La voz de las espadas (59 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La voz de las espadas
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El Navegante se dio la vuelta en el umbral.

—Descuide, que así será. ¡Buen ojo para tasar el valor de las cosas, facilidad para el regateo e inquebrantable tesón a la hora de negociar! ¡Ésos no son sino tres de mis notables dones! —dijo sonriendo de oreja a oreja.

—Magnífico lugar esta ciudad de Adua. ¡Sí señor! Pocas ciudades se le pueden comparar. Shaffa tal vez sea más grande, pero resulta excesivamente polvorienta. Westport y Dagoska, qué duda cabe, tienen muchas cosas que ver. Y hay quien piensa que Ospria, con sus suaves colinas, es la ciudad más bella del mundo. Pero déjeme que le diga una cosa, en el corazón del Hermano Pielargo sólo hay lugar para la grandiosa Talins. ¿Ha estado alguna vez allí, maese Nuevededos? ¿Conoce esa noble población?

—Mmm... —Logen estaba bastante atareado tratando de no perder al hombrecillo en medio de aquella marea interminable de gente.

Pielargo se paró tan de improviso que Logen estuvo a punto de estamparse contra él. El Navegante se dio media vuelta, alzó las manos y le contempló con unos ojos que parecían mirar un punto perdido en la lejanía.

—¡Talins vista desde el océano cuando el sol se pone! He tenido ocasión de ver cosas verdaderamente notables, puede creerme, pero le aseguro que no existe nada en el mundo que se le pueda comparar. ¡El brillo del sol reflejado en sus infinitos canales, en las cúpulas doradas de la ciudadela del Gran Duque, en los coquetos palacios de los príncipes mercaderes! ¿Dónde termina el resplandeciente mar, dónde acaba la resplandeciente ciudad? ¡Ah! ¡Talins! —volvió a darse media vuelta y salió de estampida. Logen se apresuró a seguirlo—. Pero esta Adua es un hermoso lugar, sin duda, y cada año que pasa crece más. Las cosas han cambiado mucho desde la última vez que estuve aquí, vaya si han cambiado. Hubo un tiempo en que sólo había nobles y plebeyos. Los nobles eran los dueños de la tierra y, por lo tanto, del dinero y del poder. ¡Ja! ¿Ve qué sencillo?

—Bueno... —a Logen le estaba costando bastante ver otra cosa que no fuera la espalda de Pielargo.

—Pero ahora comercian, y mucho. Hay mercaderes, banqueros y todas esas cosas. Está lleno. Los hay a cientos. Ahora, se da cuenta, un plebeyo puede ser rico. Y un plebeyo rico tiene poder. ¿Qué es entonces? ¿Noble? ¿Plebeyo? ¿O alguna otra cosa? ¡Ja! De repente todo se complica, ¿no cree?

—Mmm..

—Mucha riqueza. Mucho dinero. Pero mucha pobreza también, ¿eh? Multitudes de mendigos, multitudes de pobres. Tanta riqueza y tanta pobreza juntas no parece saludable, pero de todos modos es un bonito lugar, y cada año que pasa crece más.

—Yo lo encuentro demasiado masificado —masculló Logen justo en el momento en que un hombro le daba un empellón—, y demasiado caluroso también.

—¡Bah! ¿Masificado? ¿A esto le llama usted masificado? ¡Debería haber visto el gran templo de Shaffa a la hora del rezo matinal! ¡O la gran plaza que hay frente al palacio del Emperador cuando hay subasta de esclavos! Y en cuanto a lo del calor, ¡no me diga que a esto le llama usted calor! ¡En Ul-Shaffa, en el extremo sur de Gurkhul, hace tanto calor durante los meses de verano que la gente fríe los huevos en el umbral de sus casas! ¡Sí señor! Vamos por aquí. ¡Se llega antes! —Pielargo atajó entre la marea de gente y se dirigió a una callejuela.

Logen le cogió del brazo y escrutó la oscuridad.

—¿Por ahí? ¿Está seguro?

