La voz del violín (13 page)

Read La voz del violín Online

Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

BOOK: La voz del violín
5.53Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Alguna pregunta? —preguntó el doctor Lattes. Alguien levantó un dedo.

—¿Seguro que el joven gritó «castíguenme»?

—Totalmente. Dos veces. Todos lo oyeron.

Lattes se volvió para mirar a los seis agentes, los cuales inclinaron la cabeza en señal de asentimiento: parecían marionetas movidas por hilos invisibles.

—¡Y en qué tono! —corroboró Panzacchi—. Desesperado.

—¿De qué se acusa al padre? —preguntó un segundo reportero.

—Complicidad —contestó el jefe de policía.

—Y puede que de alguna otra cosa —añadió con aire de misterio Panzacchi.

—¿Complicidad en el homicidio? —apuntó un tercero.

—Yo no he dicho eso —contestó secamente Panzacchi.

Finalmente, Nicolò Zito pidió por señas hablar.

—¿Con qué arma los amenazó Maurizio Di Blasi?

Los periodistas que ignoraban lo ocurrido no repararon en nada, pero el comisario observó con toda claridad cómo se tensaban los seis agentes y cómo se esfumaba la media sonrisa del rostro del jefe de la móvil. Sólo el jefe de policía y su jefe de gabinete no mostraron ninguna reacción especial.

—Una granada de mano —contestó Panzacchi.

—¿Quién creen que se la había dado? —lo hostigó Zito.

—Mire, es un vestigio de la guerra, pero todavía activo. Tenemos cierta idea de dónde la pudo encontrar, pero aún tenemos que efectuar unas comprobaciones.

—¿Nos la puede mostrar?

—La tienen los de la Policía Científica.

Y así terminó la conferencia de prensa.

A las seis y media llamó a Livia. El teléfono sonó largo rato. Empezó a preocuparse. ¿Y si se encontrara mal? Llamó a Giovanna, una amiga y compañera de trabajo de Livia cuyo número conocía. Giovanna le dijo que Livia había acudido normalmente a su trabajo, pero que ella, la había visto muy pálida y nerviosa. Livia le había dicho también que había desenchufado el teléfono porque no quería que la molestaran.

—¿Qué tal van las cosas entre ustedes? —le preguntó Giovanna.

—Yo diría que no demasiado bien —contestó diplomáticamente Montalbano.

Cualquier cosa que hiciera, leer el libro o contemplar el mar mientras fumaba un cigarrillo, la pregunta volvía de pronto a su mente con insistencia y precisión: ¿qué era lo que había visto u oído en el chalé que no encajaba?

—¿Salvo? Soy Anna. Acabo de dejar a la señora Di Blasi. Hiciste bien en decirme que fuera a verla. Los familiares y amigos se han cuidado mucho de acercarse por allí; como comprenderás, no quieren saber nada de una familia en la que hay un padre detenido y un hijo asesino. Qué cobardes.

—¿Cómo está la señora?

—¿Cómo quieres que esté? Ha sufrido un colapso, he tenido que llamar al médico. Ahora ya se encuentra mejor, entre otras cosas porque el abogado designado por su marido la llamó para comunicarle que el ingeniero no tardaría en ser puesto en libertad.

—¿No han podido establecer su complicidad?

—Eso no lo sé. Por lo visto, formularán la acusación de todos modos, pero lo dejarán en libertad. ¿Pasas por mi casa?

—No sé, ya veré.

—Salvo, tienes que actuar. Maurizio era inocente, estoy segura, lo han asesinado.

—Anna, no te metas ideas descabelladas en la cabeza.

—Dottori?
¿Es usted personalmente? Soy Catarella. Ha llamado el marido de la víctima y dice que lo llame usted personalmente esta noche al Cholly sobre las diez.

—Gracias. ¿Qué tal anduvo el primer día de clase?

—Bien,
dottori,
muy bien. Lo he entendido todo. El profesor me felicitó. Dice que personas como yo hay muy pocas.

La ingeniosa salida— se le ocurrió poco antes de las ocho y la puso en práctica de inmediato. Subió al coche y se dirigió a Montelusa.

