—Gracias —dijo secamente Hoff—. Si no recuerdo mal, cuando hicimos el receso para almorzar, había pedido la palabra el Lord Gobernador de Dagoska —el rascar de las plumas de dos secretarios que tomaban nota de todas sus palabras acompañaba su voz, y el resonar de las plumillas se fundía con el eco de sus palabras en la gran bóveda del techo.
Un anciano que sostenía con manos temblorosas un fajo de papeles se levantó trabajosamente en una de las filas que había delante de Jezal.
—¡El Consejo Abierto —anunció con voz monocorde el Heraldo con toda la parsimonia que pudo— concede la palabra a Rush dan Thuel, representante acreditado de Sand dan Vurms, Lord Gobernador de Dagoska!
—Gracias, señor —la voz cascada de Thuel sonaba ridículamente apagada en aquel vasto espacio. Jezal, pese a que se encontraba a no más de diez pasos de él, apenas si alcanzaba a oírla—. Milores... —comenzó.
—¡Más alto! —gritó alguien desde las filas de atrás. Acto seguido, se produjo una cascada de risas. El anciano se aclaró la garganta y empezó de nuevo.
—Milores, traigo un mensaje urgente del Lord Gobernador de Dagoska —su voz había vuelto a caer al nivel apenas audible de antes y, encima, cada una de sus palabras venía acompañada del incesante rascar de las plumas. Desde la galería del público empezó a levantarse un murmullo que hizo que fuera aún más difícil entenderle—. La amenaza que representa para esa gran ciudad el Emperador de Gurkhul aumenta día a día.
Desde el extremo opuesto de la cámara, el lugar ocupado por los representantes de Angland, se levantó un vago murmullo de desaprobación, si bien el grueso de los consejeros simplemente parecían estar muertos de aburrimiento.
—Los continuos ataques a nuestros barcos, el acoso a nuestros mercaderes y las demostraciones de fuerza frente a nuestras murallas han impelido al Lord Gobernador a enviarme....
—¡Qué suerte la nuestra! —gritó alguien. Se produjo otra oleada de risas, en esta ocasión algo más sonora que la anterior.
—¡Nuestra ciudad se alza sobre una estrecha península —insistía el anciano, esforzándose por hacerse oír pese al creciente ruido de fondo—, unida a un territorio dominado por nuestros implacables enemigos, los gurkos, y separada de Midderland por una vasta extensión de agua salada! ¡Nuestras defensas no son tan poderosas como debieran! El Lord Gobernador tiene una necesidad acuciante de que se aumenten los fondos...
La alusión a los fondos desencadenó al instante un alboroto en el hemiciclo. La boca de Thuel seguía moviéndose, pero ya no había forma de oírle. El Lord Chambelán frunció el ceño y echó un trago a su copa. El secretario que se encontraba más apartado de Jezal había dejado la pluma y se restregaba los ojos con el índice y el pulgar manchados de tinta. El que tenía más cerca, por su parte, acababa de terminar una línea. Jezal se inclinó para ver qué había puesto. Simplemente decía:
Gritos.
El Heraldo descargó su bastón contra el enlosado con un gesto de honda satisfacción. El barullo fue remitiendo, pero ahora resultaba que Thuel se había visto acometido por un ataque de tos. Trató de hablar, pero le fue imposible y, finalmente, agitó la mano y se sentó con la cara enrojecida mientras su vecino de escaño le palmeaba la espalda.
—Con su venia, Lord Chambelán —exclamó poniéndose de pie un joven muy peripuesto que se sentaba en la primera fila del extremo opuesto de la sala. Las plumas de los secretarios volvieron a ponerse en marcha—. A mi parecer...
—¡El Consejo Abierto —le interrumpió el Heraldo— concede la palabra a Hersel dan Meed, tercer vástago y representante de Fedor dan Meed, Lord Gobernador de Angland!
