La voz de las espadas (54 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La voz de las espadas
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Jezal, sin aliento, tembloroso, con las rodillas flojas, abrió los ojos. Ardee le miraba. Distinguía el brillo de sus ojos en la oscuridad, observándole con atención, estudiándole.

—Ardee...

—¿Qué?

—¿Cuándo puedo volverte a ver? —Tenía la garganta seca, la voz ronca. La muchacha bajó la vista y sonrió. Era una sonrisa cruel, como si se hubiera marcado un farol y le hubiera sacado un montón de dinero. Pero a Jezal le daba igual—: ¿Cuándo?

—Oh, ya te lo haré saber.

Tenía que volver a besarla. Al diablo con las consecuencias. Al diablo con West. Al diablo con todo el mundo. Se inclinó hacia ella y cerró los ojos.

—No, no, no —Ardee apartó la boca—. Tenías que haber venido antes —sin dejar de sonreír, se separó de él, se dio la vuelta y se alejó lentamente. Jezal apoyó la espalda en el pedestal pétreo de la estatua y la contempló silencioso, paralizado, fascinado. Jamás había sentido nada igual. Jamás.

Ardee volvió la vista atrás, una sola vez, como si quisiera asegurarse de que seguía mirándola. Sólo de verla, el pecho de Jezal se contrajo dolorosamente. Luego dobló una esquina y la perdió de vista.

Permaneció un rato sin moverse con los ojos muy abiertos, ocupándose tan sólo de respirar. De pronto, una fría ráfaga de viento barrió la plaza y el mundo volvió a hacerse presente. La esgrima, la guerra, su amigo West, sus responsabilidades. Un beso, eso era todo. Un simple beso y toda su determinación se había escurrido como orina en un orinal agrietado. Miró a su alrededor y, de pronto, se sintió culpable, confuso, asustado. ¿Qué demonios había hecho?

—Mierda —dijo.

Trabajo sucio

Un objeto al arder puede desprender todo tipo de olores. El incendio de un árbol vivo, lozano y rebosante de savia no produce el mismo olor que el de un árbol muerto, seco y mustio. Un cerdo y un hombre quemados huelen de forma bastante parecida, aunque detrás de cada uno de ellos haya una historia muy distinta. El olor a quemado que acababa de olfatear el Sabueso era el de una casa incendiada. Las casas no suelen quemarse ellas solas. Normalmente para que eso ocurra tiene que haber habido algún tipo de violencia. Lo cual significaba que debía de haber hombres por los alrededores, y, con toda probabilidad, prestos para el combate. El Sabueso se arrastró con suma cautela entre los árboles, resbaló sobre su vientre hasta el lindero del bosque y se asomó entre los arbustos.

La vista ahora era perfecta. Una alta columna de humo negro se alzaba desde un lugar próximo al río. Una casucha, todavía humeante, pero arrasada hasta los cimientos por el fuego. También debió de haber un granero, aunque ya no era más que un montón de palitroques y de tierra ennegrecida. Unos pocos árboles, un trozo de tierra arada. Ni siquiera en sus mejores momentos debió de proporcionar mucho sustento en unas latitudes como aquellas. Demasiado frío para que rindiera mucho; unos cuantos tubérculos, alguna que otra oveja. Con un poco de suerte, uno o dos cerdos.

El Sabueso sacudió la cabeza. ¿A quién podría habérsele ocurrido quemarles la casa a unas gentes tan pobres? ¿Quién podía tener interés en apropiarse de una parcela tan improductiva? En fin, había gente que se entretenía prendiéndole fuego a las cosas. Poniendo mucho cuidado, sacó un poco la cabeza y oteó el valle a izquierda y derecha, tratando de avistar a los autores de aquel estropicio, pero lo único que vio fueron unas míseras ovejas que pastaban en las laderas de los montes. Retrocedió serpenteando por el suelo y volvió a meterse entre los arbustos.

Cuando se aproximaba sigilosamente al campamento se le cayó el alma a los pies. Se oían gritos, voces que, para no perder la costumbre, discutían. Por un instante estuvo tentado de pasar de largo, estaba hasta las narices de aquellas riñas interminables. Pero, finalmente, optó por no hacerlo. Un verdadero explorador nunca abandona a los suyos.

