—Parece que Su Majestad está disfrutando mucho del espectáculo —le susurró West al oído.
—Hummm —el Rey, en realidad, parecía haberse quedado dormido y tenía la corona ladeada. Jezal se preguntó con desgana qué pasaría si finalmente se cayera.
También estaba el Príncipe Ladisla, vestido tan fastuosamente como de costumbre, mirando hacia el ruedo con una sonrisa radiante, como si todos los presentes hubieran acudido para verle a él. El aspecto del Príncipe Raynault no podía ser más distinto: vestía con sencillez y sobriedad y miraba con gesto ceñudo a su semiinconsciente progenitor. A su lado, muy erguida y con la barbilla alzada, se sentaba su madre, la Reina, tratando de aparentar que su marido estaba completamente despierto y que la corona no amenazaba con aterrizar súbita y dolorosamente en su regazo. Entre ella y Lord Hoff, a Jezal le llamó la atención una joven de gran belleza. Vestía con más lujo aún que Ladisla, si es que eso era posible, y llevaba al cuello una cadena de enormes diamantes que relucían al sol.
—¿Quién es esa mujer? —preguntó Jezal.
—Ah, la Princesa Terez —susurró West—. La hija del Gran Duque Orso, el Señor de Talins. Siempre he oído decir que era una mujer bellísima y, por una vez, parece que los rumores no exageraban.
—Creía que de Talins no podía salir nada bueno.
—Yo también, pero da la impresión de que ella es la excepción, ¿no te parece? —Jezal no estaba del todo convencido. Despampanante sin duda lo era, pero en la expresión de sus ojos se adivinaba una especie de gélido orgullo—. Creo que la Reina tiene en mente casarla con el Príncipe Ladisla —Jezal vio cómo el Príncipe heredero se inclinaba por delante de su madre para obsequiar a la Princesa con algún chiste insustancial y luego se reía encantado de su propia ocurrencia y se palmeaba regocijado las rodillas. La mujer le respondió esbozando una sonrisa glacial, que incluso a esa distancia irradiaba desdén. Ladisla, sin embargo, no pareció percatarse, y en ese momento sucedió algo que atrajo la atención de Jezal. Un hombre alto, vestido con una casaca roja, se aproximaba al círculo avanzando a grandes zancadas. El árbitro.
—Ha llegado la hora —le susurró West.
El árbitro alzó teatralmente un brazo con dos dedos extendidos y se dio lentamente la vuelta esperando a que remitiera el alboroto.
—¡Hoy tendrán el placer de asistir a
dos
asaltos de esgrima! —tronó, y, acto seguido, alzó la otra mano y extendió tres dedos; la multitud aplaudió—. ¡Cada uno de ellos a
tres
toques! —después levantó los dos brazos a la vez—.
¡Cuatro
hombres lucharán ante ustedes! Dos de ellos se retirarán... con las manos vacías —el árbitro dejó caer un brazo mientras sacudía con gesto pesaroso la cabeza; la multitud exhaló un suspiro—. ¡Pero los otros dos pasarán a la ronda siguiente! —La muchedumbre expresó ruidosamente su aprobación.
—¿Listo? —preguntó el Mariscal Varuz inclinándose sobre el hombro de Jezal.
Vaya una pregunta más estúpida. ¿Y si no estaba listo? ¿Qué pasaría? ¿Se suspendería el espectáculo? ¡Disculpen todos, pero es que no estoy listo! ¿Qué tal si nos vemos al año que viene? Pero Jezal sólo fue capaz de decir:
—Ajá.
—¡El primer asalto va a comenzar! —exclamó el árbitro dándose lentamente la vuelta en el centro de la arena.
—¡La guerrera! —le espetó Varuz.
—¡Ah! —Jezal bregó con los botones, se quitó la guerrera y se puso a arremangarse maquinalmente la camisa. Miró de reojo a su contrincante y vio que también él estaba haciendo unos preparativos similares. Era un joven alto y delgado, de brazos largos, con unos ojos apagados y un tanto acuosos. No podía decirse que su aspecto fuera demasiado intimidatorio. Jezal advirtió que sus manos temblaban un poco mientras cogía los aceros que le tendía su padrino.
