La voz del violín (21 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

BOOK: La voz del violín
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Sí y no, le contestaron en la empresa de alquiler de automóviles de Punta Ràisi tras haberse pasado media hora poniendo excusas para no facilitarle información, hasta que, al final, se vio obligado a solicitar la intervención del jefe de la oficina de policía del aeropuerto. Sí, ayer por la tarde, jueves, el señor en cuestión había alquilado un vehículo y aún lo estaba utilizando. No, el miércoles de la semana pasada por la tarde aquel señor no había alquilado ningún automóvil, no constaba en la computadora.

Diecisiete

La respuesta de Guggino llegó cuando faltaban pocos minutos para las tres. Larga y detallada. Montalbano tomó concienzudamente apuntes. Cinco minutos después llamó Giallombardo y le comunicó que Serravalle había regresado al hotel.

—No te muevas de allí —le ordenó el comisario—. Si lo ves salir otra vez antes de que yo llegue, entretenlo con cualquier pretexto, hazle un strip-tease o la danza del vientre, pero no dejes que se vaya.

Buscó rápidamente entre los papeles de Michela, pues recordaba haber visto una tarjeta de embarque.

Allí estaba, correspondía al último viaje Bolonia-Palermo de la señora. Se la guardó en el bolsillo y llamó a Gallo.

—Acompáñame al Della Valle con el coche de servicio.

El hotel se encontraba a mitad de camino entre Vigàta y Montelusa y estaba construido casi pegado a uno de los templos más bellos del mundo a pesar de todas las superintendencias artísticas, las disposiciones de protección paisajística y los planes generales de urbanización.

—Espérame —le dijo el comisario a Gallo.

Se acercó a su automóvil, en cuyo interior dormitaba Giallombardo.

—¡Estaba durmiendo sólo con un ojo! —le aseguró el agente.

El comisario abrió el baúl y sacó el estuche del violín barato.

—Tú vuelve a la comisaría —le ordenó a Giallombardo.

Cruzó el vestíbulo del hotel con todo el aspecto de un profesor de orquesta.

—¿Está el señor Serravalle?

—Sí, se encuentra en su habitación. ¿A quién debo anunciar?

—Tú no tienes que anunciar nada, lo único que tienes que hacer es callarte. Soy el comisario Montalbano. Y, como te atrevas a tomar el teléfono, te meto en un calabozo y después ya veremos.

—Cuarto piso, habitación 416 —dijo el recepcionista con trémulos labios.

—¿Ha recibido llamadas?

—Cuando regresó, le entregué las notificaciones de llamadas, tres o cuatro.

—Quiero hablar con la telefonista.

La telefonista, que cualquiera sabe por qué razón, el comisario había imaginado como una agraciada joven, era, por el contrario, un sexagenario calvo y con anteojos.

—El portero ya me ha dicho todo. Desde el mediodía ha estado llamando un tal Eolo de Bolonia. En ningún momento ha dejado el apellido. Hace apenas diez minutos ha vuelto a llamar y pasé la llamada a la habitación.

En el ascensor, Montalbano se sacó del bolsillo la lista de los nombres de todos los que la tarde del miércoles anterior habían alquilado un automóvil en el aeropuerto de Punta Ràisi. De acuerdo, Guido Serravalle no figuraba en ella, pero sí Eolo Portinari. A través de Guggino, había averiguado que éste era un íntimo amigo del anticuario.

Llamó muy suavemente a la puerta y, mientras lo hacía, recordó que había dejado la pistola en el tablero del coche.

—Adelante, la puerta está abierta.

El anticuario estaba tumbado en la cama con las manos detrás de la nuca. Sólo se había quitado los zapatos y la chaqueta y llevaba todavía la corbata anudada. Al ver al comisario, se levantó de un salto como uno de esos muñecos de resorte que asoman de golpe en cuanto se abre la tapa de la caja que los comprime.

—No se moleste —dijo Montalbano.

—¡Faltaría más! —contestó Serravalle, poniéndose precipitadamente los zapatos e incluso la chaqueta.

Montalbano se había sentado en una silla con el estuche entre las piernas.

—Ya estoy listo. ¿A qué debo el honor?

Evitaba cuidadosamente mirar el estuche.

—Usted me dijo la otra vez por teléfono que estaría a mi disposición si yo lo necesitara.

—Así es, y lo repito — dijo Serravalle, sentándose a su vez.

—Le habría ahorrado la molestia, pero puesto que ha venido para el funeral, quiero aprovechar la ocasión.

—Me alegro. ¿Qué tengo que hacer?

—Prestarme atención.

—No le he entendido muy bien, perdone.

—Escucharme. Quiero contarle una historia. Si a usted le parece que exagero o digo cosas equivocadas, no tenga reparo en interrumpirme y corregirme.

—No veo cómo podría hacerlo, comisario. No conozco la historia que está a punto de contarme.

—Tiene razón. Pues entonces, me expondrá sus impresiones al final. El protagonista de mi historia es un señor que vive bastante bien, un hombre de muy buen gusto, propietario de un conocido establecimiento de muebles antiguos, y tiene una buena clientela. Es una actividad que nuestro protagonista heredó de su padre.

