—Sigo vivo —masculló Logen—. Sigo... —venían más por el pasadizo. Se volvió y estuvo a punto de caerse. Otros cuatro por el lado contrario. Estaban atrapados.
—¡Muévete, pálido! —Ferro pasó junto a él como una exhalación y se subió de un salto al primer banco del graderío, luego al segundo y al tercero, brincando de uno a otro con grandes zancadas. Estaba loca. ¿Adónde pensaba llegar por ahí? La pelirroja había dejado de vomitar y avanzaba a rastras hacia su estaca. Los otros se aproximaban a toda velocidad, se habían juntado una montonera. Ferro ya había ascendido una cuarta parte de las gradas y no daba muestras de cansancio, seguía saltando de banco en banco haciendo retemblar los tablones.
—Mierda —Logen la siguió. Tras superar una docena de bancos, sintió que las piernas volvían a arderle. Dejó de pegar saltos y continuó la ascensión gateando. Mientras trepaba por encima de los respaldos de los bancos veía a los enmascarados que tenía detrás: le seguían con la mirada, le señalaban y se llamaban a gritos los unos a los otros mientras se iban esparciendo por el graderío.
Ahora avanzaba muy despacio. Cada banco era como una montaña. El enmascarado que tenía más cerca se encontraba ya a sólo dos filas de él. Siguió trepando, alto, cada vez más alto: sus manos ensangrentadas se aferraban a la madera, sus rodillas ensangrentadas se raspaban contra los bancos, el ruido de su propia respiración le retumbaba en la cabeza, la piel le hormigueaba debido al sudor y al miedo. De repente se encontró frente a un hueco. Exhaló un grito ahogado y se quedó oscilando al borde del vacío agitando las manos para no perder el equilibrio.
Estaba cerca de los tejados de los edificios, pero la mayor parte de los asientos de aquella zona ya habían sido desmontados y lo único que quedaba eran los soportes: unos pilares unidos entre sí por estrechas vigas y con mucho espacio vacío entre medias. Vio cómo Ferro saltaba de poste en poste y luego atravesaba corriendo un tablón que oscilaba, sin que pareciera preocuparle en lo más mínimo el vacío que se abría a ambos lados. Finalmente, se plantó de un salto en un tejado plano que había al otro extremo, muy por encima de donde él se encontraba. A Logen le pareció que estaba infinitamente lejos.
—Mierda —Logen estiró los brazos para mantener el equilibrio y avanzó tambaleándose por la viga que le quedaba más cerca, arrastrando los pies como si fuera un anciano. El corazón le martilleaba el pecho como una maza que golpeara un yunque; las rodillas, fatigadas por la ascensión, le temblaban. Intentó abstraerse de los ruidos y de los gritos de los hombres que le perseguían para concentrar su vista en la nudosa superficie de la viga, ya que no podía mirar hacia abajo sin ver el laberinto de madera que tenía debajo y las diminutas losas que se divisaban al fondo. Muy a lo lejos.
Con paso inseguro se plantó en una pasarela que seguía intacta y la cruzó muy deprisa hasta llegar al otro extremo. Luego se aupó a una viga que había por encima de su cabeza, enroscó sobre ella las piernas y comenzó a trepar con el trasero pegado a la madera mientras se repetía una y otra vez: «Sigo vivo». El enmascarado que le seguía más de cerca había llegado ya a la pasarela y la cruzaba corriendo en dirección a él.
La viga moría en lo alto de uno de los postes aislados. Un cuadrado de madera de apenas un metro de superficie. Más allá se abría el vacío. Dos zancadas de vacío. Luego otro cuadrado en lo alto de otro mástil vertiginoso y, finalmente, el tablón que desembocaba en el tejado plano. Ferro le estaba observando desde el pretil.
—¡Salta! —chilló— ¡Salta, pálido de mierda!
Saltó. Sintió la acometida del viento. Su pie izquierdo aterrizó en el cuadrado de madera, pero no hubo forma de frenarse. Se golpeó el pie derecho contra el tablón. Se le torció el tobillo, la rodilla cedió. El mundo dio un vuelco vertiginoso. Su pie izquierdo aterrizó, mitad en la madera, mitad fuera. El tablón traqueteó. Durante un instante eterno se encontró en el aire agitando los brazos.