—¡A mi parecer —prosiguió el apuesto joven, un tanto enojado por la interrupción—, nuestros amigos del sur siempre están esperando un ataque en toda regla del Emperador! ¡Un ataque que nunca se materializa! —las voces discrepantes se alzaban ahora desde el otro extremo de la cámara—. ¿No derrotamos a los gurkos hace unos pocos años, o es que me engaña la memoria? —arreciaron los abucheos—. ¡Este alarmismo está provocando una sangría inaceptable de los recursos de la Unión! —había empezado a gritar para que se le oyera—. ¡Angland tiene miles de kilómetros de frontera y muy pocos soldados que la custodien, y la amenaza que plantean Bethod y sus Hombres del Norte es muy real! Si hay alguien aquí que necesite fondos...
El griterío se redobló. En medio del alboroto se distinguían vagamente gritos de «¡Eso, eso!», «¡Tonterías!», «¡Cierto!», «¡Mentira!». Varios representantes se desgañitaban puestos en pie. Unos asentían enérgicamente moviendo la cabeza y otros la sacudían expresando su desacuerdo. Muchos se limitaban a bostezar mientras miraban hacia uno y otro lado. En la parte central de las filas de atrás Jezal descubrió a un tipo que tenía toda la pinta de estar dormido y parecía estar en inminente riesgo de desplomarse sobre el regazo de su vecino.
La mirada de Jezal vagó por los rostros que se alineaban tras la barandilla de la galería del público. De pronto, sintió una extraña tensión en el pecho. Allí estaba Ardee West, mirándole fijamente. Sus miradas se cruzaron, y la joven sonrió y le saludó con la mano. También él sonrió, pero, mientras hacía ademán de levantar la mano para devolverle el saludo, se acordó de dónde estaba. Se llevó la mano a la espalda y, con gesto nervioso, echó un vistazo a su alrededor; por fortuna, no parecía que nadie importante hubiera advertido aquel desliz. Aun así, la sonrisa se negaba a abandonar su semblante.
—¡Milores! —rugió el Lord Chambelán, estrellando la copa contra la mesa presidencial. Jezal jamás había oído una voz así de potente. El propio Mariscal Varuz podría aprender de Hoff un par de cosas sobre el arte de gritar. El durmiente de las filas de atrás se incorporó de un salto y se puso a resoplar y a parpadear. Casi al instante se desvaneció el estruendo. Los representantes que aún seguían de pie miraron a su alrededor con gesto culpable y se apresuraron a sentarse, como si fueran unos niños a los que hubieran pillado haciendo una travesura. Los murmullos de la galería del público enmudecieron. El orden se había restaurado.
—¡Milores, puedo asegurarles que nada preocupa más al Rey que la seguridad de sus súbditos, se encuentren donde se encuentren! ¡La Unión no tolera agresiones, ni contra sus gentes ni contra sus propiedades! —Hoff recalcó cada aseveración descargando un puñetazo sobre la mesa—. ¡Ya vengan del Emperador de Gurkhul, de esos salvajes del Norte o de cualquier otra parte! —al hacer esta última afirmación golpeó con tal fuerza la mesa que uno de los tinteros se volcó, inundando de tinta el pulcro documento de uno de los secretarios. Las efusiones patrióticas del Lord Chambelán fueron acogidas con gritos de apoyo y entusiastas muestras de asentimiento—. ¡En cuanto a las circunstancias específicas de Dagoska! —Thuel, cuyo pecho temblaba debido a la tos contenida, alzó esperanzado la cabeza— ¿Acaso no posee dicha ciudad uno de los sistemas defensivos más sólidos y extensos del mundo? ¿No es cierto que hace menos de una década resistió durante más de un año un asedio de los gurkos? ¿Qué ha sido de esas murallas, caballero, qué ha sido de ellas? —la amplia sala quedó en silencio mientras todo el mundo se disponía a hacer un esfuerzo para escuchar la respuesta.
