La voz de las espadas (77 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La voz de las espadas
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—Acuérdate de lo que te dijo Juvens, Bayaz. Cuídate del orgullo. Has estado usando el Arte, lo sé. Veo una sombra en ti.

—¡No me vengas otra vez con tus dichosas sombras! ¡Hago lo que tengo que hacer! Acuérdate también de lo que Juvens te dijo a
ti
. No basta con quedarse mirando. El tiempo se nos agota, y yo no pienso quedarme mirando. Y es a mí a quien corresponde tomar una decisión.

—¿Acaso no me he dejado guiar siempre por ti? ¿Siempre, incluso cuando mi conciencia me decía lo contrario?

—¿Y acaso te he guiado mal alguna vez?

—Eso todavía está por ver. Eres el primero de entre nosotros, Bayaz, pero no eres Juvens. Plantear dudas forma parte de mi tarea, como también de la de Zacharus. Esto le hará menos gracia que a mí. Mucha menos gracia.

—Ha de hacerse.

—Pero otros pagarán el precio, como siempre ha ocurrido. Me has dicho que ese norteño, Nuevededos, puede hablar con los espíritus, ¿es cierto?

—Así es —Ferro torció el gesto. ¿Espíritus? El pálido de los nueve dedos ni siquiera parecía capaz de hablar con otro ser humano.

—Y en caso de que encuentres la Semilla —llegó desde el otro lado de la puerta la voz de Yulwei—, ¿pretendes que sea Ferro quien la lleve?

—Tiene la sangre adecuada, y alguien tiene que hacerlo.

—Ten cuidado, Bayaz. Te conozco, no lo olvides. Pocos te conocen mejor que yo. Dame tu palabra de que la mantendrás a salvo, incluso después de que haya cumplido su misión.

—La protegeré con más ahínco que si fuera mi propia hija.

Se produjo un prolongado silencio. Ferro movía las mandíbulas como si tratara de masticar todo lo que había oído. Juvens, Kanedias, Zacharus: aquellos extraños nombres no le decían nada. ¿Y qué clase de semilla era esa que podía reducir a cenizas toda la creación? De una cosa estaba segura, no quería saber nada de todo el asunto. Su lugar estaba en el sur, luchando contra los gurkos con unas armas que ella pudiera entender.

Se abrió la puerta y entraron los dos ancianos. Eran como la noche y el día. Uno de piel oscura, alto, huesudo y con una larga melena; el otro, de tez blanca, fornido y calvo. Los miró llena de recelo. Fue el blanco el primero que habló:

—Ferro, tengo que hacerte una proposición...

—No pienso ir con usted, viejo loco pálido.

Una sombra de enojo asomó en el semblante del calvo, pero de inmediato la hizo desaparecer.

—¿Por qué no? ¿Qué es eso tan importante que tienes que hacer?

No tenía ni que pensarlo.

—Vengarme —su palabra favorita.

—Ah, entiendo. Odias a los gurkos, ¿no es así?

—Sí.

—Tienen contraída una deuda contigo por lo que te hicieron, ¿verdad?

—Sí.

—Por haberte arrebatado tu familia, tu pueblo, tu país, ¿no?

—Sí.

—Por haberte convertido en una esclava —susurró. Ferro le lanzó una mirada asesina. Se preguntaba cómo era posible que supiera tantas cosas sobre ella, se preguntaba si no debería volver a abalanzarse sobre él—. Te han robado, Ferro, te lo han robado todo. Incluso tu propia vida. Si me hubiera ocurrido a mí... si hubiera sufrido como tú has sufrido..., no habría sangre suficiente en todo el Sur para satisfacerme. ¡Hasta que no viera a todos los soldados gurkos convertidos en cadáveres no me daría por satisfecho! ¡Hasta que no viera todas las ciudades gurkas arrasadas por el fuego no me daría por satisfecho! ¡Hasta que no viera a su Emperador pudriéndose en una jaula frente a su propio palacio no me daría por satisfecho!

