—¡Y que lo diga! —soltó Lord Isher con gesto desdeñoso mientras se revolvía en su asiento de la primera fila.
Hoff le lanzó una mirada asesina.
—¡Solicito la comparecencia de alguien que sí lo está! Mi colega del Consejo Cerrado, el Archilector Sult.
—¡El Consejo Abierto concede la palabra al Archilector Sult! —tronó el Heraldo. Tras descender garbosamente los escalones del estrado, el jefe de la Inquisición se situó en el enlosado y dirigió una seductora sonrisa a los rostros que se volvían indignados hacia él.
—Milores —comenzó a decir con voz lenta y melodiosa, acompañando sus palabras con gráciles movimientos de las manos—, durante estos últimos siete años, desde que tuvo lugar nuestra gloriosa victoria en la guerra contra Gurkhul, el honorable Gremio de los Sederos ha gozado en exclusiva de la licencia para comerciar en la ciudad de Westport.
—¡Y han hecho un trabajo excelente! —exclamó Lord Heugen.
—¡Gracias a ellos ganamos la guerra! —gruñó Barezin descargando un puñetazo en el escaño de al lado.
—¡Un trabajo excelente!
—¡Excelente! —exclamaron varias voces más.
El Archilector asentía con la cabeza, aguardando a que cesara el tumulto.
—Desde luego —dijo dando unos pasos de bailarín al son de las plumas que registraban sus palabras—. No pretendo negarlo. Un trabajo excelente, en efecto —de pronto se volvió en redondo, haciendo revolotear los faldones de su toga, y su rostro se contrajo en una mueca de rabia—. ¡Un excelente trabajo a la hora de evadir los tributos de la Corona! —bramó. Sus palabras fueron recibidas con una exclamación colectiva de estupor.
—¡Un excelente trabajo a la hora de transgredir las leyes de la Corona! —las expresiones de estupor se redoblaron—. ¡Un excelente trabajo de alta traición! —se levantó una tempestad de protestas, se alzaban numerosos puños, se arrojaban papeles al suelo. Una sucesión de rostros lívidos miraban hacia abajo desde la galería, y, otros, enrojecidos, despotricaban y bramaban desde los escaños situados frente a la mesa presidencial. Jezal miraba a uno y otro lado, preguntándose si no le habrían engañado sus oídos.
—¡Cómo se atreve, Sult! —le gritó Lord Brock al Archilector, que subía los peldaños que conducían al estrado con una sonrisa en los labios.
—¡Exigimos pruebas! —aulló Lord Heugen—. ¡Exigimos justicia!
—¡La justicia del Rey! —se gritaba desde las filas de atrás.
—¡Tiene que presentar pruebas! —bramó Isher mientras el tumulto empezaba a remitir.
El Archilector se echó para atrás su toga para sentarse y su delicado tejido blanco se hinchó en torno a él.
—¡No es otra nuestra intención, Lord Isher!
El pesado cerrojo de una pequeña puerta lateral se descorrió con un resonante estrépito. La sala se llenó con el rumor de los Lores y apoderados que se giraban, se levantaban y se adelantaban para ver qué era lo que pasaba. En su afán por ver qué estaba ocurriendo, el público de la galería se inclinaba peligrosamente sobre la barandilla. De pronto, el hemiciclo quedó sumido en un profundo silencio. Jezal tragó saliva. Desde el otro lado de la puerta llegaban unos chirridos y tintineos mezclados con un ruido de pasos, y, un instante después, un insólito y siniestro cortejo surgía de la oscuridad.
Sand dan Glokta fue el primero en aparecer. Caminaba con su habitual cojera, descargando su peso en el bastón, pero llevaba la cabeza alta y una sonrisa deforme y desdentada iluminaba su rostro vacío. Detrás venían tres hombres, encadenados entre sí por las manos, que arrastraban los pies por el suelo mientras avanzaban hacia la mesa presidencial emitiendo un leve tintineo. Llevaban las cabezas rapadas y vestían estameñas pardas. La vestimenta de los penitentes. De los traidores confesos.