—Lord Chambelán, las defensas se encuentran en mal estado y los soldados de que disponemos son insuficientes para custodiarlas adecuadamente —el resuello de Thuel quedó prácticamente ahogado cuando un secretario pasó la página de su cartapacio y empezó a escribir en la siguiente—. El Emperador no ignora ninguna de estas circunstancias —susurró en un tono casi inaudible—. Le ruego que... —en ese momento le sobrevino un nuevo ataque de tos y se dejó caer en su escaño entre las burlas contenidas de la delegación de Angland.
El ceño de Hoff se acentuó.
—Tenía entendido que el mantenimiento de las defensas de la ciudad corría a cargo de los ingresos recaudados localmente y de las tasas impuestas al Honorable Gremio de los Especieros, que lleva siete años operando en Dagoska bajo una licencia exclusiva y altamente rentable. Si ni siquiera es posible obtener recursos para mantener las murallas —Hoff barrió la sala con una mirada siniestra—, tal vez haya llegado el momento de volver a sacar a concurso esa licencia —una andanada de enfurecidos murmullos surgió de la galería del público—. ¡En todo caso, en estos momentos la Corona no se encuentra en condiciones de realizar un desembolso adicional de dinero! —desde el lado de Dagoska se alzaron abucheos de enojo, desde el de Angland, silbidos de aprobación—. ¡Y en cuanto a las circunstancias específicas de Angland —tronó el Lord Chambelán girándose hacia Meed—, creo que dentro de poco vamos a recibir buenas noticias, para que usted pueda luego comunicárselas a su padre, el Lord Gobernador! —una oleada de excitados murmullos ascendió hasta la dorada cúpula que cubría la sala. El apuesto joven parecía gratamente sorprendido, y no era para menos. Era muy raro salir de una sesión del Consejo Abierto con buenas noticias; de hecho, era raro salir con cualquier tipo de noticias.
Thuel, que parecía haber recobrado el control sobre sus pulmones, había abierto la boca para hablar, pero unos porrazos en la enorme puerta que se alzaba detrás de la mesa presidencial le interrumpieron. Los Lores, sorprendidos y expectantes, alzaron la vista. El Lord Chambelán sonrió, como lo haría un ilusionista que acabara de ejecutar con éxito un truco particularmente complicado. Hizo una seña a los guardias, y éstos descorrieron los pesados cerrojos de hierro; las enormes puertas de taracea emitieron un crujido y se abrieron lentamente.
Enfundados en unas armaduras lustrosas, con los rostros ocultos tras unos cascos altos y relucientes, y ataviados con unas fastuosas capas púrpura que lucían en la parte de atrás la imagen dorada de un sol, descendieron por las escaleras ocho caballeros de la Escolta Regia y se distribuyeron a ambos lados de la mesa presidencial. Los seguían cuatro trompeteros que, dando un firme paso adelante, se llevaron a los labios sus resplandecientes instrumentos y lanzaron una atronadora fanfarria. Jezal entrecerró los ojos y apretó los dientes, para ver si así conseguía que le dejaran de castañetear. Finalmente, el resonante estruendo se desvaneció. El Lord Chambelán se volvió furioso hacia el Heraldo, que contemplaba boquiabierto a los recién llegados.
—¿A qué espera? —bufó Hoff.
El Heraldo volvió de golpe a la vida.
—¡Ah... sí, claro! ¡Miladies, milores, tengo el honor de anunciarles... —hizo una pausa y respiró hondo—... a Su Alteza Imperial, Rey de Angland, Starikland y Midderland, Protector de Westport y Dagoska, Su Augusta Majestad, Guslav Quinto, Gran Rey de La Unión! —un rumor llenó la sala mientras todos, hombres y mujeres, se levantaban de sus asientos y doblaban una rodilla.
