La voz de las espadas (75 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La voz de las espadas
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—Ni falta que hace. —El papel quedó reducido a una minúscula bolita entre sus nudillos. Con todos los músculos palpitando por la tensión, hizo ademán de volverse hacia la puerta. Era lo mínimo que podía hacer si no quería salir disparado a estrangular a aquel maldito cabrón. No obstante, logró pararse a pensar un momento.

El desagradecido de Jezal le había fallado. Claro que tampoco era como para sorprenderse: ese jovenzuelo era un patán. Quien guarda el vino en una bolsa de papel no debe llevarse un berrinche si se escurre fuera. Además, no era Jezal quien estaba escribiendo cartas. ¿Qué ganaría aplastándole el pescuezo? Aún seguirían quedando muchos jóvenes descerebrados sueltos por el mundo.

—¿Adónde crees que va a ir a parar todo esto, Ardee?

Ardee se sentó en el banco y le dirigió una mirada glaciar por encima del borde de la copa.

—¿Adónde creo que va a ir a parar el qué, hermano?

—¡No te hagas la tonta!

—Somos una familia, ¿no? ¿No podemos hablar a las claras? ¡Si tienes algo que decirme, suéltalo de una vez! ¿Adónde crees tú que va a ir a parar?

—¡Ya que me lo preguntas, creo que va a ir a parar a la mierda! —aunque con gran dificultad, consiguió bajar su tono de voz—. Este asunto de Luthar ya ha ido demasiado lejos. ¿Cartas? ¿Cartas? ¡Se lo advertí, pero al parecer el problema no era él! ¿En qué estás pensando? ¿Estás pensando al menos? ¡Esto tiene que parar antes de que la gente empiece a murmurar! —sentía en el pecho una opresión sofocante, respiró hondo, pero su voz volvió a brotar como un estallido—. ¡Pero qué digo, ya están murmurando! ¡Vaya si lo están! ¡Esto tiene que acabarse de inmediato! ¿Me oyes?

—Te oigo, pero ¿a quién le importa lo que piense la gente? —dijo en tono despreocupado.

—¡A mí me importa! —casi había chillado—. ¿Tienes idea de lo mucho que he tenido que esforzarme? ¿Me tomas por tonto? ¡Sabes muy bien lo que pretendes, Ardee! —un gesto hosco comenzaba a asomar en el semblante de su hermana, pero él siguió adelante—. ¡Ni que fuera la primera vez! ¿Hace falta que te recuerde que no has tenido demasiada suerte con los hombres?

—¡Con los hombres de mi familia desde luego que no! —ahora estaba sentada muy erguida y su rostro estaba contraído en un gesto de rabia—. Y además, ¿qué demonios sabes tú de mi suerte? ¡Apenas hemos hablado en los últimos diez años!

—¡Ahora estamos hablando! —gritó West mientras arrojaba al suelo el trozo arrugado de papel—. ¿Has pensado en las consecuencias? ¿Qué pasará si al final le consigues? ¿Has pensado en eso? ¿Crees que su familia se quedará encantada cuando conozca a la ruborosa novia? ¡Con suerte no te dirigirán la palabra en toda tu vida! ¡Eso si no os repudian a los dos! —Luego señaló la puerta con un dedo—: ¿Es que no te has dado cuenta de que no es más que un cerdo vano y arrogante? ¡Todos son iguales! ¿Cómo crees que se las arreglaría sin su generosa asignación? ¿Sin amigos en las altas esferas? ¡No sabría ni por dónde empezar! ¿Cómo podríais ser felices así? —La cabeza estaba a punto de estallarle, pero de todas formas siguió despotricando—: ¿Y qué pasará si, como es mucho más probable, no lo consigues? ¿Qué pasará, eh? ¡Te habrás arruinado la vida! ¿Has pensado en eso? ¡Ya estuvo a punto de pasarte una vez! ¡Y luego dicen que tú eres la lista de la familia! ¡Te estás convirtiendo en el hazmerreír de todo el mundo! —La ira casi le asfixiaba—: ¡Vas a conseguir que los dos lo seamos!

