Mientras colgaba el teléfono, a Montalbano se le pasó el mal humor.
El doctor Ernesto Panzacchi estaba bien arreglado: a las doce de la noche, todos sus movimientos serían del dominio público.
No tenía ganas de comer absolutamente nada. Se quitó la ropa, se paró bajo la ducha y permaneció largo rato allí. Se puso unos calzoncillos y una camiseta limpios. Ahora venía lo más difícil.
—Livia.
—Ah, Salvo, ¡no sabes el tiempo que hace que espero tu llamada! ¿Cómo está François?
—Está muy bien, ha crecido mucho.
—¿Has visto los progresos que ha hecho? Cada semana cuando le hablo por teléfono, noto que cada vez habla mejor el italiano. Se hace comprender muy bien, ¿verdad?
—Demasiado.
Livia no prestó atención a su respuesta, estaba deseando hacerle otra pregunta.
—¿Qué quería Franca?
—Hablarme de François.
—¿Es demasiado revoltoso? ¿Es desobediente?
—Livia, se trata de otra cosa. Puede ser que nos hayamos equivocado, dejándolo tanto tiempo con Franca y su marido. El niño se ha encariñado con ellos y me ha dicho que no los quiere dejar.
—¿Te lo ha dicho él?
—Sí, de una manera espontánea.
—¡Espontánea! ¡Estás hecho un tonto!
—¿Por qué?
—¡Pues porque son ellos los que le han dicho que te lo dijera! ¡Nos lo quieren quitar! ¡Necesitan mano de obra barata para su finca esos dos sinvergüenzas!
—Te estás pasando, Livia.
—¡No, es lo que yo te digo! ¡Se lo quieren quedar ellos! ¡Y tú estás encantado de dejárselo!
—Livia, intenta razonar.
—¡Estoy razonando, querido, razono muy bien! ¡Y te lo demostraré a ti y a esos dos ladrones de niños!
Colgó. Sin ponerse nada encima, el comisario se fue a sentar en la galería, encendió un cigarrillo y, finalmente, tras haberse pasado varias horas reprimiéndola, dio rienda suelta a la tristeza. François ya estaba perdido, por más que Franca les hubiera dejado la decisión a Livia y a él. La verdad pura y dura era la que le había dicho la hermana de Mimì: los niños no son paquetes que se pueden dejar ahora aquí y ahora allí. No se puede prescindir de sus sentimientos. El abogado Rapisarda, que estaba llevando a cabo en su nombre los trámites de la adopción, le había dicho que se necesitarían por lo menos otros seis meses. Y François tendría tiempo de sobra para echar unas férreas raíces en casa de los Gagliardo. Livia deliraba si creía que Franca le había puesto en la boca las palabras que tenía que decir. Él había visto la mirada de François cuando corrió a su encuentro para abrazarlo. Ahora recordaba sus ojos con toda claridad: había visto en ellos miedo y odio infantil. Por otra parte, comprendía los sentimientos del chico: ya había perdido a su madre y temía perder a su nueva familia. En el fondo, Livia y él habían pasado muy poco tiempo con el chico y sus figuras no habían tardado mucho en palidecer. Montalbano comprendió que jamás de los jamases tendría el valor de provocarle otro trauma a François. No tenía derecho a hacerlo. Y Livia tampoco. El niño ya estaba perdido para siempre. Por su parte, accedería a que se quedara con Aldo y Franca, que estaban encantados de adoptarlo. Ahora sentía frío, se levantó y entró.
—¿Estaba durmiendo, comisario? Soy Fazio. Quería decirle que, después de comer, hemos convocado una asamblea. Hemos redactado una carta de protesta al jefe de policía. La han firmado todos, el subcomisario Augello en primer lugar. Se la leo: «Los abajo firmantes, miembros de la comisaría de Vigàta, lamentamos...»
—Espera, ¿ya la han enviado?
—Sí, señor comisario.
