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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La voz de las espadas (2 page)

BOOK: La voz de las espadas
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Haría frío allá arriba en esta época del año. Un frío mortal. Bajó la vista y se miró los pies descalzos. Su típica mala suerte había hecho que los Shanka se presentaran cuando acababa de quitarse las botas para sajarse las ampollas. Tampoco llevaba zamarra: le habían pillado sentado junto a la hoguera. En esas condiciones no aguantaría ni un día en las montañas. Durante la noche, las manos y los pies se ennegrecerían, y moriría poco a poco sin tan siquiera alcanzar los puertos. Eso si no moría antes de hambre.

—Mierda —masculló. Tenía que regresar al campamento. Confiando en que los Cabezas Planas hubieran proseguido su camino, confiando en que hubieran dejado algo atrás. Algo que le ayudara a sobrevivir. Era mucho confiar, pero no tenía elección. Nunca tenía elección.

Cuando Logen dio por fin con el lugar, había empezado a llover. El incesante chispear le aplastaba el pelo contra el cráneo, le empapaba las ropas. Se pegó a un tronco cubierto de musgo. Con el corazón palpitante, y apretando la resbaladiza empuñadura del cuchillo hasta hacerse daño, escudriñó el campamento.

En el lugar donde había estado la hoguera vio un círculo ennegrecido, rodeado de palos a medio quemar y restos de ceniza pisoteada. Vio el leño en el que estaban sentados Tresárboles y Dow cuando aparecieron los Cabezas Planas. Vio algunos restos del equipo, rasgados o rotos, desperdigados por el claro. Contó tres Shanka muertos, tres bultos ovillados en el suelo; del pecho de uno de ellos sobresalía una flecha. Tres cadáveres, pero ni rastro de vivos. Era una suerte, que, como siempre, le serviría justo para sobrevivir. Aun así, podían regresar en cualquier momento. Había que darse prisa.

Logen salió apresuradamente de detrás de los árboles y se puso a rastrear el suelo con la mirada. Sus botas seguían en el mismo sitio donde las había dejado. Las agarró, se las fue poniendo a saltos, y, con las prisas, estuvo a punto de resbalar y caerse. También estaba allí su zamarra, atrapada bajo el leño; desgastada, llena de rajas tras diez años expuesta a los rigores del clima y la guerra, mil veces desgarrada y vuelta a coser, y con media manga arrancada. Su macuto, un bulto informe, yacía entre los matojos, y su contenido estaba esparcido por la ladera. Casi sin aliento, se agachó y volvió a meterlo todo dentro. Un trozo de cuerda, su vieja pipa de barro, unas tiras de cecina, una aguja y algo de bramante, una petaca abollada en cuyo interior chapoteaban algunos restos de licor. Todo ello bueno. Todo ello útil.

Enganchada de una rama, colgaba una manta andrajosa, empapada y medio cubierta por una capa de mugre. Logen tiró de ella y sonrió. Debajo, viejo y cascado, se encontraba su puchero. Estaba volcado de lado, como si lo hubieran apartado del fuego de un puntapié durante la refriega. Lo agarró con ambas manos. Aquel puchero, abollado y renegrido tras años de duro servicio, le transmitía una sensación de seguridad, de cotidianidad. Hacía mucho que lo tenía. Le había hecho compañía en todas las guerras, en el avance hacia el norte y luego también a la vuelta. Todos lo habían usado para cocinar cuando andaban por los caminos, todos habían comido de él. Forley, Hosco, el Sabueso, todos.

Logen contempló de nuevo el campamento. Tres Shanka muertos, pero de su gente ni rastro. Puede que todavía anduvieran cerca. Quizás debiera arriesgarse, probar a echar un vistazo....