—Nicolò está en el aire —le dijo una secretaria—, pero le falta poco para terminar.

Al cabo de menos de cinco minutos apareció Zito, respirando afanosamente.

—Hice lo que me pedías; ¿has visto la conferencia de prensa?

—Sí, Nicolò, y me parece que hemos dado en el blanco.

—¿Me puedes decir por qué es tan importante la granada de mano?

—¿Acaso tú subestimas una granada?

—Vamos, dime de qué se trata.

—Todavía no puedo. Mejor dicho, es posible que lo comprendas dentro de poco, pero es asunto tuyo y yo no te he dicho nada.

—Adelante, ¿qué quieres que haga o diga en el telediario? Has venido para eso, ¿no? Ya te has convertido en mi director secreto.

—Si lo haces, te haré un regalo.

Se sacó del bolsillo una de las fotografías de Michela que le había dado el doctor Licalzi, y se la ofreció.

—Tú eres el único periodista que sabe cómo era la señora en vida. En la Jefatura de Montelusa no disponen de fotografías: los documentos de identidad, el carné de conducir, el pasaporte, si es que lo había, se encontraban en el bolso y el asesino se los llevó. Puedes mostrarla a tus telespectadores si quieres.

Nicolò Zito hizo una mueca.

—Eso quiere decir que el favor que me vas a pedir es muy gordo. Suéltalo.

Montalbano se levantó y cerró con llave la puerta del despacho del periodista.

—No —dijo Nicolò.

—No, ¿qué?

—No a cualquier cosa que quieras pedirme. Si has cerrado la puerta, yo no quiero meterme en líos.

—Si me das una mano, te proporcionaré todos los elementos necesarios para armar un escándalo a nivel nacional.

Zito no contestó, se debatía visiblemente en la duda entre un corazón de asno y un corazón de león.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó finalmente con un hilo de voz.

—Tienes que decir que te han llamado dos testigos.

—¿Existen?

—Uno sí y otro no.

—Dime tan sólo lo que ha dicho el que existe.

—Los dos. Lo tomas o lo dejas.

—Pero, ¿te das cuenta de que, si descubren que me he inventado un testigo pueden quitarme la licencia de periodista?

—Claro. En tal caso, te autorizo a decir que fui yo quien te convenció. Así me mandan a casa también a mí y nos vamos los dos a plantar lechugas.

—Hagamos una cosa. Primero dime lo falso. Si la cosa es factible, me dirás también lo verdadero.

—De acuerdo. Esta tarde después de la conferencia de prensa, llamó uno que estaba cazando muy cerca del lugar en el que han disparado contra Maurizio Di Blasi. Ha dicho que los hechos no han ocurrido tal como declaró Panzacchi. Después colgó sin darte ni el nombre ni el apellido. Se notaba que estaba muy asustado. Tú menciona este hecho como de pasada, comenta con toda nobleza que no quieres atribuirle demasiada importancia por tratarse de una llamada anónima y dices que tu deontología profesional no te permite dar crédito a las insinuaciones anónimas.

—Pero a pesar de todo, lo digo.

—Perdona, Nicolò, ¿pero acaso no es ésta la técnica habitual de ustedes? Arrojar la piedra y esconder la mano.

—A propósito de esto, después te diré una cosa. Adelante, háblame del testigo verdadero.

—Se llama Gillo Jàcono, pero tú darás sólo las iniciales G. J. y basta. El miércoles poco después de las doce de la noche este señor vio llegar el Twingo al chalé, bajar de él a Michela y a un desconocido y dirigirse tranquilamente hacia la casa. El hombre llevaba una valija. Una valija, no un maletín. ¿Llevaba en ella unas sábanas de repuesto por si manchara la cama? Y otra cosa: ¿la encontraron los de la móvil en algún lugar? En el chalé seguro que no estaba.

—¿Eso es todo?

—Sí.

Nicolò se mostraba un tanto frío, señal de que no había digerido el reproche de Montalbano acerca de las costumbres de los periodistas.