—¡Preparado por Sepp dan Vissen, y llegado desde Rostod, en Starikland... —el árbitro hizo una pausa efectista—... Kurtis dan Broya! —El público le dedicó una enardecida ovación. Jezal soltó un resoplido. Aquellos payasos aplaudían a cualquiera.
El joven espigado se levantó de su asiento y avanzó con decisión hacia el círculo con sus aceros centelleando al sol.
—¡Broya! —repitió el árbitro mientras aquel idiota desgarbado se colocaba en su marca. West desenvainó los aceros. El tintineo metálico de sus hojas hizo que a Jezal volvieran a entrarle las ganas de vomitar.
El árbitro señaló de nuevo hacia los cercados de los contendientes:
—¡Y su contrincante de hoy! ¡Un oficial de la Guardia Real, entrenado por el mismísimo Mariscal Varuz! —sonaron unos cuantos aplausos y el rostro del anciano soldado se iluminó con una sonrisa—. Llegado desde Luthar, en Midderland, pero residente en Agriont... ¡el capitán Jezal dan Luthar! —El público prorrumpió en una salva de aplausos bastante más ruidosa que la que había recibido Broya. En medio del barullo se alzó una ráfaga de gritos agudos. Números cantados. Se hacían apuestas. Mientras se ponía lentamente de pie, Jezal volvió a sentir náuseas.
—Buena suerte —West le entregó por el lado de la empuñadura los aceros desnudos.
—¡No la necesita! —bramó Varuz—. ¡Ese Broya es un don nadie! ¡Basta con que le mantenga a distancia! ¡Presiónele, Jezal! ¡Presiónele!
El trayecto hasta aquel círculo de hierba rasa y seca se le estaba haciendo eterno. Mientras avanzaba retorciendo una y otra vez las empuñaduras de sus aceros con sus manos sudorosas, el griterío de la multitud le retumbaba en los oídos, aunque más atronador aún era el palpitar de su propio corazón.
—¡Luthar! —repitió el árbitro sonriendo ampliamente al ver acercarse a Jezal.
Todo tipo de preguntas absurdas e irrelevantes se le pasaban por la cabeza. ¿Estaría Ardee entre el público preguntándose si acudiría a reunirse con ella por la noche? ¿Le matarían en la guerra? ¿Cómo se las habrían ingeniado para trasladar aquel círculo de hierba a la Plaza de los Mariscales? Levantó la vista y miró a Broya. ¿Sentiría lo mismo que él? La multitud había enmudecido por completo. El peso del silencio se abatió sobre Jezal mientras se colocaba en su marca y afirmaba los pies en la hierba seca. Broya encogió los hombros, sacudió la cabeza y alzó sus aceros. A Jezal le entraron de pronto ganas de orinar. Unas ganas enormes. ¿Y si se lo hacía encima? Una gran mancha oscura extendida por sus pantalones. El tipo que se meó en pleno Certamen. Se pasarían el resto de la vida burlándose de él.
—¡Adelante! —tronó el árbitro.
Pero no ocurrió nada. Los dos hombres permanecían inmóviles frente a frente con los aceros en la posición inicial. Jezal sintió un picor en las cejas. Tenía ganas de rascárselas, pero ¿con qué? Su contrincante se chupó los labios y luego, con mucha precaución, dio un paso a la izquierda. Jezal le imitó. Haciendo crujir suavemente la hierba seca con sus pisadas, se fueron rodeando el uno al otro con suma cautela mientras se iban acercando muy poco a poco. Conforme disminuía la distancia entre ellos, el mundo de Jezal se fue reduciendo cada vez más al espacio que había entre las dos puntas de los aceros largos. Ya estaban sólo a una zancada. Ahora a un metro. Ahora a medio metro. Toda la atención de Jezal estaba concentrada en esas dos puntas brillantes. Tres centímetros. Broya se lanzó hacia delante sin mucha fuerza, y Jezal, sin pensarlo siquiera, desvió el golpe.
