La voz de las espadas (37 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La voz de las espadas
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—¿Qué hacemos?

—Hay que esperar a que se haga de noche —Yulwei echó un vistazo a los cuerpos retorcidos que había esparcidos por el suelo y arrugó la nariz—. Aunque tal vez sea mejor no hacerlo aquí.

Ferro se encogió de hombros y se sentó sobre la tumba del medio.

—Aquí está bien. Quiero ver cómo se alimentan los buitres.

El cielo estaba sembrado de brillantes estrellas y el aire se había vuelto fresco, casi frío. Abajo, en la oscura y polvorienta llanura, ardían varias hogueras: una línea curva de fogatas que parecían acorralarles empujándoles hacia el borde del desierto. Yulwei, los diez cadáveres, las tres tumbas y ella estaban atrapados en la ladera de la colina. Al día siguiente, cuando las primeras luces del amanecer comenzaran a ascender por la tierra árida, los soldados abandonarían las hogueras y avanzarían sigilosamente en dirección a las colinas. Si Ferro seguía aún allí para cuando llegaran, la matarían con total seguridad, o, peor aún, la capturarían. Ni aun en el caso de que no hubieran contado con un Devorador, habría podido enfrentarse ella sola contra tantos enemigos. Le irritaba profundamente reconocerlo, pero lo cierto es que ahora su vida estaba en manos de aquel hombre.

Yulwei oteó el cielo nocturno.

—Ya es hora —dijo.

Descendieron por la pedregosa ladera en la oscuridad, poniendo mucho cuidado de no perderse entre los grandes bloques de roca y los achaparrados matojos que salpicaban el terreno. Avanzaban hacia el norte, en dirección a Gurkhul. Yulwei se desplazaba con una velocidad pasmosa y, para poder seguirle, Ferro casi se veía obligada a correr, a la vez que mantenía la vista baja para que las rocas resecas no le hicieran perder el equilibrio. Al llegar a la base de la colina, levantó la vista y vio que Yulwei avanzaba hacia el extremo izquierdo de la línea, que era el lugar donde la concentración de hogueras era mayor.

—Espere —susurró agarrándolo del hombro. Ferro señaló el lado derecho. Ahí había menos hogueras, así que sería más sencillo colarse entre ellas—. ¿Por qué no vamos por ahí?

A la luz de las estrellas, Ferro alcanzó a ver los dientes blancos de Yulwei, estaba sonriendo.

—Oh, no, Ferro Maljinn. Ahí es donde hay más soldados, por no mencionar a nuestro querido amigo —Yulwei no ponía ningún empeño en bajar la voz al hablar y estaba consiguiendo ponerla nerviosa—. Es por ahí por donde esperan que pases, si decides ir hacia el norte. Pero en realidad no creen que vayas a hacerlo. Piensan que te dirigirás hacia el sur para morir en el desierto porque no querrás arriesgarte a que te capturen, es decir, justo lo que habrías hecho de no haber estado yo aquí.

Yulwei se dio media vuelta y siguió caminando. Ferro lo siguió sigilosamente procurando mantenerse lo más agachada posible. Cuando estuvieron más cerca de las hogueras, constató que el anciano estaba en lo cierto. Había algunas figuras sentadas en torno a ellas, pero estaban bastante desperdigadas. El anciano se dirigió con paso firme hacia un grupo de cuatro hogueras que quedaba a la izquierda y de las que sólo una estaba guarnecida. No se cuidaba de caminar agachado, sus brazaletes se entrechocaban emitiendo un leve campanilleo y las pisadas de sus pies desnudos resonaban con fuerza sobre la tierra reseca. Los tenían tan cerca que casi se podían distinguir las facciones de los tres hombres que había en torno al fuego. De un momento a otro, verían a Yulwei, estaba segura. Le siseó para llamar su atención, convencida de que la iban a oír.

Yulwei se dio la vuelta; su cara, iluminada por la tenue luz de las llamas, tenía una expresión de desconcierto.

