—Muerto —sentenció Hosco. Forley, que venía detrás de él, escudriñaba a los dos prisioneros. Dow, por su parte, miraba fijamente al tipo al que acababa de atar, lo miraba con enorme intensidad.
—Yo a este le conozco —dijo como si aquello le causara una inmensa satisfacción—. Tú eres Groa el Fangal, ¿verdad? ¡Qué coincidencia! Hace mucho tiempo que te tengo metido en la cabeza.
El Fangal miraba al suelo con el ceño fruncido. Una pinta bastante cruel la del tipo aquel, pensó el Sabueso, el típico aspecto de alguien a quien no le importaría ahorcar a unos campesinos.
—Sí, soy el Fangal. ¡Vuestros nombres no hace falta que me los digáis! ¡En cuanto se sepa que habéis matado a unos recaudadores del Rey, todos seréis hombres muertos!
—A mí me llaman Dow el Negro.
El Fangal levantó de golpe la cabeza y lo miró boquiabierto.
—¡Mierda! —susurró.
El muchacho, que estaba arrodillado a su lado, miraba a su alrededor con los ojos desorbitados.
—¿Dow el Negro? ¿Es posible? El mismo Dow el Negro que... ¡Mierda!
Dow asintió moviendo lentamente la cabeza mientras una desagradable sonrisa se iba extendiendo por su semblante, una sonrisa asesina.
—Tienes mucho por lo que pagar, Groa. Te tengo metido en la cabeza desde hace mucho tiempo, pero ahora te tengo delante de mis ojos —y le golpeó suavemente la mejilla—. Y en mis manos también. ¡Qué feliz coincidencia!
El Fangal, pese a estar atado, apartó la cabeza todo lo que pudo.
—¡Te hacía en el infierno, Dow, maldito cabrón!
—Eso creía yo también, pero resulta que sólo estaba al norte de la montañas. Tenemos que hacerte algunas preguntas, Fangal, antes de darte tu merecido. ¿Quién es ese rey? ¿Qué es lo que estáis recaudando para él?
—¡Guárdate tus preguntas!
Tresárboles le soltó un golpe en un lado de la cabeza, bien fuerte y por donde no podía verlo venir. Cuando se volvió para mirarle, Dow le golpeó en el otro lado. La cabeza estuvo un rato yendo de un lado para otro hasta que lo tuvieron lo bastante ablandado para hacerlo hablar.
—¿Contra quién combatís?
—¡No estamos combatiendo! —el Fangal escupió las palabras entre sus dientes rotos—. ¡Malditos cabrones, daría lo mismo que estuvierais muertos! ¿Aún no os habéis enterado de lo que ha pasado?
El Sabueso frunció el ceño. No le gustaba lo que acababa de oír. Parecía que las cosas habían cambiado y en su vida había visto un cambio a mejor.
—Soy yo quien hace las preguntas —dijo Tresárboles—. Limítate a concentrar tu minúsculo cerebro en la tarea de contestarlas. ¿Quién sigue resistiendo? ¿Quién se niega a someterse a Bethod?
A pesar de estar atado, el Fangal se rió:
—¡No queda nadie! ¡La lucha ha terminado! Bethod es el Rey. ¡El Rey de todo el Norte! Todo el mundo se ha sometido a...
—Nosotros no —rugió Tul Duru inclinándose sobre él—. ¿Y el viejo Yawl?
—Muerto.
—¿Y Sything y el Atronado?
—¡Muertos, todos muertos, malditos idiotas! ¡Ahora sólo se combate en el sur! ¡Bethod ha declarado la guerra a la Unión! ¡Sí! ¡Y los estamos machacando!
El Sabueso no sabía si creérselo o no. ¿Rey? Nunca antes había habido un rey en el Norte. Jamás había hecho falta y, puestos a elegir a alguien, Bethod sería el último en quien pensaría. ¿Declarar la guerra a la Unión? Eso era cosa de locos. Los sureños eran demasiados.
—Si dices que aquí no se combate —preguntó el Sabueso—, ¿por qué habéis matado a esa gente?
—¡Que te jodan!