El primer preso se chupaba los labios y miraba a uno y otro lado con una expresión de pavor. El segundo, más bajo y más grueso, arrastraba la pierna izquierda y avanzaba a trompicones con el tronco echado hacia delante y la boca abierta. Jezal vio cómo un hilillo rosáceo de babas se desprendía de sus labios y caía al enlosado. El tercero, un hombre extremadamente delgado y con profundas ojeras, no paraba de parpadear mientras miraba con parsimonia a su alrededor sin que sus ojos parecieran captar nada de lo que veía. Jezal reconoció de inmediato al hombre que venía detrás de los tres presos: era el gigante albino que se había encontrado una noche en la calle. Preso de una súbita sensación de frío e inquietud, Jezal se balanceó sobre uno y otro pie para aliviar la tensión.
Ahora ya estaba claro cuál era el propósito de aquel banco. Los tres prisioneros se dejaron caer en él, y el albino se arrodilló y fue amarrando los grilletes a la barra que había a lo largo de la base. La cámara seguía la operación en absoluto silencio. Todos los ojos estaban clavados en el Inquisidor tullido y en sus tres prisioneros.
—Hace ya unos cuantos meses que iniciamos nuestras pesquisas —dijo el Archilector inmensamente complacido de haber conseguido captar la atención de todos los presentes—. En principio parecía una cuestión rutinaria, un simple caso de irregularidades contables, no les aburriré con los detalles —y dirigiéndose con una sonrisa a Brock, Isher y Barezin, añadió—: No ignoro que son ustedes unos hombres muy ocupados. ¿Quién hubiera pensado entonces que un asunto tan insignificante iba a conducirnos hasta aquí? ¿Quién iba a suponer que la traición había echado unas raíces tan profundas?
—Bien, bien —dijo con impaciencia el Lord Chambelán, mirando por encima de su copa—. Inquisidor Glokta, tiene usted la palabra.
El Heraldo golpeó con el bastón las losas del suelo.
—¡El Consejo Abierto de La Unión concede la palabra a Sand dan Glokta, Inquisidor Exento!
Apoyado en su bastón en medio del enlosado y sin dar ninguna muestra de emoción pese a la trascendencia del momento, el tullido aguardó cortésmente a que cesara el rasguear de las plumas de los secretarios.
—Póngase en pie y vuélvase hacia el Consejo Abierto —dijo dirigiéndose al primer prisionero.
El aterrorizado preso se levantó de un salto, haciendo repicar sus cadenas, y, tras humedecerse los labios, miró con los ojos muy abiertos a los Lores de la primera fila.
—Diga su nombre —exigió Glokta.
—Salem Rews.
A Jezal se le hizo un nudo en la garganta. ¿Salem Rews? ¡Él conocía a ese hombre! ¡Su padre había tenido negocios con él en el pasado, y en tiempos había visitado con frecuencia su finca! El espanto de Jezal crecía por momentos mientras estudiaba al aterrorizado traidor de cabeza rapada. Le vino a la mente la figura rellena y bien vestida de un mercader que siempre tenía un chiste en la boca. Era él, no cabía duda. Sus miradas se cruzaron un instante, y Jezal, angustiado, desvió la vista. ¡Su padre había charlado con ese hombre en el salón de su casa! ¡Le había estrechado la mano! Un cargo de alta traición era como una enfermedad contagiosa: ¡se podía contraer por el simple hecho de compartir la misma habitación con un infectado! Sus ojos se veían arrastrados una y otra vez hacia ese rostro familiar e irreconocible a un tiempo. ¿Cómo se le había podido ocurrir al muy hijo de puta ser un traidor?
—¿Es usted un miembro del honorable Gremio de los Sederos? —prosiguió Glokta pronunciando con cierto retintín la palabra «honorable».
—Lo fui —musitó Rews.
—¿Cuál era su función dentro del Gremio? —el sedero rapado lanzó una mirada desesperada a su alrededor—. ¿Su función? —inquirió Glokta con tono amenazante.
