No era un soldado de Gurkhul, no era un bellaco que venía a por la recompensa que habían puesto por su cabeza. No era un salteador, no era un esclavo fugitivo. ¿Qué era entonces? ¿Y qué hacía allí? Tenía que haber venido a por ella. Sí, tal vez fuera uno de esos.
Un Devorador.
¿Quién si no vagaría desarmado por aquellas estepas? No sabía que tuvieran tantas ganas de atraparla.
El tipo permanecía inmóvil frente a ella, sonriéndola. Ferro cogió lentamente otra flecha, y los ojos del hombre siguieron su movimiento sin mostrar el más mínimo signo de alarma.
—No hace falta que hagas eso —dijo pausadamente el anciano con voz grave.
Ferro colocó la flecha en el arco. El hombre ni se movió. Ferro se encogió de hombros y esta vez se tomó un tiempo para apuntar. El anciano seguía sonriendo, como si aquello no le preocupara en absoluto. Ferro soltó la cuerda. Otra vez volvió a fallar por unos pocos centímetros, en esta ocasión la flecha se fue por el otro lado y de nuevo se perdió en la ladera.
Fallar una vez entraba dentro de lo posible, pero fallar dos veces ya era demasiado. Si había algo que Ferro sabía hacer, lo único que sabía hacer, era matar. A esas alturas aquel ridículo anciano tenía que estar ya desangrándose en el suelo con dos flechas clavadas en el cuerpo. Pero ahí seguía, quieto, sonriente, como diciendo: «No eres tan lista como te crees, yo soy mucho más listo que tú».
Era exasperante.
—¿Maldito viejo de mierda, quién eres?
—Me llaman Yulwei.
—¡Pues yo te voy a llamar viejo de mierda! —arrojó el arco al suelo y dejó caer los brazos a los costados para que su propio cuerpo impidiera al anciano ver lo que hacía con la mano derecha. Luego giró la muñeca y una daga curva resbaló por su manga y le cayó en la mano. Hay muchas formas de matar a un hombre, y si una de ellas falla, hay que probar otra.
Ferro no era de esas personas que se rinden ante el primer tropiezo.
Pisando suavemente las rocas con sus pies descalzos, Yulwei comenzó a avanzar lentamente hacia ella. A cada paso que daba sus brazaletes tintineaban. Ahora que lo pensaba, aquello sí que era extraño. Si armaba ese escándalo, cómo había podido acercársele tanto sin que ella se diera cuenta.
—¿Qué es lo que quiere?
—Quiero ayudarte —se acercó hasta que estuvo a poco más de un brazo de ella y luego se detuvo y la miró con gesto sonriente.
Con un cuchillo en las manos Ferro era tan rápida como una serpiente y el doble de letal, una circunstancia que el último soldado en morir sin duda habría corroborado, de haber podido hacerlo. Impulsada con toda su fuerza y su rabia, la hoja de la daga surcó el aire convertida en una mancha luminosa. Si aquel hombre hubiera estado donde ella creía, a esas alturas su cabeza se encontraría prácticamente desprendida del tronco. El problema era que el hombre ya no estaba allí. Se encontraba un paso a la izquierda.
Ferro lanzó un grito de guerra y se abalanzó sobre él, apuntando al corazón. Pero la brillante punta de la daga se clavó en el aire. El hombre, inmóvil, sonriente, estaba otra vez en el lugar de antes. Muy raro. Lentamente, con mucha cautela, deslizando sus sandalias por el polvo del suelo, Ferro rodeó al hombre; la mano derecha adelantada trazaba círculos en el aire, la izquierda agarraba la empuñadura de la daga. Había que ir con cuidado: aquello debía de ser cosa de magia.
—No hace falta que te pongas así. Estoy aquí para ayudarte.
—Vete a la mierda con tu ayuda —bufó Ferro.
—Pero la necesitas, y mucho. Vienen a por ti, Ferro. Hay soldados en las colinas, muchos soldados.
—No podrán cogerme, los despistaré.
