La voz de las espadas (25 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La voz de las espadas
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—Claro, claro —Bayaz cogió una lanza muy larga con una amenazadora hoja dentada y la agitó en el aire. Logen dio un paso atrás por si las moscas—. Muy mortífera, sin duda. Es fácil mantener a raya a un hombre con una cosa así. Pero un hombre provisto de una lanza necesita contar con muchos compañeros y que ellos también estén provistos de lanzas —Bayaz la volvió a meter en la balda y reemprendió la marcha.

—Ésta de aquí tiene un aspecto que asusta —el Mago agarró el mango nudoso de una enorme hacha de doble hoja—. ¡Demonios! —exclamó tensando las venas del cuello al levantarla—. ¡Vaya si pesa! —la soltó en su sitio con un golpe seco que hizo vibrar la balda—. ¡Con un armatoste como ése es fácil matar a un hombre! ¡Incluso partirle en dos de un tajo! ¡Siempre que se esté quieto, claro!

—Esto es mejor —dijo Logen. Se trataba de una espada bastante sencilla y de aspecto sólido que estaba enfundada en una desgastada vaina de cuero marrón.

—Oh, sí, sin duda. Muchísimo mejor. Esa hoja la forjó el Maestro Creador Kanedias con sus propias manos —Bayaz le entregó a Logen la antorcha y sacó la alargada espada de la balda.

—Dígame una cosa, maese Nuevededos, ¿se ha fijado alguna vez lo distinta que es una espada de todas las demás armas? Las hachas, las mazas y todo ese tipo de cosas cuelgan del cinto como seres inanimados —Bayaz recorrió con la mirada la empuñadura, una simple pieza de metal, surcada de muescas para mejorar el agarre, que resplandecía bajo la luz de la antorcha—. En cambio, las espadas... las espadas tienen voz.

—¿Eh?

—Envainada poco puede decir, desde luego, pero basta con poner la mano sobre la empuñadura para que comience a susurrarle al oído a tu enemigo —sus dedos ciñeron con firmeza la empuñadura de la espada—. Un leve aviso. Una palabra de advertencia. ¿La oye?

Logen asintió moviendo lentamente la cabeza.

—Bien —murmuró Bayaz—, ahora compare esa voz y la de la espada a medio desenvainar —medio metro de metal salió de la vaina emitiendo un siseo y dejando al descubierto una letra de plata que brillaba cerca de la empuñadura. La hoja propiamente dicha era mate, pero el filo desprendía un gélido resplandor—. Ya habla más alto, ¿verdad? Susurra una funesta amenaza. Hace una mortífera promesa. ¿La oye?

Logen asintió de nuevo mientras contemplaba hipnotizado el resplandeciente filo del arma.

—Ahora compárela con la voz de la espada completamente desenvainada —la espada salió entera de la vaina con un leve tintineo y Bayaz la alzó hasta dejarla suspendida a unos pocos centímetros del rostro de Logen—. Ahora grita, ¿verdad? ¡Grita retadora! ¡Brama su desafío! ¿La oye?

—Hummm —dijo Logen echándose hacia atrás y bizqueando un poco para poder ver la brillante punta de la espada.

Para gran alivio de Logen, Bayaz bajó la espada y volvió a enfundarla suavemente en su vaina.

—Sí, las espadas tienen voz. Las hachas, las mazas y otras armas por el estilo serán todo lo letales que se quiera, pero una espada es un arma sutil, adecuada para un hombre sutil. Usted, maese Nuevededos, es un hombre bastante más sutil de lo que aparenta —Logen frunció el ceño mientras Bayaz le tendía la espada. Le habían acusado de muchas cosas a lo largo de su vida, pero nunca de ser sutil—. Considérelo un obsequio. Una forma de darle las gracias por sus buenos modales.

Logen se quedó pensativo. No había dispuesto de un arma decente desde que cruzó las montañas, y no le hacía demasiada gracia volver a tener una. Pero iba a venir Bethod, y bien pronto. Mejor tenerla, aunque no la quisiera, que no tenerla y luego echarla en falta. Mil veces mejor. Con ese tipo de cosas más vale ser realista.

