—¡Maldito pálido de mierda! —refunfuñó Ferro, que acto seguido se levantó de un salto y corrió hacia la puerta soltando un reguero de astillas y pedazos de escayola por su polvorienta espalda. Agarró el pomo y dio un tirón—. ¡Cerrada! Está... —Logen pasó como una centella a su lado, embistió la puerta, la arrancó de cuajo y cayó despatarrado en el pasillo que había al otro lado.
Ferro saltó por encima de él.
—¡Arriba, pálido, arriba! —Del borde de la puerta se había desgajado un trozo de madera con un par de clavos en un extremo. Logen pensó que podía serle útil y arrambló con él. Luego se puso trabajosamente de pie y avanzó con paso tambaleante por el pasillo hasta llegar a una bifurcación. A cada lado se extendía un corredor en penumbra. Unas pequeñas ventanas proyectaban manchas de luz sobre las oscuras esteras del suelo. No había forma de saber hacia dónde había tirado Ferro. Decidió tomar el de la derecha, en dirección a un tramo de escaleras.
Al fondo, avanzando hacia él, divisó una figura que se movía lentamente por el pasillo en penumbra. Una figura espigada y fina como una araña negra que caminaba sobre las puntas de los pies. Un rayo de luz iluminó unos cabellos pelirrojos.
—¿Otra vez tú? —dijo Logen mientras sopesaba en su mano el trozo de madera.
—Sí. Otra vez yo. —Se oyó un cascabeleo y un destello metálico surcó la oscuridad. Logen sintió cómo el trozo de madera se le escapaba de los dedos y luego lo vio pasar volando por encima del hombro de la mujer y rodar estrepitosamente por el pasillo. Volvía a estar desarmado, pero la mujer tampoco le dio tiempo de angustiarse. Tenía algo en la mano, una especie de cuchillo, y lo lanzó contra él. Esquivó su trayectoria y el objeto pasó silbando junto a su oreja, luego la mujer hizo un movimiento brusco con el otro brazo y Logen recibió una cuchillada en la cara, justo por debajo de un ojo. Inmediatamente se pegó a la pared, tratando de comprender a qué clase de magia se estaba enfrentando.
Una especie de cruz de metal, eso era lo que tenía la mujer en la mano, tres hojas curvas, una de ellas con un gancho en la punta. Una cadena colgaba de una argolla que había en el mango y desaparecía en la manga de la mujer.
El extraño cuchillo volvió a salir disparado. Logen ladeó la cabeza y la cosa aquella le pasó a un centímetro de la cara, luego salió lanzada hacia atrás soltando chispas a lo largo de la pared y regresó suavemente a las manos de la mujer. La pelirroja lo dejó caer; el objeto se balanceó colgado de la cadena, repiqueteó contra el suelo y, luego, cuando la mujer comenzó a avanzar lentamente, se puso a bailotear y a dar botes en el aire. De pronto, la pelirroja dio otra sacudida con su muñeca y aquello volvió a salir lanzado. Logen trató de esquivarlo, pero las cuchillas le rasgaron el pecho y un reguero de su sangre salpicó la pared.
Logen se lanzó hacia delante con los brazos estirados pero no logró atrapar nada. Luego oyó un cascabeleo y sintió que perdía pie: su tobillo, atrapado por la cadena, se retorció dolorosamente mientras la mujer se hacía a un lado. Cayó de bruces, comenzó a levantarse. La cadena se le enrolló al cuello. Justo antes de que se tensara del todo logró interponer una mano. Tenía a la mujer encima, sentía su rodilla apretada contra su espalda, la oía resoplar tras la máscara mientras tiraba y tiraba de la cadena, que cada vez se le clavaba más en la palma de la mano.
Logen soltó un gruñido, logró ponerse de rodillas y se levantó con paso vacilante. La mujer seguía montada a su espalda, descargando todo su peso sobre él, tirando de la cadena con todas sus fuerzas. Logen echó hacia atrás la mano que tenía libre pero no consiguió agarrarla, no podía quitársela de encima, la tenía pegada como si fuera un percebe. Apenas podía respirar ya. Tambaleándose, dio dos pasos adelante y luego se dejó caer de espaldas.
