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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La voz de las espadas (76 page)

BOOK: La voz de las espadas
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—Con la excepción de Dagoska.

—Cierto, pero ya tiene los ojos puestos en ella. Sus ejércitos se dirigen en masa hacia la península y sus agentes trabajan activamente tras las murallas de Dagoska. Ahora que hay guerra en el Norte, no tardará mucho en decidir que ha llegado el momento de comenzar el asedio y, cuando lo haga, no creo que la ciudad pueda resistir mucho tiempo.

—¿Estás seguro? La Unión aún tiene el control de los mares.

Yulwei frunció el ceño.

—Hemos visto barcos, hermano. Muchos barcos. Los gurkos han construido una flota en secreto. Una flota muy poderosa. Debieron de empezar hace muchos años, durante la anterior guerra. Me temo que la Unión no va a poder mantener su dominio de los mares durante mucho tiempo.

—¿Una flota? Tenía la esperanza de que todavía dispondríamos de unos cuantos años más para prepararnos —la voz del pálido calvo sonaba alarmada—. Eso hace que mis planes sean aún más apremiantes.

A Ferro le aburría toda aquella cháchara. Estaba acostumbrada a estar en constante movimiento, a ir siempre una zancada por delante de todo: estarse quieta le sacaba de quicio. Quédate mucho tiempo en un mismo sitio, y los gurkos acabarán cogiéndote. No tenía ningún interés en que los pálidos se entretuvieran mirándola como si fuera una especie de bicho raro. Mientras los dos hombres proseguían con su interminable charla se puso a dar vueltas por la sala, echando miradas furibundas a su alrededor y sorbiendo entre los dientes. Balanceaba los brazos. Pateaba las desgastadas tablas del suelo. Daba golpes a las telas que colgaban de las paredes y se asomaba a ver qué tenían detrás. Pasaba los dedos por los bordes de los muebles, chasqueaba la lengua y hacía rechinar los dientes.

Poniendo nervioso a todo el mundo.

Al pasar junto a la silla del horrendo pálido grande, se le acercó tanto que el balanceo de una de sus manos casi roza su piel picada. Así vería que le importaba un bledo su tamaño, sus cicatrices y todo lo demás. Luego se dirigió hacia el tipo nervioso. El pálido flacucho del pelo largo. Cuando se acercó a él, el tipo tragó saliva.

—Fuuuu —le bufó. El pálido musitó algo y se alejó arrastrando los pies. Ferro ocupó el lugar que había dejado libre junto a la ventana abierta. Volvió la espalda a la sala y se asomó fuera.

Así verían esos pálidos que todos ellos le importaban un bledo.

Abajo había unos jardines. Árboles, plantas, amplios prados de césped bien cuidado. Holgazaneando sobre la alfombra de hierba se veían grupos de gentes pálidas y gruesas, hombres y mujeres, que se llevaban comida a sus sudorosas caras. O bebían a grandes tragos. Los miró con profundo desprecio. Esos feos y holgazanes pálidos no tenían otro dios que la comida y la pereza.

—Jardines —masculló asqueada.

También había jardines en el palacio de Uthman. Solía mirarlos desde la diminuta ventana de su cuarto. De su celda. Mucho antes de que aquel hombre se convirtiera en Uthman-ul-Dosht. Cuando él sólo era el hijo menor del Emperador. Y ella una de sus muchas esclavas. Su prisionera. Ferro se inclinó hacia delante y escupió por la ventana.

Le asqueaban los jardines.

Le asqueaban las ciudades en general. Eran sinónimo de esclavitud, de miedo, de degradación. Cuanto antes se largara de aquel maldito lugar, más contenta se sentiría. O menos descontenta, por lo menos. Se apartó de la ventana y volvió a fruncir el ceño: todo el mundo la estaba mirando.

El primero en hablar fue el tal Bayaz.

—Realmente has hecho todo un descubrimiento, hermano. No pasaría desapercibida ni en medio de una multitud. ¿Estás seguro de que responde a lo que andaba buscando?

Yulwei miró a Ferro un instante.