—¿Por qué no cierras la boca de una vez, Dow? —era la voz atronadora de Tul Duru—. ¡Querías ir al sur, y cuando tiramos para el sur te pasaste todo el tiempo quejándote de las montañas! ¡Y ahora que ya hemos cruzado las montañas, te pasas todo el día gruñendo porque dices que tienes el estómago vacío! ¡Ya te he aguantado bastante, maldito perro quejica!

Luego se oyó el desagradable gruñido de Dow:

—¿Tienes que tener ración doble sólo porque seas un puerco seboso?

—¡Maldito cabrón! ¡Te voy a aplastar como a un gusano!

—¡Te rebanaré el pescuezo mientras duermes, bola de sebo! ¡Así tendremos comida de sobra y no tendremos que aguantar tus putos ronquidos! ¡Ya entiendo por qué te llaman Cabeza de Trueno, maldito puerco ruidoso!

—¡Cerrad la boca los dos! —el Sabueso oyó rugir a Tresárboles con una voz capaz de despertar a los muertos—. ¡Me tenéis harto!

Ya los veía a los cinco. Tul Duru y Dow el Negro, el uno frente al otro, Tresárboles en medio con las manos levantadas, Forley sentado con aspecto apenado y Hosco revisando sus flechas sin tan siquiera molestarse en mirarlos.

—¡Chiss! —les chistó el Sabueso. Todos se volvieron de golpe.

—Es el Sabueso —dijo Hosco sin apenas levantar la vista de sus flechas. No había quien comprendiera a aquel tipo. Se pasaba días y días sin decir palabra y cuando hablaba era para decir algo que todo el mundo podía ver con sus propios ojos.

Forley, como de costumbre, trató de distraer a sus camaradas. No era fácil adivinar cuánto habrían tardado en matarse unos a otros de no haber sido por él.

—¿Qué has encontrado, Sabueso? —preguntó.

—¡Qué voy a encontrar: cinco estúpidos cabrones en medio de un bosque! —bufó mientras salía de los árboles—. ¡Se les oye a un kilómetro a la redonda! ¡Y se supone que son de los Mejores Guerreros! ¿Puedes creerlo? ¡Debería darles vergüenza! ¡Siempre están peleándose! Cinco estúpidos cabrones...

Tresárboles alzó una mano.

—Tienes razón, Sabueso. Debería darnos vergüenza —y miró furioso a Tul Duru y a Dow, que se habían callado pero seguían mirándose con cara de pocos amigos—. ¿Qué has encontrado?

—Hay gente combatiendo por estas tierras. He visto una casa ardiendo.

—¿Ardiendo, dices? —inquirió Tul.

—Así es.

Tresárboles frunció el ceño.

—Llévanos hasta allí.

El Sabueso no lo había visto cuando echó un vistazo desde el bosque. Desde donde había estado antes no se veía. Había demasiado humo y la distancia era demasiado grande. Pero ahora lo veía perfectamente y hacía que le entraran ganas de vomitar. Todos lo veían.

—Un trabajo sucio —dijo Forley levantando la vista hacia el árbol—. Muy sucio.

—Desde luego —asintió entre dientes el Sabueso. No se le ocurría nada mejor que decir. La rama crujía mientras el anciano se balanceaba lentamente en el aire con los pies desnudos colgando a escasos centímetros del suelo. Debía de haber opuesto resistencia, tenía dos flechas clavadas. La mujer parecía demasiado joven para ser su esposa. Su hija seguramente. El Sabueso supuso que las dos criaturas serían hijos suyos—. ¿Cómo puede haber alguien capaz de ahorcar a un niño? —masculló.

—Se me ocurren algunas personas con una reputación lo bastante negra como para hacer eso —dijo Tul.

Dow lanzó un escupitajo a la hierba.

—¿Lo dices por mí? —gruñó, y de nuevo volvieron a enzarzarse, como un yunque y un martillo—. He quemado alguna que otra granja y también una o dos aldeas, pero había una razón, estábamos en guerra. Y a los niños los dejé con vida.