—Pero ¡qué gansos son! ¡Podían habérmelo dicho antes de enviarla!
—¿Por qué, qué más da antes o después?
—Los habría convencido de que no cometieran semejante idiotez.
Cortó la comunicación, sinceramente enojado.
Tardó un buen rato en conciliar el sueño. Pero al cabo de una hora, se despertó, encendió la luz y se incorporó en la cama. Una especie de relámpago le había abierto los ojos. Durante la inspección con el doctor Licalzi en el chalé, había habido algo, una palabra, un sonido, por así decido discordante. ¿Qué era? Experimentó un acceso de furia contra sí mismo: «¿Pero a ti qué carajo te importa? La investigación ya no te pertenece».
Apagó la luz y volvió a tumbarse.
—Como François —añadió amargamente.
A la mañana siguiente, en la comisaría, el plantel estaba casi al completo: Augello, Fazio, Germanà, Gallo, Galluzzo, Giallombardo, Tortorella y Grasso. Sólo faltaba Catarella, justificadamente ausente, pues se encontraba en Montelusa, asistiendo a la primera clase del curso de informática. Todos ponían cara de entierro y contemplaban a Montalbano como si padeciera una enfermedad contagiosa, sin mirarlo a los ojos. Se sentían doblemente ofendidos, en primer lugar con el jefe de policía, que le había quitado la investigación a su jefe simplemente para hacerle un desaire y, en segundo, con su jefe, que había reaccionado negativamente a la carta de protesta que ellos habían dirigido al jefe de policía. No sólo no les había dado las gracias, qué se le iba a hacer, el comisario era así, sino que, encima, los había llamado gansos, tal como les había dicho Fazio.
Por consiguiente, estaban todos presentes, pero muertos de aburrimiento, pues, exceptuando el homicidio Licalzi, llevaban dos meses sin que ocurriera nada digno de mención. Por ejemplo, los Cuffaro y los Sinagra, las familias mafiosas que se disputaban el territorio y que, con absoluta regularidad, tenían por costumbre dejar un muerto al mes (una vez uno de los Cuffaro y a la siguiente uno de los Sinagra) desde hacía algún tiempo parecían haber perdido el entusiasmo. Concretamente, desde que Giosuè Cuffaro, detenido y fulminantemente arrepentido de sus crímenes, había enviado a la cárcel a Peppuccio Sinagra, el cual, detenido a su vez y fulminantemente arrepentido de sus crímenes, había conseguido que encerraran a Antonio Smecca, primo de los Cuffaro, que, fulminantemente arrepentido de sus crímenes, le había pasado el fardo a Cicco Lo Carmine, de los Sinagra, el cual...
Los únicos disparos que se habían oído en Vigàta se remontaban a un mes atrás, por las fiestas de San Gerlando, cuando se organizaron unos fuegos artificiales.
—¡Los número uno están todos en la cárcel! —había exclamado triunfalmente el jefe de policía Bonetti-Alderighi en el transcurso de una multitudinaria conferencia de prensa.
«Y los de cinco estrellas siguen todos en su sitio», había pensado el comisario.
Aquella mañana Grasso, que había ocupado el lugar de Catarella, estaba haciendo crucigramas, Gallo y Galluzzo se estaban desafiando en una partida de escoba, Giallombardo y Tortorella jugaban a las damas y los demás estaban leyendo o contemplando la pared. En resumen, la comisaría era un hervidero de actividad.
Sobre su escritorio, Montalbano encontró una montaña de papeles para firmar y de diligencias que evacuar. ¿Una sutil venganza de sus hombres?
La inesperada bomba estalló a la una, cuando el comisario, con el brazo derecho anquilosado, estaba pensando en la posibilidad de irse a comer.
—Señor comisario, hay una señora, Anna Tropeano, que pide hablar con usted. Parece muy alterada —dijo Grasso, el telefonista del turno de la mañana.