Tul le cruzó la cara de un fuerte bofetón, y el tipo cayó de espaldas. Dow aprovechó para soltarle una patada y luego lo incorporó.
—¿Por qué los matasteis? —preguntó Tul.
—¡Por los tributos! —gritó el Fangal, que sangraba profusamente por la nariz.
—¿Tributos? —inquirió el Sabueso. Extraña palabra, ni siquiera estaba muy seguro de lo que significaba.
—¡Se negaban a pagarlos!
—¿Para quién eran esos tributos? —preguntó Dow.
—Para Bethod, ¿para quién quieres que fueran? ¡Conquistó todo este territorio, disgregó los clanes y se apoderó de todo! ¡La gente tiene que pagarle tributos! ¡Y nosotros los recaudamos!
—Conque tributos, ¿eh? ¡Un maldito invento del sur, como si lo viera! Y si no pueden pagarlos, ¿qué pasa? —preguntó asqueado el Sabueso— ¿Los ahorcáis y punto?
—¡Si no pagan, podemos hacer con ellos lo que nos plazca!
—¿Lo que os plazca? —Tul le agarró del cuello y se lo apretó con una de sus manazas hasta que al Fangal comenzaron a salírsele los ojos de las órbitas—. ¿Lo que os plazca? ¿Os place mucho ahorcarlos?
—Déjalo,
Cabeza
de Trueno —dijo Dow soltándole los dedos del cuello del prisionero y apartándole suavemente—. Anda, anda, grandullón, déjalo, no es propio de ti matar a un hombre atado —le dio unas palmadas en el pecho mientras con la otra mano sacaba su hacha—. Para hacer este tipo de trabajos ya me tenéis a mí.
El Fangal parecía haberse recuperado algo del amago de estrangulamiento.
—¿Cabeza de Trueno? —soltó entre toses echando un vistazo a su alrededor—. Estáis todos, ¿verdad? ¡Tú eres Tresárboles, y tú Hosco, y ése de ahí es el Flojo! De modo que no os habéis sometido, ¿eh? ¡Estáis jodidos! ¿Dónde está Nuevededos? ¿Eh? —se carcajeó el Fangal—. ¿Dónde está el Sanguinario?
Dow se dio la vuelta y pasó el dedo pulgar por el filo del hacha:
—Ha vuelto al barro, y tú vas a hacerle compañía. Ya has hablado bastante.
—¡Maldito hijo de puta, déjame que me levante! —gritó el Fangal forcejeando con sus ataduras—. ¡No eres mejor que yo, Dow el Negro! ¡Has matado más gente que una peste! ¡Deja que me levante y dame un acero! ¡Vamos! ¿O es que tienes miedo de luchar conmigo, cobarde? No tienes agallas para darme una oportunidad, ¿eh?
—¿Te atreves a llamarme cobarde? —gruñó Dow—. ¿Tú que has matado a unos niños por pura diversión? Tenías un acero y lo tiraste. Ésa fue tu oportunidad, deberías haberla aprovechado. La gente como tú no merece una segunda oportunidad. Si tienes algo más que decir, más vale que lo digas ya.
—¡Me cago en vosotros! —gritó el Fangal—. ¡Me cago en la puta que...!
El hacha de Dow se le hundió entre los ojos de un golpe seco y lo derribó de espaldas. Las piernas dieron un par de sacudidas y luego todo acabó. Nadie derramó una sola lágrima por él: el propio Forley se limitó a contraer la cara en una mueca de dolor cuando cayó la hoja del hacha. Dow se agachó y escupió al cadáver, y el Sabueso apenas pudo reprochárselo. El otro prisionero, en cambio, planteaba más problemas. El muchacho miró el cadáver con los ojos muy abiertos y luego levantó la vista.
—Así que sois vosotros —dijo—. La banda de Nuevededos.
—Sí —dijo Tresárboles —, ésos somos.
—He oído muchas historias sobre vosotros. ¿Qué vais a hacer conmigo?
—Buena pregunta —se dijo el Sabueso. Lo malo es que ya sabía la respuesta.
—No podemos llevarlo con nosotros —dijo Tresárboles—. Ni podemos cargar con ese equipaje ni podemos correr ese riesgo.
