Los caballos corcoveaban encabritados lanzando resoplidos de pavor. Pienegro cayó a tierra por segunda vez; su hacha en llamas se le escapó de las manos, y su caballo se tambaleó, dio unos traspiés y se le derrumbó encima. Uno de sus compañeros tuvo peor suerte, su montura le arrojó directamente a la cortina de llamas que se abría a un lado del camino y sus gritos de desesperación se cortaron en seco. En pie sólo quedaba un jinete, que, para su fortuna, llevaba guantes. Por puro milagro, seguía empuñando el asta en llamas de su lanza.
Cómo pudo tener la presencia de ánimo suficiente para lanzarse a la carga mientras el mundo ardía a su alrededor, es algo que Logen no llegaría a saber nunca. En medio del fragor del combate suelen ocurrir cosas extrañas. Tomó como blanco a Quai, y, soltando un gruñido, se lanzó contra él, apuntándole al pecho con su lanza de fuego. El aterrorizado aprendiz se quedó clavado en el sitio. Logen salió disparado hacia él con la espada en alto y, de un empujón, envió al aprendiz rodando por el camino con la cabeza entre las manos, mientras asestaba un tajo brutal a las patas del caballo cuando pasaba como una exhalación a su lado.
El acero se le escapó de las manos y resbaló por el suelo, luego una pezuña le golpeó en el hombro herido y le derribó. Se le cortó el aliento y el paisaje en llamas giró vertiginoso a su alrededor. Pero su golpe había surtido efecto. Tras avanzar un poco más por el camino, las manos heridas del caballo cedieron: el animal se precipitó irremisiblemente hacia delante y, tras dar una voltereta, montura y jinete desaparecieron entre las llamas.
Logen palpó el suelo en busca de su espada. Oleadas de hojas crepitantes barrían el camino y se le clavaban en la cara y en las manos. El calor era como un enorme peso que le aplastaba, arrancándole sudor de la piel. Localizó la empuñadura ensangrentada de su arma y la aferró con sus dedos desgarrados. Tambaleándose, se levantó y empezó a dar tumbos mientras profería incomprensibles gritos de furia. Pero ya no quedaba nadie con quien luchar. Las llamas habían desaparecido con la misma rapidez con que surgieron, dejando a Logen tosiendo y parpadeando en medio de una maraña de humo.
Tras el estruendo anterior, aquel silencio resultaba sumamente espeso, y la leve brisa que soplaba parecía fría como el hielo. En un amplio perímetro, los árboles habían quedado reducidos a un montón de tocones destrozados y carbonizados, como si hubieran estado ardiendo varias horas. La barricada no era más que un montón gris de cenizas y astillas ennegrecidas. Junto a ella yacían achicharrados hasta los huesos dos bultos deformes a los que difícilmente cabía identificar como personas. Las hojas renegridas de sus lanzas estaban caídas en el suelo, pero de las astas no quedaba ni rastro. Tampoco de los arqueros. Eran pavesas desperdigadas por el viento. Quai estaba caído de bruces con la cabeza hundida entre las manos y, un poco más allá, desplomado sobre un costado, se encontraba el caballo de Pienegro: una de sus patas se estremecía en silencio, la otra permanecía inmóvil.
—Bueno —al oír la voz apagada de Bayaz, Logen pegó un respingo. Casi había dado por sentado que ya no volvería a oír ningún ruido—. Asunto concluido —el Primero de los Magos pasó una pierna por encima de la silla y desmontó. El caballo permaneció en su sitio, calmado, obediente. Durante todo aquel tiempo no se había movido de allí—. En fin, maese Quai, ¿ha visto lo que se puede llegar a hacer con un buen conocimiento de las plantas?
La voz de Bayaz sonaba tranquila, pero las manos le temblaban. Le temblaban convulsivamente. Se le veía demacrado, enfermo, viejo, como un hombre que llevara diez kilómetros tirando de un carro. Logen le miró fijamente mientras su cuerpo oscilaba de lado a lado y la espalda daba sacudidas en el aire colgada de una de sus manos.
