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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

La voz del violín (18 page)

BOOK: La voz del violín
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—¿Llevaba equipaje?

—Lo que yo vi fue una especie de saca en el asiento de atrás.

—Siga.

—Le llené el tanque, le dije lo que costaba y ella me pagó con un billete de cien mil liras que había sacado de un bolso. Mientras le estaba dando el cambio, a mí me gusta bromear con las mujeres, le pregunté:

»—¿Hay alguna otra cosa especial que pudiera hacer por usted?

»Me esperaba una respuesta indignada. Pero ella me sonrió diciendo:

»—Para las cosas especiales ya tengo a uno.

»Y se fue.

—¿Está seguro de que no tomó el camino de regreso a Montelusa?

—Segurísimo. ¡Pobrecita, cuando pienso en la muerte que tuvo!

—Muy bien, se lo agradezco mucho.

—Ah, una cosa, comisario. Tenía mucha prisa, en cuanto le llené el tanque, salió disparando. ¿Ve allí? Hay una recta. Yo me quedé mirándola hasta que dobló la curva que hay al final. Corría que se las pelaba.

—Tenía que regresar mañana —dijo Gillo Jàcono—, pero como he vuelto antes, he considerado mi deber presentarme enseguida.

Era un tridentino elegante y de rostro simpático.

—Se lo agradezco.

—Tengo que decirle que, tratándose de un hecho tan grave, uno lo piensa y lo vuelve a pensar.

—¿Quiere modificar lo que me dijo por teléfono?

—De ninguna manera. Lo que ocurre es que, a fuerza de pensar constantemente en lo que vi, podría añadir un detalle. Pero usted, por si acaso, tendrá que anteponer un «quizás» a lo que estoy a punto de decirle.

—Hable sin temor.

—Verá, el hombre llevaba una valija en la mano izquierda sin ningún esfuerzo y por eso me dio la impresión de que no estaba muy llena. La señora, en cambio, se apoyaba en su brazo derecho.

—¿Iban tomados del brazo?

—No exactamente, la señora apoyaba la mano en su brazo. Me pareció, repito que me pareció, que la señora cojeaba ligeramente.

—¿Doctor Pasquano? Soy Montalbano. ¿Lo molesto?

—Estaba practicando una incisión en y griega a un cadáver, espero que no se enoje si la interrumpo durante unos minutos.

—¿Encontró en el cuerpo de la señora Licalzi algún indicio de una caída estando todavía viva?

—No recuerdo. Voy a ver el informe.

Regresó antes de que el comisario tuviera tiempo de encender un cigarrillo.

—Sí. Había caído de rodillas. Pero estando vestida. En la excoriación de la rodilla izquierda habían quedado adheridas unas fibras microscópicas de los pantalones vaqueros que llevaba.

No eran necesarias más comprobaciones. A las ocho de la noche, Michela Licalzi llena el tanque y se dirige hacia el interior. Tres horas y media después regresa con un hombre. Pasada la medianoche, la ven, siempre en compañía de un hombre, indudablemente el mismo de antes, dirigiéndose al chalé de Vigàta.

—Hola, Anna. Soy Salvo. Esta tarde a primera hora pasé por tu casa, pero no estabas.

—Me llamó el ingeniero Di Blasi, su mujer se encontraba mal.

—Espero tener muy pronto buenas noticias para ellos.

Anna no dijo nada y Montalbano comprendió que había dicho una estupidez. La única noticia que los Di Blasi podían considerar buena era la resurrección de Maurizio.

—Anna, quería decirte una cosa que he descubierto acerca de Michela.

—Ven a mi casa.

No, no debía. Sabía que, si Anna volvía a posar los labios en los suyos, la cosa acabaría mal.

—No puedo, Anna. Tengo un compromiso.

Menos mal que hablaba por teléfono, pues si hubiera estado cara a cara, ella habría comprendido enseguida que mentía.

—¿Qué me quieres decir?

—He podido establecer, con un margen muy escaso de error, que Michela, a las ocho de la noche del miércoles, tomó la carretera Enna-Palermo. Puede ser que se dirigiera a un pueblo de la provincia de Montelusa. Piensa bien antes de contestar: que tú sepas, ¿tenía otras amistades, aparte las de Montelusa y Vigàta?

La respuesta no fue inmediata. Anna, tal como el comisario le había pedido que hiciera, lo estaba pensando.

—Mira, amigos, lo descarto. Me lo habría dicho. Conocidos, en cambio, sí, algunos.

—¿Dónde?

—Por ejemplo, en Aragona y en Comitini, que están junto a la carretera.

—¿Qué clase de conocidos?

—Los ladrillos los compró en Aragona. En Comitini compró algo que ahora no recuerdo.

—Por consiguiente, ¿simples relaciones de negocios?

—Yo diría que sí. Pero mira, Salvo, por aquella carretera se puede ir a cualquier sitio. Hay una bifurcación que lleva a Raffadali: el jefe de la móvil habría podido añadir todas las vueltas que hubiera querido.

—Otra cosa: pasada la medianoche la vieron en el sendero del chalé cuando acababa de bajar del coche. Se apoyaba en un hombre.