—No es eso lo que yo he oído —dijo Tul. El Sabueso cerró los ojos y exhaló un suspiro.

—¡Me importa un carajo lo que tú hayas oído o dejado de oír! —ladró Dow— ¿No se te ha ocurrido pensar que a lo mejor mi reputación es más negra de lo que me merezco, gigante de mierda!

—¡Sé muy bien lo que te mereces, grandísimo hijo de puta!

—¡Basta! —gruñó Tresárboles sin dejar de mirar con gesto ceñudo el árbol—. ¿Es que no sentís respeto por nada? El Sabueso tiene razón. Ya hemos salido de las montañas y parece que por aquí se está cociendo algo. Se acabaron las riñas. Y punto. De ahora en adelante os quiero ver tan fríos y silenciosos como el invierno. Somos de los Mejores Guerreros y tenemos un trabajo que hacer.

Satisfecho de que por fin se oyera una voz sensata, el Sabueso asintió con la cabeza:

—Tiene que haber gente luchando por aquí cerca —dijo—. Es la única explicación.

—Aja —dijo Hosco, aunque no resultaba nada fácil determinar qué era con lo que estaba de acuerdo.

Los ojos de Tresárboles seguían mirando fijamente los cuerpos de los ahorcados.

—Tienes razón. Ahora tenemos que centrarnos en eso. Nada más que en eso. Seguiremos la pista de la gente que ha hecho esto y trataremos de averiguar por qué luchan. Poco podemos hacer hasta que no sepamos qué bandos hay.

—Quien ha hecho esto tiene que luchar para Bethod —dijo Dow—. Es su estilo.

—Ya veremos. Tul, Dow, bajadlos y enterradlos. A ver si así se os templan un poco los nervios —los dos se cruzaron una mirada asesina, pero Tresárboles no los hizo ni caso—. Sabueso, a ver si puedes olfatear la pista de los que han hecho esto. Localízalos y esta noche iremos a visitarlos. Les devolveremos la visita que han hecho a esta gente.

—Perfecto —dijo muy satisfecho el Sabueso—. Les devolveremos la visita.

El Sabueso no salía de su asombro. Si los tipos esos andaban combatiendo, si tenían miedo de caer en una emboscada enemiga, cómo es que ponían tan poco empeño en borrar su rastro. Le estaba resultando sencillísimo seguirles la pista. Calculaba unos cinco hombres. Se habían alejado sin ninguna prisa de la granja incendiada, habían avanzado por el valle bordeando el río y luego se habían internado en los bosques. El rastro era tan claro que de vez en cuando tenía la aprensión de que se trataba de una trampa y de que iban a aparecer de pronto entre los árboles para colgarle de una rama. Pero no parecía ser el caso, y, justo antes de que anocheciera, dio con ellos.

Primero le llegó un olor a carne: añojo asado. Luego los oyó: hablaban, gritaban y se reían; no se preocupaban en absoluto de mantenerse en silencio, se les oía perfectamente a pesar del continuo borboteo del río que tenían junto a ellos. Y, por fin, los vio: sentados en un claro entorno a una gran hoguera, sobre la cual había una oveja despellejada ensartada en un espeto, sin duda fruto del pillaje de la granja. El Sabueso se apretó contra los arbustos y se quedó tan inmóvil y silencioso como deberían haberlo estado ellos. Contó cinco hombres o, para ser más exactos, cuatro y un chaval de unos catorce años. Todos estaban sentados, no había nadie de pie haciendo guardia, no habían tomado ninguna precaución. El Sabueso no salía de su asombro.

—Están ahí delante, tranquilamente sentados —susurró cuando llegó a donde estaban los otros—. Ni centinelas ni nada.

—¿Tranquilamente sentados? —preguntó Forley.

—Ajá. Son cinco. Sentados, riéndose. No me gusta.

—A mí tampoco —dijo Tresárboles—, pero lo que hemos visto en la granja me ha gustado aún menos.

—Con armas —siseó Dow—. Con armas, no hay elección.

