Por todas partes había gente abrazándose, besándose, diciendo adiós con las manos. Esposas despidiendo a sus maridos, madres despidiendo a sus hijos, hijos despidiendo a sus padres, todos ellos calados hasta los huesos. Unos se lo tomaban con entereza, otros lloraban y gimoteaban. Y a otros parecía traerles sin cuidado: simples curiosos que habían acudido a contemplar aquella locura.
Para Jezal, que se encontraba apoyado en el desgastado riel del barco que le iba a llevar a Angland, nada de aquello tenía sentido. El agua le resbalaba a chorros por la nariz, tenía el pelo pegado a la cabeza y se encontraba sumido en un estado de profunda melancolía. Ardee no estaba allí y, sin embargo, parecía estar en todas partes. De pronto le parecía oír su voz, que se alzaba por encima del tumulto llamándole por su nombre. Luego creía verla por el rabillo del ojo, mirándole, y se le cortaba la respiración. Sonreía, hacía ademán de levantar la mano para saludarla y, de repente, se daba cuenta de que no era ella. Otra mujer morena que sonreía a algún otro soldado. Los hombros volvían a hundírsele. La decepción era cada vez más honda.
Ahora se daba cuenta del tremendo error que había cometido. ¿Por qué le había dicho que le esperara? ¿Que le esperara para qué? No podía casarse con ella, eso estaba claro. Era imposible. Sin embargo, sólo de pensar que pudiera fijarse en otro hombre le ponía enfermo. Estaba hundido en la miseria.
Amor. No le hacía maldita la gracia tener que reconocerlo, pero sólo podía ser eso. Siempre había sentido el más absoluto desprecio por aquella idea. No era más que una estúpida palabra. Una palabra que sólo servía para que los malos poetas tuvieran algo con lo que dar la tabarra y las mujeres imbéciles un tema del que cotillear. Una idea propia de un cuento de niños y carente de toda relevancia en el mundo real, donde las relaciones entre hombres y mujeres se reducían al sexo y al dinero. Y, sin embargo, ahí estaba él, hundido hasta el cuello en una ciénaga de temor y culpa, de deseo y confusión, de dolor y pérdida. Amor. Qué maldición.
—Me gustaría ver a Ardee —susurró Kaspa en tono nostálgico.
Jezal se volvió y le miró fijamente.
—¿Cómo? ¿Qué has dicho?
—Bueno, sólo digo que sería agradable verla, nada más —dijo el teniente alzando las manos—. Desde que se produjo el incidente mientras jugaban a las cartas, todo el mundo andaba con pies de plomo por temor a que volviera a estallar.
Jezal se volvió hacia la multitud con gesto hosco. Abajo se había formado una especie de tumulto. Un jinete trataba de abrirse paso en medio del caos, espoleando un caballo empapado de sudor y gritando cada dos por tres: «¡Dejen paso!». Incluso bajo aquel chaparrón, las alas del casco del jinete resplandecían. Un correo del Rey.
—Alguien va a recibir malas noticias —susurró Kaspa.
Jezal asintió.
—Y parece que somos nosotros. —En efecto, el jinete avanzaba directamente hacia su barco, dejando a sus espaldas una estela de soldados y estibadores desconcertados y furiosos. Se bajó del caballo de un salto y comenzó a subir con paso decidido por la pasarela; el semblante adusto, la reluciente armadura empapada, las espuelas cascabeleando a cada paso que daba.
—¿El capitán Luthar? —preguntó.
—Yo soy —dijo Jezal—. Llamaré al coronel.
—No es necesario. El mensaje es para usted.
—¿Para mí?
—El Juez Marovia requiere que se presente inmediatamente en su despacho. Será mejor que coja mi caballo.
Jezal frunció el ceño. Aquello le daba mala espina. No veía ninguna razón que justificara que se recurriera a un correo del Rey para hacerle llegar un mensaje, a no ser que el asunto guardara relación con su presencia en el interior de la Casa del Creador. No quería saber nada más sobre aquello. Prefería relegarlo al olvido, junto con Bayaz, su norteño y el repulsivo tullido.
