El campesino le dirigió una sonrisa apenada.
—Le agradeceré mucho cualquier cosa que pueda hacer.
—Claro, claro, desde luego. Haré lo que pueda —no serviría de nada, y ambos lo sabían. West hizo una mueca y se mordió el labio—. Será mejor que acepte esto —y, dicho aquello, metió su portamonedas entre los dedos encallecidos del campesino. Heath entreabrió la boca y le miró a los ojos. West esbozó una sonrisa forzada y se puso de pie. Estaba deseando salir de allí.
—¡Señor! —le llamó, pero West se alejaba ya a toda prisa por el pasillo, y no se dio la vuelta.
¿Por qué lo hago?
La negra silueta de la residencia de Villen dan Robb se recortaba sobre el despejado cielo nocturno. El edificio no tenía nada de particular: una casa de dos plantas con un muro bajo y una verja en la parte delantera, como tantas otras que había en esa misma calle.
Nuestro viejo amigo Rews vivía en una mansión palaciega cerca del mercado. Desde luego, Robb debería haberse mostrado un poco más ambicioso cuando se dejó sobornar por él. Claro que a nosotros nos viene muy bien que no fuera así
. En otras zonas de la ciudad, las grandes avenidas permanecían brillantemente iluminadas hasta el amanecer, repletas de juerguistas borrachos. Pero aquella callejuela quedaba muy apartada de las luces brillantes y las miradas indiscretas.
Podemos trabajar sin que nos molesten.
En una estrecha ventana del primer piso que había en uno de los costados del edificio ardía una luz.
Bien. Nuestro amigo está en casa. Pero aún despierto: no hay que meter ruido
. Se volvió hacia el Practicante Frost y le señaló el costado de la casa. El albino asintió con la cabeza y se deslizó sigiloso hacia el otro lado de la calle.
Glokta aguardó hasta que llegó al muro y desapareció entre las sombras que envolvían el costado de la casa, luego se volvió hacia Severard y señaló la entrada. Los ojos del desgarbado Practicante sonrieron un instante, y, a continuación, corrió agachado hasta el muro, lo saltó y cayó al otro lado sin hacer ruido.
De momento, todo perfecto. Pero ahora me toca a mí moverme
. Glokta se preguntó por qué se le había ocurrido venir. Frost y Severard eran perfectamente capaces de ocuparse ellos solos de Robb, y su presencia allí sólo serviría para retrasarles.
Incluso podría pasar que me cayera de culo y alertara a ese imbécil. Entonces, ¿por qué he venido?
Pero sabía muy bien por qué. La excitación ya había empezado a subirle por la garganta. Casi le hacía sentirse vivo.
Llevaba la punta del bastón envuelta en un trapo para poder acercarse renqueando hasta el muro sin armar demasiado escándalo. Severard había abierto la verja, sujetando sus goznes con su mano enguantada para que no hiciera ningún ruido.
Bien hecho. Para alguien como yo, ese pequeño muro es como tener que escalar una pared de treinta metros
.
Arrodillado en los escalones que había delante de la puerta de la casa, Severard hurgaba ya en la cerradura: la oreja pegada a la madera, los ojos entrecerrados en un gesto de concentración, las manos enguantadas moviéndose con soltura. El corazón de Glokta latía acelerado, la piel le hormigueaba debido a la tensión.
Ah, la emoción de la caza
.
Se oyó un leve clic y luego otro. Severard se metió las ganzúas en el bolsillo, alargó la mano y empezó a girar el picaporte, con mucha suavidad, con extrema lentitud. La puerta se abrió silenciosamente.
Qué tipo más útil. Si no los tuviera a Frost y a él, no sería más que un lisiado. Son mis manos, mis brazos, mis piernas. Pero yo soy su cerebro
. Severard se deslizó dentro y Glokta, gesticulando de dolor cada vez que apoyaba la pierna izquierda, lo siguió.
El vestíbulo estaba a oscuras, pero desde lo alto de las escaleras caía un haz de luz que proyectaba sobre el suelo de madera la distorsionada sombra del pasamanos. Glokta señaló las escaleras, y Severard asintió con un gesto y comenzó a avanzar de puntillas pegado a la pared. Le llevó una eternidad alcanzarlas.
Al apoyar su peso sobre el tercer peldaño se produjo un leve crujido. Glokta hizo una mueca de dolor. Severard se quedó paralizado. Aguardaron, quietos como estatuas. Desde el piso de arriba no llegó ningún ruido. Glokta respiró de nuevo. Severard continuó ascendiendo paso a paso. Cuando se encontraba cerca del final, se pegó a la pared y se asomó con cuidado, luego subió el último peldaño y se perdió de vista sin hacer ni el más mínimo ruido.
Frost surgió de entre las sombras al otro extremo del pasillo. Glokta le interrogó alzando las cejas, pero el Practicante hizo un gesto negativo.
No hay nadie en el piso de abajo
. Se volvió hacia la puerta de entrada y empezó a cerrarla poco a poco. Sólo cuando estuvo cerrada del todo, soltó muy lentamente el picaporte para que el pestillo regresara a su posición sin hacer ruido.