—¿Lo duda? —inquirió Pielargo, que de pronto parecía escandalizado—. ¿Es posible que lo dude? ¡Sepa que el sentido de la orientación tal vez sea el más destacado de mis muy notables dones! ¡Es precisamente ese don el que explica la generosa contribución que el Primero de los Magos ha hecho a nuestras arcas! No puedo creer que usted, pero... un momento, claro, ya lo entiendo —el Navegante levantó una mano, recuperó la sonrisa y luego golpeteó a Logen en el pecho con su dedo índice—. Lo que pasa es que
usted
todavía no conoce bien al Hermano Pielargo. No, todavía no lo conoce. Mantiene una actitud cauta, vigilante, unas cualidades excelentes siempre que se sepa cuándo han de utilizarse. No puedo esperar de usted la misma fe inquebrantable que
yo
tengo en mis dones. ¡Claro que no! No sería justo. Y la injusticia no es una cualidad admirable. ¡Ah, no! La injusticia no va conmigo.

—Lo que quería decir es que...

—¡Pues le convenceré! —aulló Pielargo—. ¡Vaya si lo haré! ¡Acabará por confiar más en mi palabra que en la suya propia! ¡Sí, señor! ¡Ya verá como por aquí se llega antes! —y enfiló por la sórdida callejuela a una velocidad pasmosa, que obligó a Logen a hacer un considerable esfuerzo para seguirle a pesar de que sus piernas eran casi más del doble de largas—. ¡Ah, los barrios bajos! —iba diciendo el Navegante por encima del hombro mientras avanzaban por unas callejas lúgubres y cochambrosas cuyos edificios parecían abrumarlos cada vez más—. ¡Qué lugar los barrios bajos! —por momentos, los callejones se volvían cada vez más estrechos, más oscuros, más sucios. El hombrecillo giraba a izquierda y derecha, sin hacer ni una sola pausa para decidir la ruta que debía seguir—. ¿Huele eso, maese Nuevededos? ¿Lo huele? Huele a... —sin parar de andar, el Navegante chasqueó los dedos tratando de dar con la palabra— ¡...a misterio! ¡A aventura!

A Logen le olía más bien a rayos. Tirado en el suelo, con la cabeza metida en un desagüe, había un tipo que debía de estar borracho como una cuba o tal vez muerto. Otros deambulaban con paso tambaleante y caras demacradas o estaban parados en los portales formando amenazadores corrillos y pasándose botellas. También había mujeres.

—¡Cuatro marcos y te haré ver el cielo, norteño! —le dijo una a Logen cuando pasó por delante de ella—. ¡No lo olvidarás en la vida! ¡Te lo dejo en tres!

—Prostitutas —susurró Pielargo, sacudiendo la cabeza—, y bastante baratas. ¿Le gustan las mujeres?

—Bueno...

—¡Debería ir a Ul-Nahb, amigo mío! ¡Ul-Nahb, en la costa del Mar del Sur! Ahí se puede comprar una esclava sexual. ¡Vaya si se puede! ¡Cuestan un ojo de la cara, pero es que a esas chicas se tiran años entrenándolas!

—¿Se puede comprar una chica? —preguntó Logen perplejo.

—Y un chico también, si sus gustos van por ahí.

—¿Eh?

—Los entrenan durante años. ¡Sí, señor! Es toda una industria. ¿Le gusta que sepan trucos? ¡Pues esas chicas se saben unos trucos increíbles! ¡O, si no, vaya usted a Sipani! ¡En esa ciudad hay algunos lugares que..., para qué le voy a contar! ¡Las mujeres de allí son una preciosidad! ¡Sí, señor! ¡Auténticas princesas! Y limpias —masculló echando un vistazo a las desaliñadas mujeres de la calle.

A Logen, en realidad, un poco de suciedad no le molestaba en absoluto. Todo aquello de los trucos y la preciosidad le sonaba demasiado complejo. De pronto, se fijó en una chica que estaba apoyada en el marco de un portal con un brazo en alto. Les miraba pasar con una sonrisa desganada. A Logen le pareció guapa de un modo un tanto desesperado. Desde luego, era bastante más guapa que él y, además, hacía mucho tiempo. Más vale ser realista en ese tipo de asuntos.

Logen se detuvo en medio de la calle.

—¿No dijo Bayaz que habría vueltas? —preguntó.