—¿Qué pasa? —dijo. Ferro hizo una mueca de dolor. Pensaba que los soldados se pondrían de pie de un salto, pero, para su sorpresa, siguieron charlando como si tal cosa. Yulwei se volvió hacia ellos—. No nos verán ni nos oirán, a no ser que se te ocurra ponerte a chillarles al oído. No corremos ningún riesgo —luego se volvió y reemprendió la marcha, dando un rodeo para esquivar a los soldados. Ferro lo siguió, manteniéndose agachada y en silencio, por pura costumbre.

Al irse acercando a ellos, Ferro comenzó a distinguir las palabras de la conversación que mantenían. Aminoró el paso para escuchar. Y, de pronto, se dio la vuelta y se dirigió hacia la hoguera. Yulwei echó la vista atrás.

—¿Qué haces? —preguntó.

Ferro contempló a sus tres enemigos. Uno era un veterano de aspecto rudo, el otro un tipo flacucho con pinta de comadreja, y, el tercero, un jovenzuelo con cara de buena persona, que apenas parecía un soldado. Sus armas estaban desperdigadas por el suelo, envainadas y envueltas, como si no esperaran tener que usarlas. Los rodeó con cautela, aguzando el oído.

—Dicen que la mujer esa no está bien de la cabeza —le susurraba el flacucho al joven, tratando de asustarle—. Dicen que ha matado a más de cien hombres. Y que si eres un tipo apuesto, te corta los huevos cuando aún estás vivo —acompañó sus palabras apretándose la entrepierna— y luego se los come delante de ti.

—Cállate de una vez —soltó el grandullón—, por aquí no le vamos a ver el pelo —y señalando al punto donde las hogueras estaban más espaciadas, añadió con un susurro—: Si se le ocurre coger esta dirección, irá por donde esté
él
.

—Bueno, pues espero que no se le ocurra —terció el joven—. Vive y deja vivir, ése es mi lema.

El tipo flacucho frunció el ceño.

—¿Y qué me dices de toda esa pobre gente a la que ha matado? ¿Mujeres y niños incluidos? ¿Es que no se merecían ellos que se les dejara vivir también? —Ferro apretó los dientes. Que ella recordara, nunca había matado niños.

—Claro que es terrible, yo no digo que no haya que capturarla —el joven miró nervioso a su alrededor—. Sólo que espero que no nos toque a nosotros.

Al oír aquello, el grandullón soltó una carcajada, pero al tipo flaco no pareció hacerle ninguna gracia.

—¿Qué eres tú, un cobarde?

—No —repuso enfadado el joven—, pero tengo mujer e hijos y prefiero salir de ésta con vida, eso es todo —sonrió—. Vamos tener un hijo. A ver si esta vez es niño.

El grandullón asintió con la cabeza.

—Mi hijo ya está hecho todo un hombre. Crecen tan rápido...

Aquella charla sobre niños, familias y esperanzas hizo que la rabia que ardía en el pecho de Ferro se acrecentara aún más. ¿Por qué podían tener ellos una vida cuando ella no tenía nada, cuando habían sido precisamente ellos y los suyos los que le habían quitado todo lo que tenía? Ferro desenvainó la daga.

—¿Qué haces? —le susurró Yulwei.

El joven volvió la vista hacia ellos.

—¿No habéis oído algo?

El grandullón se rió.

—Sí, me parece que he oído cómo te cagabas encima —el flaco dejó escapar una risita, y el joven, azorado, sonrió. Ferro se puso justo detrás de él. Estaba a sólo dos pasos, iluminada de pleno por la hoguera, pero ninguno de los soldados la miraba. Alzó la daga.

—¡Ferro! —gritó Yulwei. El joven se levantó de golpe y escudriñó la oscura planicie apretando las cejas. Miró a Ferro a los ojos, pero su mirada parecía dirigirse a algún punto lejano situado a sus espaldas. Ferro sentía su aliento en el rostro. La hoja de la daga brillaba a medio palmo del gaznate del soldado.