—Tiene que ver esto.
Ante aquel sonido imprevisto, Glokta dio un respingo y se volvió bruscamente: una aguda punzada de dolor le recorrió la espalda. Severard se encontraba de pie en lo alto de las escaleras con los brazos en jarras. El Practicante se dio la vuelta y se dirigió hacia el lugar de donde provenía la luz. Frost, renunciando a todo intento de no hacer ruido, subió corriendo las escaleras.
¿Por qué la gente no se queda nunca en el piso de abajo? Siempre tienen que estar arriba
. Al menos no tenía que preocuparse de no hacer ruido mientras ascendía penosamente detrás de sus Practicantes, con su pie derecho dando golpes secos y su pie izquierdo arrastrándose por los tablones de las escaleras. El pasillo de arriba estaba iluminado por un chorro de luz que salía de una puerta abierta. Glokta se dirigió hacia ella. Al cruzar el umbral se detuvo un instante para recobrar el aliento.
Señor, qué desbarajuste
. Una enorme estantería había sido arrancada de cuajo de la pared, y, desparramados por el suelo, había gran cantidad de libros, unos abiertos y otros cerrados. Volcada sobre un escritorio, había una copa de vino, cuyo contenido había convertido los papeles arrugados que había por encima en unos guiñapos teñidos de rojo. La cama estaba hecha un desastre: las mantas y las sábanas estaban a medio quitar, y las almohadas y el colchón habían sido rajados y soltaban plumas. Había un armario con las dos puertas abiertas, una de ellas medio desencajada. Dentro quedaban algunas prendas hechas jirones, pero la mayoría de ellas se apilaban en el suelo formando un montón de harapos.
Debajo de la ventana había un apuesto joven, tendido de espaldas, que miraba al techo con el rostro pálido y la boca abierta.
Huelga decir que le habían rebanado el pescuezo. El tajo había sido tan brutal que la cabeza se encontraba casi separada del tronco. Había sangre por todas partes: en las ropas desgarradas, en el colchón acuchillado, por todo el cuerpo del joven. En una de las paredes se veían las huellas de unas manos teñidas de rojo, y buena parte del suelo estaba cubierto por un gran charco de sangre todavía húmeda...
Lo han matado esta misma noche. Puede que hace sólo un par de horas. Tal vez hace sólo unos minutos
.
—No parece que esté en condiciones de responder a nuestras preguntas —dijo Severard.
—En efecto. Tiene toda la pinta de estar muerto —Glokta repasó el destrozo con la mirada—. Pero, ¿cómo ha ocurrido?
Frost alzó una de sus pálidas cejas y sus ojos rosáceos le miraron fijamente.
—¿Veneno?
Severard lanzó una carcajada bajo su máscara. Incluso Glokta se permitió soltar una risita.
—Desde luego. Pero, ¿cómo ha logrado entrar nuestro querido amigo veneno?
—Abriendo una ventana —masculló Frost señalando al suelo.
Glokta entró en la habitación, procurando que ni sus pies ni su bastón entraran en contacto con la pegajosa mezcolanza de sangre y plumas.
—De modo que, al igual que hemos hecho nosotros, el tal veneno vio que había luz, entró por la ventana del piso de abajo y, luego, subió silenciosamente las escaleras —Glokta dio la vuelta a las manos del cadáver con la punta del bastón.
Unas cuantas gotas de sangre provenientes del corte del cuello, pero ni rastro de heridas en los nudillos o en los dedos. No hubo lucha. Le cogieron desprevenido
. Se inclinó hacia abajo, apoyándose en el bastón, y echó un vistazo a la raja del cuello.
—Un solo tajo, pero muy profundo. Con un cuchillo, probablemente.
—Y, ni corto ni perezoso, el bueno de Villem dan Robb empezó a perder el preciado líquido a borbotones.
—Dejándonos a nosotros sin un confidente —caviló Glokta en voz alta. No había sangre en el pasillo.
A pesar de todo este caos, nuestro hombre se cuidó mucho de no mancharse los pies mientras registraba la habitación. No estaba furioso ni asustado. Simplemente trataba de hacer bien su trabajo
.
»El asesino era un profesional —murmuró Glokta—, entró aquí con el expreso propósito de matarle. Luego, tal vez intentó que el asunto pareciera un robo, ¿quién sabe? Sea como sea, el Archilector no se dará por satisfecho con un cadáver —alzó la vista hacia los dos Practicantes— ¿Quién es el siguiente de la lista?
Esta vez sí que había habido lucha, de eso no cabía duda.
Aunque, desde luego, bastante desigual
. Solimo Scandi se encontraba de cara a la pared, desplomado sobre un costado, como si le avergonzara el estado de destrozo en que se encontraba su camisón. Tenía los antebrazos surcados de profundos cortes.
Al tratar de zafarse de la cuchilla inútilmente
. Se había arrastrado por el suelo, dejando tras de sí un reguero de sangre en la pulida madera.
Mientras intentaba alejarse inútilmente
. No lo había conseguido, desde luego. Las cuatro profundas cuchilladas que tenía en la espalda habían acabado con él.
