La voz de las espadas (34 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La voz de las espadas
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Pienegro, sosteniendo con una mano el mango del hacha y apoyando la otra en una rodilla, espoleó suavemente a su caballo y lo hizo avanzar sin molestarse siquiera en coger las riendas. Era un consumado jinete, de reconocida fama. Algo nada raro en un hombre que había perdido todos los dedos de un pie a causa del frío. Cabalgar es más rápido que andar, eso está claro, aunque Logen prefería combatir con los pies apoyados firmemente en el suelo.

—Será mejor que vengáis con nosotros —dijo el viejo guerrero—, mucho mejor.

Logen, desde luego, no era de la misma opinión, pero las circunstancias no podían serle más desfavorables. Puede que Bayaz estuviera en lo cierto cuando decía que las espadas tenían voz, pero para desmontar a un jinete no hay nada mejor que una lanza, y tenía cuatro muy cerca de él. Estaba atrapado: le superaban en número, le habían cogido con la guardia bajada y con las herramientas menos idóneas para la tarea. Daba igual. Había que ganar tiempo y confiar en que se presentara una circunstancia más propicia. Logen se aclaró la garganta y procuró que su voz no reflejara el miedo que sentía.

—Jamás habría pensado que alguien como tú, Pienegro, haría las paces con Bethod.

El viejo guerrero se rascó su enmarañada barba.

—A decir verdad, fui uno de los últimos, pero al final tuve que hincar la rodilla, igual que todos los demás. Mentiría si dijera que me gusto hacerlo, pero así son las cosas. Mejor será que me des tu acero, Nuevededos.

—¿Qué fue del Viejo Yawl? ¿No pretenderás hacerme creer que él también se ha sometido a Bethod? ¿No será que encontraste un señor que te agradaba más?

La reprensión no pareció afectar a Pienegro. Simplemente se le veía triste y cansado.

—Yawl está muerto, bien lo sabes. Casi todos lo están. Bethod no me agrada en absoluto como señor, ni tampoco sus hijos. A ningún hombre puede agradarle tener que lamer el fofo culo de Scale ni el culo huesudo de Calder, deberías saberlo. Venga, entrégame de una vez esa espada, estamos perdiendo un tiempo precioso y tenemos un largo camino por delante. Podemos seguir hablando igual de bien cuando estés desarmado.

—¿Yawl ha muerto?

—Así es —dijo con recelo Pienegro—. Desafió a Bethod a un duelo. ¿No te enteraste? El Temible combatió en su nombre.

—¿El Temible?

—¿Dónde has estado todo este tiempo, metido dentro de una montaña?

—Más o menos. ¿Quién es el Temible ese?

—No sé quién es ni lo que es —Pienegro se inclinó sobre la silla y lanzó un escupitajo al suelo—. Hay quien dice que ni siquiera es humano. Cuentan que esa perra, Caurib, lo desenterró de debajo de una colina. ¿Quién sabe? En todo caso, es el nuevo campeón de Bethod, y resulta bastante más terrible que el anterior, dicho sea sin ánimo de ofender.

—No es ninguna ofensa —dijo Logen. El hombre que no tenía cuello se había acercado un poco más. Tal vez demasiado: la punta de su lanza se encontraba suspendida en el aire a sólo medio metro de él. Lo bastante cerca para que Logen pudiera agarrarla. Con un poco de suerte—. El Viejo Yawl era un gran guerrero.

—Cierto. Por eso le seguíamos. Pero no le sirvió de nada. El Temible lo machacó. Lo machacó brutalmente, como si fuera un simple perro. Aunque lo dejó con vida, si es que a eso se le puede llamar vida, para que los demás aprendiéramos la lección. De todas formas, poco después murió. La mayoría de nosotros doblamos la rodilla entonces, todos los que teníamos mujeres e hijos en los que pensar. No tenía sentido postergarlo. Arriba en las montañas aún quedan unos cuantos que se niegan a someterse a Bethod. Ese loco adorador de la luna de Crummock-i-Phail y sus montaraces, y algunos otros más. Pocos, en cualquier caso. Y para esos pocos Bethod ya tiene trazado un plan —Pienegro alargó una de sus callosas manazas—. Será mejor que me des esa espada, Sanguinario. Sólo con la mano izquierda, si no te importa, lento lentísimo y sin trucos. Será mucho mejor.