—Disculpe —dijo Serravalle—, ¿dónde está ambientada su historia?

—En Bolonia —contestó Montalbano—. El año pasado más o menos —añadió—, este señor conoció a una joven de la burguesía acomodada. Ambos se convierten en amantes. Su relación no corre peligro, el marido de la señora, por razones que aquí sería demasiado largo explicar, cierra, no un ojo tal como se suele decir, sino los dos. La señora quiere a su marido, pero está muy unida sexualmente a su amante. —El comisario hizo una pausa.

—¿Me permite que fume? —preguntó.

—Faltaría más —contestó Serravalle, acercándole un cenicero.

Montalbano sacó el atado muy despacio, extrajo tres cigarrillos, los hizo girar uno a uno entre el índice y el pulgar, eligió el que le pareció más suave, volvió a introducir los otros dos en el atado y empezó a palparse en busca de un encendedor.

—Por desgracia, no puedo ayudarlo, no fumo —dijo el anticuario.

Al final, el comisario encontró el encendedor en el bolsillo de la chaqueta, lo estudió como si jamás lo hubiera visto, encendió el cigarrillo y volvió a guardar el encendedor en el bolsillo.

Antes de empezar a hablar, miró con expresión ausente a Serravalle. El anticuario tenía el labio superior húmedo de sudor.

—¿Dónde estaba?

—En la mujer que estaba muy unida a su amante.

—Ah, sí. Por desgracia, nuestro protagonista tiene un vicio muy malo. Apuesta fuerte en
los
juegos de azar. En los últimos tres meses ha sido sorprendido en tres ocasiones en timbas clandestinas. Piense que un día acabó incluso en el hospital como consecuencia de una brutal paliza. Él dice que ha sido víctima de una agresión por parte de unos ladrones, pero la policía sospecha, repito, sospecha, que se trata de un aviso por unas deudas de juego no pagadas. Sea como fuere, nuestro protagonista sigue jugando y perdiendo y su situación es cada vez más difícil. Se sincera con su amante y ésta trata de ayudado como puede. Se le había ocurrido la idea de hacerse construir un chalé aquí porque el lugar le gusta mucho. Ahora el chalé se convierte en una afortunada ocasión: hinchando los gastos, puede proporcionar a su amigo unos cuantos centenares de millones de liras. Proyecta un jardín y probablemente la construcción de una piscina que constituyen unas nuevas fuentes de dinero negro. Pero los dos o trescientos millones son una gota en el desierto. Un día la señora, que, para más comodidad, llamaré Michela...

—Un momento —lo interrumpió Serravalle con una risita que pretendía ser sardónica—. Y su protagonista, ¿cómo se llama?

—Supongamos que Guido —Contestó Montalbano como si el dato no tuviera importancia.

Serravalle hizo una mueca; ahora el sudor ya le pegaba la camisa al pecho.

—¿No le gusta? Podríamos llamados Paolo y Francesca, si quiere. En cualquier caso, la esencia no cambia.

Esperó a que Serravalle dijera algo, pero al ver que el anticuario no abría la boca, reanudó su relato.

—Un día Michela se encuentra en Vigàta con un célebre violinista que vive retirado en este lugar. Ambos traban amistad y la señora le revela al maestro que posee un viejo violín heredado de su bisabuelo. Creo que, en plan de broma, Michela se lo enseña al maestro y éste se da cuenta de inmediato de que tiene delante un instrumento de enorme valor, tanto musical como económico. Algo como más de dos mil millones de liras. Cuando regresa a Bolonia, Michela le cuenta la historia a su amante. Si la situación es la que dice el maestro, el violín se puede vender perfectamente, el marido de Michela lo habrá visto no más de una o dos veces, todo el mundo ignora su verdadero valor. Bastará con sustituirlo por otro, colocar en el estuche un violín cualquiera para que Guido se libre para siempre de sus problemas.

Montalbano interrumpió su relato, tamborileó con los dedos sobre el estuche y lanzó un suspiro.

—Ahora viene la parte peor —dijo.

—Bueno —dijo Serravalle—, puede terminar de contármela en otra ocasión.

—Podría, pero tendría que obligarlo a regresar aquí desde Bolonia o ir yo allí personalmente, demasiado incómodo. Puesto que ha sido usted tan amable de escucharme con paciencia a pesar de que se está muriendo de calor, le explicaré por qué razón considero que la parte que ahora viene es la peor.

—¿Porque tendrá que hablar de un homicidio?

Montalbano miró boquiabierto al anticuario.

