire—. ¡Si la usas con un poco de cuidado, dentro de cinco años valdrá mucho más! ¡Es una inversión!

Tenía el rostro del soldado a menos de un metro. Podía distinguir cada una de las gotas de sudor de su frente, cada uno de los pelos de sus mejillas, cada mancha, cada hendidura, cada uno de los poros de su piel. Casi podía olerlo.

La necesidad de beber de una persona verdaderamente sedienta es tan grande que, pese a lo mal que puede sentarle, con tal de saciarla será capaz de beber orina, agua salada o aceite. Ferro había tenido ocasión de comprobarlo cuando estuvo en las estepas. Así era también la necesidad que ella sentía de matar a aquel hombre. Quería desgarrarlo con las manos, arrebatarle la vida, arrancarle la cara a mordiscos. El deseo era tan intenso que apenas podía resistirlo.

—¡Calma! —susurró Yulwei.

—No puedo pagarla —se oyó decir Ferro.

—¡Ya podías haberlo dicho antes, muchacho, me habría ahorrado las molestias! —el soldado se caló el casco—. En fin, tampoco puedo reprocharte que la miraras, la verdad es que está bastante bien —se agachó, agarró a la muchacha de un brazo y la arrastró hacia donde estaban los demás esclavos—. ¡Pagarán veinte monedas por ella en Shaffa! —gritó girando la cabeza. La columna reemprendió la marcha. Ferro siguió a la muchacha con la vista hasta que los esclavos, cojeando, dando tumbos, arrastrando los pies, desaparecieron tras un promontorio camino de la esclavitud.

Ahora sentía frío y una especie de vacío interior. Tenía que haber matado a ese guarda sin preocuparse de las consecuencias. Al menos habría llenado aquel vacío, aunque sólo fuera durante un rato. Era así cómo funcionaban las cosas.

—Yo caminé en una columna como ésa —dijo lentamente.

Yulwei exhaló un prolongado suspiro.

—Lo sé, Ferro, lo sé, pero el destino decidió salvarte. Muéstrate agradecida por ello, si es que sabes hacerlo.

—Tenía que haberme dejado que lo matara.

—Puaj —basqueó asqueado el anciano—. Apuesto lo que sea a que si pudieras no dejarías a nadie vivo en el mundo. ¿No anida en tu pecho nada aparte de ese deseo de matar, Ferro?

—Hubo más cosas —masculló—, pero me las arrancaron a latigazos. No paran de azotarte hasta que están seguros de que ya no te queda nada dentro —Yulwei permanecía quieto mirándola con gesto compasivo. Era extraño, pero aquella forma de mirarla ya no le irritaba tanto como antes.

—Lo siento, Ferro. Lo siento por ti y por ellos —y, sacudiendo la cabeza, volvió al camino—. Pero peor es la muerte.

Ferro permaneció quieta durante un instante contemplando el polvo que levantaba la columna.

—Es lo mismo —dijo en voz baja.

Bichos raros

Logen se apoyó en el antepecho del balcón, entrecerró los ojos para protegerse de la brillante luz matinal y contempló la vista.

Parecía haber pasado siglos desde que hizo eso mismo en el balcón de su cuarto de la biblioteca. Las dos vistas no podían ser más distintas. Por un lado, el amanecer sobre el quebrado tapiz de edificios: caluroso, brillante, lleno de ruidos de fondo. Por otro, el brumoso paisaje del gélido valle: suave, vacío y silencioso como la muerte. Recordaba aquella mañana, recordaba que se había sentido un hombre diferente. Ahora también se sentía un hombre diferente. Un verdadero estúpido. Empequeñecido, asustado, feo y confuso.

—Logen —Malacus salió al balcón y se puso a su lado. Miró sonriente al sol y luego bajó la vista para admirar la bahía, poblada ya de numerosos barcos—, hermoso lugar, ¿eh?

—Si tú lo dices, pero no estoy muy seguro de que a mí me lo parezca. Toda esa gente... —Logen sintió un escalofrío—. No es normal. Me asusta.