—Se lo agradezco —dijo Logen, cogiendo la espada de manos de Bayaz y devolviéndole la antorcha—. Creo.

El pequeño fuego que chisporroteaba en la chimenea caldeaba la sala y creaba una atmósfera cómoda y acogedora.

Pero Logen no se sentía nada cómodo. Se encontraba de pie junto a la ventana, mirando el patio que había debajo en un estado de nerviosismo, inquietud y aprensión bastante parecido al que solía asaltarle antes de entablar un combate. Bethod ya no tardaría en llegar. Estaba ahí fuera, en alguna parte. En el camino que cruzaba los bosques, pasando entre los dos monolitos, atravesando el puente o franqueando las puertas.

El Primero de los Magos, en cambio, no parecía estar nada tenso. Se encontraba cómodamente sentado en su silla, con los pies apoyados en una mesa donde reposaba una larga pipa de madera, hojeando un pequeño libro de tapas blancas con una sonrisa en los labios. Costaba trabajo imaginar a alguien con un aire más tranquilo, pero eso sólo servía para que Logen se sintiera aún peor.

—¿Es bueno? —preguntó Logen.

—¿Es bueno el qué?

—El libro.

—Oh, sí. Es el mejor de los libros.
Los Principios del Arte
de Juvens, la piedra angular de mi orden —Bayaz señaló con la mano que tenía libre los estantes que cubrían dos de las paredes y los cientos de libros idénticos a aquel que se distribuían ordenadamente por ellos—. Son todos el mismo. Un solo libro.

—¿Uno? —Los ojos de Logen recorrieron los gruesos lomos blancos que llenaban la estantería—. Un libro bien largo, desde luego. ¿Lo ha leído entero?

Bayaz se rió.

—Oh, sí, varias veces. Todos los miembros de mi orden tienen que leerlo y, llegado el momento, hacerse su propia copia manuscrita —dio la vuelta al libro para que Logen pudiera verlo. Sus páginas estaban repletas de unos renglones con unos símbolos tan primorosamente trazados como ininteligibles—. Yo copié éste hace mucho. También usted debería leerlo.

—No soy muy aficionado a la lectura.

—¿No? —preguntó Bayaz—. Una pena —pasó de página y continuó leyendo.

—¿Y ése de ahí? —en lo alto de uno de los estantes, separado del resto, había un libro tumbado, un grueso volumen negro con el lomo bastante desgastado—. ¿También lo escribió Juvens?

Bayaz levantó la vista y frunció el ceño.

—No. Ése lo escribió su hermano —se puso de pie, se estiró y lo bajó de la estantería—. Éste trata de otro tipo de conocimiento —abrió el cajón de su escritorio, metió el libro dentro y lo cerró de golpe—. Mejor dejarlo solo —dijo. Luego, tomó asiento y volvió a abrir
Los Principios del Arte
.

Logen respiró hondo, posó su mano izquierda en la empuñadura de la espada y sintió el tacto del frío metal en la palma de la mano. No era una sensación demasiado tranquilizadora. Soltó la mano, se volvió hacia la ventana y miró hacia abajo. Al instante sintió cómo el aire se le quedaba atorado en la garganta.

—Ya está aquí Bethod.

—Bien, bien —musitó Bayaz con tono ausente—. ¿Quién viene con él?

Logen escudriñó las tres figuras que había en el patio.

—Scale —dijo frunciendo el ceño—. Y una mujer. No la reconozco. Están desmontando —Logen se humedeció los labios—. Ya entran.

—Sí, sí —murmuró Bayaz—, es la forma habitual de llegar a una reunión. Trate de calmarse, amigo mío. Respire hondo.

Logen apoyó la espalda en el muro encalado, cruzó los brazos y tomó aire. No le sirvió de nada. El nudo que tenía en el pecho se tensó aún más. Oyó unos pasos pesados que se acercaban por el pasillo. El pomo de la puerta giró.

