—No me sople:
Los Principios del Arte
de Juvens.
—Las primeras líneas —dijo Bayaz.
—Siento decírselo, pero llevo más de treinta años en este mundo y aún no he conseguido comprender ni una sola cosa de las que he visto. ¿Comprender el mundo en su totalidad? ¿Comprenderlo todo? ¡Qué clase de tarea es ésa!
El Mago soltó una carcajada.
—Una tarea imposible, sin duda. El simple hecho de conocer y entender a fondo una brizna de hierba puede llevar toda una vida, y, por si fuera poco, el mundo está en perpetuo cambio. Por eso solemos especializarnos.
—¿Y qué eligió usted?
—El fuego —dijo Bayaz mientras miraba con gesto satisfecho las llamas, que bailoteaban reflejadas en su monda cabeza—. El fuego, la fuerza, la voluntad. Pero incluso dentro de mi especialidad, a pesar de los largos años de estudio, sigo siendo un principiante. Cuanto más se aprende, más cuenta se da uno de lo poco que sabe. Aun así, el propio esfuerzo compensa. Al fin y al cabo, el conocimiento es la raíz de todo poder.
—¿Quiere eso decir que, con el conocimiento suficiente, ustedes los Magos pueden hacer cualquier cosa?
Bayaz frunció el ceño.
—Hay límites. Y reglas también.
—¿Como la Primera Ley? —maestro y aprendiz alzaron la vista al unísono— Está prohibido hablar con los demonios, ¿no es así? —Quai le miraba con los ojos muy abiertos, estaba claro que no recordaba su febril arrebato. Bayaz, por su parte, se limitó a entornar los ojos con un leve atisbo de suspicacia.
—Así es, en efecto —dijo el Primero de los Magos—. Está prohibido tocar directamente el Otro Lado. La Primera Ley es de cumplimiento obligatorio para todo el mundo. Como también lo es la Segunda.
—¿Qué es?
—La prohibición de comer carne humana.
Logen alzó una ceja.
—Ustedes los magos se dedican a unas cosas bastante raras.
Bayaz sonrió.
—Oh, si usted supiera —a continuación, se volvió hacia su aprendiz, sosteniendo en alto una bulbosa raíz de color marrón—. Veamos, maese Quai, tendría la amabilidad de decirme qué es esto.
Logen no pudo impedir que una sonrisa asomara a sus labios. Ésa la conocía.
—Vamos, vamos, maese Quai, no disponemos de todo el día.
Logen ya no pudo seguir aguantando más la desdicha del aprendiz. Haciendo que iba a atizar el fuego con un palo, se inclinó hacia él, tosió para tapar sus palabras y le susurró: «Botón de oro». Bayaz se encontraba algo alejado y el rumor del viento seguía sonando entre los árboles. Era imposible que el Mago le hubiera oído.
Quai interpretó muy bien su papel. Permaneció un rato observando la raíz con la frente arrugada.
—¿Podría tratarse de un botón de oro? —se aventuró a decir.
Bayaz parecía sorprendido.
—Pues, sí, eso es. Felicidades, Malacus. ¿Y podría decirme cuáles son sus usos?
Logen tosió de nuevo.
—Heridas —susurró tapándose la boca con una mano mientras contemplaba la maleza con gesto ausente. Tal vez no supiera mucho de plantas, pero en materia de heridas era todo un experto.
—Creo que es buena para las heridas —dijo lentamente Quai.
—Excelente, Maese Quai. Botón de oro era la respuesta correcta. Y, en efecto, es bueno para las heridas. Me alegro mucho de que después de todo vaya usted haciendo algunos progresos. Aunque no deja de ser curioso que haya empleado usted ese nombre. A esta planta sólo se la conoce con el nombre de botón de oro al norte de las montañas. Estoy seguro de que yo jamás se lo he enseñado. Me pregunto si no conocerá usted a alguien que provenga de esa parte del mundo —se volvió para mirar a Logen—. Dígame, maese Nuevededos, ¿se ha planteado alguna vez la posibilidad de dedicarse a las artes mágicas? —el Mago volvió a mirar a Quai y entornó los ojos—. Puede que dentro de no mucho vaya a quedar vacante un puesto de aprendiz.