Ya estaba. El tiempo se había agotado. Logen rodeó la empuñadura con tres dedos de la mano izquierda y sintió en la palma de la mano el tacto frío del metal. La lanza del grandullón se acercó un poco más. El alto, en cambio, parecía haber bajado un poco la guardia, pensando que ya le tenían en sus manos. No había forma de saber lo que estaban haciendo los dos de detrás. El deseo de echar un vistazo por encima del hombro era casi irresistible, pero Logen se sobrepuso y mantuvo la vista al frente.

—Siempre he sentido un gran respeto por ti, Nuevededos, aunque hayamos luchado en bandos opuestos. No tengo nada personal contra ti. Pero Bethod arde en deseos de vengarse, y yo he jurado servirle —Pienegro le miró a los ojos con una expresión de pesar—. Siento tener que ser yo. Puedes creerme.

—Lo mismo te digo —musitó Logen—. Yo también siento que tengas que ser tú —la espada iba saliendo lentamente de la vaina—. Puedes creerme —y desenvainando de golpe, estrelló el pomo de la espada contra la boca de Pienegro. El viejo guerrero lanzó un aullido cuando la roma pieza de metal le machacó los dientes, y se cayó de la silla hacia atrás soltando el hacha, que salió disparada y se estrelló contra el camino. Logen ya tenía agarrada el asta de la lanza del grandullón por encima de la hoja.

—Corre —le gritó a Quai, pero el aprendiz se limitó a devolverle la mirada parpadeando atónito. El hombre sin cuello dio un fuerte tirón de la lanza, y aunque estuvo a punto desmontar a Logen, su pulso se mantuvo firme. Se alzó apoyándose en los estribos y levantó la espada por encima de la cabeza. El tipo sin cuello abrió mucho los ojos, soltó una de las manos de la lanza y, en un movimiento instintivo, trató de protegerse con ella. Logen descargó la espada con todas sus fuerzas.

Le sorprendió que tuviera un filo tan cortante. Arrancó el brazo de su enemigo a la altura del codo y luego se la hundió en el hombro, atravesando las pieles y la cota de malla, y descendió hasta la boca del estómago partiéndole casi en dos. Una lluvia de sangre cayó al camino y salpicó la cara del caballo de Logen. La bestia estaba educada para la monta, pero no para el combate: se encabritó, se puso a caracolear y empezó a soltar coces aterrorizada. Logen no pudo hacer otra cosa que tratar de mantenerse encima de aquel bicho endemoniado. Por el rabillo del ojo vio cómo Bayaz daba un manotazo en la grupa a la montura de Quai, que acto seguido salía disparada con el aprendiz dando botes en la silla, seguida al galope por el caballo de carga.

Lo que vino luego fue un tumulto de bestias que caracoleaban y relinchaban, de metales que entrechocaban, de maldiciones y gritos. Una batalla. Un entorno bastante familiar, pero no por ello menos terrorífico. Mientras su caballo corcoveaba y se revolvía, Logen aferraba las riendas con la mano derecha y lanzaba molinetes con su espada, más para asustar a sus enemigos que con el propósito de infligirles algún daño. De un momento a otro esperaba sentir un golpe seco, al que seguiría el punzante dolor de una lanza que se le clavaba, luego el suelo ascendería hacia él y se estrellaría contra su cara.