—Uuurgh —oyó susurrar a la mujer junto a su oído mientras su peso la aplastaba contra el suelo. La cadena se aflojó lo bastante para que Logen pudiera ahuecarla y escurrirse fuera. Estaba libre. Rodó por el suelo, agarró el cuello de la mujer con su mano izquierda y empezó a apretar. La pelirroja le golpeaba con las rodillas, le lanzaba puñetazos, pero tenía encima todo su peso y sus golpes llegaban con muy poca fuerza. Gruñían, bufaban, graznaban como animales con las caras prácticamente pegadas. Un par de gotas de sangre se desprendieron del corte que Logen tenía en la mejilla y cayeron sobre la máscara. La mujer alzó una mano y le fue tentando la cara mientras trataba de empujársela hacia atrás. De pronto, le metió un dedo en una de sus fosas nasales.
—¡Aaargh! —aulló Logen. Un dolor punzante le taladró la cabeza. Soltó a su presa y se puso de pie cubriéndose la cara con las manos. La mujer se apartó dando toses y le soltó una patada en las costillas que le hizo doblarse, pero Logen seguía teniendo sujeta la cadena y tiró de ella con todas sus fuerzas. El brazo de la pelirroja se estiró de golpe, soltó un alarido y salió disparada hacia Logen, que la recibió con un rodillazo que le cortó la respiración. Luego la agarró por la parte de atrás de la camisa, la alzó en vilo y la arrojó por las escaleras.
La pelirroja rodó desmadejada dando botes por los escalones y, finalmente, se quedó detenida sobre un costado poco antes de llegar al final de las escaleras. Logen estuvo tentado de bajar para rematar la faena, pero no había tiempo. Seguro que en el lugar de donde venía había más de los suyos. Se dio la vuelta y comenzó a deshacer el camino sin parar de maldecir su tobillo torcido.
Se oían ruidos por todas partes, ecos de procedencia desconocida que llenaban el pasillo de ecos. Lejanos traqueteos y golpes, gritos, chillidos. Logen escrutaba la oscuridad mientras avanzaba cojeando, empapado de sudor y apoyando una mano en la pared para no perder el equilibrio. Al llegar a una esquina, se asomó para ver si el camino estaba despejado. Entonces sintió algo frío en el cuello. Un cuchillo.
—¿Sigues vivo? —le susurró una voz al oído—. No es fácil matarte, ¿eh, pálido? —Ferro. Logen le apartó lentamente la mano.
—¿De dónde has sacado ese cuchillo? —Ojalá tuviera él uno.
—Me lo ha dado ése —en el suelo, aovillado junto a la pared, había un bulto; las esteras que tenía a su alrededor estaban teñidas de sangre oscura—. Por aquí.
Ferro comenzó a avanzar por el pasillo, caminando agachada. Logen seguía oyendo ruidos por debajo de ellos, por los lados, por todas partes. Descendieron un tramo de escaleras y llegaron a un sombrío vestíbulo forrado con paneles de madera oscura. Ferro avanzaba rápidamente saltando de sombra en sombra. Logen no podía hacer otra cosa que seguirla cojeando, arrastrando una pierna y procurando no chillar de dolor cada vez que descargaba su peso sobre ella.
—¡Ahí están! ¡Son ellos! —En el oscuro pasillo que tenían detrás habían aparecido unas siluetas. Logen se volvió para salir corriendo, pero Ferro le detuvo. Por el otro lado venían más. A su izquierda había una puerta grande entreabierta.
—¡Adentro! —Logen entró de un empujón y Ferro le siguió. Al otro lado había un voluminoso mueble, una especie de armario en cuya parte de arriba había unos estantes repletos de platos. Logen lo agarró de un extremo y lo arrastró hasta ponerlo delante de la puerta. Un par de platos cayeron y se hicieron añicos contra el suelo. Luego lo empujó con la espalda. Al menos eso los retendría durante un rato.