—¡Uuufff! —Su pecho se estrelló contra el pretil. Intentó agarrarse, pero estaba sin aliento. Empezó a resbalar hacia atrás, poco a poco, centímetro a centímetro. Primero vio el tejado, luego sólo sus manos y finalmente lo único que vio fueron las piedras que tenía pegadas a la cara.
—Socorro —susurró, pero nadie vino a socorrerle.
Debajo tenía una buena caída, lo sabía. Una caída muy, muy prolongada, y esta vez al fondo no había agua. Sólo piedras, duras, planas, letales. Oyó un traqueteo. El enmascarado estaba cruzando el tablón. Oyó también que alguien gritaba, pero nada de eso importaba ya. Resbaló hacia atrás otro poco más, y sus manos trataron de aferrarse desesperadamente al frágil mortero.
—Socorro —masculló, pero no había nadie que pudiera socorrerle. Sólo los enmascarados y Ferro, y ninguno de ellos parecía pertenecer al tipo de personas que suelen socorrer a sus semejantes.
De pronto, oyó un golpe seco seguido de un chillido de pánico. Ferro había dado una patada al tablón y el enmascarado se precipitaba al vacío. Durante un buen rato el chillido se fue desvaneciendo a lo lejos hasta que finalmente se oyó un golpe y se cortó en seco. El enmascarado se había estrellado contra el lejano suelo, y Logen no ignoraba que no tardaría en hacerle compañía. Más vale ser realista con este tipo de cosas. Esta vez no habría ninguna corriente que le depositara en la orilla. Las puntas de sus dedos resbalaban lentamente, el mortero empezaba a desmenuzarse. El combate, la carrera, la ascensión habían consumido todas sus fuerzas. Se preguntó qué ruido haría cuando se precipitara al vacío.
—Socorro —musitó.
Unos dedos fuertes se cerraron en torno a su muñeca. Unos dedos oscuros, sucios. Oyó un gruñido y sintió que tiraban de su brazo con fuerza. Soltó un gemido. El borde del pretil volvió a aparecer. Luego vio a Ferro, con los dientes apretados, los ojos entrecerrados por el esfuerzo, las venas del cuello hinchadas, la cicatriz de su cara morena lívida. Logen se aferró al tablón con la otra mano, pasó su pecho por encima y luego logró montar una rodilla.
Ferro le izó el trecho que quedaba, y Logen rodó hacia el otro lado, cayó de espaldas y se quedó tumbado mirando el cielo blanquecino mientras boqueaba como un pez recién sacado del agua.
—Sigo vivo —masculló al cabo de un instante. Casi no se lo creía. No se habría sorprendido en exceso si Ferro le hubiera pisado las manos y le hubiera hecho caer.
El rostro de ella apareció por encima de él, mirándole fijamente con sus ojos amarillos, enseñándole los dientes en un gesto de furia.
—¡Maldito gordo pálido!
Ferro se apartó de él sacudiendo la cabeza, se acercó a un muro y comenzó a treparlo rápidamente en dirección a un tejado de escasa pendiente que había un poco más arriba. Mientras la miraba, un rictus de dolor se dibujó en el semblante de Logen. ¿Es que no se cansaba nunca? Él tenía los brazos machacados, cubiertos de arañazos, de moratones. Las piernas le ardían y otra vez estaba sangrando por la nariz. Le dolía todo el cuerpo. Se dio la vuelta y miró hacia abajo. A unas veinte zancadas, justo al borde de la última fila de bancos, había un enmascarado mirándole. Otros cuantos buscaban un poco más abajo una forma de seguir subiendo. Muy a lo lejos, en el círculo amarillo de hierba, distinguió una pequeña figura negra de cabello pelirrojo que daba órdenes señalando a uno y otro lado y luego apuntaba hacia donde estaba él.
Tarde o temprano conseguirían subir hasta allí. Ferro estaba encaramada a la cúspide del tejado; su silueta, andrajosa y oscura, se recortaba sobre el cielo resplandeciente.