Ardee dejó escapar un grito ahogado.

—¡Ahora lo entiendo! —dijo soltando casi un chillido—. Lo que me pase no te importa, pero si eso pone
tu
reputación en peligro...

—¡Maldita estúpida! —el decantador voló por los aires. Se hizo añicos contra la pared cerca de la cabeza de Ardee y dejó el enlucido perdido de vino—. ¿Por qué no escuchas lo que te digo?

Un segundo después se encontraba al otro lado de la habitación. Durante un instante una expresión de sorpresa asomó al semblante de Ardee, luego se oyó un ruido seco: el puño de West le había dado en la cara. Sus manos la agarraron antes de que cayera al suelo, la alzaron de un tirón y luego la lanzaron contra la pared.

—¡Vas a arruinarnos la vida a los dos! —La cabeza de Ardee se golpeó contra el yeso: una vez, dos veces, tres veces. Una mano la tenía agarrada del cuello. West enseñaba los dientes. Su cuerpo la aplastó contra la pared. Cuando los dedos comenzaron a apretar, la garganta de Ardee dejó escapar una leve exhalación—. ¡Egoísta... inútil... puta de mierda!

El pelo colgaba enmarañado sobre la cara de Ardee. West sólo alcanzaba a ver un estrecho trozo de piel, una comisura del labio, un ojo oscuro.

El ojo le miraba fijamente. No expresaba dolor. Ni miedo. Estaba vacío, inerte, igual que el ojo de un muerto.

Apretó. Se oyó otra exhalación. Volvió a apretar.

Otra vez más...

Con una violenta sacudida, West recobró el juicio. Sus dedos soltaron el cuello y retiró bruscamente la mano. Su hermana estaba apoyada en la pared. La oía respirar. Entrecortadamente. ¿O era él quien respiraba así? La cabeza le iba a estallar. El ojo seguía mirándole.

No podía ser real. Era imposible. Dentro de un instante la pesadilla habría terminado. No era más que un sueño. Ardee se apartó el pelo de la cara.

Su tez estaba pálida como la cera. De su nariz manaba un hilo de sangre que en contraste con su tez casi parecía negro. Alrededor del cuello se distinguían unas marcas rosáceas. Las marcas de unos dedos. Los suyos. Era real.

West sintió que se le revolvía el estómago. Abrió la boca pero no consiguió emitir ningún sonido. Miró la sangre que había en los labios de su hermana y le dio una arcada.

—Ardee... —se sentía tan asqueado, que al pronunciar su nombre estuvo a punto de vomitar. Mientras su voz seguía borboteando palabras, sentía la bilis en la parte de atrás del paladar—. Lo siento... lo siento... ¿Estás bien?

—He pasado por cosas peores —alzó lentamente una mano y se pasó la punta de un dedo por los labios. La sangre se esparció por su boca.

—Ardee... —alargó hacia ella una mano, pero de inmediato la retiró, temeroso de lo que pudiera hacer—. Lo siento.

—También él lo sentía. ¿No te acuerdas? Primero nos cogía y luego lloraba. Siempre lo sentía. Pero no por eso dejaba de volver a hacerlo. ¿Lo has olvidado?

West sintió una náusea y tuvo que volver a reprimir un vómito. Si por lo menos hubiera llorado, si le hubiera insultado, si le hubiera dado de puñetazos, habría sido más fácil de soportar. Cualquier cosa era preferible a eso. Procuraba no pensar nunca en ello, pero no lo había olvidado.

—No —susurró—. No lo he olvidado.

—¿Crees que paró cuando te fuiste? No, fue a peor. Sólo que entonces tuve que esconderme yo sola. Soñaba con el día en que volvieras, en que volvieras para rescatarme. Pero cuando por fin viniste, apenas te quedaste, las cosas entre nosotros ya no eran como antes y tú no hiciste nada para cambiarlo.

—Ardee... No sabía que...