El palanquín real cruzó con parsimonia las puertas a hombros de otros seis caballeros sin rostro. Sentado en un trono dorado y recostado en unos lujosos almohadones, el Rey se balanceaba suavemente de lado a lado. Miraba en todas direcciones con la misma expresión asombrada de un hombre que se hubiera ido a dormir borracho y hubiera despertado en una habitación que no era la suya.
Su aspecto era lamentable. Un hombre inmensamente gordo, cuyo cuerpo parecía una enorme colina, envuelta en pieles y sedas escarlatas, y cuya cabeza se encontraba rehundida en los hombros debido al peso de una magnífica y reluciente corona. Unas pronunciadas ojeras bordeaban sus ojos saltones y vidriosos, y la punta rosácea de su lengua asomaba repetidas veces entre sus pálidos labios con gesto nervioso. Los carrillos colgaban flácidos de las mandíbulas y una gruesa papada de grasa envolvía su cuello, produciendo la impresión de que su carne se estaba derritiendo y había empezado a resbalar desde el cráneo. Así era el Gran Rey de la Unión, pero eso no impidió que, al aproximarse a Jezal, éste lo saludara con una leve inclinación de cabeza.
—Ah —dijo Su Augusta Majestad, como si acabara de acordarse de algo—, por favor, levántense —un rumor volvió a alzarse en la sala mientras todo el mundo se ponía de pie y volvía a tomar asiento. El Rey se volvió hacia Hoff con el ceño fruncido, y Jezal le oyó decir—: ¿Qué hago aquí?
—Los Hombres del Norte, Su Majestad.
—¡Ah, sí! —los ojos del Rey se iluminaron. Hizo una breve pausa y preguntó—: ¿Qué les pasa?
—Mmm... —pero el Lord Chambelán se libró de responder, pues en ese momento las puertas que había al otro lado de la sala, las mismas por las que había entrado Jezal, se abrieron. Dos hombres de aspecto extraño las atravesaron y avanzaron por el pasillo.
Uno de ellos era un guerrero de pelo canoso, con una cicatriz y un ojo ciego, que traía consigo una caja plana de madera. El otro vestía un manto provisto de una capucha que le ocultaba el rostro y era tan alto que hacía que toda la sala pareciera desproporcionada en comparación. De pronto, los escaños, las mesas, incluso los propios guardias, parecieron versiones en miniatura de sí mismos, destinados a servir de juguete a los niños. Dos representantes que se encontraban al lado del pasillo se encogieron y retrocedieron unos pasos cuando pasó junto a ellos. Jezal torció el gesto. Dijera lo que dijera Lord Hoff, aquel gigante encapuchado no tenía pinta de ser un portador de buenas noticias. Un murmullo entre irritado y suspicaz resonó en la bóveda mientras los dos Hombres del Norte se situaban en el enlosado frente a la mesa presidencial.
—¡Majestad —dijo el Heraldo, realizando una reverencia tan exagerada que hizo que se viera obligado a apoyarse en su bastón para no caerse—, el Consejo Abierto concede la palabra a Fenris el Temible, emisario de Bethod, Rey de los Hombres del Norte, y a su intérprete, Hansul Ojo Blanco!
El Rey llevaba un rato contemplando abstraídamente uno de los ventanales de la pared curva, tal vez admirando los haces de luz que se filtraban a través de las fastuosas vidrieras, pero, cuando el viejo guerrero tuerto comenzó a hablar, sus carrillos temblaron y se volvió hacia él.
—Majestad, os traigo un fraternal saludo de mi señor, Bethod, Rey de los Hombres del Norte —la Rotonda se había sumido en un profundo silencio y el ruido de las plumas de los secretarios había adquirido un volumen absolutamente desproporcionado. Con una sonrisa tensa, el viejo guerrero señaló con la cabeza la gigantesca figura del encapuchado—. Fenris el Temible es portador de una propuesta de Bethod para Su Majestad; de Rey a Rey. Del Norte a la Unión. Una propuesta y un obsequio —a continuación alzó la caja de madera.