—¿Asustado? ¿Usted?

—Siempre —desde que llegaron, Logen apenas había podido conciliar el sueño. Demasiado calor, demasiadas estrechuras, demasiada peste. Los enemigos pueden ser terroríficos, pero a los enemigos se les puede combatir y acabar con ellos. Logen podía entender que le odiaran. Pero no había forma de combatir el anonimato, la indiferencia y el estruendo de la ciudad. Parecía sentir odio por todo—. Este lugar no es para mí, me alegraré de dejarlo.

—Puede que tardemos algún tiempo en irnos.

—Lo sé —Logen respiró hondo—. Por eso iba a bajar para echarle un vistazo a Agriont a ver qué puedo sacar en claro sobre el sitio este. Cuando hay que hacer algo, lo mejor es no demorarlo para no tener que vivir temiéndolo. Eso era lo que solía decirme mi padre.

—Buen consejo. Le acompañaré.

—No —Bayaz estaba en el umbral mirando a su aprendiz con cara de pocos amigos—. Su progreso durante estas últimas semanas ha sido calamitoso, incluso para alguien como usted —dio un paso y salió al balcón—. Le sugiero que mientras estemos ociosos, aguardando a que Su Majestad tenga la venia de recibirnos, aproveche para seguir estudiando. Puede que tarde bastante en volver a presentarse una ocasión como ésta.

Malacus se metió dentro sin permitirse siquiera echar una mirada atrás. Sabía que no era una buena idea buscarle las cosquillas a su maestro cuando estaba así. Nada más poner el pie en Agriont, el buen humor de Bayaz se había esfumado, y todo parecía indicar que iba a tardar bastante en recobrarlo. Logen, desde luego, no podía reprochárselo; al fin y al cabo, el trato que les habían dispensado era más propio de unos prisioneros que de unos huéspedes. No sabía mucho de protocolo, pero podía imaginar lo que significaba que todo el mundo les mirara con malos ojos y que hubiera soldados custodiando las puertas de sus aposentos.

—No puede imaginarse lo mucho que ha crecido —gruñó Bayaz abarcando con una mirada ceñuda la enorme extensión de la ciudad—. Me acuerdo de cuando Adua no era más que un montón de chozas apiñadas en torno a la Casa del Creador como moscas alrededor de una boñiga fresca. Entonces no eran tan arrogantes, puede creerme. Veneraban al Creador como a un Dios.

Se arrancó ruidosamente un gargajo de la garganta y lo escupió al vacío. Logen vio cómo salvaba el foso y desaparecía entre los edificios blancos que había al otro lado.

—Fui yo quien les di esto —masculló Bayaz. Logen comenzó a sentir la desagradable sensación que solía embargarle siempre que el anciano estaba contrariado—. Les di la libertad, ¿y cómo me lo agradecen? ¿Con el desdén de unos funcionarios? ¿De unos recaderos engreídos? —Una pequeña excursión a ese mundo de locura y recelos de ahí abajo comenzaba a parecer una alternativa bastante apetecible. Logen se escurrió hacia la puerta y se metió en la habitación.

Tal vez estuvieran prisioneros, pero Logen no podía menos de admitir que había conocido prisiones bastante peores que aquella. El salón circular al que daban sus aposentos era digno de un rey o, al menos, a él se lo parecía: robustas sillas de madera oscura primorosamente talladas, paredes decoradas con gruesos tapices con representaciones de bosques y escenas de caza. Seguro que Bethod se habría sentido muy a gusto en una sala como aquélla. Logen, en cambio, se sentía como un pez fuera del agua y andaba siempre de puntillas por miedo a romper algo. En el centro de la cámara, encima de una mesa, había una jarra alta pintada con flores de brillantes colores. Logen la miró con recelo mientras se dirigía a las escaleras para bajar a Agriont.

—¡Logen! —la silueta de Bayaz, enmarcada en el umbral del balcón, le miraba con el ceño fruncido—. Tenga cuidado. El lugar puede parecer extraño, pero sus habitantes lo son aún más.