—¡Dios mío, Salvo! ¡En los titulares del telediario han dicho que mataron a Maurizio!
Como en la comisaría no había ningún aparato de televisión, el comisario salió corriendo de su despacho para dirigirse al cercano bar Italia.
Fazio le cortó el paso.
—¿Qué ocurre, comisario?
—Han matado a Maurizio Di Blasi.
Gelsomino, el propietario del bar, y dos clientes estaban contemplando boquiabiertos de asombro la pantalla del televisor, en la que un periodista de Televigata estaba comentando los hechos.
«... durante este largo interrogatorio nocturno del ingeniero Aurelio Di Blasi, el jefe de la móvil de Montelusa, doctor Ernesto Panzacchi, formuló la hipótesis de que el hijo de aquél, Maurizio, sobre el que recaían todas las sospechas por el homicidio de Michela Licalzi, pudiera haberse ocultado en una vivienda rural situada en el territorio de Raffadali, propiedad de los Di Blasi. El ingeniero, sin embargo, señalaba que su hijo no se había escondido en aquel lugar, pues la víspera él mismo lo había ido a buscar allí. Hacia las diez de esta mañana el doctor Panzacchi se trasladó con seis agentes a Raffadali y llevó a cabo un exhaustivo registro de la vivienda, que es bastante grande. De repente, uno de los agentes vio a un hombre corriendo por la yerma ladera de una colina casi pegada a la parte posterior del edificio. Iniciada la persecución, el doctor Panzacchi y sus agentes descubrieron una cueva en la que Di Blasi se había refugiado. Tras el oportuno despliegue de los agentes, el doctor Panzacchi exhortó al joven a salir con las manos en alto. De pronto, Di Blasi salió empuñando amenazadoramente un arma y gritó:
»“¡Castíguenme! ¡Castíguenme!”
»Uno de los agentes abrió inmediatamente fuego y el joven Maurizio Di Blasi cayó mortalmente herido por una ráfaga en el pecho. La petición casi dostoievskiana del joven, “castíguenme”, es más que una confesión. El ingeniero Aurelio Di Blasi ha sido requerido para que designe a un abogado defensor. Sobre él recaen sospechas de complicidad en la fuga de su hijo tan trágicamente concluida.»
Mientras en la pantalla se mostraba una fotografía del rostro caballuno del pobre muchacho, Montalbano abandonó el bar y regresó a la comisaría.
—¡Si el jefe de policía no te hubiera quitado la investigación, seguramente el pobrecito aún estaría vivo! —dijo Mimì con rabia.
Montalbano no contestó, entró en su despacho y cerró la puerta. El relato del periodista presentaba una contradicción más grande que una casa. Si Maurizio Di Blasi quería que lo castigaran y si tanto deseaba el castigo, ¿por qué amenazaba a los agentes con el arma que empuñaba en su mano? Un hombre armado que apunta con su pistola a los que pretenden detenerlo no desea un castigo sino que trata de evitar la detención y escapar.
—Soy Fazio. ¿Puedo entrar, señor comisario?
El comisario observó con estupor que, junto con Fazio, entraban también Augello, Germanà, Gallo, Galluzzo, Giallombardo, Tortorella e incluso Grasso.
—Fazio ha hablado con un amigo suyo de la brigada móvil de Montelusa —dijo Mimì Augello, haciéndole señas a Fazio de que continuara.
—¿Sabe cuál era el arma con la cual el muchacho ha amenazado al doctor Panzacchi y a sus agentes?
—No.
—Un zapato. Su zapato derecho. Antes de desplomarse al suelo, ha tenido tiempo de arrojarlo contra Panzacchi.
—¿Anna? Soy Montalbano. Ya me he enterado.
—¡No puede haber sido él, Salvo! ¡Estoy segura! ¡Todo ha sido un trágico error! ¡Tienes que hacer algo!
—Oye, no te llamaba por eso. ¿Conoces a la señora Di Blasi?