—Son demasiados. No puedes despistarlos a todos.
Ferro echó un vistazo a los cuerpos asaeteados que yacían en el suelo.
—Pues los convertiré en pasto para los buitres.
—Esta vez no podrás. No están solos. Traen refuerzos —al pronunciar la palabra «refuerzos» su voz se hizo aún más grave.
Ferro torció el gesto.
—¿Sacerdotes?
—Sí, pero no sólo —los ojos del hombre se dilataron—. También hay un Devorador —susurró—. Te quieren viva. El Emperador pretende darte un castigo ejemplar. Ha pensado exhibirte.
Ferro soltó un resoplido.
—Que se joda el Emperador.
—Bastante jodido le tienes ya.
Ferro dejó escapar un gruñido y volvió a alzar la daga, pero ya no había tal daga. Lo que había era una mortífera serpiente, que silbaba y abría sus fauces dispuesta a morderla.
—¡Arhg! —se la quitó de encima sacudiendo la mano y, cuando cayó a tierra, le aplastó la cabeza con el pie; pero fue su daga lo que aplastó. La hoja se quebró con un crujido seco y se partió en dos.
—Te cogerán —dijo el anciano—. Te cogerán y después te quebrarán las piernas a martillazos en la plaza mayor para que así no puedas volver a escaparte. Luego, desnuda y con la cabeza rapada, te pasearán por las calles de Shaffa sentada de espaldas a lomos de un asno, y la gente se congregará a lo largo del recorrido para insultarte. —La mujer le lanzó una mirada asesina, pero Yulwei no se interrumpió—. Te encerrarán en una jaula delante del palacio y dejarán que te mueras de hambre y te ases al sol, mientras las buenas gentes de Gurkhul se mofarán de ti y te arrojarán excrementos por entre los barrotes. Si tienes un poco de suerte, te darán orina para beber. Cuando por fin mueras, dejarán que tu cuerpo se pudra y que las moscas lo devoren a pedazos, para que así los demás esclavos vean cuál es el verdadero rostro de la libertad y decidan que prefieren seguir como están.
Ferro ya se había hartado de aquella historia. Que vinieran todos, incluso el Devorador. Jamás moriría enjaulada. Antes se rebanaría su propio pescuezo. Soltó un gruñido y dio la espalda a Yulwei. Luego agarró la pala y se puso a cavar con furia la última tumba. Poco tiempo después ya había alcanzado la profundidad deseada.
Ferro se dio la vuelta. Yulwei se encontraba arrodillado junto al soldado moribundo dándole de beber del odre que llevaba cruzado sobre el pecho.
—¡Mierda! —gritó, y, aferrando el mango de la pala, avanzó hacia él a grandes zancadas.
Antes de que le alcanzara, el anciano se levantó. —Por compasión... —gimió el soldado estirando una mano.
—¡Ya te daré yo a ti compasión! —Y, acto seguido, le hundió el filo de la pala en el cráneo. El cuerpo dio una sacudida y luego se quedó inmóvil. Ferro se volvió hacia el anciano con una expresión de triunfo. Yulwei la miraba apenado. Había algo raro en sus ojos. Compasión tal vez.
—¿Qué pretendes lograr con eso, Ferro Maljinn?
—¿Cómo?
—¿Por qué lo has hecho? —Yulwei señaló al hombre que acababa de matar— ¿Qué es lo que pretendes?
—Vengarme —la palabra brotó de sus labios como un escupitajo.
—¿De todos ellos? ¿De todo el pueblo de Gurkhul? ¿De todos sus hombres, mujeres y niños?
—¡De todos!
El anciano recorrió con la mirada los cadáveres que había esparcidos por el suelo.
—En tal caso debes estar muy contenta con el trabajo que has realizado hoy.
Ferro se forzó a sonreír.
—Sí —pero no estaba contenta. Ya no sabía en qué consistía eso. Su sonrisa le resultó una cosa rara, desconocida, torcida.
