La voz de las espadas (21 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La voz de las espadas
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—... Nos queda un trecho enormemente largo que recorrer, y, a no ser que cambie usted de actitud, no habrá tiempo para alcanzar los objetivos que nos habíamos marcado. Sus combates de entrenamiento son lamentables, su resistencia sigue siendo insuficiente y, en cuanto a su equilibrio, mejor ni hablar...

¿Y qué pensaría la gente si lo mandaba todo a paseo? ¿Cómo reaccionaría su padre? ¿Qué dirían sus hermanos? ¿Y el resto de los oficiales? Le tomarían por un cobarde. Y luego estaba Ardee West. Últimamente no podía quitársela de la cabeza. ¿Se le pegaría tanto si dejaba la esgrima? ¿Le hablaría en ese tono tan dulce? ¿Le reiría los chistes? ¿Alzaría sus ojazos negros para mirarle, acercándose a él hasta casi hacerle sentir su aliento en la cara...?

—¿Oye lo que le digo, muchacho? —tronó Varuz. Jezal casi notaba su aliento en la cara, unas gotitas de saliva incluso.

—¡Sí, señor! ¡Combates de entrenamiento lamentables, insuficiente resistencia! —Jezal tragó saliva con nerviosismo—. ¡Y del equilibrio, mejor ni hablar!

—¡Exacto! No quiero ni pensarlo, pero empiezo a tener la impresión de que después de todas las molestias que me ha causado resulta que no tiene interés en esto —dijo fulminando
a Jezal
con la mirada—. ¿Qué opina usted, comandante?

No hubo respuesta. West se encontraba medio tirado en una silla, con los brazos cruzados y la mirada ausente.

—¿Comandante? —le espetó el Lord Mariscal.

West alzó la vista de golpe, como si acabara de advertir su presencia.

—Lo siento, señor, estaba distraído.

—Ya lo he notado —Varuz apretó los dientes y tomó aire—. Parece que esta mañana nadie es capaz de concentrarse —era un alivio que parte de la ira del viejo se hubiera desviado hacia otro lugar, pero la felicidad de Jezal fue de corta duración.

—Muy bien —dijo bruscamente el viejo Mariscal—, usted se lo ha buscado. A partir de mañana iniciaremos el entrenamiento con una sesión de natación en el foso. Uno o dos kilómetros será suficiente —Jezal apretó los dientes para no pegar un grito—. El agua fría es ideal para agudizar los sentidos. Y tal vez convenga que empecemos un poco más temprano, para que su disposición mental sea la más adecuada. En otras palabras, empezaremos a las cinco. Entretanto, capitán Luthar, le sugiero que se plantee si está aquí para ganar el Certamen o simplemente para disfrutar de mi compañía —y, dicho aquello, se volvió sobre sus talones y se alejó hecho una furia.

Jezal esperó a que Varuz saliera del patio para perder los estribos, pero una vez que estuvo seguro de que el anciano ya no podía oírle, lleno de rabia, estrelló los aceros contra el muro.

—¡Maldita sea! —gritó, mientras las espadas rebotaban contra el suelo con un repiqueteo—. ¡Mierda! —se dio media vuelta y buscó algún objeto al que pudiera propinar una patada sin hacerse demasiado daño. Sus ojos se posaron en la pata de la barra de equilibrios, pero calculó mal el puntapié y tuvo que hacer un supremo esfuerzo para refrenar la apremiante necesidad de agarrarse su lastimado pie y ponerse a dar botes a la pata coja como un idiota—. ¡Mierda, mierda! —rabiaba.

Para su decepción, West no parecía en absoluto impresionado. Se levantó con el gesto torcido e hizo ademán de seguir al Mariscal Varuz.

—¿Adónde vas? —inquirió Jezal.

—Lejos —dijo West por encima del hombro—. Ya he visto bastante.

—¿Qué quieres decir con eso?

West se detuvo y se volvió para encararle.

—Por increíble que te parezca, en el mundo hay problemas más importantes que éste.