—Todo lo seguro que se puede estar.

—Eh, que estoy aquí —les gruñó Ferro, pero el pálido calvo siguió hablando como si ella no pudiera oírlos.

—¿Qué tal aguanta el dolor?

—Bastante bien. De camino aquí se enfrentó con un Devorador.

—¿De veras? —Bayaz dejó escapar una risita—. ¿Le hizo mucho daño?

—Bastante. Pero al cabo de dos días ya caminaba, y en una semana se había recuperado del todo. No le ha quedado ni una sola marca. Y eso no es nada normal.

—En nuestra época los dos vimos también muchas cosas que no eran nada normales. Conviene que nos aseguremos —el calvo se metió la mano en el bolsillo. Ferro observó con desconfianza cómo la sacaba con el puño cerrado y la ponía encima de la mesa. Cuando la retiró, vio que había dos piedrecillas pulidas sobre la madera.

El calvo se inclinó hacia delante.

—Dime, Ferro, ¿cuál es la azul?

Ferro le miró fijamente y luego bajó la vista hacia las piedrecillas. No había ninguna diferencia entre ellas. Todos la miraban, con más atención aún que antes. Ferro hizo rechinar sus dientes.

—Ésa —dijo señalando la de la izquierda.

Bayaz sonrió.

—Exactamente la respuesta que esperaba —Ferro se encogió de hombros. Había acertado por pura suerte, pensó. Pero luego se fijó en la expresión del pálido grande. Tenía el ceño fruncido y contemplaba las dos piedrecillas como si no entendiera nada.

—Las dos son rojas —dijo Bayaz—. No distingues los colores, ¿verdad, Ferro?

El pálido calvo se había burlado de ella. No entendía cómo se había enterado de eso, pero lo que sí sabía es que no le hacía ninguna gracia. De Ferro Maljinn no se burlaba nadie. Se puso a reír. La falta de práctica hacía que su risa sonara más bien como un gorgoteo áspero y desagradable.

Y, de pronto, se abalanzó hacia la mesa.

La expresión de sorpresa aún no se había formado del todo en el semblante del anciano pálido cuando su puño impactó contra su nariz. El tipo soltó un gruñido, la silla se fue hacia atrás y cayó despatarrado en el suelo. Ferro gateó sobre la mesa para ir a por él, pero Yulwei la agarró de una pierna y tiró de ella para atrás. Las zarpas de Ferro no consiguieron agarrar el cuello del calvo de mierda por muy poco, pero lo que sí consiguió fue que la mesa se volcara de lado y que las dos piedrecillas salieran rodando por el suelo.

Se soltó la pierna de una sacudida y fue a por el viejo pálido, que estaba tratando de levantarse del suelo. Pero Yulwei, que no paraba de gritarle «calma», la cogió del brazo y volvió a echarla hacia atrás. Ferro recompensó sus esfuerzos propinándole un codazo en la cara y Yulwei se chocó con la pared y cayó al suelo arrastrándola consigo. Ferro fue la primera en levantarse y se aprestó a lanzarse de nuevo contra el calvo de mierda.

Pero, para entonces, el tipo grande ya estaba de pie y avanzaba hacia ella mirándola fijamente. Ferro le sonrió y cerró los puños. Ahora averiguaría si realmente era tan peligroso.

El tipo dio un paso más.

Pero en ese momento Bayaz alargó una mano y lo detuvo. La otra mano la tenía en la nariz para tratar de parar el flujo de sangre. El tipo calvo se puso a reír.

—¡Muy bien! —Luego soltó una tos—. Toda una fiera, y endemoniadamente rápida además. ¡Sin lugar a dudas es lo que andábamos buscando! Acepta mis disculpas, Ferro.

—¿Qué?

—Por mis pésimos modales —Bayaz se limpió la sangre del labio superior—. Me lo tengo bien empleado, pero tenía que asegurarme. Lo siento. ¿Me perdonas? —Ahora tenía un aspecto distinto, aunque eso no cambiaba las cosas. Amistoso, considerado, sincero. Arrepentido. Pero para ganarse la confianza de Ferro se necesitaba más que eso. Bastante más.