Scale fue el primero en entrar. El hijo mayor de Bethod siempre había sido corpulento, incluso de niño, pero desde la última vez que le viera Logen se había vuelto un auténtico monstruo. Su cabeza roqueña parecía casi un añadido de última hora, destinado a coronar aquella masa de músculos, y el cráneo era considerablemente más estrecho que el cuello. Tenía las mandíbulas cuadradas, la nariz era una especie de taco grueso y los ojos, pequeños y saltones, tenían una mirada iracunda y arrogante. Al igual que su hermano Calder, sus finos labios estaban retorcidos en un rictus permanente de desdén, sólo que en ellos se percibía mucha menos astucia y bastante más brutalidad. De su cadera colgaba un pesado sable y su mano carnosa se mantenía próxima a él mientras miraba a Logen con cara de pocos amigos.

Luego entró la mujer. Era alta, esbelta y de una palidez casi enfermiza. Sus ojos rasgados eran tan estrechos y fríos como los de Scale eran saltones e iracundos, y la espesa capa de maquillaje negro de la que estaban rodeados resaltaba aún más esa estrechez y frialdad. En sus largos dedos llevaba anillos de oro; en sus finos brazos, dorados brazaletes, y en su pálido cuello, cadenas doradas. Nada más entrar, sus glaciales ojos azules inspeccionaron la sala, y cada cosa en la que se fijaba no hacía sino acrecentar su expresión de repugnancia y desdén. El mobiliario primero, luego los libros, muy especialmente Logen y, por encima de todo, Bayaz.

Por fin entró el sedicente Rey de los Hombres del Norte, y lo hizo con un porte más magnífico que nunca, engalanado con ricos tejidos de colores y exóticas pieles blancas. Una gruesa cadena de oro rodeaba sus hombros y su cabeza estaba ceñida por un aro de oro con un solitario diamante del tamaño de un huevo. En su cara risueña había más arrugas de las que recordaba Logen, y tanto su cabellera como sus barbas estaban jaspeadas de gris, pero seguía igual de alto, igual de enérgico e igual de apuesto, y, además, parecía haber adquirido un aire de autoridad y sabiduría, de majestad incluso. Un gran hombre de los pies a la cabeza, un hombre sabio, un hombre justo. Un rey en toda la extensión de la palabra. Pero Logen no se dejaba engañar.

—¡Bethod! —dijo cordialmente Bayaz cerrando de golpe el libro— ¡Mi viejo amigo! No te imaginas cuánto me alegro de volver a verte —bajó los pies de la mesa y señaló la cadena de oro y el deslumbrante diamante—. ¡Y de ver lo bien que te van las cosas! Aún recuerdo aquellos tiempos en que no te importaba venir a verme a solas. Pero supongo que los grandes hombres necesitan acompañarse de gentes que les atiendan, ya veo que has traído alguna... compañía. A tu encantador hijo ya le conozco, por supuesto. Bueno, Scale, se ve que te has estado alimentando bien.


Príncipe
Scale —rugió el gigantesco hijo de Bethod desorbitando aún más los ojos.

—Hummm —musitó Bayaz alzando una ceja—. Me parece que no tengo el gusto de conocer a la otra persona que te acompaña.

—Soy Caurib —Logen pestañeó. La voz de aquella mujer era la cosa más hermosa que había oído en su vida. Balsámica, acariciante, embriagadora—. Soy hechicera —salmodió, y, acto seguido, echó hacia atrás la cabeza con una sonrisa desdeñosa—. Una hechicera de los confines del Norte —Logen se había quedado paralizado y la contemplaba con la boca entreabierta. Todo el odio que le embargaba se había evaporado. Estaba entre amigos. Más que amigos. No podía, no quería quitarle los ojos de encima. Todas las demás personas que había en la habitación habían desaparecido. Era como si sólo hablara para él, y lo único que deseaba su corazón era que no dejara de hablar jamás.

Pero Bayaz se limitó a soltar una carcajada.