Por una vez, Tul se mostró de acuerdo con él.

—Con armas, jefe. Démosles una lección.

Ni siquiera intervino Forley para tratar de evitar el combate, pero aun así Tresárboles se lo pensó, no se precipitó, se tomó su tiempo. Y al poco asintió:

—Con armas será.

No hay forma de ver a Dow el Negro en la oscuridad si él no quiere ser visto. Tampoco se le puede oír; sin embargo, mientras avanzaba arrastrándose entre los árboles, el Sabueso sabía que le tenía cerca. Cuando uno ha pasado mucho tiempo combatiendo junto a un hombre acaba por entenderle. Se entiende su forma de pensar y se aprende a pensar como él. Dow estaba cerca.

El Sabueso tenía un objetivo. Ya veía la silueta del hombre que estaba sentado más a la derecha, una espalda negra recortada sobre la hoguera. De momento sus pensamientos se desentendieron de los otros. Sólo pensaba en su objetivo. Una vez que uno se ha puesto en marcha, o que tu jefe te ha dicho que te pongas en marcha, hay que llegar hasta el final sin volver la vista atrás hasta que se haya cumplido con el objetivo. El tiempo que emplees en pensar en otra cosa será el mismo tiempo que aprovechará tu enemigo para matarte. Era Logen quien se lo había enseñado y se le había quedado grabado. Es la mejor forma de hacer las cosas.

El Sabueso cada vez estaba más cerca. Sentía el calor del fuego en la cara, el frío tacto metálico del cuchillo en la mano. Maldita sea, ya estaban ahí otra vez esas malditas ganas de orinar. Apenas le separaba una zancada de su objetivo. Al muchacho lo tenía de frente: si hubiera separado durante un instante la vista del trozo de carne que estaba comiendo, le habría visto acercarse, pero por fortuna parecía tener mucha hambre.

—¡Urg! —se oyó gritar a uno de los hombres. Eso quería decir que Dow ya lo había alcanzado, que era como decir que había dejado de existir. El Sabueso dio un salto adelante y clavó el cuchillo en el cuello de su objetivo. El hombre se irguió un instante mientras se llevaba la mano a la raja del cuello, y, luego, se tambaleó y cayó de bruces. Uno de los otros se levantó de un salto, arrojando al suelo la pierna de cordero que tenía en la mano, y una flecha le atravesó el pecho. Hosco, desde el río. Durante un instante pareció sorprendido, luego cayó de rodillas con el rostro contorsionado de dolor.

Ya sólo quedaban dos, uno de ellos el chico, que miraba hipnotizado al Sabueso con un trozo de carne colgando de su boca entreabierta. El otro estaba de pie, respirando agitadamente y blandiendo un cuchillo enorme. Debía de ser el que estaba usando para comer.

—¡Tira ese cuchillo! —bramó Tresárboles. El Sabueso ya veía a su viejo camarada. Avanzaba hacia ellos a grandes zancadas y el borde metálico de su enorme rodela lanzaba destellos a la luz de las llamas. El tipo del cuchillo se mordía los labios mientras miraba alternativamente al Sabueso y a Dow, que se le acercaban lentamente cada uno por un lado. De pronto vio la imponente e inhumana figura de Cabeza de Trueno emerger de la oscuridad del bosque con su enorme espada centelleando sobre su hombro. Aquello ya fue demasiado. Inmediatamente arrojó el cuchillo al suelo.

Dow se abalanzó sobre él, le agarró las muñecas, se las ató rápidamente a la espalda y luego lo puso de rodillas junto al fuego de un empujón. El Sabueso hizo otro tanto con el muchacho, que tenía los dientes muy apretados y estaba mudo como una tumba. Todo había ocurrido en unos pocos segundos, fríamente y en silencio, tal y como les había pedido Tresárboles. El Sabueso tenía las manos ensangrentadas, pero eran gajes del oficio. Ya se acercaban los otros. Hosco cruzaba el río chapoteando mientras volvía a colgarse el arco al hombro. Al pasar junto al hombre al que había alcanzado, le dio una patada, pero el cuerpo no se movió.

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