—Claro que lo sabías, pero te largaste. Era más fácil no hacer nada. Disimular. Y, déjame que te diga una cosa, lo entiendo, no te lo reprocho. Por aquel entonces me reconfortaba pensar que tú al menos habías conseguido escapar. El día en que murió fue el más feliz de mi vida.

—Era nuestro padre...

—Sí, claro. Debe de ser mi mala suerte. Mi mala suerte con los hombres. El día de su entierro lloré como una buena hija. Lloré sin parar hasta que los asistentes al sepelio temieron que fuera a perder la razón. Luego me fui a la cama y aguardé a que todos estuvieran dormidos. Salí de la casa sin hacer ruido, regresé a la tumba, estuve un rato mirándola y luego... ¡me oriné encima de ella! ¡Me levanté las enaguas, me puse en cuclillas y me oriné encima de la puñetera tumba! ¡Y mientras lo
hacía.
, me decía a mí misma: nadie volverá a tratarte nunca como a un perro! —se limpió la sangre de la boca con el dorso de la mano—. ¡Deberías haber visto lo contenta que estaba cuando me mandaste llamar! Leía una y otra vez tu carta. Todas mis ridículas ilusiones renacieron. Mis esperanzas, ¡ja! ¡Cómo puedo ser tan idiota! Iba a irme a vivir con mi hermano. Con mi protector. Él me cuidaría, él me ayudaría. ¡Por fin iba a tener una vida de verdad! Pero la persona a la que encontré no era la misma que yo recordaba. Oh, era una persona muy madura, eso sí. Primero me ignoraste, luego me sermoneaste y ahora me pegas y dices que lo sientes. ¡Eres la viva imagen de tu padre!

West dejó escapar un gemido. Ardee no le habría hecho más daño si le hubiera clavado una aguja en el cráneo. Y, en realidad, era menos de lo que se merecía. Tenía razón. Le había fallado. Desde hacía mucho tiempo. Mientras él se dedicaba a jugar con espadas y a lamerles el culo a unas gentes que en el fondo le despreciaban, ella sufría en soledad. Habría bastado con hacer un pequeño esfuerzo, pero le había faltado el valor. Cada minuto que había pasado con ella había sentido el peso de la culpa, un peso insoportable que le aplastaba las entrañas.

Ardee se separó de la pared.

—Me parece que voy a ir a ver a Jezal. Puede que no haya en toda la ciudad un idiota más superficial que él, pero no creo que nunca vaya a levantarme la mano, ¿no te parece? —le apartó y se dirigió a la puerta.

—¡Ardee! —la agarró de un brazo— Por favor... Ardee... Perdóname...

Ardee sacó la lengua, frunció los labios y lanzó un escupitajo sanguinolento. El gargajo resbaló suavemente por la pechera del uniforme de West.

—Ahí tienes tu perdón, maldito cabrón.

La puerta se cerró ante su rostro.

Cada cual es su propio dios

Ferro miraba con los ojos entornados al pálido grande, y él le devolvía la mirada. Llevaban así un buen rato; no todo el tiempo, pero sí la mayor parte de él. Mirándose. Todos aquellos seres pálidos y blandos eran feos, pero aquél era un caso aparte.

Era horrendo.

No ignoraba que también ella estaba cubierta de cicatrices, que los años que había pasado a la intemperie a merced del viento y del sol le habían curtido y ajado la piel, pero la tez pálida de aquel tipo —picada, sajada, desgarrada, mellada— parecía un escudo recién salido de una encarnizada batalla. Lo que le sorprendía era que, a pesar de lo machacada que tenía la cara, sus ojos siguieran teniendo vida, pero la tenían y no dejaban de observarla.

Ferro había llegado a la conclusión de que era un tipo peligroso.

No sólo era grande, sino también fuerte. Brutalmente fuerte. Debía de doblarle el peso, y su grueso cuello era puro músculo. Todo en él desprendía fuerza. No le habría sorprendido en absoluto que fuera capaz de levantarla en vilo con una sola mano, pero eso no le preocupaba demasiado. Antes tendría que atraparla. Los hombres grandes y fuertes suelen ser lentos.

Y la lentitud y la peligrosidad no hacen buena pareja.