—No es más que un muchacho —dijo Forley—. Podríamos dejar que se fuera —bonita idea, pero no se tenía en pie, y todos lo sabían. El rostro del chico se iluminó con un destello de esperanza, pero Tul se ocupó de apagarlo.
—No podemos fiarnos de él. No en un lugar como éste. Haría correr la noticia de que hemos vuelto y empezaría la caza. No podemos hacerlo. Además, él también tomó parte en el asunto de la granja.
—¿Qué podía hacer? —preguntó el muchacho—. ¿Qué? ¡Yo quería ir al sur! Ir al sur para luchar contra la Unión y forjarme un nombre, pero me enviaron aquí a recaudar tributos. Si mi jefe me dice haz esto, yo tengo que hacerlo, ¿no?
—Claro que sí —dijo Tresárboles—. Aquí nadie está diciendo que pudieras hacer otra cosa.
—¡Yo no quería hacerlo! ¡Le dije que dejaran con vida a los niños! ¡Tenéis que creerme!
Forley bajó la vista y miró sus enormes botas.
—Te creemos.
—¿Y a pesar de todo vais a matarme?
El Sabueso se mordió los labios.
—No podemos llevarte con nosotros ni podemos dejarte libre.
—¡Yo no quería hacerlo! —el muchacho agachó la cabeza—. No es justo.
—No, no lo es —dijo Tresárboles—. No es en absoluto justo. Pero así son las cosas.
El hacha de Dow se hundió en la nuca del chico, que cayó de bruces hacia delante. El Sabueso hizo una mueca de dolor y apartó la vista. Sabía que Dow lo había hecho así para que no tuvieran que ver la cara del muchacho. Seguramente era una buena idea, y esperaba que a los demás les hubiera servido de algo, porque, para él, que estuviera boca arriba o boca abajo no suponía ninguna diferencia. Se sentía casi tan asqueado como cuando vio lo de la granja.
No era ni mucho menos el peor día por el que había pasado. Pero no por eso dejaba de ser un mal día.
El Sabueso los veía desfilar por el camino desde un puesto de observación entre los árboles donde no podía ser visto. También se había asegurado de que el viento soplara en contra, porque, la verdad sea dicha, olía que apestaba. Era una procesión bien extraña. Por un lado, parecían guerreros que fueran a reunirse con el grueso de un ejército que se dispusiera a entrar en combate. Pero, por otro, parecían totalmente inadecuados para dicha tarea. Unas cuantas armas, viejas en su mayor parte, y algunos retales de armadura, eso era todo lo que llevaban. Marchaban en formación, pero de una forma bastante desordenada. La mayoría de ellos eran demasiado viejos para ser buenos guerreros, hombres calvos o de cabello cano, y el resto eran tan jóvenes que ni siquiera tenían barba, casi unos niños.
El Sabueso empezaba a tener la impresión de que todo el mundo en el Norte se había vuelto loco. Pensó en lo que había dicho el Fangal antes de que Dow lo matara. Guerra con la Unión. ¿Esa banda de desarrapados iba a la guerra? Si era así, una cosa estaba clara: Bethod estaba echando mano de todo lo que tenía.
—¿Qué hay, Sabueso? —le preguntó Forley cuando llegó al campamento—. ¿Qué ocurre ahí abajo?
—Hombres. Armados, aunque no muy bien, la verdad. Un centenar, tal vez más. Viejos y niños en su mayor parte. Marchan en dirección suroeste —el Sabueso señaló hacia el camino.
Tresárboles asintió con la cabeza.
—Se dirigen a Angland. Eso quiere decir que Bethod va en serio. Se ha lanzado contra la Unión con todas sus consecuencias. Ese cabrón nunca tiene suficiente sangre. Está reclutando a todos los hombres capaces de sostener una lanza —tampoco podía decirse que aquello fuera una novedad. A Bethod no le gustaban las medias tintas. Tenía que ser todo o nada, y no importaba cuánta gente se quedara por el camino—. Todos los hombres... —masculló Tresárboles—. Si a los Shanka se les ocurre cruzar las montañas ahora...