Las hojas de los aceros repicaron al entrechocarse y, como si se tratara de una señal acordada previamente, el público recuperó la voz. Primero fueron sólo unos cuantos gritos aislados:
—¡Machácale, Luthar!
—¡Sí!
—¡Pinche! ¡Pinche!
Pero pronto quedaron absorbidos por el furioso y atronador oleaje de la multitud, que subía y bajaba al compás de los movimientos de los contendientes en el círculo.
Cuanto más se fijaba Jezal en aquel imbécil desgarbado, menos imponente le parecía. Su nerviosismo empezó a remitir. Broya intentó una torpe acometida, y Jezal la esquivó casi sin moverse. Broya le lanzó un tajo sin demasiada convicción, y Jezal lo paró sin ningún problema. Broya entró a fondo con un movimiento inepto, desequilibrado y excesivamente extendido, y Jezal lo eludió girándose y tocó a su contrincante en las costillas con la punta roma de su acero largo. Todo había sido muy fácil.
—¡Uno para Luthar! —gritó el árbitro mientras una ovación se extendía por las gradas. Jezal sonrió para sí, regodeándose con la admiración del público. Varuz tenía razón, aquel bobo no le iba a plantear ningún problema. Un toque más y ya habría pasado a la siguiente ronda.
Regresó a su marca, y lo mismo hizo Broya, que se frotaba las costillas con una mano mientras lanzaba a Jezal una mirada torva arrugando las cejas. Jezal no se sintió intimidado en absoluto. Las miradas torvas no sirven de nada si después la forma de combatir no está a su altura.
—¡Adelante!
Esta vez se acercaron rápidamente e intercambiaron un par de tajos. Jezal estaba sorprendido de la lentitud de su contrincante.
Era como si cada una de sus espadas pesara una tonelada. Broya lanzaba golpes al aire con el acero largo tratando de aprovechar la longitud de sus brazos para alcanzar a Jezal. Hasta el momento apenas había recurrido al acero corto, y todavía menos a un uso coordinado de ambos. Peor aún, a pesar de que sólo llevaban luchando unos pocos minutos, parecía que empezaba a faltarle el aliento. ¿Se habría entrenado aquel paleto? ¿O es que andaban cortos de participantes y habían cogido al primer sirviente que pasaba por la calle? Jezal se apartó de un salto y se puso a bailar alrededor de su rival. Broya trataba de darle alcance de una forma tan obstinada como incompetente. La cosa empezaba a resultar un tanto embarazosa. Los combates tan disparejos no divierten a nadie y la torpeza de aquel patán le estaba impidiendo lucirse.
—¡Oh, venga ya! —gritó Jezal. Una cascada de risas se extendió por las gradas. Broya apretó los dientes y se abalanzó sobre él con todo lo que tenía, que tampoco era mucho. Jezal desbarató sus torpes ataques, se agachó y se deslizó hasta el otro lado del círculo mientras su estúpido contrincante le seguía sin lograr acercársele a menos de tres pasos. Aquel tipo no tenía ni precisión, ni velocidad, ni ideas. Hacía sólo unos minutos la perspectiva de tener que enfrentarse a aquel idiota desgarbado le tenía medio aterrorizado. Pero ahora lo que empezaba a estar era aburrido.
—¡Ja! —Jezal pasó súbitamente al ataque, cogió desequilibrado a su contrincante y le lanzó un tajo brutal que le obligó a echarse hacia atrás tambaleándose. La multitud se reanimó y rugió mostrándole su apoyo. Acto seguido, Jezal descargó sobre su rival una tanda de estocadas. Broya trató de pararlas a la desesperada, perdió por completo el equilibrio, retrocedió trastabillando y, tras parar un último golpe, tropezó, se le desmadejaron los brazos, perdió el acero corto y cayó sentado fuera del círculo.