—Así que esto es el Arte, ¿no? —su propia voz le sonó muy tenue, muy lejana.
Bayaz se pasó una mano por la cara para limpiarse el sudor.
—Una de sus variantes. Aunque no una de las más sutiles, a decir verdad. Claro que —añadió señalando con su bota uno de los cuerpos carbonizados— es una pérdida de tiempo emplear la sutileza con los norteños —hizo una mueca de asco, se frotó sus fatigados ojos y oteó el camino—. ¿Dónde demonios han ido a parar esos malditos caballos?
Logen oyó un quejido entrecortado que provenía de la montura caída de Pienegro. Avanzó hacia ella con paso inseguro, tropezó, cayó de rodillas, volvió a levantarse y siguió caminando a trompicones. El hombro le dolía horriblemente, el brazo izquierdo se le había quedado insensible y sus dedos estaban llenos de desgarrones y teñidos de sangre, pero el estado en que se encontraba Pienegro era aún peor. Mucho peor. Se sostenía apoyándose en sus codos, tenía las piernas aplastadas bajo el caballo hasta la altura de las caderas y sus manos eran dos muñones carbonizados. Una expresión de perplejidad asomaba en medio de su cara ensangrentada mientras pugnaba inútilmente por salir de debajo del caballo.
—¡Me has jodido vivo! —susurró contemplando con la boca abierta el estropicio de sus manos—. Estoy acabado. No saldré de ésta, y aunque lo hiciera, ¿de qué me serviría? —Pienegro soltó una risa desesperada—. La clemencia de Bethod es cosa del pasado. Será mejor que me mates ahora, antes de que empiece a doler. Mucho mejor —y luego se derrumbó sobre el suelo.
Logen miró a Bayaz, pero no encontró ninguna ayuda en él.
—Las curas no son lo mío —le espetó el mago, lanzando una ojeada al paisaje de tocones destrozados—. Ya le expliqué que solemos especializarnos —luego cerró los ojos y, apoyando las manos en las rodillas, se inclinó y respiró hondo.
Logen pensó en el suelo del salón de Bethod, en los dos príncipes carcajeándose y aguijoneando a su víctima.
—De acuerdo —murmuró, poniéndose de pie y levantando la espada—. De acuerdo.
Pienegro sonrió.
—Tenías razón, Nuevededos. Nunca debería haberme sometido a Bethod. Nunca. Me cago en él y en el cabrón del Temible. Habría sido mejor morir en las montañas, luchando hasta la última gota de sangre. Habría sido un hermoso final. Ya he tenido bastante. Me entiendes, ¿verdad?
—Te entiendo —musitó Logen—. Yo también he tenido bastante.
—Un hermoso final —dijo Pienegro alzando la vista hacia el cielo gris—. Ya he tenido bastante. Supongo que me lo he ganado. Es de justicia —luego alzó la barbilla—. Anda, muchacho, vamos allá.
Logen alzó la espada.
—Me alegro de que seas tú, Nuevededos —musitó Pienegro entre dientes—, puedes creerme.
—Yo no —Logen descargó la hoja de su espada.
Los tocones achicharrados seguían ardiendo lentamente, soltando unos anillos de humo que se elevaban hacia el cielo, pero ahora la temperatura era extremadamente fría. Logen tenía un regusto salado en la boca, como de sangre. Puede que en algún momento se hubiera mordido la lengua sin darse cuenta. O tal vez fuera la sangre de otro. Arrojó la espada, que rebotó en el suelo salpicando la tierra de motas rojas. Quai echó un vistazo alrededor e inmediatamente se dobló y vomitó junto al camino. Logen bajó la vista y contempló el cuerpo decapitado de Pienegro.
—Era un buen tipo. Bastante mejor que yo.