—¡Conspirar para defraudar a la Hacienda del Rey! —gritó el mercader retorciéndose las manos. Una oleada de conmoción se expandió por la sala. Jezal ingirió un trago de saliva amarga y vio a Sult dirigir una sonrisa de suficiencia al Juez Marovia. El rostro del anciano permanecía impasible, pero sus puños estaban apretados sobre la mesa—. ¡Me acuso de haber cometido traición! ¡Por dinero! He hecho contrabando, he sobornado, he mentido... ¡todos hacíamos lo mismo!
—¡Todos hacían lo mismo! —Glokta se volvió hacia la asamblea con una sonrisa siniestra—. Y a aquellos de ustedes que alberguen alguna duda, les diré que tenemos libros de cuentas, documentos, cifras. Ocupan una sala entera del Pabellón de los Interrogatorios. Una sala llena de secretos, culpas, mentiras —sacudió lentamente la cabeza—. Una lectura nada edificante, se lo puedo asegurar.
—¡No tuve más remedio que hacerlo! —chilló Rews—. ¡Me obligaron! ¡No tenía elección!
El Inquisidor tullido frunció el ceño sin dejar de mirar a su público.
—Por supuesto que le obligaron. No ignoramos que usted no era más que un ladrillo de esa inmensa mansión de la infamia. Hace poco atentaron contra su vida, ¿no es así?
—¡Me intentaron asesinar!
—¿Quién?
—¡Ese hombre! —gimió Rews con voz quebrada señalando con un dedo tembloroso al prisionero que tenía a su lado, mientras trataba de alejarse de él todo lo que le permitían las cadenas—. ¡Fue él! ¡Él! —los grilletes cascabeleaban mientras agitaba el brazo y escupía saliva por la boca. De nuevo arreciaron las voces de indignación en la sala, esta vez con mayor intensidad aún. Jezal vio que el prisionero de en medio inclinaba la cabeza y luego se desplomaba hacia un lado, pero, al instante, el monstruoso albino lo agarró y volvió a enderezarlo.
—¡Despierte, maese Carpi! —gritó Glokta. El preso alzó lentamente la cabeza. Era un rostro desconocido, extrañamente hinchado y con la piel picada de viruelas. Jezal, asqueado, advirtió que, al igual que a Glokta, le faltaban los cuatro dientes de delante.
—Es usted natural de Talins, en Estiria, ¿no es así? —el hombre asintió bajando lentamente la cabeza con un gesto maquinal, como si estuviera adormilado—. Es usted un asesino a sueldo, ¿me equivoco? —volvió a asentir—. ¿No es cierto que le contrataron para que asesinara a diez subditos de Su Majestad, entre ellos, al traidor confeso Salem Rews? —de la nariz del prisionero brotó un hilo de sangre y sus ojos se pusieron en blanco. El albino le cogió del hombro, le dio una sacudida y el hombre volvió en sí y asintió mecánicamente— ¿Qué ha sido de los otros nueve? —silencio—. Los mató usted, ¿no es cierto? —al bajar de nuevo la cabeza, el cuello del prisionero produjo un extraño chasquido.
Glokta recorrió con expresión ceñuda los rostros absortos de los consejeros.
—Villem dan Robb, oficial de aduanas, un tajo de oreja a oreja —se pasó un dedo por el cuello y una mujer de la galería soltó un chillido—. Solimo Scandi, sedero, cuatro puñaladas en la espalda —alzó cuatro dedos y luego se los hundió en el vientre, imitando el gesto de alguien que fuera a vomitar—, y así hasta completar una sangrienta nómina. Todos ellos fueron asesinados con el único objetivo de obtener mayores beneficios. ¿Quién le contrató?
—Él —graznó el asesino, girando su rostro abotargado para mirar al tipo de rostro demacrado y ojos vidriosos que se encontraba semidesplomado sobre el banco, ajeno a todo lo que le rodeaba.
El bastón de Glokta resonó en la sala mientras se acercaba renqueando al prisionero.