El público prorrumpió en un torrente de ruidosas carcajadas, al que Jezal no pudo evitar sumarse. El pobre imbécil tenía un aspecto muy gracioso tendido de espaldas con las piernas en el aire como si fuera una tortuga.
—¡El capitán Luthar es el vencedor! —proclamó el árbitro—. ¡Dos a cero! —Las risas se tornaron en abucheos cuando Broya se dio la vuelta en el suelo. El muy patán parecía estar al borde de las lágrimas. Jezal se acercó a él para ofrecerle su mano, pero le resultó imposible borrar de su rostro una sonrisita de suficiencia. El contrincante derrotado rechazó su ayuda y se levantó de golpe, lanzándole una mirada entre dolida y rencorosa.
Jezal se limitó a encogerse de hombros.
—Yo no tengo la culpa de que seas un mierda.
—¿Másh? —preguntó Raspa con los ojos nublados por el alcohol mientras le acercaba la botella con mano temblorosa.
—No, gracias —Jezal apartó suavemente la botella antes de que Kaspa tuviera tiempo de servirle. Durante un instante los ojos empañados del teniente le miraron con perplejidad, luego se volvió hacia Jalenhorm.
—¿Másh?
—Shiempre —el gigantón deslizó su copa por la mesa como queriendo decir: «No estoy borracho», aunque saltaba a la vista que lo estaba, y mucho. Kaspa inclinó la botella y, entornando los ojos, miró la copa como si se encontrara a una enorme distancia. Jezal vio cómo el cuello de la botella oscilaba en el aire y luego repiqueteaba sobre el borde de la copa. El resultado era tan inevitable que casi hacía daño a la vista. El vino se vertió sobre la mesa salpicando el regazo de Jalenhorm.
—¡Estás como una cuba! —se quejó el grandullón mientras se levantaba a trompicones y trataba de limpiarse con sus manos de borracho, haciendo caer la banqueta al suelo. Algunos de los otros parroquianos de la taberna miraron a su mesa con patente desdén.
—Shiempre —dijo Kaspa soltando una risita.
West alzó la vista de su copa:
—Los dos estáis como una cuba.
—No es culpa nuestra —Jalenhorm buscó a tientas su banqueta—. ¡La culpa la tiene él! —Y apuntó con un dedo vacilante a Jezal.
—¡Por ganar! —gorgoteó Kaspa—. Porque ganaste, ¿no? ¡Así que hay que selebrarlo!
Jezal hubiera preferido que no lo celebraran tanto. La situación empezaba a resultar un tanto embarazosa.
—Mi prima Ariss estuvo allí... lo vio todo. Estaba impresionada —Kaspa rodeó a Jezal con el brazo—. La tienesh shiflada... shiflada... shiflada —pegó sus labios humedecidos a la cara de Jezal mientras bregaba con la palabra—. Esh muy rica, ¿shabes? Muy rica. Shiflada la tienes.
Jezal arrugó la nariz. No tenía ningún interés por la fantasmal bobalicona de su prima, por muy rica que fuera, y encima a Kaspa le apestaba el aliento.
—Bien... estupendo —se desembarazó del teniente y le apartó sin demasiados miramientos.
—Bueno, ¿cuándo vamos a empezar con el asunto ese del Norte? —inquirió Brint alzando excesivamente la voz como si estuviera deseando entrar en faena—. Pronto, espero. Así estaremos de vuelta antes del invierno, ¿eh, comandante?
—Hummm —resopló West torciendo el gesto—. Al paso que vamos, bastante suerte tendremos si nos ponemos en marcha antes del invierno.
Brint se quedó un poco desconcertado.
—Bueno, tardemos lo que tardemos, seguro que cuando lleguemos les daremos a esos salvajes una buena paliza.
—¡Una buena paliza! —gritó Kaspa.
—Así se habla —sentenció Jalenhorm asintiendo con la cabeza.
West no participaba de su entusiasmo.
—Yo no estaría tan seguro. ¿No os habéis fijado en el estado en que se encuentran algunas de las levas? Apenas están en condiciones de caminar y menos aún de combatir. Es un desastre.