—No —masculló. Sería una locura. Eran muchos los Cabezas Planas. Una auténtica montonera. No tenía ni idea de cuánto tiempo había estado tirado en la orilla del río. Aun en el caso de que algunos de los suyos hubieran conseguido escapar, los Shanka se habrían aprestado a cazarlos, a darles caza por el bosque. A esas alturas seguro que ya no eran más que cadáveres desperdigados por los valles altos. Lo único que podía hacer era dirigirse a las montañas y tratar de salvar su triste pellejo. Hay que ser realista. Hay que serlo, por más que duela.

—Ahora ya sólo quedamos tú y yo —dijo Logen, y acto seguido metió el puchero en el macuto y se lo echó a la espalda. Se puso en marcha, renqueando todo lo rápido que podía. Pendiente arriba, hacia el río, hacia las montañas.

Sólo ellos dos. El puchero y él.

Eran los únicos supervivientes.

Preguntas

¿Por qué lo hago?
, se preguntó por enésima vez el Inquisidor Glokta mientras bajaba cojeando por el pasillo. Los muros estaban enlucidos y encalados, aunque ni una cosa ni otra en fecha reciente. El lugar transmitía una sensación sórdida y estaba impregnado de un intenso olor a humedad. No había ventanas, el corredor se encontraba varios metros por debajo de tierra, y las luces de los faroles proyectaban unas sombras que fluían lentamente por todos los rincones.

¿Por qué habría de querer alguien hacer esto?
Los pasos de Glokta sobre las mugrientas losas del suelo marcaban un ritmo constante. Primero, el golpe seco de su talón derecho, luego el leve toque del bastón y, finalmente, el interminable arrastre de su pie izquierdo, acompañado, como de costumbre, por unos dolores punzantes que le repercutían en el tobillo, la rodilla, las posaderas y la espalda. Golpe, toque y dolor. Ese era el ritmo de su andar.

La sucia monotonía del pasillo quedaba interrumpida de trecho en trecho por la presencia de una pesada puerta, reforzada con planchas de hierro perforado. Por un momento, tras una de ellas, Glokta creyó oír un grito ahogado de dolor.
Me pregunto quién será el desdichado al que están interrogando ahí dentro. ¿De qué crimen será culpable o inocente? ¿En qué secretos estarán hurgando, por entre qué mentiras tratarán de abrirse camino, qué traiciones estarán poniendo al descubierto?
Pero no tuvo tiempo de detenerse demasiado en aquellos pensamientos. Le interrumpieron los escalones.

Si le hubieran dado la oportunidad de someter a tortura a un hombre, al que fuera, Glokta habría elegido sin duda al inventor de los escalones. Antes de que comenzaran sus desdichas, cuando era joven y vivía rodeado de admiración, nunca se había fijado en ellos. Los bajaba de dos en dos y seguía tranquilamente su camino. Pero eso se había acabado.
Están en todas partes. Es imposible pasar de un piso a otro sin ellos. Y bajando es peor aún que subiendo, nadie parece darse cuenta de eso. Al subir, la caída no suele ser tan larga
.

Conocía muy bien aquel tramo. Dieciséis escalones labrados en piedra lisa, un poco desgastados por el centro y algo húmedos, como lo estaba todo allí abajo. Sin barandilla ni nada a lo que agarrarse.
Dieciséis enemigos. Un auténtico reto
. Le había llevado su tiempo dar con el método menos doloroso para bajar escaleras. Avanzaba de lado, como los cangrejos. Primero el bastón, luego el pie izquierdo y después el derecho, acompañado de un dolor más agónico del habitual, al tener que descargar el peso sobre la pierna izquierda, y de unas punzadas constantes en el cuello.
¿Por qué tiene que dolerme el cuello cuando bajo escaleras? ¿Acaso es el cuello el que carga con mi peso?
De todos modos, el dolor era innegable.