—¿Seguro?

—Seguro.

Esta vez la pausa fue muy larga, tanto que el comisario temió que se hubiera cortado la comunicación.

—Anna, ¿estás ahí?

—Sí. Salvo, te repito con toda claridad y de una vez por todas lo que ya te he dicho. Michela no era una mujer de aventuras fugaces, me había confesado que le era físicamente imposible, ¿comprendes? Quería a su marido. Estaba muy, pero muy unida a Serravalle. No pudo ser una relación consentida, por mucho que diga el forense. La violaron horriblemente.

—¿Cómo explicas el hecho de que no avisara a los Vassallo que no podría cenar con ellos? Tenía el móvil, ¿no?

—No entiendo adónde quieres ir a parar.

—Yo te lo explico. Cuando Michela se despide de ti a las siete y media de la tarde y te dice que se va al hotel, en aquel momento te está diciendo la pura verdad. Pero después ocurre algo que la induce a cambiar de idea. Sólo pudo ser una llamada a su móvil, pues, cuando toma la Enna-Palermo, aún está sola.

—Entonces, ¿tú crees que estaba acudiendo a una cita?

—No hay otra explicación. Es una circunstancia imprevista, pero ella no se quiere perder aquel encuentro. Por eso no avisa a los Vassallo. No tiene ningún pretexto verosímil para justificar su ausencia y piensa que lo mejor es que se pierda su rastro. Excluyamos, si quieres, una cita amorosa, puede que fuera una cita de trabajo que posteriormente se convirtió en una tragedia. Lo admito por un instante. Pero en tal caso yo te pregunto: ¿qué podía ser tan importante que la indujera a quedar mal con los Vassallo?

—No lo sé —contestó Anna con desconsuelo.

Quince

—¿Qué pudo ser tan importante? —volvió a preguntarse el comisario tras haberse despedido de su amiga.

Si no era amor o sexo, y a juicio de Anna semejante hipótesis se tenía que descartar rotundamente, no quedaba más que el dinero. Durante la construcción del chalé, Michela debía de haber manejado dinero en cantidad. ¿Y si la clave estuviera allí? Pero enseguida le pareció una suposición muy frágil, un hilo de telaraña. Sin embargo, su deber era buscar de todos modos.

—¿Anna? Soy Salvo.

—¿El compromiso se ha ido al garete? ¿Puedes venir?

La voz de la muchacha denotaba ansia y alegría y el comisario no quiso que la empañara el timbre de la decepción.

—No está dicho que no lo consiga.

—A la hora que quieras.

—De acuerdo. Te quería preguntar una cosa. ¿Sabes si Michela tenía abierta una cuenta corriente en Vigàta?

—Sí, le resultaba más cómodo para efectuar los pagos. La tenía en la Banca Popolare. Pero no sé cuánto dinero había.

Demasiado tarde para acercarse al Banco. Había guardado en un cajón todos los papeles encontrados en la habitación del Jolly, seleccionó las decenas y decenas de facturas y el cuadernito con el resumen de los gastos y volvió a guardar la agenda y los restantes papeles en el cajón. Sería un trabajo muy largo, aburrido y absolutamente inútil en un noventa por ciento. Y, además, él con los números era una calamidad.

Examinó cuidadosamente todas las facturas. A pesar de lo poco que entendía de aquellas cosas, a primera vista las cantidades no le parecieron hinchadas artificialmente, pues los precios anotados coincidían con los del mercado e incluso en algunos casos eran ligeramente más bajos; por lo visto, Michela sabía contratar y ahorrar. Nada, un trabajo inútil, tal como ya había imaginado. De pronto y por casualidad observó una discrepancia entre el importe de la factura y la transcripción resumida que Michela había hecho en el cuadernito: en éste, la factura se había aumentado en cinco millones de liras. ¿Cómo era posible que Michela, siempre tan ordenada y meticulosa, hubiera cometido un error tan evidente? Volvió a empezar por el principio, armándose de paciencia. Al final, llegó a la conclusión de que la diferencia entre el dinero realmente gastado y el indicado en el cuadernito era de ciento quince millones de liras.

Por consiguiente, el error se tenía que descartar, pero si no se trataba de un error, la cosa no tenía sentido, ya que habría significado que Michela se sisaba a sí misma. A no ser que...

—¿El doctor Licalzi? Soy el comisario Montalbano. Disculpe que lo llame a casa después del trabajo.

—Bueno, sí. He tenido un día muy agitado.

—Quisiera saber una cosa acerca de las relaciones... me explicaré mejor: ¿ustedes tenían una cuenta conjunta?

—Comisario, ¿usted no había sido...?

—¿Apartado de la investigación? Sí, pero después todo ha vuelto a ser como antes.

—No, no teníamos una cuenta conjunta. Michela la suya y yo la mía.

—La señora no tenía ingresos propios, ¿verdad?

—No. Lo hacíamos de la siguiente manera: cada seis meses yo transfería una cierta cantidad de mi cuenta a la suya. En caso de que hubiera algún gasto extraordinario, ella me lo decía y yo tomaba las medidas pertinentes.