—¡Una auténtica hechicera y, por si fuera poco, dotada del don de la voz dorada! ¡Qué maravilla! Hace mucho tiempo que no la oía, pero no creo que aquí vaya a servirle de mucho —la mente de Logen se despejó, y el odio, ardiente y reconfortante, volvió a embargarle—. Dígame, ¿hay que estudiar para ser hechicera o basta con llenarse de joyas y embadurnarse la cara con afeites? —Caurib entornó los ojos hasta reducirlos a dos ranuras azules, pero el Primero de los Magos no le dio tiempo de responder—. ¡Y de los
confines
del Norte, ni más ni menos! —Bayaz se estremeció levemente—. Debe de hacer mucho frío ahí arriba en esta época del año. Eso es malo para los pezones, ¿eh? ¿Ha venido a vernos para disfrutar de nuestro clima o por alguna otra razón?

—Voy a donde me ordena mi Rey —siseó alzando un poco más su puntiaguda barbilla.

—¿Su Rey? —inquirió Bayaz, echando un vistazo alrededor como si esperara encontrar a alguien más escondido en un rincón.

—¡Mi padre es ahora el Rey de los Hombres del Norte! —gruñó Scale. Luego miró con desdén a Logen— ¡Deberías arrodillarte ante él, Sanguinario! —Y dedicando idéntica mirada a Bayaz, añadió—: ¡Y tú también, viejo!

El Primero de los Magos extendió las mano como disculpándose.

—Verás, me temo que no me arrodillo ante nadie. Estoy demasiado viejo para eso. Ya sabes, rigidez en las articulaciones.

Scale estampó su bota contra el suelo e hizo ademán de adelantarse mientras sus labios se disponían a soltar una maldición, pero su padre le detuvo posándole una mano en el hombro.

—Cálmate, hijo, no hace falta que nadie se arrodille —hablaba con una voz tan fría y tan plana como la nieve recién caída—. No nos peleemos por tonterías. ¿No compartimos acaso los mismos intereses? ¿La paz? ¿La paz en el Norte? Sólo he venido para solicitar que me ayudes con tu sabiduría, Bayaz, como hice en otro tiempo. ¿Qué hay de malo en pedir ayuda a un viejo amigo? —No se podía imaginar una voz más sincera, más razonable, más digna de confianza. Pero Logen no se dejaba engañar.

—¿Pero es que no hay ya paz en el Norte? —Bayaz se recostó en su silla con las manos a la espalda—. ¿Es que no se han extinguido ya todas las enemistades? ¿No fuiste tú el vencedor? ¿Acaso no tienes todo lo que quieres y aún más? ¿Eh, Rey de los Hombres del Norte? ¿Para qué vas a necesitar ya mi ayuda?

—Mis planes sólo los comparto con los amigos, Bayaz, y últimamente tú no te estás comportando como un amigo. Echas a mis mensajeros, incluso a mi propio hijo. Y das cobijo a mis más acérrimos enemigos —miró a Logen con expresión ceñuda y frunció los labios—. ¿Sabes quién es ese al que tienes aquí? ¡El Sanguinario! ¡Un perro! ¡Un cobarde! ¡Un perjuro! ¿Es ese el tipo de compañía que prefieres? —Bethod se volvió hacia Bayaz con una sonrisa afable, pero sus palabras encerraban un inequívoco tono de amenaza—: Me temo que ha llegado la hora de que decidas si estás de mi lado o en contra de mí. No hay lugar para las medias tintas. O formas parte de mi futuro, o eres una mera reliquia del pasado. Tuya es la elección, amigo mío —Logen ya había visto a Bethod plantear ese tipo de elecciones con anterioridad. Algunos se habían doblegado. Los demás habían vuelto al barro.

Pero Bayaz no parecía tener prisa.

—¿Qué elegir? —se inclinó lentamente hacia delante y agarró la pipa que había en la mesa—. ¿El futuro o el pasado? —luego se acercó al fuego, se puso en cuclillas, dando la espalda a los tres huéspedes, cogió una tea de la chimenea, la metió en la cazoleta y, con mucha parsimonia, se puso a dar caladas. Parecía como si la pipa no fuera a encenderse nunca—. ¿A tu favor o en tu contra? —musitó mientras regresaba a su silla.

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