A cuatro escalones del final, se detuvo. Ya casi los había vencido. Su mano temblaba sobre la empuñadura del bastón y la pierna izquierda le dolía brutalmente. Se pasó la lengua por las encías delanteras, donde en tiempos había tenido dientes, respiró hondo y dio un paso adelante. El tobillo cedió con una terrible punzada de dolor, y Glokta se precipitó hacia delante, retorciéndose, tambaleándose y con la mente convertida en un hervidero de espanto y desesperación. Tropezó como un borracho con el siguiente escalón, arañó las lisas paredes y lanzó un grito de terror.
¡Estúpido, estúpido, maldito desgraciado!
El bastón cayó al suelo con un traqueteo, los torpes pies de Glokta lucharon con las piedras y, por puro milagro, se encontró en la parte de abajo, aún de pie.

Ahora vendrá. Ese momento horrible, maravilloso y prolongado que media entre el golpe que te has dado en el pie y la sensación de dolor. ¿De cuánto tiempo dispongo antes de que me empiece a doler? ¿Y cómo de fuerte será cuando llegue?
Respirando entrecortadamente, suelta la mandíbula; Glokta, detenido a los pies de la escalera, sintió el hormigueo de la anticipación.
Ya está aquí...

El tormento fue atroz, un espasmo atenazante que se extendía desde el pie izquierdo a la mandíbula. Apretó los ojos para contener las lágrimas y se tapó la boca con la mano derecha con tal fuerza que los nudillos soltaron un chasquido. Los pocos dientes que le quedaban rechinaban mientras encajaba las mandíbulas, pero ni siquiera así pudo evitar que un gemido agudo e irregular escapara de su boca.
¿Es esto un grito o una risa? ¿Cómo distinguirlos?
Con respiración temblorosa, tomó aire por la nariz mientras las mucosidades borboteaban en su mano y su cuerpo retorcido se estremecía debido al esfuerzo por mantenerse en pie.

El espasmo pasó. Glokta fue moviendo cautelosamente sus miembros uno por uno para evaluar los daños sufridos. La pierna le ardía, el pie se le había quedado insensible y, al más mínimo movimiento, el cuello le daba un latigazo que enviaba unos punzantes calambres que le recorrían la columna vertebral.
No está demasiado mal, dadas las circunstancias.
Se agachó con dificultad y agarró su bastón con dos dedos. Luego volvió a erguirse y se limpió las mucosidades y las lágrimas en el dorso de la mano.
Ha sido emocionante. ¿Me ha divertido? Para la mayoría de la gente unas escaleras son algo rutinario. En cambio, para mí, ¡son toda una aventura!
Reemprendió su renqueante marcha por el pasillo, sonriendo para sus adentros. Aún asomaba una tenue sonrisa a su rostro cuando llegó a su puerta y pasó adentro arrastrando los pies.

Una caja blanca y mugrienta con dos puertas situadas una frente a la otra. El techo era demasiado bajo para resultar cómodo y el resplandor de los faroles confería a la sala una iluminación excesiva. La humedad avanzaba desde una de las esquinas y el enlucido se ahuecaba, formando unas ampollas salpicadas de moho negro. Alguien parecía haber tratado de limpiar una gran mancha de sangre que había en una de las paredes, aunque sin poner mucho empeño en ello.

El Practicante Frost, con los enormes brazos cruzados sobre su fornido pecho, se encontraba al otro extremo de la sala. Saludó a Glokta moviendo la cabeza con la misma emoción que cabe esperar de una piedra, y Glokta le respondió de idéntica manera. Una mesa sucia y rayada, que se encontraba atornillada al suelo, se extendía entre ambos, con una silla a cada lado. En una de ellas estaba sentado un hombre grueso, desnudo, con las manos amarradas a la espalda y una bolsa de lona marrón cubriéndole la cabeza. Su respiración sofocada y convulsa era el único ruido que se oía en la sala. Hacía bastante frío allí abajo y, sin embargo, el hombre estaba sudando.
Bueno, al fin y al cabo, es natural
.

Glokta se acercó cojeando a la otra silla, apoyó cuidadosamente el bastón contra el borde de la mesa y, con mucha lentitud, cautela y dolor, tomó asiento. Estiró el cuello a izquierda y derecha, y luego se dejó caer, procurando que su cuerpo quedara en una postura lo más cómoda posible. Si hubieran dado a Glokta la oportunidad de estrecharle la mano a un hombre, al que fuera, sin duda habría elegido al inventor de las sillas.
Ha hecho que mi vida resulte casi soportable
.