—Quédate ahí si quieres —le gritó, y, acto seguido, se dio media vuelta y se perdió de vista. Logen soltó un gemido y se levantó, soltó otro gemido y se dirigió hacia el muro arrastrando los pies, suspiró y se puso a buscar un asidero para las manos.
—¿Dónde se ha metido todo el mundo? —inquirió maese Pielargo—. ¿Dónde está mi ilustre patrón? ¿Dónde está maese Nuevededos? ¿Dónde está la encantadora dama Maljinn?
Jezal echó un vistazo alrededor. El enfermizo aprendiz estaba demasiado absorto con sus propias penalidades para molestarse en responderle.
—Los otros dos no sé, pero Bayaz está en el baño.
—Válgame Dios, jamás he conocido un hombre más aficionado al baño. Espero que los otros dos no tarden mucho. Todo está a punto, ¿sabe? El barco está listo. Los pertrechos embarcados. Las demoras no van conmigo. ¡No señor! Si no partimos con la marea, nos tocará quedarnos aquí hasta... —el hombrecillo se interrumpió y miró fijamente a Jezal; una sombra de preocupación asomó a su semblante—. Mi joven amigo, parece usted contrariado. Acongojado, diría yo. ¿Hay algo que el hermano Pielargo pueda hacer por usted?
Jezal estuvo a punto de decirle que no se metiera donde no le llamaban, pero finalmente optó por responder con un destemplado:
—No, no.
—Apuesto a que se trata de una mujer, ¿me equivoco? —Jezal alzó bruscamente la vista, preguntándose cómo era posible que aquel tipo lo hubiera adivinado—. ¿Su esposa, tal vez?
—¡No! ¡No estoy casado! No se trata de eso. Es sólo que, bueno... —intentó dar con las palabras adecuadas pero no lo consiguió—. ¡No tiene nada que ver con eso!
—Ah, entonces se trata de un amor prohibido, un amor secreto, ¿verdad? —dijo el Navegante con una sonrisa cómplice. Abochornado, Jezal se dio cuenta de que se había sonrojado—. ¡Aja, ya veo que he acertado! No hay fruta más dulce que la fruta prohibida, ¿eh, querido amigo? ¿Eh? ¿Eh? —Pielargo acompañó sus palabras con un movimiento de cejas que a Jezal le resultó profundamente desagradable.
—¿Por qué se estarán retrasando tanto esos dos? —Le traía al fresco, pero tenía que cambiar de tema como fuera.
—¿Maljinn y Nuevededos? Ja —rió Pielargo inclinándose hacia él—. ¿No será que también ellos tienen un amor secreto, eh? ¡A lo mejor se han escabullido a alguna parte para dar rienda suelta a sus impulsos naturales! ¿Se imagina a esos dos...? Debe de ser todo un espectáculo, ¿no? ¡Ja!
Jezal torció el gesto. Ya sabía que el horrendo norteño era un pedazo de animal, y por lo poco que había visto de aquella siniestra mujer, parecía ser aún peor. El único impulso natural que podía asociar con esos dos era la violencia. Sólo de pensar en ello se sentía sucio.
Los tejados no parecían acabarse nunca. Subían uno y bajaban otro. Caminaban con cautela por las aristas, posando un pie a cada lado de las resbaladizas vertientes, avanzaban paso a paso por las cornisas, tratando de no pisar los trozos de muro que parecían más inestables. De vez en cuando, Logen alzaba un instante la mirada. Y tras recorrer un mar interminable de pizarras húmedas, tejas picadas y plomo desgastado, obtenía una mareante vista de la lejana muralla de Agriont, e incluso a veces de la ciudad, que asomaba un poco más allá. Aquello podría haberse parecido bastante a un tranquilo paseo de no haber sido por Ferro, que seguía avanzando a toda prisa, con paso seguro, maldiciéndole, apremiándole e impidiéndole pensar en la vista, en los escalofriantes precipicios que bordeaban o en las negras figuras que sin duda seguían buscándoles por ahí abajo.