—La historia está repleta de cadáveres de buenos tipos —Bayaz se arrodilló trabajosamente, recogió la espada y limpió la hoja en la zamarra de Pienegro. Luego escudriñó el camino, tratando de vislumbrar algo en medio de la humareda—. Tenemos que ponernos en marcha. Puede que no tarden en llegar otros.
Logen se miraba sus manos ensangrentadas, dándoles una y otra vez la vuelta. Sí, eran sus manos, no había duda. Les faltaba un dedo.
—Nada ha cambiado —musitó.
Bayaz se irguió y se limpió el polvo de las rodillas.
—¿Es que alguna vez cambia algo? —el Mago tendió a Logen la espada por la empuñadura—. Me parece que va a seguir necesitándola.
Logen miró un instante la hoja de la espada. Estaba limpia, con el mismo color gris mate de siempre. A diferencia de él, el duro trabajo al que había sido sometida aquel día no había dejado en ella ninguna mella. No quería cogerla. Nunca más.
Pero la cogió.
«La vida, tal y como realmente es,
no consiste en una lucha entre lo bueno y lo malo,
sino entre lo malo y lo peor.»
JOSEPH BRODSKY
La punta de la pala se hincó en el suelo con el característico sonido que produce el metal al raspar la tierra. Un sonido que le era muy familiar. A pesar de la fuerza del impulso, no se hincó mucho, pues se trataba de un terreno pedregoso y endurecido por el sol.
Pero un suelo un poco duro no la iba a arredrar.
Había cavado infinidad de hoyos, incluso en terrenos bastante más difíciles de excavar que aquél.
Cuando el combate acaba, si sigues con vida, te pones a cavar. A cavar las tumbas de los camaradas muertos. Se merecen esa postrer muestra de respeto, aunque tal vez no se lo tuvieras en vida. Cavas todo lo hondo que te apetezca, luego los tiras dentro, les echas un poco de tierra encima, ellos se pudren y tú los olvidas. Siempre se ha hecho así.
Impulsó hacia arriba los hombros, y una paletada de suelo arenoso voló por los aires. Siguió con la mirada los terrones de tierra, las piedrecillas. Vio cómo se esparcían por el aire y luego caían sobre la cara de uno de los soldados. Uno de sus ojos pareció mirarla con un gesto de reproche. El otro estaba atravesado por una de las flechas que le había lanzado. Una pareja de moscas revoloteaba perezosamente en torno a su rostro. Para él no habría entierro, ella sólo cavaba tumbas para los suyos. Ése y los cabrones de sus amigos yacerían al aire bajo la despiadada luz del sol.
También los buitres tienen derecho a alimentarse.
La hoja de la pala silbó en el aire y volvió a hincarse en el suelo. Otro terrón salió dando vueltas. Se irguió y se limpió el sudor de la frente. Luego entrecerró los ojos y miró al cielo. El sol que ardía en lo alto absorbía cualquier vestigio de humedad que quedara en el polvoriento paisaje; la sangre que teñía las rocas comenzaba a secarse. Contempló las dos tumbas que tenía a su lado. Acabaría la que estaba excavando ahora, echaría un poco de tierra sobre esos tres idiotas, descansaría un instante y luego se largaría.
No tardarían en venir otros a buscarla.
Dejó la pala clavada en la tierra, cogió el odre y le quitó el tapón. Tomó un par de tragos de agua tibia e incluso se permitió el lujo de verter un chorrito en sus palmas resecas para salpicarse la cara. Al menos, la prematura muerte de sus camaradas había puesto fin a las interminables peleas por el agua.
Ahora habría de sobra para seguir la marcha.
—Agua... —suspiró un soldado que yacía junto a las rocas. Era sorprendente, pero seguía vivo. No le había acertado en el corazón con su flecha, pero daba igual, lo había matado, sólo que no tan rápido como ella había pretendido. Había conseguido arrastrarse hasta las rocas, pero sus días de bestia reptante habían tocado a su fin. Las piedras que le rodeaban ya estaban cubiertas por una oscura capa de sangre. Por mucho aguante que tuviera, el calor y la flecha no tardarían en dar cuenta de él.