—A propósito de mi deontología profesional. Esta tarde, después de la conferencia de prensa, me ha llamado un cazador para decirme que los hechos no habían ocurrido tal como se había dicho. Pero como no me ha querido dar su nombre, yo no he dado la noticia.

—Me estás tomando el pelo.

—Ahora llamo a la secretaria y te paso la grabación de la llamada —dijo el periodista, levantándose.

—Perdóname, Nicolò. No es necesario.

Once

Pasó toda la noche dando vueltas en la cama, pero no consiguió pegar un ojo. Se imaginaba la escena de Maurizio alcanzado por los disparos, arrojando el zapato contra sus perseguidores, gesto cómico y desesperado de un pobre diablo acorralado. «Castíguenme», había gritado, y todos se habían apresurado a interpretar sus palabras de la forma más obvia y tranquilizadora; castíguenme porque he violado y matado, castíguenme por mi pecado. Pero ¿y si en aquel momento había querido decir otra cosa totalmente distinta? ¿Qué le había pasado por la cabeza? Castíguenme porque soy diferente, castíguenme porque he amado demasiado, castíguenme por haber nacido. Se podía seguir hasta el infinito, pero el comisario se detuvo no sólo porque no le gustaba deslizarse hacia la filosofía barata y literaria, sino también porque había comprendido de repente que la única manera de exorcizar aquella imagen obsesiva y aquel grito no consistía en hacer preguntas genéricas sino en enfrentarse directamente con los hechos. Para hacerlo, no había más que un camino, uno solo. Y fue entonces cuando consiguió cerrar los ojos durante dos horas.

—Todos —le dijo a Mimì Augello, entrando en la comisaría.

Cinco minutos después estaban todos en el despacho ante él.

—Pónganse cómodos —dijo Montalbano—. Eso no es un acto oficial sino una reunión entre amigos.

Mimì y dos o tres hombres se sentaron, pero los demás permanecieron de pie. Grasso, el sustituto de Caterella, se apoyó en la jamba de la puerta, con una oreja pegada al conmutador.

—Ayer el subcomisario Augello me dijo algo que me dolió, después de haberse enterado de que Di Blasi había muerto acribillado a balazos. Me dijo más o menos lo siguiente: si tú te hubieras encargado de la investigación, a estas horas el muchacho aún estaría vivo. Le habría podido contestar que la investigación me la había quitado el jefe de policía, por lo que yo no tenía la culpa de nada. Es formalmente cierto. Pero el subcomisario Augello tenía razón. Cuando me llamó el jefe de policía para ordenarme que no siguiera investigando el homicidio Licalzi, cedí a la tentación del orgullo. No protesté, no me rebelé, le di a entender que se fuera a que se la dieran por el culo. Y de esta manera arriesgué la vida de un hombre. Porque está claro que ninguno de ustedes habría disparado contra un pobre desgraciado que no andaba bien de la cabeza.

Jamás lo habían oído hablar de aquella manera, por lo que se quedaron mirándolo boquiabiertos de asombro y conteniendo la respiración.

—Esta noche lo he estado pensando y he tomado una decisión. Vuelvo a encargarme de la investigación.

¿Quién fue el primero en aplaudir? Montalbano supo transformar la emoción en ironía.

—Ya les he dicho que son unos gansos, no me obliguen a repetirlo.

»La investigación —añadió— ya está cerrada. Por consiguiente, si todos están de acuerdo, tendremos que actuar navegando bajo el agua y con sólo el periscopio fuera. Tengo que hacerles una advertencia: si se enteran en Montelusa, todos nosotros podríamos tener graves dificultades.

—¿Comisario Montalbano? Soy Emanuele Licalzi.

Montalbano recordó que la víspera Catarella le había dicho que había llamado el médico. Lo había olvidado.

—Le pido disculpas, pero anoche...

—No tiene importancia, por Dios. Además, desde anoche a hoy, las cosas han cambiado.

—¿En qué sentido?