—¿Cree usted que es por eso? No, estoy muy acostumbrado a los homicidios. La considero la parte peor porque tengo que abandonar los hechos concretos y adentrarme en la mente de un hombre, en lo que éste piensa. Un novelista tendría el camino más fácil, pero yo soy un simple lector de los que, a mi juicio, son buenos libros. Perdóneme la digresión. Llegado a este punto, nuestro protagonista obtiene ciertas informaciones acerca del maestro de quien le ha hablado Michela. Descubre así que no sólo es un gran intérprete a nivel internacional sino también un conocedor de la historia del instrumento que toca. En resumen, el hombre ha acertado en un noventa y nueve por ciento. No cabe la menor duda, pero el asunto, dejado en manos de Michela, se alargará demasiado. Es más, puede que la mujer lo quiera vender a escondidas, pero legalmente: de los dos mil millones, entre gastos varios, porcentajes y el Estado que se abalanzará como un ladrón para apoderarse de su parte, quedarán al final menos de mil millones. Pero hay un atajo. Nuestro protagonista lo piensa día y noche y habla con un amigo suyo. Supongamos que el amigo se llama Eolo...

La jugada le había salido bien, la suposición se había convertido en certeza. Como si hubiera sido alcanzado por un disparo de revólver de grueso calibre, Serravalle se levantó de golpe de la silla y volvió a desplomarse pesadamente en ella. Se aflojó el nudo de la corbata.

—Sí, vamos a llamarlo Eolo. Eolo se muestra de acuerdo con el protagonista en que no hay más que un camino: liquidar a la señora, tomar el violín y sustituirlo por otro de escaso valor. Serravalle lo convence de que le eche una mano. Por si fuera poco, la amistad entre ambos es clandestina, puede que del ambiente del juego, Michela jamás le ha visto la cara. El día establecido, toman juntos el último avión que desde Bolonia tiene enlace en Roma con Palermo. Eolo Portinari...

Serravalle tuvo una leve sacudida, como cuando se efectúa un segundo disparo contra un moribundo.

—... ¡qué necio, le he puesto un apellido! Eolo Portinari viaja sin equipaje o casi; en cambio, Guido lleva una valija de gran tamaño. En el avión, ambos fingen no conocerse. Poco antes de salir de Roma, Guido llama a Michela, le dice que está a punto de llegar, que la necesita, que vaya a recogerlo al aeropuerto de Punta Ràisi, puede que le dé a entender que está huyendo de unos acreedores que quieren matarlo. Al llegar a Palermo, Guido se dirige a Vigàta con Michela mientras Eolo alquila un automóvil y también se dirige a Vigàta, pero manteniéndose a cierta distancia. Creo que, durante el viaje, el protagonista le explica a Michela que, de no haber huido de Bolonia, habría perdido el pellejo. Se le había ocurrido la idea de esconderse unos días en el chalé de Michela. ¿A quién se le ocurriría venir a buscarlo aquí abajo? La mujer acepta, encantada de tener a su lado a su amante. Antes de llegar a Montelusa, se detiene en un bar y compra dos sándwiches y una botella de agua mineral. Pero tropieza con un peldaño, cae y el propietario le ve la cara a Serravalle. Llegan al chalé pasada la medianoche. Michela se ducha enseguida y corre a arrojarse a los brazos de su hombre. Hacen el amor una vez y después el amante le pide a Michela hacerlo de una manera especial. Al final de este segundo acto sexual, el amante le comprime la cabeza contra el colchón hasta provocarle la muerte por asfixia. ¿Sabe usted por qué le pidió a Michela aquella clase de relación? Lo debían de haber hecho otras veces, pero en aquel momento no quería que la víctima lo mirara mientras él la mataba. Una vez cometido el homicidio, oye desde el exterior una especie de lamento, un grito ahogado. Se asoma y ve, a la luz de la ventana, que en la rama de un árbol muy cercano hay un mirón, él así lo cree, que ha presenciado el homicidio. Desnudo tal como está, el protagonista sale corriendo, toma un objeto como arma y golpea en el rostro al desconocido que, sin embargo, consigue escapar. No hay tiempo que perder. Vuelve a vestirse, abre la vitrina, toma el violín, lo introduce en la maleta y saca de la misma maleta el violín sin valor y lo coloca en el estuche. A los pocos minutos pasa Eolo con el coche y el protagonista sube. No importa lo que hacen después, a la mañana siguiente ya están en Punta Ràisi para tomar el primer vuelo con destino a Roma. Hasta ahora todo le ha salido a pedir de boca a nuestro protagonista, el cual está al corriente de los acontecimientos a través de la prensa siciliana. Pero las cosas le van todavía mejor cuando averigua que se ha descubierto al homicida y que, antes de resultar muerto en un tiroteo, éste ha tenido tiempo de declararse culpable. El protagonista comprende que ya no tiene por qué esperar para poner a la venta el violín y se lo confía a Eolo Portinari para que se encargue del asunto. Pero surge una complicación: el protagonista se entera de que se ha vuelto a abrir la investigación. Aprovecha la ocasión del funeral y se traslada precipitadamente a Vigàta para hablar con la amiga de Michela, la única persona que conoce y está en condiciones de revelarle cuál es la situación. Después regresa al hotel. Y aquí recibe una llamada de Eolo: el violín vale unos pocos centenares de miles de liras. El protagonista comprende que está perdido, ha matado inútilmente a una persona.

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