Vio que Bayaz y Quai galopaban por el camino, seguidos muy de cerca por el jinete alto, que los perseguía con la lanza en ristre. Vio que Pienegro, escupiendo sangre por la boca, se ponía de pie y se apresuraba a recoger su hacha. Vio que los dos hombres que habían venido por detrás bregaban con sus encabritadas monturas mientras sus lanzas daban sacudidas en el aire. Vio que el cuerpo del enemigo al que acababa de matar, partido casi en dos, caía lentamente de la silla inundando de sangre el suelo embarrado.

Sintió una lanzada en la parte de atrás del hombro, soltó un chillido y a punto estuvo de salir despedido por encima de la cabeza de su caballo. Pero al instante se dio cuenta de que seguía con vida y que ahora estaba enfilado hacia el camino. Clavó las espuelas en las ijadas del animal y el caballo salió disparado, arrojando barro con las pezuñas sobre los rostros de los hombres que tenía detrás. Se cambió la espada a la mano derecha y, al hacerlo, casi se le sueltan las riendas y da con sus huesos en el suelo. Encogió el hombro, no parecía que la herida fuera muy profunda: aún podía mover el brazo.

—Sigo vivo, sigo vivo —el camino pasaba como una exhalación por debajo y el viento le azotaba los ojos. Le estaba ganando terreno al jinete alto: los trapos que cubrían las pezuñas de su caballo resbalaban en el barro y le impedían ir demasiado deprisa. Logen agarró con fuerza la empuñadura de la espada y la alzó. Su enemigo volvió de golpe la cabeza, pero ya era demasiado tarde. La espada impactó contra el metal del casco con un ruido hueco y lo hendió profundamente haciendo caer al hombre del caballo. Uno de sus pies seguía enganchado al estribo, se golpeó la cabeza contra el suelo, quedó suelto y rodó por la hierba con los brazos y las piernas desmadejados. El caballo sin jinete siguió galopando y cuando Logen lo adelantó le miró con los ojos desorbitados de espanto.

—Sigo vivo —Logen volvió la vista atrás. Pienegro había vuelto a montar y le perseguía al galope, agitando el hacha por encima de la cabeza y con sus cabellos ensortijados ondeando al viento. Los otros dos lanceros venían detrás aguijoneando sus monturas, pero aún les llevaba bastante ventaja. Logen soltó una carcajada. Parece que iba a lograrlo. Justo antes de internarse en un bosque que había al fondo del valle, se despidió de Pienegro agitando su espada.

—¡Sigo vivo! —dijo a voz en grito, pero, de pronto, su caballo se paró en seco y estuvo a punto de salir despedido por encima de su cabeza. Sólo lanzando un brazo alrededor del cuello de la bestia logró que no le descabalgara. En cuanto volvió a caer sobre la silla se percató de lo que pasaba, y era algo bastante serio.

Atravesados en medio del camino había varios troncos con las ramas cortadas y los muñones afilados como pinchos apuntando en todas direcciones. Delante había otros dos Caris enfundados en sendas cotas de malla y con las lanzas en posición de combate. Ni siquiera el mejor de los jinetes habría podido salvar una barrera como ésa, y Logen, desde luego, no era el mejor de los jinetes. Bayaz y su aprendiz parecían haber llegado a la misma conclusión. Estaban sentados muy quietos sobre las sillas de montar delante de la barrera, el anciano con cara de desconcierto y el joven asustado sin más.

Logen acarició con los dedos la empuñadura de su espada y miró a su alrededor buscando desesperadamente alguna vía de escape entre los árboles. Entonces vio que había más hombres. Arqueros. Primero uno, luego dos, después otros tres más. Avanzaban cautamente a ambos lados del camino, con las flechas en los arcos y las cuerdas tensadas.

Logen se volvió en la silla, pero Pienegro y sus dos compañeros se acercaban al trote: no había forma de escapar por ahí. Cuando se encontraron a unas cuantas zancadas, tiraron de las riendas para mantenerse fuera del alcance de su espada. Logen dejó caer los hombros. La caza había terminado. Pienegro se inclinó hacia delante y lanzó un escupitajo sanguinolento al suelo.