—El Juez le está esperando, capitán.
—Sí, sí, ya voy —al parecer no había nada que hacer.
—¡Ah, capitán Luthar! ¡Qué honor volver a verle! —Tal y como estaban las cosas, a Jezal apenas le sorprendió toparse con el demente de Sulfur en las proximidades de las oficinas del Juez Supremo. De hecho, ya ni siquiera le parecía un loco, sólo una pieza más de un mundo que había perdido por completo la razón—. ¡Qué inmenso honor! —babeó.
—Lo mismo digo —dijo en tono ausente Jezal.
—¡Qué suerte haberle encontrado ahora que los dos estamos a punto de partir! Mi señor me ha encomendado un número ingente de tareas —exhaló un hondo suspiro—. No nos dan respiro, ¿eh?
—No, tiene usted razón.
—¡De todos modos, es un honor verle y, por si fuera poco, convertido en todo un triunfador del Certamen! Estuve allí, sabe, fue un auténtico privilegio poder asistir a un acontecimiento como ése —sonrió ampliamente y sus ojos de dos colores chispearon—. Y pensar que estaba decidido a dejarlo. ¡Ja! ¡Pero no lo hizo, ya se lo dije yo! ¡No lo hizo y ahora recoge los frutos! Los confines del Mundo —añadió en voz muy baja como si pronunciar aquellas palabras en voz alta pudiera desencadenar una catástrofe—. Los confines del Mundo. ¿Se lo imagina? ¡Le envidio, vaya si le envidio!
Jezal parpadeó.
—¿Qué?
—¡Qué! ¡Ja! ¡Qué, dice! ¡Es usted un valiente, señor! ¡Un auténtico valiente! —Y, acto seguido, Sulfur se alejó con paso vivo por la encharcada Plaza de los Mariscales, riéndose para sí. Jezal estaba tan desconcertado que ni siquiera se sintió con fuerzas para llamarle maldito idiota cuando estuvo demasiado lejos para poder oírle.
Uno de los innumerables secretarios de Marovia le condujo por un retumbante pasillo desierto que desembocaba en unas puertas colosales. Se detuvo delante de ellas y llamó. Al oír un grito de respuesta, giró el pomo, tiró hacia sí una de las hojas y se apartó cortésmente para dejar pasar a Jezal.
—Ya puede pasar —dijo en voz baja al ver que Jezal no se movía.
—Ah, sí, sí, claro.
La gigantesca cámara estaba sumida en un inquietante silencio. Apenas había muebles en aquel inmenso espacio forrado de madera, y los pocos que había eran de un tamaño exagerado, como si estuvieran pensados para unas personas mucho más grandes que Jezal. Por un instante tuvo la impresión de que había acudido a aquel lugar para verse sometido a un juicio.
El Gran Juez Marovia estaba sentado tras una mesa descomunal, que relucía como un espejo. Miraba a Jezal con una sonrisa cordial, aunque teñida de una cierta expresión de lástima. A su izquierda se sentaba el Mariscal Varuz, que miraba hacia abajo contemplando con gesto culpable el reflejo borroso de su propio rostro. Jezal no creía que fuera posible sentirse más deprimido de lo que ya estaba, pero, al fijarse en el tercer miembro del grupo, se dio cuenta de que estaba equivocado. Ahí estaba Bayaz, con su característica sonrisa de suficiencia. Sintió un leve ataque de pánico cuando la puerta se cerró a sus espaldas: el clic del pestillo le hizo pensar en el cerrojo de una mazmorra.
Bayaz se levantó y rodeó la mesa.
—Capitán Luthar, me alegro mucho de que haya venido —el anciano cogió la mano húmeda de Jezal, la estrechó con fuerza y luego le condujo hacia el interior de la sala—. Gracias por venir. Muchas gracias.
—Mmm... no faltaba más —ni que hubiera tenido otra opción.