—Ya veremos —bufó.

—Es todo lo que te pido. Eso, y que nos concedas a Yulwei y a mí un momento para que hablemos de ciertas... cosas. Ciertas cosas de las que es mejor hablar en privado.

—Tranquila, Ferro —terció Yulwei—, son amigos. —Amigos suyos desde luego no eran, de eso estaba segura, pero de todas formas dejó que Yulwei la condujera a otra habitación junto con los otros dos pálidos—. Procura no matar a ninguno.

La sala era casi idéntica a la de antes. Debían de ser ricos los pálidos aquellos, a pesar de sus pintas. Había una gran chimenea de piedra con vetas negras. Había almohadones y, a los lados de las ventanas, colgaban unas telas suaves, con unas flores y unos pájaros bordados con unas puntadas muy finas. El cuadro de un hombre con una corona la miraba con aspecto severo desde una de las paredes. Ferro le devolvió la mirada. Lujo.

A Ferro el lujo le asqueaba todavía más que los jardines.

El lujo era un signo de cautividad más elocuente aún que unos barrotes. Unos muebles mullidos auguraban más peligro que un arma. Tierra dura y agua fría, eso era todo lo que ella necesitaba. Las cosas blandas te reblandecen, y ella no quería saber nada de eso.

En la sala aguardaba otro hombre, un tipo que daba vueltas con las manos a la espalda como si no pudiera parar quieto. No era exactamente un pálido, el tono de su tez curtida estaba a mitad de camino entre el suyo y el de los otros. Tenía la cabeza rapada igual que un sacerdote. A Ferro aquello no le hizo ninguna gracia.

No había nada en el mundo que la asqueara más que los sacerdotes.

Pero a pesar del desprecio con que lo miró, al verla, los ojos del hombre se iluminaron y se acercó rápidamente a ella. Era un hombrecillo raro y vestía unas ropas muy desgastadas; la parte más alta de su cabeza le llegaba a Ferro por la boca.

—Soy el Hermano Pielargo —dijo haciendo aspavientos con las manos—, de la ilustre orden de los Navegantes.

—Qué suerte la suya —Ferro se volvió y aguzó el oído para tratar de escuchar la conversación que mantenían los dos ancianos al otro lado de la puerta, pero Pielargo no pareció darse por aludido.

—¡Una suerte, sí señor! ¡Una inmensa suerte! ¡Dios me ha colmado de bendiciones! ¡Puedo asegurarle que a lo largo de toda la historia jamás ha habido un hombre que estuviera más hecho a la medida de un trabajo, ni un trabajo que estuviera más hecho a la medida de un hombre, como lo estamos yo, el Hermano Pielargo, y la noble ciencia de la Navegación! ¡El mundo entero es mi patria, desde las nevadas montañas del lejano Norte hasta las calcinadas arenas del remoto Sur!

Luego se le quedó mirando con una sonrisa ufana bastante repelente. Ferro no le hizo ni caso. Los dos pálidos, el grande y el canijo, conversaban al otro extremo de la sala. Hablaban en una lengua que Ferro no entendía. Parecían dos cerdos soltando gruñidos. Puede que hablaran de ella, pero eso le traía al fresco. Salieron por otra puerta y la dejaron a solas con el sacerdote, que seguía moviendo los labios.

—Son muy pocas las naciones en el Círculo del Mundo en las que yo, el Hermano Pielargo, sea un forastero, y, no obstante, debo admitir que ando un poco despistado con respecto a su procedencia —aguardó expectante, pero Ferro no abrió la boca—. Ah, ¿quiere que intente adivinarlo? Todo un acertijo, ciertamente. Déjeme pensar... la forma de sus ojos se parece a la de los habitantes de la lejana Suljuk, ya sabe, allí donde la tierra se alza sobre el mar centelleante formando vertiginosas montañas; ciertamente, se parece, sí, en cambio su piel...

—Cierre la boca de una vez.

