—Le perseguimos por estos mismos vestíbulos —susurró Bayaz—. Éramos once. Fue la última vez que estuvimos juntos todos los Magos. Bueno, todos menos Khalul. Zacharus y Cawneil lucharon aquí con el Creador y fueron derrotados. Tuvieron suerte de salir con vida. Anselmi y Dientemellado no tuvieron tanta suerte. Kanedias acabó con ellos. Aquel día perdí dos buenos amigos, dos hermanos.
Bordearon con cautela un estrecho balcón iluminado por una pálida cortina de luz. A un lado, las piedras lisas ascendían formando un escarpado muro; al otro, se precipitaban hacia abajo hasta perderse en la oscuridad. Un pozo negro, lleno de sombras, sin lado opuesto ni límite superior o inferior. A pesar de la inmensidad del espacio, no había eco. El aire no se movía. No se apreciaba ni la más leve brisa. Una atmósfera tan viciada y enrarecida como la de una tumba.
—Seguro que ahí abajo hay agua —musitó Glokta asomándose a la barandilla con el ceño fruncido—. Algo tiene que haber, ¿no? —luego entornó los ojos y miró hacia arriba—: ¿Dónde está el techo?
—Este lugar apesta —se quejó Jezal mientras se apresuraba a taparse la nariz.
Logen, por una vez, estaba de acuerdo con él. Era un olor que conocía muy bien, y, al sentirlo, sus labios se fruncieron con un gesto de asco.
—Huele igual que los cabrones de los Cabezas Planas.
—Claro —dijo Bayaz—, los Shanka también son obra del Creador.
—¿Obra suya?
—Desde luego. Tomó arcilla, metal y restos de carne y los creó.
Logen le miraba fijamente.
—¿Los creó?
—Sí, para que lucharan en su guerra. Contra nosotros. Contra los Magos. Contra su hermano Juvens. Fue aquí mismo donde concibió al primer Shanka; luego los soltó para que crecieran, se reprodujeran y sembraran la destrucción en el mundo. Para eso fueron creados. Muchos años después de la muerte de Kanedias aún seguíamos dándoles caza, pero no pudimos capturarlos a todos. Los empujamos hacia los rincones más recónditos del mundo, allí han crecido, se han reproducido y ahora vuelven para seguir creciendo, reproduciéndose y sembrando la destrucción, que es lo único que saben hacer. —Logen le contemplaba boquiabierto.
—Los Shanka —Luthar dejó escapar una risilla sarcástica y sacudió la cabeza con incredulidad.
Pero Logen consideraba que los Cabezas Planas no eran cosa de risa. Se volvió bruscamente y su imponente figura se alzó ante Luthar en la penumbra, bloqueándole el paso en medio del angosto balcón.
—¿Qué tiene de gracioso?
—Por favor, todo el mundo sabe que no existe nada semejante.
—Me he pasado toda la vida luchando contra ellos con mis propias manos —gruñó Logen—. Mataron a mi esposa, a mis hijos, a mis amigos. El Norte está infestado de esos malditos Cabezas Planas —Logen se inclinó hacia él—. Así que no me diga que no existen.
Luthar había empalidecido. Miró a Glokta en busca de ayuda, pero el Inquisidor se había recostado en la pared y se frotaba la pierna con los labios apretados y su rostro hierático empapado de sudor.
—¡No me interesa si existen o no! —exclamó.
—El mundo está lleno de Shanka —masculló Logen pegando su cara a la de Luthar—. Así que es muy posible que llegue un día en que se encuentre con alguno —luego se dio la vuelta y siguió enojado a Bayaz, que desaparecía ya por el arco que se abría al otro extremo del balcón. No le hacía ninguna gracia quedarse rezagado en un sitio como aquél.
Otro vestíbulo más
. Aquél era enorme, y a sus lados, envuelto en penumbra, se alzaba silencioso un bosque de columnas. Desde arriba caían unos haces de luz que dibujaban extrañas formas en el enlosado, un entramado de luces y sombras, de líneas blancas y negras.