Malacus agachó la cabeza.
—Lo siento, Maestro Bayaz.
—Más le vale. Tal vez no le importaría hacernos el favor de limpiar los cacharros. Puede que sea una tarea más acorde con sus habilidades.
Quai se quitó de mala gana la manta, recogió los cacharros sucios y, arrastrando los pies, se metió entre los arbustos para dirigirse al arroyo. Bayaz se inclinó sobre el cazo que tenían puesto al fuego y añadió unas hojas secas al agua hirviendo. El parpadeo de las llamas iluminó la parte inferior de su cara y el vapor se enroscó en torno a su calva. No se podía negar que en ese momento estaba muy en su papel.
—¿Qué es eso? —preguntó Logen mientras cogía su pipa—. ¿Algún tipo de conjuro? ¿Una poción? ¿Algún truco del Gran Arte?
—Es té.
—¿Eh?
—Las hojas de una planta que se toma hervida en agua. En Gurkhul lo tienen por un artículo de lujo —luego vertió la infusión en una taza— ¿Le apetece probarlo?
Logen lo husmeó desconfiado.
—Huele a pies.
—Allá usted —Bayaz sacudió la cabeza y se recostó junto al fuego, rodeando con ambas manos la taza humeante—. Pero se pierde uno de los regalos más grandes que la naturaleza ha concedido a los seres humanos —tomó un sorbo y chasqueó satisfecho los labios—. Relajante para la mente, vigorizante para el cuerpo. Hay pocos males que no se puedan sobrellevar con una buena taza de té.
Logen metió un trozo de chagga en la cazoleta de su pipa.
—¿Qué me dice de un hachazo en la cabeza?
—Bueno, ése debe de ser uno de esos pocos —reconoció sonriendo Bayaz—. Dígame, maese Nuevededos, ¿de dónde viene ese resentimiento que hay entre Bethod y usted? ¿No luchó a su lado en muchas ocasiones? ¿Por qué ese odio?
Logen dejó de dar caladas a la pipa y lanzó una bocanada de humo.
—Tenemos nuestras razones —dijo secamente. Las heridas de aquella época aún no habían cicatrizado. No le gustaba que nadie hurgara en ellas.
—Ah, las razones —Bayaz miró su taza de té—. ¿Y cuáles son las suyas? Porque el resentimiento es mutuo, ¿no es así?
—Tal vez.
—Pero usted está dispuesto a esperar, ¿no?
—No me queda más remedio.
—Hummm. Es usted muy paciente para ser un norteño.
Logen pensó en Bethod, en sus detestables hijos y en la gran cantidad de buenos hombres que habían matado para satisfacer su ambición. También en los hombres que él mismo había matado para que ellos pudieran satisfacer su ambición. Pensó en los Shanka, y en su propia familia, y en las ruinas de la aldea junto al mar. Pensó en todos sus amigos muertos. Sorbió entre dientes y clavó los ojos en el fuego.
—Ya saldé muchas cuentas en su momento, pero sólo sirvió para que surgieran otras nuevas. La venganza sienta muy bien, pero es un lujo. Ni te llena las tripas ni impide que te caiga encima la lluvia. Además, para poder enfrentarme a mis enemigos, necesitaría tener amigos, y a mí ya no me queda ninguno. Hay que ser realista. Hace tiempo que mis ambiciones se limitan a seguir vivo cada día.
Bayaz, con los ojos brillantes por el fuego, soltó una carcajada.
—¿Qué pasa? —preguntó Logen mientras le tendía la pipa.
—No se enfade, pero es que es usted una fuente inagotable de sorpresas. No se parece en nada a lo que yo esperaba. Es usted un auténtico acertijo.
—¿Yo?