—Comprendo. ¿Ella le mostró alguna vez las facturas correspondientes al chalé?

—No, y por otra parte, el asunto no me interesaba. De todos modos, ella iba anotando los gastos en un cuadernito. De vez en cuando, quería que yo les echara un vistazo.

—Doctor, le agradezco que...

—¿Ya lo ha resuelto?

¿Qué era lo que tenía que resolver? Montalbano no supo qué contestar.

—El asunto del Twingo —le aclaró el médico.

—Ah, ya está arreglado.

Por teléfono era fácil decir mentiras. Se despidieron y quedaron citados para el viernes por la mañana en que se celebraría el funeral.

Ahora todo tenía más sentido. La señora sisaba en las cantidades que le pedía al marido para la construcción del chalé.

Una vez destruidas las facturas (Michela se habría encargado indudablemente de hacerlo si no hubiera muerto) sólo habrían podido dar fe de los gastos las cantidades anotadas en el cuadernito. De esta manera, ciento quince milllones de liras habrían pasado a convertirse en dinero negro, del que la señora habría podido disponer a su antojo.

¿Pero por qué razón necesitaba aquel dinero? ¿Acaso la estaban sometiendo a chantaje? Y, en caso de que lo hicieran, ¿qué tenía que ocultar Michela Licalzi?

A la mañana siguiente, cuando ya estaba a punto de subir al coche para dirigirse a su despacho, sonó el teléfono. Por un instante, estuvo tentado de no contestar; una llamada a aquella hora significaba con toda certeza algo de la comisaría, una lata, un engorro.

Pero después venció el poder que el teléfono ejerce sobre los hombres.

—¿Salvo?

Reconoció de inmediato la voz de Livia y sintió que las piernas se le aflojaban como si fueran de gelatina.

—¡Livia! ¡Por fin! ¿Dónde estás?

—En Montelusa.

¿Qué estaba haciendo en Montelusa? ¿Cuándo había llegado?

—Voy a buscarte. ¿Estás en la estación?

—No. Si me esperas, dentro de media hora como máximo estoy en Marinella.

—Te espero.

¿Qué ocurría? ¿Qué demonios estaba ocurriendo? Llamó a la comisaría.

—No me pasen ninguna llamada a casa.

En media hora, se bebió cuatro tazas de café. Volvió a poner la cafetera sobre el fuego. Después oyó el ruido de un automóvil que se acercaba y se detenía. Debía de ser el taxi de Livia. Abrió la puerta. No era un taxi sino el coche de Mimì Augello. Livia bajó, el vehículo describió una curva y se alejó.

Montalbano empezó a comprender.

Desaliñada, despeinada, con ojeras y los ojos hinchados por el llanto. Pero por encima de todo, ¿cómo se las había arreglado para convertirse en un ser tan menudo y tan frágil? Un gorrión desplumado. Montalbano se sintió invadido por la ternura y la emoción.

—Ven —le dijo. Tomándola de la mano, la guió hacia la casa y la hizo sentar en el comedor. La vio estremecerse.

—¿Tienes frío?

—Sí.

Se dirigió al dormitorio, tomó una de sus chaquetas y se la puso sobre los hombros.

—¿Quieres un café?

—Sí.

Acababa de hacerlo y se lo sirvió hirviendo. Livia lo bebió como si fuera un café frío.

Ahora estaban sentados en el banco de la galería. Livia había insistido en salir. El día era tan apacible que parecía de fantasía, no soplaba viento y las olas eran muy suaves. Livia contempló largo rato el mar en silencio y después apoyó la cabeza en el hombro de Salvo y rompió a llorar sin sollozos. Las lágrimas rodaban por su rostro y caían sobre la mesita. Montalbano tomó su mano y ella se la cedió, exánime. El comisario necesitaba desesperadamente encender un cigarrillo, pero no lo hizo.

—He ido a ver a François —dijo de repente Livia.

—Ya me di cuenta.

—No quise avisar a Franca. Tomé un avión y un taxi y les caí encima de golpe. Apenas me vio, François se arrojó en mis brazos. Se alegró mucho de verme. Y yo me alegré de abrazarlo y me puse furiosa con Franca y con su marido y, sobre todo, contigo. Me convencí de que todo era tal como yo sospechaba: tú y ellos se habían puesto de acuerdo para arrebatármelo. Y empecé a insultarlos y a despotricar contra ellos. De repente, mientras ellos intentaban calmarme, me di cuenta de que François ya no estaba a mi lado. Sospeché que lo habían escondido y encerrado bajo llave en un cuarto, y me puse a gritar. Tanto grité que acudieron todos, los niños de Franca, Aldo y los tres trabajadores. Se preguntaron los unos a los otros y nadie había visto a François. Preocupados, salieron de la casa llamándolo. Yo me quedé sola, llorando. De pronto, oí una voz: «Livia, estoy aquí». Era él. Se había escondido en algún lugar de la casa mientras los demás lo buscaban fuera. ¿Ves cómo es? Astuto y tremendamente inteligente.

Rompió de nuevo a llorar. Llevaba demasiado tiempo conteniendo las lágrimas.

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