Jezal se quedó boquiabierto, mientras West se alejaba por el patio.

—¿Quién te crees que eres? —le gritó cuando estuvo seguro de que ya estaba lo bastante lejos—. ¡Mierda, mierda! —Estuvo tentado de propinarle otra patada a la barra, pero se lo pensó mejor.

Jezal estaba de tan mal humor que había decidido regresar al acuartelamiento evitando las zonas más concurridas de Agriont y había enfilado por las callejuelas y los jardines más tranquilos que bordeaban la Vía Regia. Como medida adicional para ahuyentar cualquier encuentro social, caminaba mirándose los pies con el ceño fruncido. Pero aquel día la suerte no estaba de su lado.

—¡Jezal! —era Kaspa, que estaba paseando con una joven rubia ataviada con unas prendas de aspecto bastante caro. Les acompañaba una mujer de mediana edad y semblante severo, seguramente la gobernanta de la chica. Se habían detenido para admirar una insulsa escultura que decoraba un patio bastante poco frecuentado—. ¡Jezal! —volvió a gritar Kaspa, haciendo ondear su sombrero por encima de su cabeza. No había manera de esquivarlos. Dibujó en su rostro una sonrisa forzada y se dirigió hacia ellos. Cuando estuvo cerca, la muchacha pálida le sonrió; pero si lo que pretendía era cautivarle, fracasó estrepitosamente—. ¿Qué, Luthar, vienes de darle al esgrima? —preguntó banalmente Kaspa.

Jezal estaba empapado de sudor y llevaba los dos aceros en las manos. Era bien sabido que se entrenaba todas las mañanas. No hacía falta tener muchas luces para hacer esa deducción, lo cual era una suerte, porque Kaspa, desde luego, no las tenía.

—Sí. ¿Cómo lo has adivinado? —no era intención de Jezal matar la conversación de una forma tan brusca, pero desdramatizó el asunto soltando una risa forzada, y, de inmediato, volvieron a aparecer las sonrisas en el semblante de las dos damas.

—Ja, ja —río Kaspa, predispuesto como siempre a ser el blanco de todas las bromas—. Jezal, permíteme que te presente a mi prima, Lady Ariss dan Kaspa. Este es mi oficial superior, el capitán Luthar. —Así que ésta era la famosa prima. Una de las más ricas herederas de La Unión, perteneciente además a una excelente familia. Kaspa nunca se cansaba de decirles lo guapa que era, pero a Jezal le pareció una criatura pálida, flaca y de aspecto enfermizo. La joven esbozó una sonrisa y le tendió flácidamente su blanca mano. Jezal la rozó con los labios con un beso mecánico.

—Encantado —musitó sin ningún entusiasmo—. Debo pedirle disculpas por mi aspecto. Vengo de hacer prácticas de esgrima.

—Ah, sí. He oído decir que es usted un gran espadachín —dijo con voz aguda y chillona la joven, una vez que estuvo segura de que él ya había acabado de hablar. Se produjo un instante de silencio mientras la muchacha encontraba algo más que decir, pero, de pronto, se le iluminaron los ojos—. Dígame, capitán, ¿es muy peligroso eso de la esgrima?

Por favor, qué sosería.

—Oh, no, señorita, para luchar en el círculo sólo empleamos espadas romas —podría haber dicho algo más, pero no tenía ni la más mínima intención de tomarse la molestia. Acompañó sus palabras con una tenue sonrisa. Y ella se la devolvió. La conversación amenazaba con irse a pique.

Agotado el tema de la esgrima, Jezal se disponía ya a dar una excusa y a largarse, cuando Ariss le interrumpió sacando otro tema.

—Y dígame, capitán, ¿es cierto que puede estallar una guerra en el Norte? —su voz casi se había desvanecido al llegar al final de la frase, pero la carabina la miraba con gesto aprobatorio, encantada sin duda de las dotes comunicativas de su protegida.

Piedad.