—Muy bien, Sanguinario, hasta aquí has llegado.

—Tiene gracia —masculló Logen, mirando las motas de sangre que salpicaban la hoja gris de su espada—. Después de haberme pasado tanto tiempo luchando contra ti a las órdenes de Bethod, ahora resulta que eres tú quien está a sus órdenes y lucha conmigo. Tiene gracia.

—Mucha gracia, sí —rezongó Pienegro con los labios ensangrentados. Pero nadie se rió. Pienegro y sus Caris le contemplaban con semblante fúnebre. Y Quai parecía estar a punto de ponerse a llorar. Sólo Bayaz, por alguna razón incomprensible, mantenía su buen humor de siempre—. Muy bien, Nuevededos, baja del caballo. Bethod te quiere vivo, pero si no hay más remedio también te aceptará muerto. ¡He dicho que bajes!

Logen sopesó mentalmente las posibilidades que tendrían de escapar una vez que se hubieran rendido. No era fácil que Pienegro cometiera un error una vez que los tuviera en sus manos. Lo más probable es que si intentaba algo después de la guerra que les había dado, le reventaran a patadas hasta dejarle medio muerto; eso si es que no le arrancaban las rótulas. Los atarían a todos como si fueran un hatajo de pollos listos para el matadero. Se imaginó tirado en un suelo de piedra, con el cuerpo rodeado por una cadena kilométrica, mientras Bethod le contemplaba sonriente desde lo alto de su trono y Calder y Scale se entretenían aguijoneándole con algún objeto punzante.

Logen echó un vistazo alrededor. Miró las frías puntas de las flechas, las frías puntas de las lanzas, los fríos ojos de los hombres que les apuntaban con ellas. No había manera de escapar de ese pequeño trozo de tierra.

—De acuerdo, tú ganas —Logen arrojó la espada al suelo con la punta por delante. Se había hecho la idea de que se clavaría en la tierra y se quedaría de pie oscilando levemente, pero, en lugar de ello, se volteó en el aire y se estrelló contra el suelo. Estaba visto que no era su día. Pasó lentamente una pierna sobre la silla y resbaló hasta el suelo.

—Así está mejor. Ahora los demás —Quai bajó de inmediato del caballo y se quedó mirando con gesto nervioso a Bayaz; pero el Mago no se movió. Pienegro frunció el ceño y alzó su hacha—. Usted también, viejo.

—Prefiero ir a caballo —Logen hizo una mueca de dolor. No era eso lo que suponía que tenía que responder. De un momento a otro, Pienegro daría las órdenes pertinentes. Las cuerdas de los arcos cantarían y el Primero de los Magos caería a tierra con el cuerpo acribillado a flechazos y muy probablemente con su enervante sonrisa congelada en su rostro de difunto.

Pero las órdenes no llegaron nunca. No se oyó ninguna voz de mando, tampoco un extraño conjuro, ni siquiera un gesto misterioso. El aire que rodeaba los hombros de Bayaz pareció titilar, como el aire sobre la tierra en un día caluroso, y Logen sintió de pronto una extraña sacudida en las entrañas.

Entonces se oyó un estallido, y un abrasador muro de llamas blancas se alzó entre los árboles. Los troncos reventaron, las ramas se resquebrajaron con ensordecedores crujidos, arrojando al aire brillantes llamaradas y nubes de vapor hirviendo. Una flecha en llamas pasó volando por encima de la cabeza de Logen y, un segundo después, los arqueros habían desaparecido, escaldados en aquel horno infernal.

Logen jadeaba al borde de la asfixia mientras se cubría el rostro con el brazo para tratar de protegerse de aquel calor abrasador y retrocedía aterrorizado. La barricada escupía lenguas de fuego y cegadoras chispas, y los dos hombres que la custodiaban rodaban por el suelo convertidos en antorchas humanas, profiriendo unos gritos que el ensordecedor estruendo hacía inaudibles.

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