Como si compusieran un texto. ¿Algún mensaje oculto? ¿Dirigido a mí tal vez?
Glokta se estremeció.
Tal vez si me quedo un buen rato mirándolo, consiga desentrañarlo...
Luthar pasó por delante de él y su sombra se proyectó sobre el suelo: las líneas se quebraron y la sensación se desvaneció. Glokta se sacudió.
Este maldito lugar va a conseguir que pierda la razón. Debo pensar con claridad. Atente a los hechos, Glokta, nada más que a los hechos
.
—¿De dónde proviene esa luz?
Bayaz agitó una mano.
—De arriba.
—¿Hay ventanas?
—Es posible.
Glokta avanzaba lentamente, su bastón repicaba sobre un tramo de luz y luego sobre otro de oscuridad, mientras su bota izquierda se arrastraba por detrás.
—¿Es que aquí sólo hay vestíbulos? ¿Qué sentido tiene eso?
—¿Quién puede conocer la mente del Creador? —salmodió pomposamente Bayaz—. ¿Cómo adivinar sus inescrutables designios? —Se diría que se complacía en no dar nunca una respuesta clara.
A Glokta todo aquel lugar le parecía una obra descabellada:
—¿Cuánta gente vivía aquí?
—En sus mejores tiempos, hace muchos años, varios cientos de personas. Todo tipo de gentes que servían a Kanedias y le ayudaban en sus trabajos. Pero el Creador era desconfiado y se mostraba muy celoso de sus secretos. Poco a poco fue echando a sus colaboradores, enviándolos a Agriont o a la Universidad. Hacia el final, ya sólo quedaban aquí tres personas. El propio Kanedias, su ayudante Paremias —Bayaz hizo una breve pausa— y su hija, Tolomei.
—¿La hija del Creador?
—Sí, ¿por qué? —le espetó el anciano.
—Por nada, por nada. —
Pero parece que durante un instante se le ha desprendido la máscara. Resulta extraño que conozca tan bien todo lo referente a este lugar
—. ¿Cuándo vivió usted aquí?
Las cejas de Bayaz se juntaron dibujando un profundo ceño:
—Hace usted demasiadas preguntas.
Glokta se quedó quieto mirando cómo Bayaz proseguía su marcha.
Sult estaba equivocado. Después de todo, va a resultar que el Archilector también es un ser falible. ¿Quién es este calvo irritable que puede hacer que el hombre más poderoso de La Unión parezca un simple patán?
En medio de las entrañas de aquel lugar sobrenatural la respuesta no sonaba tan descabellada.
El Primero de los Magos
.
—Aquí está.
—¿El qué? —preguntó Logen. El vestíbulo se prolongaba en todas direcciones, trazando una leve curva y flanqueado por unos muros formados por una sucesión ininterrumpida de bloques de piedra que se perdían en la oscuridad.
Bayaz no le respondió. Estaba palpando las piedras como si buscara algo.
—Sí, aquí está —Bayaz se sacó la llave de la camisa—. Tal vez quieran prepararse.
—¿Para qué?
El Mago introdujo la llave en un agujero invisible. Al instante, uno de los bloques del muro desapareció: salió disparado hacia arriba e impactó en el techo con un tremendo estrépito. Logen se tambaleaba y sacudía la cabeza. Se fijó que Jezal estaba doblado hacia delante tapándose las orejas con las manos. El vestíbulo entero retumbaba con unos ecos atronadores.
—Esperen aquí —dijo Bayaz, aunque el zumbido que tenía Logen en la cabeza apenas le permitió oírle—. No toquen nada. No se muevan —acto seguido se introdujo en la apertura, dejando la llave alojada en el muro.
Logen trató de ver a dónde se dirigía. Una luz trémula iluminaba un estrecho pasadizo por el que se filtraba un rumor parecido al de un chorro de agua. Luego se volvió para mirar a los otros dos. Puede que la advertencia de Bayaz sólo se refiriera a ellos. Se agachó para traspasar el umbral.