Ahora. Ahora era el momento. Podía matarlo al instante y luego ocuparse de los otros antes de que tuvieran tiempo de dar la alarma. Sabía que podía hacerlo. Ellos estaban desprevenidos, pero ella estaba preparada. Ahora era el momento.

Pero su mano no quiso moverse.

—¿Qué te pasa? —preguntó el grandullón— Ahí no hay nada.

—Juraría que he oído algo —dijo el joven mirando a Ferro a la cara.

—¡Esperad! —gritó el flaco levantándose de un salto y señalando con el dedo— ¡Ahí está, es ella! ¡Justo delante de ti! —Ferro se quedó paralizada durante un instante, mirando a los ojos del soldado, pero de inmediato el grandullón y el flaco se pusieron a reír. El joven, avergonzado, se dio la vuelta y volvió a sentarse.

—Os aseguro que me pareció oír algo.

—Ahí no hay nadie —dijo el grandullón. Ferro comenzó a retroceder lentamente. Tenía ganas de vomitar, la boca se le había llenado de una saliva amarga y la cabeza le retumbaba. Envainó la daga, se dio media vuelta y reemprendió a trompicones la marcha, seguida de cerca por Yulwei.

Cuando la luz de las fogatas y el sonido de la charla se perdieron en la distancia, Ferro se detuvo y se dejó caer en el duro suelo. Un viento gélido barría la planicie yerma. Una lluvia de polvo le punzó la cara, pero ella apenas lo notó. El odio y la furia se habían evaporado de momento, pero le habían dejado un enorme hueco, y no tenía nada con qué rellenarlo. Se sentía vacía, helada, enferma, sola. Se abrazó a sí misma y se meció de atrás adelante con los ojos cerrados. Pero la oscuridad no le proporcionó ningún alivio.

De pronto, sintió la mano del anciano apoyada en su hombro.

En circunstancias normales, se habría revuelto, lo habría derribado y, de ser posible, habría acabado con él. Pero se había quedado sin fuerzas. Parpadeó y alzó la vista.

—No me queda nada. ¿Qué soy ya? —se apretó la mano contra el pecho, pero apenas la sintió— No tengo nada dentro.

—Me extraña que digas eso —Yulwei miró el cielo estrellado y sonrió—. Porque yo estoy empezando a pensar que a lo mejor sí que hay algo ahí dentro que merezca la pena salvarse.

La justicia del Rey

Nada más llegar a la Plaza de los Mariscales, Jezal se dio cuenta de que allí pasaba algo raro. No era normal que estuviera tan concurrida para una sesión del Consejo Abierto. Se le había hecho un poco tarde, y aunque estaba casi sin aliento tras la larga serie de entrenamientos, apretó el paso mientras echaba un vistazo a los corrillos de gente elegantemente vestida que había en la plaza: hablaban en murmullos y sus rostros estaban tensos y expectantes.

Se abrió paso entre la multitud y accedió a la Rotonda de los Lores, echando una suspicaz ojeada a los guardias que flanqueaban las grandes puertas taraceadas de la entrada. Al menos ellos estaban como siempre: impasibles tras sus pesadas viseras. Cruzó la antecámara, una sala decorada con unos tapices de vividos colores que se mecían levemente movidos por las corrientes de aire, y luego traspasó las puertas que conducían al amplio espacio interior. El eco de sus pasos resonó en la cúpula dorada mientras recorría a toda prisa el pasillo en dirección a la mesa presidencial. Jalenhorm, cuyo rostro estaba salpicado con los colores de las vidrieras, se encontraba de pie bajo uno de los ventanales mirando con gesto ceñudo un banco con un riel metálico en la base que había a un lado del enlosado.

—¿Qué pasa aquí?

—¿Es que no te has enterado? —le susurró Jalenhorm preso de una gran excitación—. Hoff ha difundido la especie de que hoy se va a tratar un asunto de la mayor importancia.

—¿Qué tipo de asunto? ¿Angland? ¿Los Hombres del Norte?