—¡Oh, sí! El Sanguinario —susurró abriendo mucho los ojos—. Vaya una reputación más nefasta que tiene usted, amigo mío. ¡Todas esas historias que cuenta la gente! ¡Si hasta las madres las utilizan para asustar a sus niños! —Logen no abrió la boca. No había nada que rebatir. Bayaz dio un par de caladas a la pipa y luego lanzó una larga columna de humo— Últimamente he estado pensando bastante en el día en que el príncipe Calder nos hizo aquella visita.
Logen soltó un resoplido.
—Yo procuro no dedicarle demasiado tiempo a esas cosas.
—Yo también, pero lo que me interesó no fue el comportamiento de Calder, sino el suyo.
—¿Ah, sí? No recuerdo haber hecho nada de particular.
Desde el otro lado de la hoguera, Bayaz apuntó a Logen con la boquilla de la pipa.
—De eso se trata, precisamente. He conocido cantidad de guerreros: soldados, generales, campeones y no sé cuántas cosas más. Un gran guerrero debe actuar de forma rápida, decidida, ya sea con su arma o con el ejército que tenga a su mando, porque normalmente quien golpea primero, golpea dos veces. Por eso los guerreros acaban por fiarlo todo a sus instintos más primitivos, a reaccionar siempre de forma violenta, a volverse orgullosos, brutales —Bayaz devolvió la pipa a Logen—. Pero, diga lo que diga su leyenda, usted no es así.
—Conozco muchas personas que no compartirían esa opinión.
—Puede ser, pero el hecho es que, a pesar de que Calder le desairó, usted no hizo nada. Lo cual indica que sabe cuándo debe actuar, y actuar rápidamente, pero también sabe cuando no debe hacerlo. Eso demuestra que sabe contenerse y que posee una mente muy calculadora.
—Tal vez lo único que pasaba es que tenía miedo.
—¿De él? Oh, venga. No me pareció que tuviera usted miedo de Scale, que es bastante más preocupante. Y, por si eso fuera poco, caminó sesenta kilómetros con mi aprendiz cargado a la espalda, y eso demuestra que también posee valor y compasión. Una combinación muy poco común. Violencia y contención, cálculo y compasión... y, encima, habla con los espíritus.
Logen, sorprendido, alzó una ceja.
—No muy a menudo, y sólo cuando no tengo compañía. Su conversación es bastante aburrida y mucho menos halagadora que la suya.
—Ja. Eso es cierto. Los espíritus tienen poco que contarles a los hombres, o, al menos, eso tengo entendido, porque yo nunca he hablado con ellos; yo no poseo ese don. Hoy en día son muy pocos los que lo poseen —echó otro sorbo de té y miró a Logen por encima del borde de la taza—. Aparte de usted, ahora mismo no se me ocurre ningún otro que esté vivo.
Malacus, tiritando de frío, surgió a trompicones de entre los árboles y dejó los cacharros húmedos en el suelo. Luego agarró su manta, se envolvió en ella y miró esperanzado el cazo humeante que había en el fuego.
—¿Es eso té?
Bayaz ni se molestó en contestarle.
—Hay algo que me intriga, maese Nuevededos; desde que llegó a mi biblioteca no me ha preguntado ni una sola vez por qué envié por usted ni qué hacemos ahora deambulando por el Norte con gran riesgo para nuestras vidas. Me resulta un poco raro, la verdad.
—No tiene nada de raro. No se lo he preguntado porque no quiero saberlo.
—¿No quiere saberlo?
—Me he pasado toda la vida queriendo saber un montón de cosas. ¿Qué hay al otro lado de las montañas? ¿Qué estarán pensando mis enemigos? ¿Qué armas usarán contra mí? ¿En qué amigos puedo confiar? —Logen se encogió de hombros—. Puede que el conocimiento sea la raíz de todo poder, pero en mi caso cada cosa nueva que he aprendido me ha dejado peor de lo que estaba —volvió a darle una calada a la pipa, pero se había apagado—. Sea lo que sea lo que usted quiera de mí, lo haré, pero no quiero saber nada hasta que llegue el momento. Estoy harto de ser siempre yo el que toma las decisiones. Nunca acierto. La ignorancia es la más dulce de las medicinas, eso solía decir mi padre. No quiero saber nada.