Ella no tenía sed, pero había agua de sobra y no iba a poder cargar con toda. Tomó un par de tragos más, y dejó que rebosaran en su boca y le chorrearan por el cuello. Todo un lujo desperdiciar así el agua en aquellas estepas yermas. Una brillante llovizna de gotas oscureció la tierra reseca. Luego se echó un poco más de agua en la cara, se relamió los labios y miró al soldado.
—Por piedad... —gimió. Tenía una mano apretada junto a la flecha que le sobresalía del pecho y la otra tendida débilmente hacia ella.
—¿Piedad? ¡Ja! —volvió a poner el tapón en el odre y lo tiró junto a la tumba— ¿Es que no sabes quién soy? —volvió a agarrar el mango de la pala e hincó la punta en el suelo.
—¡Ferro Maljinn! —dijo una voz a sus espaldas— ¡Yo sí sé quién eres!
Una nueva e inoportuna complicación.
Mientras volvía a alzar la pala su mente trabajaba a toda velocidad. Desde allí no podía alcanzar el arco, lo había dejado tirado junto a la primera tumba que había excavado. Lanzó una paletada de tierra. Aquella presencia invisible le provocaba una especie de comezón en sus hombros sudorosos. Echó un vistazo al soldado moribundo. Miraba a un determinado punto a espaldas de ella, y eso le permitió hacerse una idea bastante aproximada de dónde se encontraba su nuevo adversario.
Hincó de nuevo la punta de la pala y, de pronto, la soltó, saltó fuera del hoyo, rodó por el suelo, agarró el arco, le metió una flecha y, de un solo movimiento, tensó la cuerda. De pie, a unas diez zancadas, había un anciano. No se movía, no llevaba armas. Simplemente estaba ahí quieto mirándola con una expresión benévola.
La flecha salió disparada.
Pocas personas podían presumir de ser tan letales como Ferro con un arco en las manos. Los diez soldados muertos bien podrían haberlo corroborado, de haber estado en condiciones de hacerlo. Seis de ellos tenían sus flechas clavadas, y en ese combate no había fallado ni una sola vez. Que ella recordara, por más rápido que hubiera tenido que disparar, jamás había fallado en las distancias cortas, y había matado hombres que se encontraban diez veces más lejos que aquel viejo de mierda.
Pero esta vez falló.
Pareció como si la flecha se desviara de su trayectoria mientras surcaba el aire. Una pluma en mal estado, tal vez, pero aun así resultaba bastante raro. El anciano no se movió ni un ápice. Permaneció sonriendo en su sitio mientras la flecha le pasaba rozando y luego se perdía por la ladera de la colina.
Eso concedió a todos un tiempo para reconsiderar la situación.
Un tipo raro, el anciano aquel. Tenía la piel muy oscura, negra como el carbón, eso significaba que provenía del lejano sur, más allá del vasto y desolado desierto de arena. No era un viaje que se pudiera tomar a la ligera, y rara vez había visto Ferro a alguien que viniera de allí. Alto, flaco, de brazos largos, nervudos, y por todo vestido una simple sarga. En los brazos llevaba unos extraños brazaletes que le cubrían desde las muñecas hasta la mitad de los antebrazos. Refulgían bajo la intensa luz solar emitiendo unos destellos de tonalidades claras y oscuras.
El cabello le caía por la cara formando un amasijo de cordeles grises, algunos de los cuales le llegaban casi hasta la cintura, y sus afiladas mandíbulas estaban recubiertas por una barba gris corta. Llevaba un odre de buen tamaño cruzado sobre el pecho y se ceñía con un cinturón del que colgaban varias bolsas de cuero. Eso era todo. Ni rastro de armas. Muy raro en una persona que vagaba por aquellas tierras desérticas. Las únicas gentes que se internaban en aquel lugar dejado de la mano de Dios eran los fugitivos y sus perseguidores. Y tanto los unos como los otros iban siempre armados hasta los dientes.