—¿Cuál es su nombre?
El prisionero levantó la cabeza de golpe y sus ojos se clavaron en el semblante contraído del Inquisidor:
—¡Gofred Hornlach! —respondió de inmediato con voz chillona.
—¿Es usted un miembro destacado del Gremio de los Sederos?
—¡Sí! —ladró mientras parpadeaba mirando a Glokta con gesto obnubilado.
—¿Uno de los adjuntos del Maestre Kault, de hecho?
—¡Sí!
—¿Ha conspirado junto con otros Sederos para defraudar a la Hacienda de Su Majestad el Rey? ¿Contrató a un asesino con el expreso propósito de que acabara con la vida de diez súbditos de Su Majestad?
—¡Sí! ¡Sí!
—¿Por qué lo hizo?
—Teníamos miedo de que se fueran de la lengua... de que contaran lo que sabían... lo que sabían de... lo que... —los ojos vacíos de Hornlach se desviaron hacia una de las vidrieras. Poco a poco su boca dejó de moverse.
—¿Lo que sabían de...? —le apuntó el Inquisidor.
—i... de las traicioneras maquinaciones del Gremio! —el sedero se trabó—. ¡De nuestras traiciones! De las maquinaciones del Gremio... de nuestras traiciones...
Glokta le interrumpió bruscamente:
—¿Actuaba en solitario?
—¡No! ¡No!
El Inquisidor dio un golpe en el suelo con el bastón y se inclinó hacia él.
—¿Quién daba las órdenes? —siseó.
—¡El Maestre Kault! —gritó al instante Hornlach—. ¡Él dio las órdenes! —la concurrencia contuvo el aliento. La sonrisa suficiente del Archilector Sult se acentuó— ¡Fue idea del Maestre! —las plumas rasgaban implacables el papel—. ¡Fue Kault! ¡Él dio las órdenes! ¡Todas las órdenes! ¡El Maestre Kault!
—Gracias, eso es todo, Maese Hornlach.
—¡El Maestre! ¡Él dio las órdenes! ¡El Maestre Kault! ¡Kault! ¡Kault! ¡Kault!
—¡Ya es suficiente! —le espetó Glokta. El prisionero se calló de golpe. La sala entera permanecía en suspenso.
El Archilector Sult alzó un brazo y señaló a los tres prisioneros.
—¡Milores, ahí tienen las pruebas que solicitaban!
—¡Esto es una farsa! —bramó Lord Brock poniéndose de pie de un salto—. ¡Una afrenta intolerable!
Pero pocas voces lo secundaron, y las que lo hicieron, no se mostraron excesivamente entusiastas. Especialmente elocuente fue el silencio de Lord Heugen, que parecía estar estudiando con sumo interés el espléndido cuero de sus zapatos. Barezin estaba tan encajonado en su escaño que parecía como si en apenas un minuto su tamaño se hubiera reducido a la mitad. Lord Isher miraba a la pared mientras jugueteaba distraídamente con su cadena de oro, como si el destino del Gremio de los Sederos hubiera perdido para él todo interés.
Brock apeló al propio Juez Supremo, que permanecía inmóvil en su asiento de la mesa presidencial.
—¡Lord Marovia, se lo ruego! ¡Usted es un hombre sensato! ¡No consienta que sigan adelante con esta parodia!
La sala aguardó expectante la respuesta del anciano magistrado. Marovia frunció el ceño y se acarició sus pobladas barbas. Luego miró al sonriente Archilector. Y se aclaró la garganta:
—No le quepa la menor duda de que comparto su pesadumbre, Lord Brock, pero tengo la impresión de que hoy no es el día de los hombres sensatos. El Consejo Cerrado ha examinado el caso y se ha dado por satisfecho. Tengo las manos atadas.
Brock abrió y cerró la boca degustando el amargo sabor de la derrota.
—¡Qué clase de justicia es ésta! —gritó volviéndose hacia sus pares—. ¡Es evidente que estos hombres han sido torturados!