La voz de las espadas (56 page)

Read La voz de las espadas Online

Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La voz de las espadas
3.23Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cerca de donde se encontraba Glokta, un corredor de apuestas vociferaba sus números y recogía el dinero de las bulliciosas gentes que se arremolinaban a su alrededor. Casi todas las apuestas eran por Kurster. Sin levantarse de su asiento, Glokta se inclinó hacia él.

—¿Cómo están las apuestas por Gorst?

—¿Por Gorst? —preguntó el corredor—. A la par.

—Apuesto doscientos marcos a su favor.

—Lo siento, amigo, pero no puedo cubrir esa cantidad.

—Cien entonces, cinco a cuatro.

El corredor de apuestas se lo pensó un momento mirando al cielo mientras hacía cuentas.

—Hecho.

El árbitro ya estaba presentando a los contendientes, y Glokta se recostó en su asiento y se fijó en Gorst, que en ese momento estaba arremangándose la camisa. Tenía unos antebrazos anchos como troncos y unos poderosos haces de músculos que se tensaban cuando movía sus gruesos dedos. Estiró el cuello a uno y otro lado, cogió los aceros que le tendía su padrino y lanzó al aire un par de estocadas de prueba. Muy poca gente entre el público reparó en ello. Estaban demasiado ocupados vitoreando a Kurster, que se disponía a colocarse en su marca. Pero a Glokta no se le pasó por alto.
Es más rápido de lo que aparenta. Mucho más rápido. En sus manos esos aceros ya no parecen tan pesados
.

—¡Bremer dan Gorst! —proclamó el árbitro mientras el grandullón se acercaba pesadamente a su marca. Apenas hubo aplausos. Aquel hombre con pinta de buey no se correspondía con la idea que tenían de un espadachín.

—¡Adelante!

No podía decirse que lo hiciera bonito. Gorst se dedicaba a soltar desmañados tajos con su acero largo, profiriendo sonidos guturales a cada golpe, como si fuera un maestro de la espada cortando troncos. Era una visión insólita. Uno de los dos contendientes participaba en un campeonato de esgrima; el otro, en cambio, parecía estar en un combate a muerte.
¡Basta con que le toques, hombre, no hace falta que lo partas en dos!
Pero, al fijarse mejor, Glokta se dio cuenta de que aquellos tajos brutales no eran tan torpes como parecían. Estaban perfectamente sincronizados y eran muy precisos. Kurster soltó una carcajada mientras eludía con un bailoteo la primera acometida, sonrió al esquivar la tercera, pero cuando llegó la quinta, la sonrisa ya se había borrado de su semblante.
Y no da la impresión de que vaya a regresar
.

Bonito no era, desde luego.
Pero tiene un poderío innegable
. Kurster se agachó desesperado tratando de eludir un nuevo tajo.
Por muy romos que sean los aceros, si ese tajo llega a alcanzarle, le decapita
.

El favorito de las masas hizo todo lo posible por tomar la iniciativa, y lanzó una serie de estocadas con toda su energía, pero Gorst estuvo a la altura. Soltó un gruñido mientras desviaba con gran pericia la acometida con su acero corto y, luego, profirió otro gruñido y descargó un tajo sobre su contrincante con su acero largo. Glokta hizo un gesto de dolor al ver cómo el acero se estrellaba estrepitosamente contra la espada de Kurster, doblándole la muñeca y arrancándole casi el acero de las manos. Fue tal la fuerza del golpe, que Kurster, con el rostro contraído en una mueca de espanto y dolor, se tambaleó hacia atrás.

Se entiende que los aceros de Gorst estén tan desgastados
. Kurster trató de eludir la arremetida de su enemigo dando vueltas por el círculo, pero aquel gigante era demasiado rápido.
Condenadamente rápido
. Gorst ya le tenía tomada la medida: se anticipaba a todos los movimientos de su rival mientras lo iba arrinconando con una lluvia incesante de golpes. No había escapatoria.