El corpulento teniente sacudió la cabeza.

—Ni idea, pero pronto lo sabremos.

Jezal torció el gesto.

—No me gustan las sorpresas —sus ojos se posaron en el misterioso banco—. ¿Para qué es eso?

En ese momento las grandes puertas de la sala se abrieron y un torrente de consejeros inundó el pasillo de acceso. La mezcolanza de siempre, supuso Jezal, aunque tal vez con un grado de determinación un poco superior al habitual. Terceros vástagos de la nobleza, apoderados a sueldo... pero, de pronto, se le cortó la respiración. Al frente venía un hombre muy alto, cuya majestuosa vestimenta le hacía destacar incluso en medio de tan augusta compañía. De sus hombros colgaba una gruesa cadena de oro y su semblante lucía un ceño no menos grueso.

—Pero si es Lord Brock —susurró Jezal.

—Y, mira, ahí va Lord Isher —Jalenhorm señaló con la cabeza a un anciano de aspecto apacible que venía justo detrás de Brock—, y también están Heugen, y Barezin. Esto tiene que ser algo muy gordo.

Jezal respiró hondo mientras cuatro de los nobles más poderosos de La Unión tomaban asiento en la primera fila. Nunca había visto una concurrencia tan notable en una sesión del Consejo Abierto. En el hemiciclo destinado a los consejeros apenas si había un escaño vacío. Y, más arriba, en la galería del público, asomaba un anillo ininterrumpido de rostros impacientes.

Por fin, Hoff irrumpió en la sala y comenzó a avanzar por el pasillo. Pero no iba solo. A su derecha, deslizándose por el suelo, venía un hombre espigado y de aspecto orgulloso, enfundado en una impecable toga blanca y con una mata de blancos cabellos. El Archilector Sult. A su izquierda, algo encorvado y apoyándose en un bastón, venía un hombre con una poblada barba gris que vestía una toga de tonos negros y dorados. Marovia, el Juez Supremo. Jezal no daba crédito a lo que veían sus ojos. Tres miembros del Consejo Cerrado, allí.

Jalenhorm se apresuró a ocupar su sitio antes de que los secretarios acabaran de disponer sus cartapacios y sus documentos sobre la pulida superficie de la mesa. El Lord Chambelán se dejó caer en medio de ellos e inmediatamente pidió que le trajeran vino. El jefe de la Inquisición de Su Majestad se deslizó en una silla a su lado, sonriendo para sí. El Juez Marovia, con el ceño fruncido, se acomodó lentamente en otra. Los murmullos ansiosos subieron de volumen, los magnates sentados en la primera fila miraban a su alrededor con semblantes adustos y recelosos. El Heraldo ocupó su sitio delante de la mesa: no se trataba del idiota de siempre con sus ropajes chillones, sino de un tipo barbudo y fornido vestido de oscuro. Alzó su bastón y golpeó las losas del suelo con una fuerza capaz de despertar a un muerto.

—Queda abierta la sesión del Consejo Abierto —bramó. El alboroto que reinaba en la sala fue remitiendo poco a poco.

—Esta mañana sólo hay un asunto que debatir —dijo el Lord Chambelán, escudriñando con mirada severa la sala bajo sus espesas cejas—, un asunto que hace referencia a la justicia del Rey —se alzaron unos cuantos murmullos—. Un asunto relativo a la licencia regia para comerciar en la ciudad de Westport —el ruido se acrecentó: susurros de indignación, el inquieto rebullir en sus escaños de una multitud de aristocráticos traseros, el habitual ruido de las plumas que rascaban las grandes hojas de los cartapacios. Jezal vio que Lord Brock juntaba las cejas y que las comisuras de los labios de Lord Heugen se curvaban hacia abajo. No parecía que aquello les hiciera mucha gracia. El Lord Chambelán sorbió por la nariz y se echó un trago de vino mientras esperaba a que cesaran los murmullos—. No obstante, dado que yo no soy la persona más capacitada para tratar de este asunto...

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