—Bueno, me parece que... —comenzó a decir Jezal. Los ojos azul claro de Lady Ariss le miraban expectantes. Los ojos azules son una auténtica basura, se dijo Jezal para sus adentros. ¿De qué tema sabría menos aquella chica, de esgrima o de política?— ¿Usted qué piensa?

El ceño de la carabina se arrugó levemente. Lady Ariss, por su parte, parecía un tanto desconcertada, y, mientras trataba de dar con las palabras, se sonrojó un poco.

—Bueno, mmm... en fin... estoy segura de que todo... ¿acabará bien?

¡Benditos sean los hados, estamos salvados!, pensó Jezal. Tenía que largarse de allí como fuera.

—Claro que sí, todo acabará bien —se forzó a sonreír una vez más—. Ha sido un placer conocerla, pero mi turno de guardia empieza dentro de poco, así que me temo que voy a tener que dejarles —acto seguido, se inclinó con gélida cortesía—: Teniente Kaspa, Lady Ariss.

Kaspa, tan cordial como de costumbre, le dio una palmada en el brazo. La desvalida e ignorante prima sonrió con aire vacilante. La gobernanta, en cambio, le lanzó una mirada torva cuando pasó por su lado. Jezal pasó olímpicamente de ella.

Jezal llegó a la Rotonda de los Lores justo en el momento en que los miembros del Consejo regresaban del receso de la hora de la comida. Saludó a los guardias del vestíbulo con un seco movimiento de cabeza y luego atravesó el enorme portal y bajó por el pasillo central. Mientras bordeaba la pared curva para acceder a su puesto tras la mesa presidencial, una deslavazada columna integrada por los pares del reino le pisaba los talones, llenando el amplio espacio con los ecos de sus pasos, gruñidos y murmullos.

—¿Qué tal ha ido la esgrima, Jezal? —era Jalenhorm, que por una vez había llegado pronto y no quería desaprovechar la oportunidad de charlar un poco antes de que llegara el Lord Chambelán.

—He tenido mejores mañanas. ¿Y tú?

—Oh, yo me lo he pasado estupendamente. He conocido a la prima esa de Kaspa. Ay, ¿cómo se llama? —Jalenhorm trató de dar con el nombre.

Jezal suspiró.

—Lady Ariss.

—¡Sí, eso es! ¿La has visto?

—He tenido la suerte de toparme con ellos hace un momento.

—¡Guau! —exclamó Jalenhorm frunciendo la boca—. ¿No me digas que no es una preciosidad?

—Hummm —Jezal, aburrido, miró para otro lado y vio cómo los notables del reino, ataviados con sus togas ribeteadas de pieles, desfilaban lentamente en dirección a sus escaños. O al menos vio un muestrario de sus hijos menos favorecidos y de sus apoderados a sueldo. En los últimos tiempos era bastante raro que los magnates acudieran en persona al Consejo Abierto, a no ser que tuvieran alguna queja importante que presentar. De hecho, muchos de ellos ni siquiera se molestaban en enviar a alguien para que los representara.

—Te juro que es una de las mujeres más hermosas que he visto en mi vida. Ya sé que Kaspa siempre está hablando maravillas de ella, pero para mí que se queda corto.

—Hummm.

Los consejeros empezaron a desperdigarse para dirigirse a sus respectivos escaños. La Rotonda de los Lores estaba concebida como si fuera un teatro, en el que los principales nobles de La Unión ocupaban el lugar destinado al público: un amplio hemiciclo de bancos escalonados con un pasillo que lo cruzaba por el centro. Como suele ocurrir en los teatros, no todos los sitios eran igual de buenos. Los menos importantes se sentaban al fondo, en la parte más alta, y la importancia de los ocupantes de los escaños crecía conforme se avanzaba hacia delante. La fila delantera estaba reservada a las cabezas de los principales linajes, o a quienquiera que enviaran en su lugar. Los representantes del sur, las gentes de Dagoska y de Westport se situaban a la izquierda, muy cerca de donde se encontraba Jezal. Al otro extremo, a la derecha, se situaban los del norte y los del oeste, las gentes de Angland y Starikland. El grueso de los escaños, que se encontraban entre medias, correspondía a la vieja nobleza de Midderland, el corazón de La Unión. La Unión propiamente dicha, según ellos lo veían. Y según lo veía el propio Jezal.