—¿Es vengarte en lo único que piensas a cada minuto del día, es eso lo único que deseas?
—Sí.
—¿Hacerles daño? ¿Matarlos? ¿Acabar con todos ellos?
—¡Sí!
—¿No deseas nada para ti misma?
Ferro permaneció en silencio un instante.
—¿Qué?
—Algo para ti misma. ¿Qué deseas
para ti
?
Miró al anciano con desconfianza, pero de sus labios no salió ninguna respuesta. Yulwei sacudió la cabeza con pesar.
—Me parece, Ferro Maljinn, que en este momento sigues siendo tan esclava como pudieras serlo antes. O como lo puedas llegar a ser nunca —luego se sentó en una roca con las piernas cruzadas.
Por un instante, Ferro le miró desconcertada. Pero de inmediato una oleada de rabia, caliente y reconfortante, volvió a embargarla.
—¿No dice que ha venido a ayudarme?, pues ayúdeme a enterrarlos —exclamó señalando los tres cuerpos ensangrentados que se alineaban junto a las tumbas.
—Ah, no. Eso forma parte de tu trabajo.
Ferro dio la espalda al anciano, mientras lo maldecía para sus adentros, y se acercó a sus antiguos compañeros. Agarró el cuerpo de Shebed por debajo de los brazos y lo levantó. Mientras tiraba de él hacia la primera tumba, los talones del cadáver se arrastraban por el suelo marcando dos pequeños surcos. Cuando llegó al hoyo, lo empujó dentro. Después le tocó el turno a Alugai. Un reguero de tierra corrió sobre él cuando reposó en el fondo de su tumba.
Luego volvió para coger el cadáver de Nasar. Una espada le había destrozado el rostro. A Ferro le pareció que aquello suponía una notable mejora en su aspecto.
—Ése tiene pinta de buena persona —dijo Yulwei.
—Éste es Nasar —Ferro soltó una risa sin alegría—. Un violador, un ladrón, un cobarde —carraspeó para desprender unas cuantas flemas y las escupió al rostro del cadáver. El gargajo resbaló suavemente por la frente del muerto—. Era, de largo, el peor de los tres —luego bajó la vista hacia las tumbas—. Aunque todos ellos eran basura.
—Te rodeas de gente muy agradable.
—Un fugitivo no se puede permitir el lujo de elegir a sus compañeros —Ferro contempló el rostro ensangrentado de Nasar—. Se coge lo primero que se encuentra.
—Si tanto te desagradan, ¿por qué no se los dejas a los buitres como has hecho con los otros? —el brazo de Yulwei señaló los soldados que yacían mutilados en el suelo.
—A tu gente la entierras —replicó y, acto seguido, metió a Nasar en el hoyo de una patada. El cadáver se giró en el aire y cayó de bruces en la tumba agitando los brazos—. Siempre se ha hecho así.
Ferro agarró la pala y empezó a echar paletadas de tierra sobre la espalda del cadáver. Mientras trabajaba en silencio, el sudor se le acumulaba en la cara y luego caía goteando al suelo. Yulwei la estuvo observando hasta que los hoyos quedaron cubiertos. Tres nuevos montones de tierra emergían en medio de la estepa. Ferro arrojó la pala, que rebotó en uno de los soldados y luego cayó retumbando entre las piedras. El pequeño enjambre de moscas que rodeaba al cadáver zumbó enfurecido y se alejó de su presa, pero al cabo de un instante estaba otra vez de vuelta.
Recogió el arco y las flechas y se los colgó al hombro. Luego agarró el odre, calibró su peso y se lo echó también al hombro. Después se puso a registrar los cadáveres de los soldados. Uno de ellos, el que parecía ser el jefe, tenía un espléndido sable curvo. Su flecha le había atravesado el cuello antes de que tuviera tiempo de desenvainarlo. Ahora fue Ferro quien lo desenvainó y lo probó lanzando un par de mandobles al aire. Una buena arma: bien equilibrada, el filo mortífero de su larga hoja centelleaba y el metal de la empuñadura refulgía al sol. Además, tenía un cuchillo a juego. Cogió las dos armas y se las metió en el cinto. Aunque no parecía que hubiera mucho que pudiera valerle, registró también el resto de los cadáveres. Además, siempre que no resultara demasiado difícil, procuraba arrancar las flechas a los cuerpos. Encontró unas cuantas monedas y las tiró al suelo. Sólo le servirían para añadirle más peso y, además, ¿qué iba a comprar en medio de aquella estepa? ¿Polvo?