Una sala amplia con unos techos abovedados bastante altos. Paredes revestidas con paneles de madera, una de ellas ocupada en su mayor parte por dos enormes ventanas y, frente a ellos, una gran chimenea de piedra. Entre medias, una mesa muy larga, flanqueada por diez sillas, con la cubertería y los candelabros puestos como si estuviera preparada para una comida. Un espacioso comedor con una sola entrada. Y una sola salida.
Al otro lado de la puerta se oían unos gritos sordos. Logen sintió una vibración en la espalda, el armario se movía. Sonó un traqueteo y un plato cayó del estante, rebotó en su hombro y se estrelló contra las losas esparciendo fragmentos de loza por el suelo.
—Vaya un plan de mierda —gruñó Ferro. Logen hacía fuerzas para impedir que el tambaleante armario se viniera abajo, pero los pies se le iban resbalando poco a poco. Ferro corrió hacia la ventana más próxima, forcejeó con los marcos de metal que bordeaban los pequeños paneles, trató de hacer palanca con las uñas, no había manera.
Entonces Logen se fijó en algo. Sobre la chimenea, a modo de adorno, colgaba un viejo espadón. Un arma. Tras dar un último empujón al armario, corrió hacia él, agarró con ambas manos la larga empuñadura y lo arrancó de su soporte. Era tan romo como un arado y la pesada hoja estaba salpicada de herrumbre, pero seguía siendo sólida. Es posible que un golpe con aquel armatoste no sirviera para partir a un hombre en dos, pero bastaría para derribarlo. Se dio la vuelta a tiempo de ver cómo el armario se venía abajo desperdigando trozos de vajilla por el suelo.
Unas figuras negras irrumpieron en la habitación. Enmascarados. El que venía delante blandía un hacha de aspecto brutal y el siguiente una espada corta. El de más atrás era un negro con aros dorados en las orejas. En cada mano llevaba una larga daga curva.
No era el tipo de armas que se emplean para dar a un hombre un golpe en la cabeza, a no ser que se pretenda arrancarle de paso el cerebro. Al parecer, habían renunciado a coger prisioneros. Eran armas para matar, y con ese propósito las iban a usar. Bueno, mejor así, se dijo Logen. Digamos una cosa, sólo una cosa, de Logen Nuevededos: sabía matar. Mientras los enmascarados trepaban por el armario derrumbado y se distribuían con cautela por la pared opuesta, Logen los examinaba atentamente. Luego miró a Ferro: tenía los labios fruncidos, el cuchillo en la mano y sus ojos amarillos echaban chispas. Tanteó con los dedos la empuñadura de la espada que acababa de robar: pesada y brutal. Justo la herramienta que necesitaba, por una vez.
Soltó un aullido y, haciendo molinetes con la espada, arremetió contra el enmascarado más próximo. El tipo trató de esquivar el golpe pero la punta de la hoja le alcanzó en el hombro y lo dejó tambaleante. El que tenía detrás saltó sobre él lanzándole un tajo con su hacha. Logen se echó hacia atrás y soltó un grito ahogado al apoyarse sobre su tobillo lesionado.
Barrió el aire con el espadón, lanzando mandobles a diestro y siniestro, pero eran demasiados para mantenerlos a raya. Uno de ellos saltó sobre la mesa y se interpuso entre Ferro y él. Logen sintió un golpe en la espalda, se tambaleó, giró sobre sí, se resbaló y descargó un tajo que impactó contra una superficie blanda. Se oyó un chillido, pero para entonces el tipo del hacha ya había vuelto a la carga. El combate era un caos de máscaras, hierro, armas que entrechocaban, maldiciones, alaridos, bufidos.
Logen volvió a alzar la espada, pero estaba agotado, dolorido, debilitado. La espada era pesada y cada vez se lo parecía más. El enmascarado esquivó el golpe y la herrumbrosa hoja se estrelló contra la pared, desgajando un trozo de panel y mordiendo la escayola que había debajo. El impacto fue tan brutal que estuvo a punto de arrancarle la espada de las manos.