Frost abandonó en silencio la esquina y sujetó el pico de la bolsa entre su índice, pálido y carnoso, y su grueso y blanquecino pulgar. Glokta hizo un gesto con la cabeza y el Practicante tiró de la bolsa, dejando a Salem Rews parpadeando bajo la cruda luz de la sala.

Un rostro mezquino, porcino, feo. Rews, eres un feo y miserable cerdo. Un repulsivo puerco. Ya estás listo para confesar. Sí, vas a hablar y a hablar hasta que tengamos que decir basta
. Un gran moratón oscuro le cruzaba la mejilla y otro le recorría la mandíbula, justo por encima de su doble papada. Cuando sus ojos acuosos se adaptaron a la claridad, reconoció a Glokta sentado frente a él y, al instante, su rostro se iluminó con una expresión de esperanza.
Una esperanza muy, muy injustificada
.

—¡Glokta, tienes que ayudarme! —chilló atropelladamente, echándose hacia delante con desesperación todo lo que le permitían sus ataduras—. He sido acusado injustamente, lo sabes. ¡Soy inocente! Has venido a ayudarme, ¿verdad? ¡Eres mi amigo! Tú tienes influencia aquí. ¡Somos amigos, amigos! ¡Puedes hablar en mi favor! ¡Soy un inocente al que se ha acusado injustamente! ¡Soy...!

Glokta levantó una mano, reclamando silencio. Miró el rostro conocido que tenía delante como si no lo hubiera visto jamás y, luego, se volvió hacia Frost.

—¿Conozco yo a este hombre?

El albino no dijo nada. La parte inferior de su rostro estaba oculta por la máscara de Practicante y la parte superior era inescrutable. Contemplaba sin parpadear al prisionero que estaba sentado en la silla con unos ojos rosáceos más muertos que los de un cadáver. Desde que Glokta entró no había parpadeado ni una sola vez.
¿Cómo lo consigue?

—¡Soy yo, Rews! —dijo entre dientes el gordo con un tono de voz que cada vez se aproximaba más al pánico—. ¡Salem Rews, tú me conoces, Glokta! ¡Estuve contigo en la guerra... ya sabes... antes de... somos amigos! Somos...

Glokta volvió a levantar la mano y, tras recostarse en su asiento, empezó a darse pequeños golpes con el dedo en uno de los pocos dientes que le quedaban, como si estuviera sumido en una profunda reflexión.

—Rews. El nombre me resulta familiar. Un mercader, un miembro del Gremio de los Sederos. A decir de todos, un hombre rico. Sí, ahora recuerdo... —Glokta hizo una pausa retórica y se inclinó hacia delante—. ¡Era un traidor! La Inquisición lo capturó y confiscó todos sus bienes. Verás, había conspirado para no pagar los tributos del Rey. —Rews se había quedado con la boca abierta—. ¡Los tributos del Rey! —exclamó Glokta descargando una mano sobre la mesa. El gordo le miró con los ojos muy abiertos y se pasó la lengua por un diente.
Extremo superior derecho, segundo empezando por atrás
.

—Pero ¿qué modales son estos? —se preguntó Glokta sin dirigirse a nadie en particular—. No sé si nos conocemos o no de antes, pero creo que mi ayudante y tú no habéis sido presentados adecuadamente. Practicante Frost, salude a nuestro grueso amigo.

Fue un golpe con la palma de la mano, pero lo bastante fuerte como para arrancar a Rews de su asiento. La silla traqueteó con violencia pero se mantuvo en su sitio.
¿Cómo se hace eso? ¿Se puede tirar a un tipo al suelo sin que se caiga la silla?
Despatarrado en el suelo, Rews gorgoteaba con la cara pegada a las baldosas.

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