Eso era lo único que había allí, y era gratis.
Llevaban encima algunas sobras de comida, que difícilmente les habrían servido para aguantar otro día. Eso significaba que debía de haber más de los suyos, muchos más seguramente, y que no andaban demasiado lejos. Yulwei no le había mentido, pero eso no cambiaba las cosas.
Se dio la vuelta y, dejando atrás al anciano, comenzó a andar en dirección contraria a las colinas, hacia el gran desierto de arena que se extendía al sur.
—Ése no es el camino —dijo él.
Ferro se detuvo y le miró entrecerrando los ojos para protegerse del intenso sol.
—¿No decía que venían soldados?
Los ojos de Yulwei chispearon.
—Hay muchas formas de pasar desapercibido, incluso en un sitio como éste.
Ferro volvió la vista hacia la llanura pelada que se extendía hacia el norte. En esa dirección estaba Gurkhul. No se veía ni una colina, ni un árbol, casi ni un arbusto. Ningún lugar donde ocultarse.
—¿Desapercibido incluso para un Devorador?
El anciano se rió.
—Sobre todo para esos puercos arrogantes. No son ni la mitad de listos de lo que ellos se creen. ¿Cómo piensas que he conseguido llegar hasta aquí si no? Pasé por en medio de ellos, entre ellos, alrededor de ellos, yo voy adonde me place, y llevo conmigo a quién quiero.
Ferro se hizo sombra con la palma de la mano y oteó el sur. Las arenas del desierto se perdían en la distancia. Mal que bien se las había arreglado para sobrevivir en las estepas, pero, ¿podría hacerlo en ese crisol de arenas cambiantes y calor implacable?
El anciano pareció leerle los pensamientos.
—Las arenas son interminables. Yo las he cruzado alguna vez. Puede hacerse. Pero tú no lo lograrías.
Aquel viejo tenía razón. Ferro era tan fibrosa y resistente como un buen arco, pero eso sólo significaba que estaría más tiempo vagando sin rumbo antes de caer rendida sobre la arena. Puestos a morir, el desierto estaba mejor que la jaula frente al palacio, aunque tampoco mucho mejor. Y ella quería seguir viva.
Aún le quedaban algunas cosas que hacer.
El viejo seguía sentado con las piernas cruzadas, mirándola con una sonrisa. ¿Qué era ese tipo? Ferro no se fiaba de nadie, pero, si aquel hombre hubiera tenido la intención de entregarla al Emperador, podría haberla derribado de un golpe en la cabeza mientras estuvo cavando, en vez de haber proclamado a los cuatro vientos su presencia. Además, tenía poderes mágicos, bien lo había comprobado ella, y contar con una oportunidad, por pequeña que fuera, era mejor que no tener ninguna.
Pero ¿qué le pediría a cambio? El mundo jamás le había dado nada gratis y no creía que fuera a empezar a hacerlo ahora. Ferro entornó los ojos.
—¿Qué es lo que quiere de mí, eh, Yulwei?
El anciano soltó una carcajada. Aquellas risas empezaban a resultar bastante cargantes.
—Digamos, simplemente, que si te guío te habré hecho un favor. Y que, más adelante, tú puedes devolvérmelo haciéndome otro.
La respuesta era bastante parca en detalles, pero cuando lo que está en juego es la propia vida hay que tomar lo que a uno se le ofrece. No le hacía ninguna gracia ponerse en manos de otra persona, pero no parecía tener otra opción. Al menos, si quería prolongar su vida una semana más.