Tampoco le preocupaban las cicatrices. Indicaban que había tomado parte en muchos combates, pero no que los hubiera ganado. Lo que le preocupaban eran otras cosas. La forma de sentarse: inmóvil pero no relajado. Alerta. Paciente. La forma de mover los ojos: con astucia, con cautela, mirándola a ella, luego al resto de la sala y otra vez a ella. Ojos oscuros, vigilantes, sagaces. La estaban sopesando. Venas gruesas en el dorso de las manos, pero dedos largos, hábiles, con manchas de suciedad bajo las uñas. Le faltaba uno. Un muñón blanquecino. Nada de lo que veía le gustaba. Olía a peligro.

No le haría ninguna gracia tener que enfrentarse a él desarmada.

Pero le había entregado su cuchillo al pálido del puente. Había estado en un tris de apuñalarlo, pero en el último instante había cambiado de idea. Algo en su mirada le había hecho pensar en la expresión de Aruf antes de que los gurkos clavaran su cabeza en una pica. Una mirada triste, sosegada, como si comprendiera lo que ella sentía. Como si fuera un ser humano y no una cosa. En el último momento, casi sin darse cuenta, le había entregado la daga. Y se había dejado conducir hasta aquel lugar.

¡Qué estúpida!

Ahora se arrepentía amargamente, pero, si llegaba el caso, lucharía con lo que fuera. La mayoría de la gente no se da cuenta de lo lleno de armas que está el mundo. Cosas que se pueden romper o se pueden usar a modo de mazos. Trapos anudados con los que se puede estrangular a una persona. Polvo que arrojar a la cara. Y si no encontraba nada, le arrancaría la garganta a dentelladas. Dobló hacia atrás los labios y le enseñó los dientes para demostrárselo, pero el tipo no pareció darse por aludido. Ahí seguía sentado, observándola. Silencioso, inmóvil, feo y peligroso.

—Pálidos de mierda —se dijo Ferro en un susurro.

El flaco, por contra, no parecía nada peligroso. Tenía pinta de enfermo y llevaba el pelo tan largo como una mujer. Sus movimientos eran torpes y nerviosos, y no paraba de humedecerse los labios. De vez en cuando le lanzaba una mirada furtiva, pero al encontrarse con su expresión ceñuda, desviaba la vista, tragaba saliva, y el bulboso bulto de su cuello subía y bajaba aceleradamente. Parecía asustado, no suponía una amenaza, pero, por si acaso, Ferro le observaba con el rabillo del ojo mientras vigilaba al tipo grande. Mejor no descartarlo del todo.

La vida le había enseñado a esperar sorpresas.

Luego estaba el viejo. No se fiaba de ninguno de aquellos pálidos, pero de él menos que de nadie. Tenía la cara llena de arrugas; en torno a los ojos, alrededor de la nariz. Unas arrugas que indicaban crueldad. Pómulos marcados, fuertes. Manos gruesas y grandes, con pelos blancos en el dorso. Si tenía que matarlos a los tres, había decidido que, pese a todos los peligros que parecía plantear el grandullón, empezaría por el calvo. En sus ojos, que la miraban de arriba abajo, se adivinaba la mirada de un mercader de esclavos. Una mirada fría, como si tratara de evaluar cuál era su valor.

El muy hijo de puta.

Bayaz, así le había llamado Yulwei, y los dos hombres parecían conocerse muy bien.

—Bueno, hermano —decía hablando en kantic el pálido calvo, aunque saltaba a la vista que no eran familia—, ¿cómo andan las cosas por el gran Imperio de Gurkhul?

Yulwei exhaló un suspiro:

—No hace más que un año que se hizo con el poder y Uthman ya ha sofocado los últimos focos rebeldes y ha metido en vereda a todos los gobernadores. A estas alturas el joven Emperador es más temido de lo que nunca lo fuera su padre. Uthman-ul-Dosht, le llaman sus soldados, con orgullo. La práctica totalidad de Kanta se encuentra ya bajo su control. Reina sin oposición en todas las tierras que bordean el Mar del Sur.

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