—Sí. Hemos hablado alguna vez.
—Ve enseguida a su casa. No estoy tranquilo. No quisiera que se quedara sola con el marido en la cárcel y el hijo recién muerto.
—Voy ahora mismo.
—Señor comisario, ¿le puedo decir una cosa? Ha vuelto a llamar mi amigo el de la móvil de Montelusa.
—Y te ha dicho que lo del zapato era una broma, que te quería tomar el pelo.
—Exactamente. Lo cual significa que es verdad.
—Oye, ahora me voy a casa. Creo que esta tarde me quedaré en Marinella. Si necesitan algo, llámenme allí.
—Señor comisario, usted tiene que hacer algo.
—¡No vengan todos aquí a romperme las pelotas!
Tras cruzar el puente, siguió adelante, pues no quería oírle decir también a Anna que tenía que intervenir en el asunto. ¿En calidad de qué? ¡He aquí al caballero sin miedo y sin tacha! ¡He aquí a Robin Hood, el Zorro y el vengador justiciero todo en una pieza: Salvo Montalbano!
Le había pasado el apetito que antes tenía, se llenó un bol de aceitunas verdes y negras, se cortó una rebanada de pan y, mientras picaba un poco, marcó el número de Zito.
—¿Nicolò? Soy Montalbano. ¿Me puedes decir si el jefe de policía ha convocado una conferencia de prensa?
—Está fijada para las cinco y media de esta tarde.
—¿Tú irás?
—Por supuesto.
—Me tienes que hacer un favor. Pregunta a Panzacchi con qué arma los amenazó Maurizio Di Blasi. Y, cuando te lo haya dicho, pregúntale si te la puede mostrar.
—¿Qué hay detrás de todo eso?
—Te lo diré a su debido tiempo.
—Salvo, ¿puedo decirte una cosa? Aquí estamos todos convencidos de que si tú hubieras seguido con la investigación, a esta hora Maurizio Di Blasi aún estaría vivo.
Hasta Nicolò se ponía de parte de Mimì.
—¡Váyanse a cagar!
—Gracias, lo necesito, desde ayer tengo ciertas dificultades. Mira que la conferencia de prensa la daremos en directo.
Se fue a sentar a la galería con el libro de Denevi en las manos. Pero no consiguió leer. Le rondaba una idea por la cabeza, la misma que se le había ocurrido la víspera: ¿qué había visto o sentido de extraño o de anómalo durante la inspección del chalé con el médico?
La conferencia de prensa empezó a las cinco en punto; Bonetti-Alderighi era un maniático de la puntualidad («es la cortesía de los reyes», repetía siempre que tenía ocasión; estaba claro que la cuarta parte de sangre azul se le había subido a la cabeza y se veía a sí mismo con la crisma coronada).
Había tres hombres sentados detrás de la mesita cubierta con una tela verde: el jefe de policía en el centro, a su derecha Panzacchi y a su izquierda el doctor Lattes. De pie a su espalda, los seis agentes que habían tomado parte en la operación. Mientras que los rostros de los seis agentes aparecían serios y en tensión, los de los tres jefes expresaban una moderada satisfacción, moderada porque se había producido un muerto.
El jefe de policía tomó la palabra en primer lugar y se limitó a rendir tributo a Ernesto Panzacchi («un hombre destinado a un brillante futuro») y a atribuirse cierto mérito por haber tomado la decisión de encomendar la investigación al jefe de la brigada móvil, que «había conseguido resolver el caso en veinticuatro horas mientras que otros, utilizando métodos ya anticuados, cualquiera sabe cuánto tiempo habrían tardado».
Sentado ante el televisor, Montalbano encajó el golpe sin reaccionar, ni siquiera mentalmente.
La palabra pasó a continuación a Ernesto Panzacchi, el cual repitió exactamente lo que el comisario ya le había oído decir al periodista de Televigata. No se entretuvo en los detalles, como si estuviera deseando irse.