—En el sentido de que, a última hora de la tarde de ayer me aseguraron que el miércoles por la mañana podría regresar a Bolonia con la pobre Michela. Esta mañana temprano me han llamado de Jefatura para decirme que necesitaban retrasarlo y que la ceremonia fúnebre sólo se podría oficiar el viernes. Por consiguiente, he decidido irme y regresar el jueves por la noche.

—Doctor, usted se habrá enterado sin duda de que la investigación...

—Sí, claro, pero yo no me refería a la investigación. ¿Recuerda que hablamos del coche, del Twingo? ¿Ya puedo hablar con alguien sobre la venta?

—Mire, doctor, vamos a hacer una cosa, yo mismo mandaré llevar el coche a un taller nuestro de confianza, nosotros fuimos los causantes de los daños y los tenemos que pagar nosotros. Si quiere, puedo encargarle a nuestro mecánico que busque a un comprador.

—Usted es una persona muy amable, comisario.

—Tengo una curiosidad: ¿qué hará con el chalé?

—También lo pondré a la venta.

—Soy Nicolò. Tal como queríamos demostrar.

—Explícate mejor.

—Hoy el juez Tommaseo me ha convocado para las cuatro de la tarde.

—¿Qué quiere de ti?

—¡Qué caradura eres! ¡Pero cómo! ¿Me metes en estos líos y después te falta imaginación? Me acusará de haber ocultado a la policía unas valiosas declaraciones. Y, como se entere de que uno de los dos testigos no sé ni siquiera quién es, buena me espera, ése es capaz de meterme en la cárcel.

—Ya me contarás.

—¡Claro! Así, una vez por semana. Irás a verme y me llevarás naranjas y cigarrillos.

—Oye, Galluzzo, necesito hablar con tu cuñado, el periodista de Televigata.

—Enseguida se lo digo, comisario.

Galluzzo estaba a punto de abandonar el despacho, pero la curiosidad fue más fuerte que él.

—Pero si es algo que yo también puedo saber...

—Gallù, no sólo puedes sino que tienes que saber. Necesito que tu cuñado colabore con nosotros en el asunto Licalzi. Dado que no podemos movernos a la luz del sol, tenemos que servirnos de la ayuda que nos pueden prestar las televisiones privadas, simulando actuar por iniciativa propia, ¿me explico?

—Perfectamente.

—¿Crees que tu cuñado estaría dispuesto a ayudarnos?

Galluzzo se echó a reír.

—Señor comisario, si usted le pide a ése que diga por la televisión que se ha descubierto que la Luna está hecha de ricota, lo dice. ¿Sabe que se muere de envidia?

—¿De quién?

—De Nicolò Zito, señor comisario. Dice que usted a Zito le tiene mucha consideración.

—Es cierto. Ayer por la tarde Zito me hizo un favor y lo he metido en un lío.

—¿Y ahora quiere hacer lo mismo con mi cuñado?

—Si él se anima.

—Dígame lo que quiere y no habrá problemas.

—Entonces dile tú lo que tiene que hacer. Mira, toma esto. Es una fotografía de Michela Licalzi.

—¡La mierda, qué bonita era!

—En la redacción tu cuñado debe de tener una fotografía de Maurizio Di Blasi, me pareció verla cuando dieron la noticia de su muerte. En el noticiario de la una y también en el de la noche tu cuñado tiene que mostrar las dos fotografías, la una al lado de la otra en el mismo encuadre. Tiene que decir que, puesto que hay un vacío de cinco horas entre las siete y media del miércoles por la tarde, cuando Michela se separó de una amiga suya, y poco después de la medianoche, cuando la vieron dirigirse en compañía de un hombre a su chalé, él quiere saber si alguien está en condiciones de proporcionar alguna información acerca de los movimientos de Michela Licalzi durante aquellas horas. Mejor todavía: si en aquellas horas alguien la vio, y dónde, en compañía de Maurizio. ¿Está claro?

Other books

The Prince by Machiavelli, Niccolo
Dimwater's Demons by Sam Ferguson
Out of Africa by Isak Dinesen
The Detour by S. A. Bodeen
No Way to Treat a First Lady by Christopher Buckley
African Sky by Tony Park
The Outsider by Melinda Metz