—Desde luego. Lo dejó muy claro.

—Eso quiere decir que sobra algo de dinero, ¿no?

Pielargo alzó una ceja.

—Bueno, tal vez sí, deje que mire... —sacó la bolsa con un gesto muy alambicado, la abrió y se puso a hurgar dentro. Las monedas comenzaron a tintinear.

—Oiga, ¿cree usted que es una buena idea hacer eso? —Logen miró nervioso a ambos lados de la calle. Varios rostros se habían vuelto hacia ellos.

—¿Cómo dice? —preguntó el Navegante sin dejar de hurgar en la bolsa. Extrajo unas cuantas monedas, las alzó para mirarlas a la luz y luego se las puso a Logen en la palma de la mano.

—Por lo que veo, el disimulo no es uno de sus dones —algunos de los desarrapados, picados por la curiosidad, comenzaban a acercarse lentamente, dos por delante y uno por detrás.

—¡Ah, no! —se rió Pielargo—. ¡Desde luego que no! ¡Eso no va conmigo, a mí me gusta ir a las claras! ¡Sí, señor! Soy un... ¡oh! —acababa de fijarse en las oscuras siluetas que se les aproximaban—. Vaya, hombre. Esto se pone feo.

Logen se volvió hacia la muchacha.

—Le importaría que... —la chica le cerró la puerta en las narices. Otras puertas de la calle comenzaron a cerrarse también—. Mierda —dijo—. ¿Qué tal se le da luchar?

—Dios ha tenido a bien bendecirme con muchos y muy notables dones —murmuró—, pero ése no es uno de ellos.

Uno de los tipos tenía una bizquera muy desagradable.

—Esa bolsa es demasiado grande para un tipo tan pequeño como tú —dijo acercándose un poco más a ellos.

—Bueno, mmm... —musitó Pielargo y, acto seguido, se metió detrás de Logen.

—Un peso demasiado grande para que cargue con él un hombrecillo como tú —dijo el otro.

—¿Por qué no dejas que te ayudemos a llevarlo?

Ninguno de los dos llevaba armas a la vista, pero por la posición de sus manos estaba claro que sí las tenían. Detrás había un tercer tipo, le sentía avanzar hacia ellos. Estaba cerca. Más cerca que los otros dos. Si pudiera ocuparse primero del tipo de detrás, tendría bastantes posibilidades de salir con bien del asunto. No se podía arriesgar a mirar atrás, eso estropearía el efecto sorpresa. Tenía que actuar y confiar en que todo saliera bien. Como siempre.

Apretó los dientes y lanzó el codo hacia atrás. Se estrelló contra la mandíbula del tipo con un golpe seco, y Logen le cogió la muñeca con la otra mano. Fue una suerte, porque era en esa mano donde tenía el cuchillo listo para clavarlo. Logen le soltó otro codazo en la boca y desprendió sus dedos inertes del cuchillo antes de que el tipo se estrellara contra los mugrientos adoquines de la calle. Luego se giró como una centella, sorprendido de que aún no le hubieran apuñalado por la espalda. Pero los otros dos no habían sido muy rápidos. Ya habían sacado los cuchillos y uno de ellos había avanzado medio paso en su dirección, pero, en cuanto vio a Logen blandiendo el cuchillo en alto, se detuvo.

Como arma resultaba bastante precaria, quince centímetros de hierro roñoso sin tan siquiera un mísero travesaño, pero era mejor que nada. Mucho mejor. Logen lo agitó en el aire, para asegurarse de que todo el mundo lo había visto bien. No iban mal las cosas. Sus posibilidades habían mejorado de forma notable.

—Muy bien —dijo Logen—, ¿quién es el siguiente?

Los dos tipos se separaron, sopesaron sus cuchillos con las manos y trataron de acercársele uno por cada lado, aunque, a decir verdad, no parecían tener mucha prisa por lanzar el ataque.

—¡Es nuestro! —susurró el bizco, pero su amigo no parecía tenerlo tan claro.