—Bueno, me imagino que estará preguntándose a qué viene todo esto. Permítame que se lo explique —dio un paso atrás y se sentó sobre la mesa, como si fuera un tío que se dispusiera a soltar una cordial charla a su sobrino—. Yo y un pequeño grupo de valientes compañeros, personas escogidas, me entiende, personas distinguidas, vamos a emprender un largo viaje. ¡Un viaje épico! ¡Una grandiosa aventura! No me cabe ninguna duda de que si nuestra misión se ve coronada por el éxito, se hablará de ello durante años. Durante muchos años —Bayaz arqueó sus blancas cejas y su frente se cubrió de arrugas—. ¿Y bien? ¿Qué le parece?
—Mmm... —Jezal miró nervioso a Marovia y a Varuz, pero ninguno de los dos le dio ninguna pista que le permitiera adivinar de qué iba todo aquello—. ¿Puedo hacerle una pregunta?
—Por supuesto, Jezal. No le importa que le llame Jezal, ¿verdad?
—No, mmm, claro que no. Esto, el caso es que... verá, me pregunto qué tiene eso que ver conmigo.
Bayaz sonrió.
—Nos falta un hombre.
Se produjo un tenso y prolongado silencio. Una gota de agua se desprendió del cuero cabelludo de Jezal, resbaló por su frente, se deslizó por su nariz y fue a parar a las baldosas del suelo. Un sentimiento de espanto se fue esparciendo lentamente por todo su cuerpo, desde las entrañas hasta la punta de los dedos.
—¿Yo? —masculló.
—Se trata de un trayecto largo, difícil y, con toda probabilidad, preñado de peligros. Ahí fuera tenemos enemigos, tanto usted como yo. Muchos más enemigos de los que se imagina. ¿Quién podría sernos más útil que un consumado espadachín como usted? ¿Todo un vencedor del Certamen?
Jezal tragó saliva.
—Le agradezco mucho su ofrecimiento, se lo digo sinceramente, pero me veo obligado a declinarlo. Mi puesto está con el ejército, ¿comprende? —dio un paso vacilante hacia atrás en dirección a la puerta—. Debo ir al Norte. Ahora, si me disculpan, mi barco debe de estar a punto de zarpar y...
—Me temo que su barco ya ha zarpado, capitán —terció Marovia. Su voz cálida hizo que Jezal se parara en seco—. No hace falta que siga preocupándose de eso. No va a ir a Angland.
—Pero, Señoría, mi compañía...
—Ya encontraremos otro oficial para que la mande —dijo sonriendo el Juez Supremo; su tono era comprensivo y cordial pero tremendamente firme—. Valoro mucho sus sentimientos, créame, pero consideramos que esto es bastante más urgente. Es muy importante que haya un representante de la Unión en este asunto.
—Terriblemente importante —murmuró Varuz sin demasiado entusiasmo. Jezal miraba atónito a los tres ancianos. No había escapatoria. ¿Era esa la recompensa por haber ganado el Certamen? ¿Un viaje descabellado a váyase usted a saber dónde en compañía de un anciano trastornado y un grupo de salvajes? ¡Cuánto deseaba no haberse dedicado jamás a la esgrima! ¡No haber puesto sus ojos en un acero en su vida! Pero desear no servía de nada. No había vuelta atrás.
—Tengo que servir a mi patria... —musitó Jezal.
Bayaz soltó una carcajada.
—Acabar formando parte de una pila de cadáveres en el gélido Norte no es la única manera de servir a la patria, muchacho. Zarpamos mañana.
—¿Mañana? Pero si todas mis cosas están en...
—No se preocupe, capitán, todo está arreglado —el anciano se bajó de la mesa, se le acercó y le palmeó la espalda con entusiasmo—. Antes de que zarpara su barco se desembarcaron sus bártulos. Dispone de esta tarde para escoger lo que se va a llevar al viaje, pero debemos ir ligeros de equipaje. Armas, desde luego, y también ropa resistente. No se olvide tampoco de meter un buen par de botas, ¿eh? Me temo que tendrá que olvidarse de los uniformes, podrían llamar la atención de una forma muy poco recomendable en los lugares adonde vamos.