—¡Eso es! —bufó mientras una sonrisa feroz se le dibujaba en la cara. Aquel hombre hablaba su mismo idioma. Yulwei nunca la había hablado así, puede que después de todo aquel viejo pálido no fuera tan mala gente—. ¡Usted me entiende! ¡Por eso tengo que regresar al Sur!

—No, Ferro —el calvo ahora sonreía—. Me parece que no te das cuentas de la oportunidad que te estoy ofreciendo. Quien manda de verdad en Kanta no es el Emperador. Por muy poderoso que pueda parecer, no es más que una marioneta movida por una mano oculta. Khalul le llaman.

—El Profeta.

Bayaz asintió con la cabeza.

—Dime una cosa, Ferro, si te dan una puñalada, ¿a quién odias, al cuchillo o a la mano que lo empuña? El Emperador y los gurkos no son más que las herramientas de Khalul. Los Emperadores pasan, pero el Profeta sigue ahí, detrás de ellos. Susurrando. Sugiriendo. Ordenando. Es él quien tiene contraída una deuda contigo, Ferro.

—Khalul... sí. —Los Devoradores habían empleado ese nombre. Khalul. El Profeta. El palacio del Emperador estaba lleno de sacerdotes, todo el mundo lo sabía. Y los palacios de los gobernadores también. Los sacerdotes pululaban por todas partes, como un enjambre de insectos. Por las ciudades, por las aldeas, entre las tropas, esparciendo siempre sus mentiras. Susurrando. Sugiriendo. Ordenando. Yulwei tenía el ceño fruncido y parecía apesadumbrado. Pero Ferro sabía que el anciano pálido tenía razón—. ¡Sí, es verdad!

—Ayúdame, Ferro, y yo te daré esa venganza que buscas. Una auténtica venganza. No la muerte de un soldado, o de diez, sino de miles. ¡De cientos de miles! Tal vez la del propio Emperador, ¿quién sabe? —luego se encogió de hombros y se apartó de ella—. Pero no puedo obligarte. Vuelve a las estepas, si es lo que deseas: sigue escondiéndote, huyendo, escarbando en el polvo como una rata, si con eso te das por satisfecha. Si es esa la venganza a la que aspiras. Los Devoradores, los hijos de Khalul, ahora van a por ti. Sin nuestra ayuda, más pronto que tarde, te cogerán. Pero la decisión es tuya.

Ferro torció el gesto. Todos los años que había pasado en las estepas, luchando con uñas y dientes, huyendo constantemente, no la habían llevado a ninguna parte. No le habían traído una venganza digna de tal nombre. De no haber sido por Yulwei, a esas alturas ya habrían acabado con ella. No sería más que un montón de huesos blancos en medio del desierto. O carne en las barrigas de los Devoradores. O en una jaula delante del palacio del Emperador.

Carne podrida.

No podía decir que no, lo sabía, pero no le gustaba la idea. El viejo aquel sabía exactamente lo que tenía que ofrecerle. Le repugnaba no tener elección.

—Me lo pensaré —repuso.

Una vez más, un leve atisbo de enojo asomó en el rostro del pálido calvo, pero de inmediato fue suprimido.

—De acuerdo, piénsatelo, pero no tardes mucho en decidirte. Las tropas del Emperador se están concentrando y el tiempo se acaba —siguió a los demás fuera de la sala, y Ferro se quedó a solas con Yulwei.

—No me gustan los pálidos estos —dijo con una voz lo bastante alta para que el anciano lo oyera desde el pasillo y, luego, en voz más baja, añadió—: ¿Tenemos que ir con ellos?

—Tú sí, yo tengo que regresar al Sur.

—¿Cómo?

—Alguien tiene que seguir vigilando a los gurkos.

—¡No!

Yulwei soltó una carcajada.

—Has tratado de matarme en dos ocasiones. Y una vez intentaste huir de mí, y ahora resulta que cuando soy yo el que se va, quieres que me quede.

Ferro arrugó el ceño.

—El calvo dice que puede ayudarme a vengarme. ¿Miente?

—No.

—Entonces, tengo que ir con él.

—Lo sé. Por eso te traje aquí.