El agua borboteaba espuma, elevándose en un estrecho chorro que brotaba de un tubo de metal con forma de boca de pez, y luego se desparramaba por una amplia taza de piedra. Una fuente, así la había llamado aquel joven arrogante. Había tuberías bajo tierra, eso había dicho. Logen se imaginó que bajo sus pies discurrían unos arroyos subterráneos que anegaban los cimientos de todo aquel lugar. Sólo de pensarlo le daba vértigo.

La plaza era inmensa: una enorme llanura de losas circundada por los imponentes farallones blancos de los edificios. Unos farallones huecos, llenos de pilares y relieves, sembrados de luminosos ventanales y plagados de gente. Algo raro pasaba aquel día. Alrededor de los lejanos contornos de la plaza estaban erigiendo un enorme armazón inclinado sustentado con vigas de madera. Un auténtico ejército de obreros se desplegaba sobre él dando tajos, pegando martillazos, columpiándose sobre clavijas y juntas y lanzándose imprecaciones unos a otros. Por todas partes había montañas de tablones y troncos, barriles de clavos, pilas de herramientas, en unas cantidades que hubieran bastado para construir diez poderosas murallas, más incluso. En algunos lugares la estructura se elevaba ya bastante sobre el suelo, montada sobre unos postes que se erguían en el aire como los mástiles de unos bajeles enormes hasta igualar la altura de los descomunales edificios que tenían detrás.

Logen, con las manos en las caderas, contemplaba boquiabierto el enorme armazón de madera, su utilidad constituía todo un misterio. Se acercó a un hombre bajo y musculoso que llevaba un delantal de cuero y serraba furiosamente un tablón.

—¿Qué es esto?

—¿Eh? —el tipo ni siquiera levantó la vista de su trabajo.

—Esto. ¿Para qué es?

El serrucho acabó de morder la madera y un trozo del tablón se estrelló contra el suelo. El carpintero aupó el resto del tablón y lo puso en un montón que tenía al lado. Luego se dio la vuelta y miró a Logen con desconfianza mientras se secaba el sudor de la frente.

—Una tribuna. De pie y de asiento —Logen le miró atónito. ¿Cómo se podía estar sentado y de pie a la vez?—. ¡Para el Certamen! —le gritó el carpintero a la cara. Logen retrocedió lentamente. Sandeces. Palabras sin sentido. Se dio la vuelta y se alejó a toda prisa procurando no pasar demasiado cerca de la estructura de madera y de los hombres que había encaramados a ella.

De pronto, se encontró en medio de una amplia calle, un profundo cañón flanqueado por enormes edificios blancos. A ambos lados, frente a frente, se erguían unas estatuas de tamaño superior al natural que miraban con expresión ceñuda a los transeúntes que deambulaban apresuradamente bajo ellas. La que le quedaba más cerca le resultó extrañamente familiar. Logen se acercó, la miró de arriba abajo y en sus labios se dibujo una sonrisa. El Primero de los Magos había ganado algo de peso desde que lo esculpieron. Tal vez hubiera abusado un poco de la comida durante su estancia en la biblioteca. Logen se volvió hacia un hombrecillo con un sombrero negro que caminaba con un voluminoso libro bajo el brazo.

—Bayaz —dijo señalando a la estatua—. Es amigo mío —el hombre le miró fijamente, luego miró la estatua, volvió a mirarle a él, y, acto seguido, se marchó apresuradamente.

Las estatuas se prolongaban a ambos lados de la avenida. Los reyes de la Unión, supuso Logen, eran los que se alineaban a la izquierda. Algunos llevaban espadas, otros pergaminos o barcos en miniatura. Había uno con un perro a los pies y otro con una gavilla de trigo bajo el brazo, pero quitando esos detalles no había nada que permitiera distinguirlos. Todos llevaban las mismas coronas altas y lucían idéntico gesto ceñudo. Viéndolos así cualquiera diría que de sus labios jamás había salido ninguna estupidez, que nunca habían hecho ninguna tontería, que jamás la habían cagado.

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