Dos poderosas estocadas empujaron al desdichado oficial hasta el borde del círculo y, luego, un revés le arrancó de las manos el acero largo, que quedó incrustado en el césped vibrando brutalmente. Durante un instante, Kurster, con los ojos desorbitados y la mano vacía temblando, se tambaleó; entonces Gorst soltó un rugido, se abalanzó sobre él y le embistió las costillas desprotegidas con su robusto hombro.

Glokta estalló en carcajadas.
Nunca había visto volar por los aires a un espadachín
. Kurster, en efecto, había salido despedido gritando como una niñita. Dio una vuelta de campana en el aire, se estampó contra el suelo y se deslizó cabeza abajo agitando los brazos y las piernas. Finalmente quedó tendido en la arena que bordeaba el círculo, a unas tres zancadas del lugar donde le había embestido Gorst, gimiendo lastimeramente.

La multitud, conmocionada, se hallaba sumida en un silencio tan profundo que las risotadas de Glokta debían de poder oírse desde las últimas filas. El entrenador de Kurster salió a toda prisa del recinto y con mucho cuidado dio la vuelta a su pupilo. El joven pateaba, gimoteaba y se apretaba las costillas. Gorst, con gesto impasible, le miró un instante y luego se encogió de hombros y regresó lentamente a su marca.

El entrenador de Kurster se acercó al árbitro.

—Lo siento —dijo—, pero mi pupilo no puede continuar.

Glokta, incapaz de contenerse, tuvo que taparse la boca con ambas manos. Todo su cuerpo se agitaba con las carcajadas. Cada nuevo borboteo de risa le producía un espasmo de dolor en el cuello, pero le daba igual. A la mayor parte del público, sin embargo, el espectáculo no parecía resultarle tan gratificante. En torno a él comenzaba a alzarse un murmullo de indignación. Cuando sacaron tendido a Kurster entre el preparador y el padrino, los refunfuños se tornaron en abucheos y luego en un coro de gritos airados.

Gorst entornó los ojos y recorrió con mirada cansina las filas del público. Luego volvió a encogerse de hombros y, caminando pesadamente, regresó a su cercado. Una risa retozona seguía acompañando a Glokta mientras abandonaba renqueando la arena con su bolsa bastante más pesada que cuando llegó. Hacía siglos que no se lo pasaba tan bien.

La Universidad se alzaba bajo la sombra de la Casa del Creador en un rincón de Agriont tan abandonado que hasta los pájaros que lo frecuentaban parecían viejos y cansados. El enorme y destartalado edificio estaba cubierto de hiedra semiseca y pertenecía a un estilo propio de otras épocas. Según se decía, era uno de los edificios más antiguos de la ciudad.
Y lo parece
.

En la parte central de la techumbre había varios tejados rehundidos, algunos de ellos con pinta de estar a punto de venirse abajo. Los esbeltos chapiteles estaban cuarteados y amenazaban con derrumbarse sobre los descuidados jardines que había debajo. El enlucido de los muros estaba sucio y desgastado, y se encontraba desprendido en varios tramos por los que asomaban la piedra desnuda y el deslavazado mortero. En otro lugar, una mancha de humedad marrón que arrancaba de un canalón roto recorría el muro de arriba abajo. Hubo un tiempo en que el estudio de las ciencias atrajo a algunos de los hijos más ilustres de la Unión; durante esa época aquel edificio había sido uno de los más imponentes de la ciudad.
Para que luego diga Sult que la Inquisición se está quedando obsoleta
.

Dos estatuas flanqueaban la desvencijada verja de la entrada. Representaban a dos ancianos, uno de ellos sostenía una lámpara y el otro señalaba un libro.
La sabiduría y el progreso o alguna otra sandez por el estilo
. El que sostenía el libro debía de haberse quedado sin nariz en algún momento del siglo pasado y el otro estaba vencido hacia un lado con la lámpara extendida, como si buscara desesperadamente un punto de apoyo.