El tipo se interrumpió a mitad de la frase, carraspeó y se alejó, dejando a Ferro atenta a lo que decían las voces que sonaban en la habitación contigua. Sonrió para sí. La madera era gruesa y los sonidos llegaban bastante amortiguados, pero los dos ancianos no habían contado con lo fino que tenía el oído. Seguían hablando en kantic. Ahora que el idiota del Navegante se había callado, lograba oír todo lo que decía Yulwei.

—¿... Khalul quebranta la Segunda Ley y vas tú y haces lo mismo con la Primera? ¡No me gusta eso, Bayaz! ¡Juvens jamás lo hubiera tolerado! —Ferro frunció el ceño. Había un deje extraño en la voz de Yulwei. Miedo. La Segunda Ley. Ferro recordaba haberle oído hablar de eso con los Devoradores. Está prohibido comer carne humana.

Luego oyó la voz del pálido calvo:

—La Primera Ley es una paradoja. Toda magia proviene del Otro Lado, incluso la nuestra. Cada vez que llevas a cabo una transformación estás tocando el mundo inferior, cada vez que creas algo lo tomas prestado del Otro Lado, y eso siempre conlleva un riesgo.

—¡Pero en este caso el riesgo puede ser demasiado grande! ¡Esa Semilla está maldita, es maligna! ¡Lo único que puede traer es más caos! Acuérdate de lo que les pasó a los hijos de Euz. A pesar de toda su sabiduría y todo su poder, esa Semilla fue su perdición, la de todos ellos. ¿Eres más sabio que Juvens, Bayaz? ¿Eres más astuto que Kanedias? ¿Más fuerte que Glustrod?

—No, hermano,
no
lo soy, pero dime una cosa... ¿cuántos Devoradores ha creado Khalul?

Se produjo un prolongado silencio.

—No estoy seguro del todo.

—¿Cuántos?

Otra pausa.

—No sé, tal vez doscientos. Puede que más. Los sacerdotes rastrean el Sur en busca de candidatos. Cada vez los crea con mayor rapidez, pero la mayoría de ellos aún son jóvenes y débiles.

—Doscientos o más y no paran de crecer. Muchos son débiles, pero entre ellos hay algunos que podrían suponer un auténtico reto para ti o para mí. Pienso en los antiguos aprendices de Khalul en tiempos de la Vieja Era, esos a los que llamaban el Viento del Este, o en las malditas gemelas.

—¡Esas perras endemoniadas! —gruñó Yulwei.

—Eso, por no hablar de Mamun; al fin y al cabo fueron sus mentiras las que desencadenaron el caos actual.

—Las raíces del problema se remontan a mucho antes de que él naciera, bien lo sabes, Bayaz. Pero hay una cosa, Mamun anda por las estepas. Sentí su presencia. Y se ha vuelto terriblemente poderoso.

—Sabes que tengo razón en lo que te digo. Entretanto, el número de nuestros partidarios apenas ha crecido.

—Pensé que el chico ese, Quai, prometía bastante.

—Necesitamos cien más como él y veinte años para formarlos. Entonces puede que estemos en igualdad de condiciones. No, hermano, no. Tenemos que enfrentarnos al fuego con el fuego.

—¿Aun a riesgo de que ese fuego te reduzca a ti y a toda la creación a cenizas? Deja que vaya a Sarkant. Puede que aún sea posible hacer entrar en razón a Khalul...

Se oyeron unas carcajadas:

—¡Ha esclavizado a medio mundo! ¿Cuándo vas a despertar, Yulwei? ¿Cuando haya esclavizado al otro medio? ¡No puedo permitirme perderte, hermano!

—Recuerda que hay cosas peores que Khalul, Bayaz. Mucho peores —bajó la voz hasta convertirla en un susurro, y Ferro tuvo que aguzar el oído—. Los Contadores de Secretos siempre están a la escucha...

—¡Basta ya, Yulwei! ¡Más vale no pensar en ello! —Ferro frunció el ceño. ¿Qué eran todas esas tonterías? ¿Contadores de Secretos? ¿Qué secretos?

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