Y al alzar la cabeza tuvo que entrecerrar los ojos. Se encontraba en una cámara circular brillantemente iluminada. Tras la oscuridad del resto del edificio, aquella luz cegadora, que caía desde una gran altura, casi hacía daño a la vista. Los muros curvos estaban magistralmente labrados con una impoluta piedra blanca por la que corrían innumerables hilos de agua que caían en un estanque redondo. Logen sentía la frescura y la humedad del aire en la piel. Una estrecha pasarela escalonada arrancaba del pasadizo y ascendía hasta un esbelto pilar blanco que emergía del agua. Bayaz se encontraba allí arriba con la cabeza agachada como si estuviera mirando algo.
Con respiración contenida, Logen se acercó por detrás al Mago. Lo que miraba era un bloque de piedra blanca. Las gotas de agua rebotaban contra el centro de aquella superficie lisa y dura: un plop, plop, plop constante que daba siempre en el mismo punto. Sobre la fina capa de humedad reposaban dos objetos. Uno era una simple caja cuadrada de un metal oscuro, de un tamaño que tal vez fuera suficiente para acomodar la cabeza de un hombre. El otro era bastante más raro.
Quizás fuera un arma, una especie de hacha. El asta era una pieza alargada formada por unos minúsculos tubos de metal que se entrelazaban como las ramas de una viña vieja. Uno de sus extremos acababa en un mango estriado y el otro en una pieza de metal plana horadada que remataba un gancho muy fino. La luz bailoteaba sobre las oscuras superficies del objeto, arrancando destellos a las gotas de humedad. Un objeto extraño, hermoso, fascinante. En la empuñadura refulgía una letra de plata que resaltaba sobre el oscuro metal. Logen la reconoció, era la misma que tenía su espada. La marca de Kanedias. Una obra del Maestro Creador.
—¿Qué es esto? —preguntó alargando la mano hacia el objeto.
—¡No lo toque! —gritó Bayaz apartando de un golpe la mano de Logen— ¿No les dije que esperaran?
Logen retrocedió con paso vacilante. Nunca había visto tan alarmado al Mago, pero de todas formas le era imposible apartar la vista del extraño objeto que había encima de la losa.
—¿Es un arma?
Bayaz realizó una aspiración lenta y profunda.
—La más terrible que pueda existir, amigo mío. Un arma contra la que ningún acero, ninguna piedra, ninguna magia podría proporcionarle protección alguna. No se le ocurra acercarse, se lo advierto. Es muy peligrosa. El Divisor, así la llamaba Kanedias; con ella mató a su hermano Juvens, mi maestro. Recuerdo que una vez me dijo que tenía dos filos. Uno aquí y otro en el Otro Lado.
—¿Qué demonios significa eso? —masculló Logen. No veía que la cosa esa tuviera nada que se pareciera a un filo que pudiera servir para cortar algo.
Bayaz se encogió de hombros.
—Me imagino que si lo supiera, sería el Maestro Creador en lugar de ser simplemente el Primero de los Magos —acto seguido se inclinó hacia delante y, al tratar de levantar la caja, contrajo el rostro como si pesara mucho—. ¿Le importaría echarme una mano con esto?
Logen rodeó la caja con las manos y dejó escapar un grito ahogado. Ni siquiera un bloque de hierro macizo habría pesado más.
—Vaya si pesa —gruñó.
—Kanedias la forjó para que fuera lo más fuerte posible. Todo lo fuerte que pudo empleando sus grandes dones. Pero no lo hizo para proteger su contenido del Mundo exterior —Bayaz se inclinó hacia él y, bajando la voz, añadió—: lo hizo para proteger al Mundo de su contenido.
Logen contempló la caja con el ceño fruncido.
—¿Qué hay dentro?
—Nada —musitó Bayaz—. Aún.