Glokta alzó un puño y aporreó las vetustas puertas, que retemblaron y se movieron de forma patente como si fueran a desprenderse de sus goznes de un momento a otro. Glokta esperó. Esperó un buen rato.

De pronto, al otro lado de las puertas, se oyó un ruido de cerrojos que se descorrían, una de las hojas tembló y luego se abrió una rendija. El rostro de un anciano asomó por la estrecha abertura y le escudriñó a la luz de un cabo de vela que aferraba con una mano surcada de arrugas. Sus ojos acuosos le examinaron de los pies a la cabeza.

—¿Sí?

—Soy el Inquisidor Glokta.

—Ah, ya, uno de los hombres del Archilector.

Glokta, extrañado, frunció el ceño.

—Sí, eso es. —
No deben de estar tan desconectados del mundo. Parece que saben quién soy
.

Dentro estaba peligrosamente oscuro. A la tenue luz del cabo de vela del portero distinguió el brillo mate de dos enormes candelabros de latón que se alzaban a ambos lados de la puerta, pero no tenían velas y hacía mucho que no se habían limpiado.

—Sígame, señor —resolló el anciano, y, acto seguido, se puso a renquear con el tronco casi doblado por la mitad. Ni siquiera a Glokta le resultó difícil seguir su paso cansino cuando comenzó a abrirse paso en medio de la oscuridad.

Avanzaron juntos por el sombrío vestíbulo arrastrando los pies. A un lado había unas ventanas muy antiguas, formadas por unos paneles de cristal tan minúsculos y sucios que ni siquiera en un día muy soleado habrían dejado pasar demasiada luz. A esas horas, cuando la tarde estaba a punto de caer, simplemente no dejaban pasar ni un rayo de luz. La vacilante llama de la vela bailoteaba sobre los polvorientos retratos que colgaban de la pared contraria: unos ancianos enfundados en unas túnicas negras y doradas que miraban con ojos desorbitados desde los marcos descascarillados y sostenían en sus avejentadas manos matraces, ruedas dentadas, compases.

—¿Adónde vamos? —peguntó Glokta cuando ya llevaban varios minutos deambulando en la oscuridad.

—Los Adeptos están cenando —dijo con voz cascada el portero, levantando la vista y mirándole con una expresión de infinito cansancio.

El comedor de la Universidad era como una caverna resonante, rescatada de la oscuridad más absoluta gracias a la presencia de unas cuantas velas llenas de churretes. En una enorme chimenea parpadeaba un pequeño fuego que proyectaba sobre las vigas del techo una danza de sombras. El suelo estaba ocupado casi en su totalidad por una mesa gigantesca, satinada por el uso a lo largo de los años y flanqueada por una colección de sillas desvencijadas. Aunque podría haber acomodado sin problemas a ochenta personas, en aquel momento sólo había cinco comensales, apretujados en el extremo más próximo a la chimenea. Al oír el repiqueteo del bastón de Glokta, dejaron de comer, alzaron la vista y le observaron con gran interés. El hombre que se encontraba en la cabecera de la mesa se puso de pie y se le acercó apresuradamente, recogiéndose con una mano el dobladillo de su larga túnica negra.

—Una visita —carraspeó el portero señalando a Glokta con la vela.

—Un hombre del Archilector, ¿verdad? ¡Soy Silber, el Administrador de la Universidad! —Y dicho aquello, estrechó la mano de Glokta. Sus colegas, entretanto, se habían levantado a trancas y barrancas de sus sillas, como si acabara de llegar el invitado de honor.

—Soy el Inquisidor Glokta —dijo paseando su mirada por aquel grupo de ávidos ancianos.
La verdad, no me esperaba tanta deferencia. Es evidente que el nombre del Archilector abre todas las puertas
.

—Glokta, Glokta —farfulló uno de los ancianos—, me suena el nombre, creo que una vez conocí a un Glokta en alguna parte.