—Conformaos con esto —Logen abrió el puño y les mostró las monedas que le había dado Pielargo—. Y dejadnos en paz. Es todo lo que os pienso dar —volvió a sacudir el aire con el cuchillo para dar un poco más de peso a sus argumentos—. Esto es lo que valéis para mí, ni una moneda más. Vosotros veréis.

El bizco escupió al suelo.

—¡Es nuestro! —siseó de nuevo—. ¡Ve a por él!

—¡Ve tú! —gritó el otro.

—Coged lo que os ofrezco —dijo Logen—, y así nadie tendrá que ir a ninguna parte.

El tipo al que había propinado el codazo emitió un gruñido y rodó por el suelo. El recordatorio de lo que le había pasado acabó de decidirlos.

—¡Está bien, maldito norteño, está bien, tú ganas!

Logen sonrió. Tenía pensado arrojar las monedas a la cara del bizco y apuñalarle luego, aprovechando la distracción. Eso es lo que habría hecho de joven, pero decidió no hacerlo. ¿Para qué molestarse? En lugar de ello, abrió los dedos y arrojó el dinero a su espalda mientras se retiraba hacia el muro más cercano. Los dos ladrones y él se rodearon con cautela: a cada paso que daban ellos se acercaban más al dinero y él a la escapatoria. Poco después ya habían intercambiado sus posiciones, y Logen caminaba de espaldas por la calle sin dejar de blandir el cuchillo. Cuando los tenía ya a unos diez pasos, los dos hombres se agacharon y se pusieron a recoger las monedas que había desperdigadas por el suelo.

—Sigo vivo —se dijo Logen para sus adentros mientras avivaba el paso.

Había tenido suerte, lo sabía. Por muy duro que se sea, sólo un idiota se cree que no puede morir en una pequeña trifulca callejera. Había tenido suerte de acertar al tipo de detrás. Suerte de que los otros dos fueran tan lentos. Pero, al fin y al cabo, él siempre había tenido suerte en los combates. La suerte de haber salido vivo de todos ellos. Aunque no tanta cuando se trataba de evitarlos. En cualquier caso, se sentía satisfecho de cómo habían salido las cosas. Se alegraba de no haber tenido que matar a nadie.

Logen sintió una mano que le palmeaba la espalda y se volvió en redondo blandiendo el cuchillo.

—¡Soy yo! —el Hermano Pielargo alzó los brazos. Logen casi se había olvidado del Navegante. Debía de haber permanecido detrás de él durante todo ese tiempo en el más absoluto silencio—. ¡Qué bien lo ha manejado todo, maese Nuevededos, qué bien! ¡Sí, señor! ¡Ya veo que también usted está dotado de ciertos dones! ¡Estoy deseando viajar con usted, vaya si lo estoy! ¡Los muelles están por aquí! —exclamó poniéndose en marcha de inmediato.

Logen echó un último vistazo a los dos tipos, pero como seguían arrastrándose por el suelo, tiró el cuchillo y se apresuró a seguir a Pielargo.

—¿Qué pasa, es que ustedes los Navegantes nunca pelean?

—Oh, algunos sí, con las manos e incluso con todo tipo de armas. Y los hay muy letales, no crea, pero yo no soy uno de ellos. Ah, no. Eso no va conmigo.

—¿Nunca pelea?

—Nunca. Yo tengo otro tipo de habilidades.

—Pensaba que en sus viajes se habría visto obligado a hacer frente a numerosos peligros.

—Y así es —dijo alegremente Pielargo—, así es. Y es entonces cuando mi notable don para ocultarme resulta más útil.

Las de su especie jamás se rinden

Noche. Frío. El viento salado azotaba la cima de la colina, y las ropas que llevaba Ferro eran finas y estaban hechas jirones. Se abrazó, encogió el cuerpo y contempló el mar con mirada torva. Dagoska no era más que una lejana aglomeración de puntos luminosos apelotonados en la empinada roca que se alzaba entre la curva de la bahía y el reverberante océano. Sus ojos distinguían las vagas siluetas de murallas y torres en miniatura, negras sombras recortadas sobre el cielo oscuro, y el estrecho istmo que unía la ciudad a tierra firme. Era casi una isla. Entre ellos y Dagoska se extendían las hogueras. Campamentos levantados a lo largo del camino. Muchos campamentos.

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