Bayaz le miró fijamente. Era la primera vez que Logen veía al Primero de los Magos sorprendido. Malacus Quai carraspeó.
—A mí sí me gustaría saberlo —dijo con un hilo de voz mirando esperanzado a su maestro.
—Seguro —murmuró Bayaz—, pero usted no tiene autorización para hacer esa pregunta.
Fue hacia el mediodía cuando todo se torció. Logen empezaba a pensar que a lo mejor lograban llegar al Torrente Blanco e incluso salir vivos de aquella semana. Por un momento fue como si perdiera la concentración. Por desgracia, fue en el momento decisivo.
No puede negarse, sin embargo, que lo tenían todo muy bien preparado. Habían elegido con sumo cuidado el lugar; incluso habían enfundado con trapos las pezuñas de los caballos para amortiguar el ruido. Puede que Tresárboles, de haber estado con ellos, los hubiera visto venir: no había nadie como él a la hora de avizorar el terreno. También era posible que de haber estado con ellos, el Sabueso los hubiera olfateado: tenía un olfato capaz de eso y de mucho más. Pero ninguno de ellos estaba allí. Y los muertos no suelen servir de mucha ayuda.
Al doblar un recodo ciego del camino se encontraron aguardándoles tres jinetes: bien armados, enfundados en sendas armaduras, de rostros sucios pero armas relucientes y todos ellos curtidos veteranos. El de la derecha era un tipo grande y fornido que apenas tenía cuello. El de la izquierda era un tipo alto y chupado, con los ojos pequeños y la mirada dura. Ambos se cubrían con unos cascos redondeados, llevaban unas cotas de malla bastante desgastadas y tenían las lanzas bajadas en posición de ataque. Su jefe se repantigaba sobre la silla de montar como si fuera un saco de nabos, con la soltura propia de un consumado jinete. Saludó a Logen moviendo la cabeza.
—¡Nuevededos! ¡El Brynn! ¡El Sanguinario! Me alegro de volver a verte.
—Pienegro —masculló Logen, forzándose a sonreír—. También yo me alegraría de verte si fueran otras las circunstancias.
—Pero son las que son —mientras hablaba, los ojos del viejo guerrero inspeccionaban lentamente a Bayaz, Quai y Logen, apercibiéndose de las armas que tenían, o no tenían, para calibrar el peligro de las piezas que se iba a cobrar. De haberse tratado de un enemigo más estúpido, tal vez se podría haber equilibrado la balanza, pero Pienegro era uno de los Mejores Guerreros y no tenía nada de tonto. Al ver que la mano de Logen ascendía lentamente por su cuerpo en dirección a la empuñadura de su espada, sacudió la cabeza—. Nada de trucos, Sanguinario. Sabes que os tenemos atrapados —y señaló con la cabeza los árboles que tenían a sus espaldas.
El ánimo de Logen se hundió un poco más. Otros dos jinetes aparecieron detrás de ellos y se acercaron al trote para acabar de cerrar la trampa; las pezuñas enfundadas de sus monturas apenas hacían ruido mientras avanzaban por la tierra blanda que bordeaba el camino. Logen se mordisqueó el labio. Maldita sea, Pienegro tenía razón. Los cuatro jinetes se aproximaron: las puntas de las lanzas bajadas oscilando en el aire, los rostros impasibles, las mentes concentradas en la tarea que tenían entre manos. Malacus Quai los miraba fijamente mientras su caballo retrocedía unos cuantos pasos. Bayaz sonreía plácidamente, como si aquellos hombres fueran viejos amigos suyos. A Logen no le habría importado que el mago le hubiera cedido un poco de su compostura. El corazón le martilleaba el pecho, la boca se le había llenado de un regusto amargo.