—Siempre estás acordándote de gente que conociste en alguna parte, pero luego nunca te acuerdas de dónde —dijo ocurrente el Administrador, arrancando a los presentes una risa desganada—. Permítame que haga las presentaciones.

Los cuatro científicos, todos ellos ataviados con sendas togas negras, le fueron presentados uno por uno.

—Saurizin, nuestro Adepto Químico —un anciano fornido con la toga salpicada de quemaduras y manchas y con bastantes restos de comida entre los pelos de la barba—. Denka, nuestro Adepto Metálico —el más joven de todos ellos con mucho, aunque estaba bastante lejos de ser joven; un tipo con un rictus arrogante—. Chayle, nuestro Adepto Mecánico —Glokta nunca había visto a un hombre con una cabeza tan grande y una cara tan pequeña. Le llamaron la atención sus orejas, eran gigantescas y estaban llenas de pelos grises—. Y Kandelau, nuestro Adepto Médico —una especie de pájaro esquelético con el cuello largo y unos anteojos que descansaban sobre un apéndice nasal curvo que tenía más de pico que de nariz—. Siéntese con nosotros —el Administrador le señaló una silla vacía encajonada entre los asientos de dos de los Adeptos.

—¿Un poco de vino? —le ofreció obsequioso Chayle. Una sonrisa cortés se dibujó en sus minúsculos labios mientras inclinaba el decantador y llenaba la copa sin esperar su respuesta.

—Muchas gracias.

—En este momento estábamos debatiendo sobre los respectivos méritos de cada una de nuestras disciplinas —susurró Kandelau observando a Glokta a través de sus centelleantes anteojos.

—Para no perder la costumbre —se lamentó el Administrador.

—El cuerpo humano es sin lugar a dudas el único campo digno de ser sometido a un estudio pormenorizado —prosiguió el Adepto Médico—. Antes de volcarse en el conocimiento del mundo exterior hay que conocer los misterios del mundo interior. Todos tenemos un cuerpo, Inquisidor. Las formas de curarlo y los modos de dañarlo tienen una importancia primordial para todos nosotros. El cuerpo humano es mi especialidad.

—¡Cuerpos! ¡Cuerpos! —protestó Chayle frunciendo los labios mientras revolvía la comida que tenía en el plato—. ¡No ves que estamos comiendo!

—¡Cierto! ¡Estás perturbando al Inquisidor con tu repulsiva cháchara!

—Oh, no crean que me perturbo tan fácilmente —Glokta sonrió, ofreciendo al Adepto Metálico una generosa visión de su boca desdentada—. De hecho, el tipo de trabajo que realizo en la Inquisición requiere tener unos conocimientos anatómicos bastante pasables.

Durante unos instantes se produjo un embarazoso silencio. Saurizin cogió la fuente de la carne y se la ofreció. Glokta echó un vistazo a las rojas lonchas que brillaban en la fuente y se pasó la lengua por sus encías desnudas.

—No, gracias.

—¿Entonces es cierto? —preguntó en un susurro el Adepto Químico asomándose por encima de la fuente—. ¿Se nos asignarán más fondos? Ahora que el asunto de los Sederos ya está solucionado, me refiero.

Glokta frunció el ceño. Todo el mundo aguardaba expectante su respuesta. El tenedor de uno de los ancianos Adeptos estaba suspendido en el aire a mitad de camino de la boca.
Entiendo. Dinero. Pero ¿por qué esperan obtener dinero del Archilector?
La pesada fuente de metal comenzaba a oscilar.
Bueno... si así consigo que me escuchen
.

Other books

Best Enemies (Canterwood Crest) by Burkhart, Jessica
Blood and Salt by Kim Liggett
Treaty Violation by Anthony C. Patton
Blood and Ice by Leo Kessler
Marking Melody by Butler, R.E.
Cattail Ridge by T.L. Haddix