—Qué porte, qué gracia —peroraba extasiado Jalenhorm—, esos maravillosos cabellos dorados, esa piel blanca como la leche, esos fantásticos ojos azules.

—Y esa enorme cantidad de dinero.

—Bueno, sí, eso también —el corpulento teniente sonrió—. Kaspa dice que su tío es aún más rico que su padre. ¡Imagínate! Y es hija única. Heredará hasta el último marco. ¡Hasta el último marco! —Jalenhorm apenas podía contener su entusiasmo—. ¡Afortunado el hombre que pueda conseguirla! ¿Cómo has dicho que se llamaba?

—Ariss —dijo agriamente Jezal.

Arrastrando los pies y soltando gruñidos, los lores, o sus apoderados, iban accediendo ya a sus respectivos escaños. No podía decirse que la asistencia fuera muy nutrida: ni siquiera estaban ocupados la mitad de los escaños. Aunque, a decir verdad, eso era lo más que solía llenarse. Si la Rotonda de los Lores hubiese sido un verdadero teatro, sus empresarios andarían desesperados buscando una nueva obra.

—Ariss, Ariss —Jalenhorm se relamió como si el nombre le dejara un regusto dulce en los labios—. Afortunado el hombre que la consiga.

—Muy afortunado, desde luego —a condición, claro está, de que prefiera el dinero contante y sonante a la conversación. Jezal pensó que tal vez hubiera preferido casarse con la gobernanta. Al menos parecía tener algo más de carácter.

El Lord Chambelán acababa de entrar en la sala y se dirigía al estrado donde se encontraba la mesa de la presidencia, que ocupaba el lugar que habría correspondido al escenario de haber sido la Rotonda un teatro. Le seguían un enjambre de secretarios y funcionarios vestidos con togas negras, todos ellos cargados en mayor o menor medida de gruesos volúmenes y documentos de aspecto oficial. Con los faldones de su traje de ceremonias aleteando a su espalda, a lo que más se parecía Lord Hoff era a una majestuosa ave exótica que se deslizara perseguida por una bandada de cuervos marrulleros.

—Ahí está ese viejo avinagrado —susurró Jalenhorm deslizándose hacia el otro lado de la mesa para situarse en su puesto. Jezal se puso las manos a la espalda y adoptó la postura habitual: los pies algo separados y la barbilla alzada. Luego miró de soslayo a los soldados que se distribuían a intervalos regulares a lo largo del muro circular: todos estaban inmóviles e impecablemente enfundados en sus armaduras, como siempre. Respiró hondo y se preparó mentalmente para soportar varias horas de un tedio mortal.

El Lord Chambelán se dejó caer en su sitial y pidió que le trajeran vino. Los secretarios ocuparon sus puestos en torno a él, dejando un espacio libre en el centro para el Rey, que, para no perder la costumbre, estaba ausente. Luego se pusieron a manosear los documentos, a abrir sus cartapacios, a afilar las plumas y a mojarlas en los tinteros. El Heraldo avanzó hasta un extremo de la mesa y descargó el bastón de mando contra el suelo reclamando silencio. El murmullo de los nobles y de sus apoderados, y el del escaso público que asistía a la sesión desde la galería de la planta alta, comenzó a desvanecerse. Finalmente, la vasta cámara quedó en silencio.

El Heraldo hinchó el pecho.

—La sesión... —dijo con la parsimonia y la solemnidad propia de un panegírico funerario—... del Consejo Abierto de la Unión... —añadió haciendo una pausa innecesariamente larga y marcada. Los ojos del Lord Chambelán le lanzaron una mirada furibunda, pero el Heraldo no estaba dispuesto a que le hurtaran su momento de gloria. Hizo esperar a todos un momento más y luego concluyó—... se reanuda.

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