A Ferro no se le ocurría qué decir. Bajó la vista y, entonces, para su sorpresa, Yulwei se plantó junto a ella. Ferro alzó un brazo pensando que la iba a golpear, pero en vez de eso el hombre la estrechó con fuerza entre sus brazos. Era una sensación extraña. Sentirse tan cerca de otra persona. Una sensación cálida. Luego Yulwei se separó de ella, dejando una mano sobre su hombro.

—Camina siempre por la senda que marcan los pasos de Dios, Ferro Maljinn.

—Ja. Aquí no tienen Dios.

—Di más bien que tienen muchos dioses.

—¿Muchos?

—¿Es que no te has dado cuenta? Aquí cada cual es su propio dios —Ferro asintió con la cabeza. Eso parecía estar muy cerca de la verdad—. Cuídate, Ferro. Y escucha siempre a Bayaz. Es el primero de mi orden y hay muy poca gente tan sabia como él.

—Pues yo no confío en él.

Yulwei se inclinó hacia ella.

—Yo no te he pedido que confíes en él. —Acto seguido, sonrió y se dio la vuelta. Ferro le vio caminar despacio hacia la puerta y luego salir al pasillo. Oyó los pasos de sus pies desnudos alejándose, acompañados del leve tintineo de los brazaletes de sus brazos.

Se iba y la dejaba sola, sola con el lujo, con los jardines, con los pálidos.

Viejos amigos

Había sonado un golpe en la puerta. La cabeza de Glokta se levantó de una sacudida y su ojo izquierdo se puso a palpitar.
¿Quién puede ser a estas horas? ¿Frost? ¿Severard? ¿O alguna otra persona? ¿El Superior Goyle, quizás, que viene a hacerme una visita acompañado de su trouppe de engendros? ¿O será que el Archilector se ha cansado ya de su marioneta tullida? No puede decirse que el banquete saliera según lo planeado, y Su Eminencia no es precisamente un hombre indulgente. Hallado un cuerpo flotando junto a los muelles...

Volvieron a sonar golpes en la puerta. Unos golpes fuertes, decididos.
De esos que dan a entender que si no abren la puerta, tirarán la puerta abajo
.

—¡Ya va! —gritó con voz un tanto quebrada mientras se apoyaba en la mesa e impulsaba hacia arriba sus piernas temblorosas—. ¡Ya va! —agarró su bastón y se acercó cojeando a la puerta, respiró hondo y forcejeó con el pestillo.

No era Frost, ni Severard. Tampoco Goyle o uno de sus grotescos Practicantes. Era una visita mucho más inesperada. Glokta alzó una ceja y luego se apoyó en el marco de la puerta.

—Comandante West, ¡vaya una sorpresa!

A veces, cuando dos viejos amigos vuelven a encontrarse al cabo de muchos años, al instante todo vuelve a ser igual que como era antes. La amistad permanece intacta y se reanuda como si no hubiera habido interrupción alguna.
A veces, pero no en este caso
.

—Inquisidor Glokta —balbuceó West, titubeante, torpe, azorado—, siento presentarme a estas horas.

—No tiene importancia —dijo Glokta con gélida cortesía.

El comandante casi hizo una mueca de dolor.

—¿Puedo pasar?

—Desde luego —Glokta cerró la puerta cuando pasó adentro y luego siguió a West renqueando hasta el comedor. El comandante se sentó en una de las sillas y Glokta en otra. Durante unos instantes permanecieron sentados el uno frente al otro sin decir palabra.
¿Qué quiere de mí a estas horas o, para el caso, a cualquier otra hora?
Glokta examinó el rostro de su viejo amigo iluminado por el resplandor de la chimenea y por la luz vacilante de una solitaria vela. Ahora que podía verle mejor, se daba cuenta de que había cambiado.
Está envejecido
. Tenía unas entradas muy pronunciadas y las sienes encanecidas. Su cara estaba pálida, demacrada, casi consumida.
Parece preocupado. Abatido. Al límite de sus fuerzas
. West recorrió con la mirada la mezquina habitación, el mezquino fuego, el mezquino mobiliario. Luego lanzó una mirada furtiva a Glokta y de inmediato bajó la vista. Nervioso, como si hubiera algo que le reconcomiera.
Está inquieto. Y no es para menos
.