Mientras contemplaba el cadáver ensangrentado, el rostro de Glokta comenzó a palpitar.
Un cadáver puede ser una casualidad. Dos, son una conspiración
. Sus párpados se agitaron con un temblor.
Quienquiera que haya hecho esto sabía que vendríamos, cuándo vendríamos y a por quién vendríamos. Nos llevan la delantera. Lo más probable es que a estas alturas nuestra lista de cómplices se haya convertido en una lista de cadáveres
. Sonó un crujido a su espalda y la cabeza de Glokta se volvió rápidamente, haciendo que su rígido cuello se viera sacudido por un latigazo de dolor. No era más que la ventana, movida por la brisa.
Calma, ten calma y piensa bien las cosas
.
—Se diría que el honorable Gremio de los Sederos ha estado poniendo en orden su propia casa.
—¿Cómo han podido enterarse? —masculló Severard.
Valiente pregunta.
—Tienen que haber visto la lista de Rews o haber recibido información sobre los nombres que figuraban en ella.
Lo cual significa..
. —Glokta se chupó las encías—. Alguien de la Inquisición se ha ido de la lengua.
Por una vez los ojos de Severard no sonreían.
—Si saben quién figura en la lista, tienen que saber también quién la escribió. Saben quiénes somos.
¿Tres nombres añadidos a la lista tal vez? ¿Justo al final?
Glokta sonrió.
Muy emocionante
.
—¿Estás asustado?
—Contento, desde luego, no estoy —bajó la vista hacia el cadáver—. Acabar con un cuchillo clavado en la espalda no entra dentro de mis planes.
—Ni de los míos, Severard, puedes estar seguro. —Desde luego que no. Si me matan nunca sabré quién nos ha traicionado.
Y quiero saberlo.
Hacía un soleado día de primavera, y el parque estaba repleto de petimetres y ociosos de las más variadas especies. Sentado muy quieto en un banco, a la balsámica sombra de un frondoso árbol, Glokta contemplaba el resplandeciente verdor, las aguas centelleantes y a la feliz, achispada y muy colorida multitud. La gente se apretujaba en los bancos que bordeaban el estanque, y, desperdigados por la hierba, se veían grupos y parejas que bebían y charlaban, disfrutando del sol. No parecía haber sitio para nadie más.
Aun así, nadie venía a sentarse al lado de Glokta. De tanto en tanto, aparecía alguna persona que, sorprendida de la inmensa suerte que había tenido al dar con un sitio libre tan estupendo, se acercaba corriendo al banco. Pero, en cuanto le veían, les cambiaba la cara y, de inmediato, daban un rodeo o pasaban de largo como si nunca hubieran tenido la intención de sentarse allí.
Huyen de mí como de la peste. Bueno, tal vez sea mejor así. No necesito su compañía
.
Se fijó en un grupo de jóvenes soldados que remaban en un bote en el estanque. Uno de ellos estaba de pie y se balanceaba sobre la cubierta con una botella en la mano. El bote se mecía peligrosamente y sus compañeros le gritaban que se sentara. Vagas ráfagas de alegres carcajadas, ligeramente desfasadas debido a la distancia, llegaban flotando por el aire.
Son como niños. Qué jóvenes se les ve. Qué inocentes. Así era yo hace no tanto tiempo. Pero ahora parece que hubieran pasado mil años. O más, Parece como si fuera un mundo distinto
.
—Glokta.
Se hizo sombra con una mano y alzó la vista. Era el Archilector Sult, que por fin había llegado: su silueta espigada y oscura se recortaba sobre el cielo azul. Mientras el Archilector le dirigía una mirada gélida, Glokta pensó que su rostro parecía estar más fatigado, arrugado y demacrado que de costumbre.
—Más vale que se trate de algo importante —Sult sacudió hacia atrás los faldones de su largo gabán marrón y se sentó muy dignamente en el banco—. Los plebeyos han vuelto a alzarse en armas cerca de Keln. ¡A un asno de terrateniente se le ocurre ahorcar a unos cuantos campesinos y ahora tenemos montado un buen follón! ¿Tan difícil es manejar un pedazo de tierra con unos cuantos campesinos? ¡No hace falta tratarlos bien, pero tampoco se les puede ahorcar sin más! —Su boca formaba una línea recta mientras fulminaba con la mirada las praderas de hierba—. Más vale que se trate de algo importante, maldita sea.
Bien, procuraré no decepcionarle.
—Villen dan Robb ha muerto —como si pretendiera recalcar su afirmación, el soldado borracho se resbaló y cayó por un costado del barco yendo a parar al agua. Al cabo de unos instantes, las carcajadas de sus amigos llegaron a oídos de Glokta—. Le han asesinado.
—Hummm, esas cosas ocurren a veces. Vaya a por el siguiente de la lista —Sult se levantó con cara de pocos amigos—. No pensé que fuera a solicitar mi aprobación para cualquier pequeño detalle. Por eso le elegí para este trabajo. ¡Siga con ello! —le espetó antes de darse media vuelta.