Jezal estaba intentando decidir cuáles eran las tres personas que más odiaba en el mundo. ¿Brint? No era más que un fatuo patán. ¿Gorst? Lo único que había hecho era un precario intento de derrotarle en un combate de esgrima. ¿Varuz? Sólo era un viejo asno presuntuoso.
No. La lista la encabezaban los tres tipos con los que estaba ahora. El anciano arrogante, con su necia cháchara y su sabiondo aire de misterio. El descomunal bárbaro, con sus repulsivas cicatrices y sus gestos amenazadores. El engreído tullido, con su afición a realizar comentarios petulantes y a dárselas de saberlo todo sobre la vida. Los tres, en combinación con la atmósfera viciada y la oscuridad perpetua de aquel horrible lugar, bastaban casi para que a Jezal volvieran a entrarle ganas de vomitar. Sólo había una cosa que le parecía aún peor que su actual compañía: no tener ninguna.
Echó un vistazo a las sombras que le rodeaban y se estremeció al pensarlo.
Pero al doblar un recodo, se le levantó el ánimo. Arriba se veía un pequeño trozo de cielo. Apretó el paso y adelantó a Glokta, que avanzaba renqueando apoyado en su bastón. Sólo de pensar que no tardaría en hallarse a la luz del día se le hacía la boca agua.
Al entrar en la zona que estaba a cielo abierto cerró los ojos con deleite. Un viento frío le acarició la cara y Jezal abrió la boca para llenarse con él los pulmones. Sentía un tremendo alivio, como si llevara semanas atrapado en aquella oscuridad, como si unos dedos que le apretaban el cuello se hubieran soltado de repente. Dio unos pasos por las grandes losas de piedra desnuda que pavimentaban el amplio espacio abierto. Delante de él, uno al lado del otro, se encontraban Nuevededos y Bayaz asomados a un pretil que les llegaba por la cintura, y más allá...
Se desplegaba una impresionante vista de Agriont. Un mosaico de muros blancos, de tejados grises, de ventanas resplandecientes, de verdes jardines. No estaban ni mucho menos en la cúspide de la Casa del Creador, sólo en uno de los tejados más bajos, encima de la entrada, pero aun así la altura era de vértigo. Jezal reconoció el destartalado edificio de la Universidad, la brillante cúpula de la Rotonda de los Lores, la mole compacta del Pabellón de los Interrogatorios. También se veía la Plaza de los Mariscales, con un cuenco de gradas de madera entre los edificios. Incluso le pareció distinguir en su centro el minúsculo resplandor amarillo del círculo de esgrima. Más allá de la ciudadela, la masa grisácea de la ciudad, ceñida por sus blancas murallas y por el centelleante foso, se extendía bajo un cielo encapotado hasta la orilla del mar.
Jezal reía con una mezcla de incredulidad y placer. Comparado con aquello, la Torre de las Cadenas era una mísera escalera de mano. Se encontraba tan por encima del resto del mundo que le parecía como si todo estuviera inmóvil, como si el tiempo se hubiera detenido. Se sentía un auténtico rey. Nadie, desde hacía centenares de años, había contemplado aquella vista. Se sentía un ser descomunal, grandioso, infinitamente más importante que las diminutas personas que debían de habitar y trabajar en los pequeños edificios que se veían allí abajo. Se volvió y miró a Glokta, pero el tullido no sonreía. De hecho, se le veía más pálido que nunca. Contemplaba la ciudad de juguete con una mirada torva y su ojo izquierdo palpitaba nervioso.
—¿Le asustan las alturas? —dijo entre risas Jezal.
Glokta volvió hacia él su rostro lívido.
—No había escalones. ¡Hemos llegado hasta aquí sin tener que subir ni un solo escalón! —la sonrisa comenzó a borrarse del semblante de Jezal—. Ni un solo escalón, ¿lo entiende? ¿Cómo es posible? ¿Cómo? ¡Dígamelo!