El Sabueso miró a sus camaradas. Rostros sucios, ceñudos, preocupados. Al igual que él, sabían muy bien a qué se refería Tresárboles. Si los Shanka se presentaban ahora que no había nadie en el Norte para enfrentarse a ellos, lo que habían visto en la granja no sería nada en comparación con lo que podía llegar a pasar.
—¡Pero tenemos que prevenir a alguien! —exclamó Forley—. ¡Tenemos que prevenirlos!
Tresárboles hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Ya oísteis al Fangal. Ya no está Yawl, ni el Atronado, ni Sything. Todos han muerto, todos han vuelto al barro. Y ahora Bethod es el Rey, el Rey de los Hombres del Norte —Dow el Negro torció el gesto y lanzó un gargajo al suelo—. Escupe cuanto quieras, Dow, pero así son las cosas. No queda nadie a quien podamos prevenir.
—Nadie excepto Bethod —masculló el Sabueso con amargura.
—¡Entonces, hablemos con él! —Forley miró desesperado a sus compañeros—. ¡Será un maldito cabrón, pero al menos es un hombre! Siempre es mejor que los Cabezas Planas, ¿no? ¡Tenemos que decírselo a alguien!
—¡Ja! —ladró Dow—. ¡Ja! ¿Crees que nos hará caso, eh Flojo? ¿Te has olvidado ya de lo que nos dijo? ¿A nosotros y al propio Nuevededos? ¡No volváis nunca! ¿Te has olvidado de que estuvo a punto de matarnos? ¿Te has olvidado del odio que nos tiene?
—Y del miedo —dijo Hosco.
—Nos odia y nos teme —masculló Tresárboles—, y no es para menos. Somos de los Mejores Guerreros, todos nos conocen. La clase de hombres a la que la gente está dispuesta a seguir.
Tul asintió moviendo su gigantesca cabeza.
—Así es, no habrá bienvenida para nosotros en Carleon. No habrá bienvenida que no lleve un buen pincho pegado en la punta.
—¡Yo no soy fuerte! —gritó Forley—. ¡Todo el mundo sabe por qué me llaman el Flojo! Bethod no tiene ningún motivo para temerme, ni para odiarme tampoco. ¡Iré yo!
El Sabueso lo miró sorprendido. Todos lo hicieron.
—¿Tú? —inquirió Dow.
—¡Sí, yo! ¡Tal vez no sea un guerrero, pero tampoco soy un cobarde! Iré y hablaré con él. Tal vez me escuche —el Sabueso le miraba fijamente. Hacía tanto tiempo que no intentaban salir de un aprieto recurriendo a la palabra que casi se había olvidado de que existía esa posibilidad.
—Puede que te escuche, sí —masculló Tresárboles.
—Puede que sí —dijo Tul—. ¡Y puede que luego te mate, Flojo!
El Sabueso sacudió la cabeza.
—Es muy probable.
—Tal vez sí, pero vale la pena intentarlo, ¿no?
Todos se miraron con gesto abatido. Forley tenía agallas, pero al Sabueso no le hacía ninguna gracia el plan. Recurrir a Bethod era dejar que sus esperanzas colgaran de un hilo muy fino. Extremadamente fino.
Pero, como bien decía Tresárboles, no había nadie más.
Kurster, con su larga melena rubia rebotando sobre sus hombros, pegaba brincos alrededor del perímetro exterior del círculo saludando a la multitud con la mano y lanzando besos a las muchachas. El público aclamaba las vistosas vueltas que daba el joven con vítores y aullidos. Era un oficial de la Guardia Real, natural de Adua.
Un paisano, un chico muy popular
.
Bremer dan Gorst estaba apoyado en la barrera, contemplando el bailoteo de su contrincante con los ojos entrecerrados. Sus aceros, unos mazacotes desgastados por el uso, parecían sorprendentemente pesados, tal vez demasiado pesados para resultar rápidos. El propio Gorst parecía demasiado pesado para resultar rápido. Era un tipo grande como un toro, de cuello grueso, que parecía un luchador más que un espadachín. Tenía toda la pinta de llevar las de perder. Y así parecía creerlo la mayor parte del público.
Pero yo no me dejo engañar tan fácilmente
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