—Uuuf —resopló al recibir en el estómago el impacto de la rodilla del enmascarado. Luego sintió otro golpe en una pierna y estuvo a punto de desplomarse. Le ardía el pecho y tenía un regusto amargo en la boca. Sangre. Estaba cubierto de sangre. Apenas podía respirar. El enmascarado sonrió y se adelantó un paso, olfateando la victoria. Logen retrocedió tambaleándose hasta la chimenea. Dio un traspié, se le dobló una rodilla.
Todo tiene su final.
Ya no podía levantar el viejo espadón. No le quedaban fuerzas. La habitación empezó a difuminarse.
Todo tiene su final, pero algunas cosas no desaparecen, sólo aguardan inmóviles, olvidadas...
Logen sintió una especie de frío en las entrañas, una sensación que no había experimentado desde hacía mucho tiempo.
—No —murmuró—. Ya me libré de ti —pero era demasiado tarde. Demasiado tarde...
...sí, estaba cubierto de sangre, y le gustaba. Él siempre había estado cubierto de sangre. Pero estaba de rodillas, y eso ya no le gustaba tanto. El Sanguinario no se arrodilla ante ningún hombre. Buscó a tientas las grietas entre las piedras de la chimenea, encajó en ellas los dedos como si fueran las raíces de un árbol centenario y se irguió. El dolor es el mejor combustible para avivar un fuego. Unas figuras borrosas se movían delante de él. Figuras enmascaradas. Enemigos.
O, mejor dicho, cadáveres.
—¡Estás herido, norteño! —los ojos del tipo que tenía más cerca lanzaban chispas detrás de su máscara y la hoja de su hacha bailoteaba en el aire—. ¿A qué esperas para rendirte?
—¿Herido? —el Sanguinario echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada—. ¡Te voy a enseñar lo que es estar herido! —dando una voltereta se lanzó hacia delante, se escurrió por debajo del hacha como un pez en un río y trazó un gran círculo con la pesada hoja. El espadón machacó la rodilla de su oponente, doblándola en sentido contrario a la articulación, y luego le barrió la otra pierna del suelo. El enmascarado exhaló un grito sofocado, se derrumbó y se quedó girando en el suelo como una peonza con sus piernas destrozadas dando sacudidas en el aire.
Un objeto punzante se clavó en la espalda del Sanguinario, pero ya no sentía el dolor. Aquello era una señal. Un mensaje en un código secreto que sólo él entendía. Le indicaba la posición del siguiente hombre que iba a morir. Se volvió como una centella y la espada le siguió, trazando en el aire una parábola feroz, majestuosa, irresistible. Se incrustó en las entrañas de alguien, lo dobló en dos, lo arrancó de sus pies y lo arrojó por el aire. El bulto rebotó contra la pared que había junto a la chimenea y cayó al suelo en medio de una lluvia de trozos de escayola.
Un cuchillo silbó en el aire y se hundió en el hombro del Sanguinario con un golpe seco. El negro de los aros en las orejas era quien lo había lanzado. Estaba al otro lado de la mesa y sonreía, parecía estar muy satisfecho de su lanzamiento. Fue a por él. Otro cuchillo pasó zumbando a su lado y se estrelló contra la pared. El Sanguinario saltó por encima de la mesa seguido de su espada.
El negro esquivó el primer tajo, y el segundo. Un tipo ágil, taimado, listo, pero no lo bastante. El tercer tajo le mordió un costado. Un mordisco de tanteo. Un simple picotazo. Sólo le aplastó las costillas y lo dejó de rodillas aullando. El último estuvo bastante mejor, un movimiento circular de carne y hierro que le penetró por la boca, le arrancó a medias la cabeza y empapó de sangre la pared. El Sanguinario se arrancó el cuchillo del hombro y lo arrojó al suelo. Un chorro de sangre manó de la herida, rezumó a través de la camisa, dibujando sobre ella una hermosa y cálida mancha roja.