No parecía sentirse capaz de romper el silencio, así que tuvo que ser Glokta quien lo hiciera por él.

—Bueno, ¿cuándo fue la última vez, eh? Dejando a un lado nuestro breve encuentro nocturno en la ciudad, que no creo que cuente, ¿no?

El recuerdo de aquel desafortunado encuentro flotó un instante en el aire como si fuera un pedo. West carraspeó:

—Nueve años.

—Nueve años. Quién lo diría. Desde la vez aquella en lo alto de la colina: dos viejos amigos juntos mirando hacia ese río que había abajo, y, al otro lado del puente, todos esos gurkos. Parece que hubieran pasado siglos, ¿eh? Nueve años sólo. Qué bien lo recuerdo. Me rogaste que no bajara pero yo no te hice caso. Qué tonto fui, ¿no? Pensaba que era nuestra única esperanza. Me creía invencible.

—Ese día nos salvaste a todos, al ejército entero.

—¿De veras? ¡Qué maravilla! Apuesto a que si hubiera muerto en aquel puente, ahora habría estatuas mías por todas partes. Lo malo es que no fue así. Una pena. Para todos.

West hizo una mueca de dolor y se rebulló en su silla. A cada momento que pasaba parecía sentirse más incómodo.

—Fui a buscarte, después... —balbució.

¿Me fuiste a buscar? Qué asquerosamente noble. Qué amigo más leal. Y de qué poco me sirvió a mí. Ya me habían sacado de allí a rastras, muerto de dolor y con la pierna hecha picadillo. Y eso no fue más que el principio.

—Supongo que no habrás venido para hablar de los viejos tiempos, ¿eh, West?

—No, no... he venido para hablar... de mi hermana.

Glokta permaneció unos instantes en silencio. No se esperaba esa respuesta.

—¿De Ardee?

—De Ardee, sí. Pronto partiré hacia Angland y... pensé que tal vez a ti no te importaría echarle de vez en cuando un vistazo mientras yo esté fuera —West alzó la vista y sus ojos parpadearon con nerviosismo—. Siempre tuviste muy buena mano con las mujeres... Sand —Glokta hizo una mueca al oír su nombre de pila. Ya nadie le llamaba así.
Nadie aparte de mi madre
—. Siempre sabías dar con las palabras adecuadas. ¿Te acuerdas de las tres hermanas aquellas? ¿Cómo se llamaban? Las manejabas a tu antojo —West sonrió, pero Glokta no pudo acompañarle.

Se acordaba, sí, pero eran unos recuerdos tenues, desvaídos, sin color.
Los recuerdos de otro hombre. De un hombre que murió. Mi vida empezó en Gurkhul, en las mazmorras del Emperador. A partir de ese momento los recuerdos se vuelven mucho más nítidos. Mi cuerpo estirado en la cama como si fuera un cadáver cuando regresé, aguardando en la oscuridad las visitas de unos amigos que nunca se presentaron
. Miró a West, consciente de la terrible frialdad de su mirada.
¿Crees que vas a conquistarme poniendo cara de buena persona y hablándome de los viejos tiempos? ¿Como si fueras un perro fiel que al fin regresa al hogar? A mí no me engañas. Apestas, West. Apestas a traición. Ese recuerdo al menos sí que me pertenece
.

Glokta se inclinó lentamente hacia delante.

—Sand dan Glokta —susurró como si fuera el nombre de alguien que conoció hace tiempo—. ¿Qué habrá sido de él, eh West? ¿Sabes de quién te hablo, no, aquel viejo amigo tuyo, aquel joven aguerrido, apuesto, orgulloso, osado? ¿Aquel al que se le daban tan bien las mujeres? ¿Aquel al que todo el mundo apreciaba y respetaba, y del que se esperaban grandes cosas? Sí, ¿adónde habrá ido a parar?

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