En algún momento de la pelea a Ferro le habían desgarrado una manga de la camisa, y el jirón de tela ondeaba en torno a su muñeca incomodándola en la escalada. Soltó un gruñido y se la arrancó a la altura del hombro. Logen sonrió para sí al recordar lo mucho que le había costado a Bayaz convencerla para que cambiara sus apestosos harapos por ropas nuevas. Ahora estaba más sucia que nunca, tenía la camisa empapada de sudor, salpicada de manchas de sangre y recubierta con la mugre de los tejados. Ferro se volvió un momento y vio que la estaba mirando.
—Muévete, pálido —le apremió.
—No distingues los colores, ¿verdad? —Ferro no le hizo caso y siguió trepando; rodeó una chimenea humeante y resbaló sobre su vientre por las sucias pizarras hasta desembocar en una estrecha cornisa que separaba dos tejados. Logen la siguió a trancas y barrancas—. Ningún color en absoluto, ¿no?
—¿Y? —le soltó sin tan siquiera volverse.
—¿Por qué me llamas pálido entonces?
Ferro se volvió:
—¿Es que no eres pálido?
Logen se miró los antebrazos. Dejando a un lado el morado de los cardenales, el rojo de los arañazos y el azul de las venas, el resto, tenía que reconocerlo, era más o menos pálido. Frunció el ceño.
—Lo que yo decía. —Luego se alejó correteando por entre los dos tejados y al llegar al final del edificio miró hacia abajo. Logen la siguió y se asomó cautelosamente al precipicio. En la calle que tenían debajo se veía a un par de tipos deambulando. Estaba muy lejos y no había ningún medio para bajar. Tendrían que regresar por donde habían venido. Ferro ya se había retirado del borde y se encontraba detrás de él.
Una leve brisa rozó la mejilla de Logen. Los pies de Ferro se impulsaron sobre el borde del tejado y un instante después estaba en el aire. Logen contempló boquiabierto cómo Ferro volaba sobre el vacío, la espalda arqueada, los pies y los brazos dando sacudidas en el aire. Aterrizó en un tejado plano, una superficie de plomo gris veteada de musgo, dio una voltereta y luego recuperó suavemente la verticalidad. Logen se humedeció los labios y se señaló el pecho. Ferro asintió. Era posible que el tejado sólo estuviera unos tres metros más abajo, pero el espacio vacío que le separaba de él debía de rondar los seis metros, un largo trayecto. Retrocedió lentamente para tomar la máxima carrerilla posible. Respiró hondo un par de veces y cerró los ojos un instante.
En cierto modo tampoco estaría tan mal caerse. Nada de canciones, nada de historias. Una simple mancha roja en medio de una calle perdida. Logen echó a correr. Sus pasos retumbaron sobre la piedra. El aire soplaba en su boca, azotaba sus ropas desgarradas. El tejado se acercaba volando hacia él. Aterrizó con una sacudida, rodó una vez, igual que Ferro, y luego se levantó a su lado. Seguía vivo.
—¡Ja! —gritó— ¿Qué me dices a eso?
Se oyó un crujido, luego un chasquido y, acto seguido, el tejado cedió bajo los pies de Logen. Antes de caer se agarró desesperadamente a Ferro, que no pudo hacer nada para evitar caer con él. Durante un instante terrible, Logen dio una voltereta en el aire mientras aullaba y lanzaba zarpazos inútilmente, tratando de agarrarse a alguna parte. Luego se estrelló de espaldas.
Tosió, medio asfixiado por el polvo, sacudió la cabeza, comenzó a mover su cuerpo dolorido. Se encontraba en una habitación que parecía sumida en una oscuridad impenetrable por contraste con la luminosidad de fuera. Grandes cantidades de polvo flotaban en el haz de luz que entraba por el agujero del tejado. Debajo tenía algo blando. Una cama. Estaba vencida hacia un lado y las mantas se encontraban cubiertas de trozos de escayola. Encima de sus piernas había un bulto. Ferro. No pudo reprimir una risa. Al fin volvía a estar en la cama con una mujer. Aunque, por desgracia, no se parecía demasiado a como él lo había imaginado.