—Está bien —dijo abatido Jezal—. ¿Y puedo preguntarle... a dónde vamos?
—¡A los confines del Mundo, muchacho, a los confines del Mundo! —los ojos de Bayaz emitieron un destello—. Y luego de vuelta a casa.. espero.
Digamos una cosa de Logen Nuevededos: estaba contento. Por fin se iban. Pese a haber oído algunos comentarios imprecisos sobre el Viejo Imperio y los confines del Mundo, no tenía ni la más remota idea de a dónde iban, pero tampoco le importaba. Cualquier sitio le parecería bien con tal de salir de aquel maldito lugar, y cuanto antes se largaran, tanto mejor.
El último miembro en unirse al grupo no parecía compartir su entusiasmo. Se trataba de Luthar, el joven arrogante de la barbacana. El tipo que había vencido en el jueguecito aquel de las espadas gracias a las trampas de Bayaz. Desde que llegó, apenas había pronunciado más de dos palabras seguidas. Se limitaba a permanecer de pie con la cara rígida y pálida como la cera, mirando por la ventana más tieso que si le hubieran ensartado una lanza en el culo.
Logen se dirigió lentamente hacia él. Si se va a viajar con un hombre, y puede que también a luchar a su lado, es preferible charlar con él y, si es posible, echarse unas risas. Es así cómo surge primero la comprensión y luego la confianza. Es la confianza lo que mantiene unida a una banda, y, en medio de la naturaleza salvaje, eso puede representar la diferencia entre la vida y la muerte. Generar una confianza de ese tipo lleva su tiempo y exige un esfuerzo. Logen pensaba que, puestos a ello, era mejor empezar cuanto antes, y, además, aquel día estaba de muy buen humor. Se puso al lado de Luthar y se quedó mirando al parque mientras trataba de encontrar un terreno común en el que sembrar las semillas de tan improbable amistad.
—Hermoso país el suyo —no lo pensaba, pero andaba escaso de ideas.
Luthar se volvió hacia él y le miró de arriba abajo con gesto altanero:
—¡Qué sabrá usted!
—Siempre he pensado que la opinión de un hombre vale tanto como la de cualquier otro.
—Ja —replicó el joven con gélida sorna—. Ésa debe de ser una de las muchas cosas que nos diferencian —y, dicho aquello, siguió mirando por la ventana.
Logen respiró hondo. Parecía que la confianza mutua iba a tardar algún tiempo en surgir. Dejó a Luthar y probó con Quai, aunque, a decir verdad, el aspecto del aprendiz era de lo menos prometedor: estaba arrellanado en su silla con la mirada perdida y el ceño fruncido. Logen se sentó a su lado.
—Bueno, debes de estar deseando volver a tu país, ¿no?
—Mi país —musitó con desánimo el aprendiz.
—Sí, el Viejo Imperio... o como se llame.
—Ni se imagina cómo son allí las cosas.
—Pues cuéntamelo —dijo Logen esperando oír hablar de la paz de sus valles, de sus ciudades, de sus ríos y todo ese tipo de cosas.
—Allí no hay más que sangre. Sangre y anarquía. La vida vale menos que una mota de polvo.
Sangre, anarquía. Aquellas palabras tenían un regusto desagradablemente familiar.
—¿No hay una especie de Emperador o algo así?
—Hay muchos, y siempre están luchando entre sí, forjando unas alianzas que duran una semana, un día, una hora, pues nada más sellarlas se apresuran a apuñalarse unos a otros por la espalda. Cuando cae un Emperador, surge otro y luego otro y otro, y, entretanto, en los márgenes de la sociedad, los desesperados, los desposeídos, hurgan entre la basura o se dedican al pillaje o al asesinato. Las ciudades menguan, las grandes obras del pasado se convierten en ruinas, las cosechas no se recogen y la gente pasa hambre. Derramamiento de sangre y traiciones, así ha sido desde hace cientos de años. Las raíces de las rivalidades son tan profundas, tan enmarañadas, que ya casi nadie sabe quién es enemigo de quién ni por qué. Ya no se necesitan razones.