La voz del violín (14 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

BOOK: La voz del violín
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—Clarísimo.

—Y tú, a partir de este momento, acamparás en Televigata.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Quiere decir que te quedarás allí como si fueras un redactor. En cuanto se presente alguien para facilitar alguna información, te lo haces pasar y hablas con él. Y después me lo cuentas.

—¿Salvo? Soy Nicolò Zito. Me veo obligado a volver a molestarte.

—¿Alguna novedad? ¿Te han enviado a los carabineros?

Era evidente que Nicolò no estaba para bromas.

—¿Puedes venir inmediatamente a la redacción?

Montalbano se llevó una sorpresa al ver en el estudio de Nicolò al abogado Orazio Guttadauro, polémico penalista, defensor de todos los mafiosos de la provincia y también de fuera de la provincia.

—¡Dichosos los ojos, comisario Montalbano! —exclamó el abogado en cuanto lo vio entrar.

Nicolò parecía un poco cohibido.

El comisario miró con expresión inquisitiva al periodista: ¿por qué lo había llamado en presencia de Guttadauro? Zito le contestó con palabras.

—El abogado es el señor que llamó ayer, el que estaba cazando.

—Ah —dijo el comisario.

Con Guttadauro cuanto menos se hablara, mejor; no era un hombre con quien se pudiera compartir el pan.

—¡Las palabras que el ilustre periodista aquí presente —empezó diciendo el abogado con el mismo tono de voz que utilizaba en los tribunales— ha utilizado en la televisión para definirme me han hecho sentir como un gusano!

—Dios bendito, ¿qué he dicho? —preguntó preocupado Nicolò.

—Usted ha utilizado exactamente estas expresiones: desconocido cazador y anónimo interlocutor.

—Sí, pero ¿que tiene eso de ofensivo? Se habla del «Soldado Desconocido»...

—«Del Anónimo veneciano» —terció Montalbano, que estaba empezando a divertirse.

—¿Cómo? ¿Cómo? —continuó el abogado casi como si no los hubiera oído—. ¿Orazio Guttadauro implícitamente acusado de cobardía? No lo he podido resistir y aquí estoy.

—Pero ¿por qué ha venido a hablar con nosotros? Su deber era ir a ver al doctor Panzacchi a Montelusa y decirle...

—¿Están bromeando, muchachos? ¡Panzacchi se encontraba a veinte metros de mí y ha contado una historia completamente distinta! ¡Si hubiera que elegir entre él y yo, le creerían a él! ¿Sabe cuántos clientes míos, personas de absoluta integridad, se han visto implicados y acusados por la palabra mentirosa de un policía o un carabinero? ¡Centenares!

—Oiga, abogado, pero ¿en qué difiere su versión de los hechos de la del doctor Panzacchi? —preguntó Zito sin poder reprimir por más tiempo su curiosidad.

—En un detalle, mi eximio amigo.

—¿Cuál?

—Que el muchacho Di Blasi iba desarmado.

—¡No es posible! No lo creo. ¿Quiere decir que los de la móvil dispararon a sangre fría por el simple placer de matar a un hombre?

—Yo he dicho simplemente que Di Blasi iba desarmado, pero ellos creyeron que iba armado porque sostenía un objeto en la mano. Ha sido un tremendo error.

—¿Qué sostenía en la mano?

La voz de Zito había adquirido un timbre estridente.

—Uno de sus zapatos, amigo mío.

Mientras el periodista se hundía en su asiento, el abogado añadió:

—He considerado mi deber dar a conocer este hecho a la opinión pública. Creo que mi supremo deber cívico...

Aquí Montalbano comprendió el juego que Guttadauro tenía entre manos. No era un homicidio de la mafia y, por consiguiente, con su declaración no perjudicaba a ninguno de sus clientes, se ganaba la fama de ciudadano ejemplar y, al mismo tiempo, ponía a la policía en evidencia.

—Lo había visto justo la víspera —dijo el abogado.

—¿A quién? —preguntaron a dúo Zito y Montalbano, perdidos en sus propios pensamientos.

—Al muchacho Di Blasi, ¿a quién si no? Es una buena zona de caza. Lo vi de lejos, no llevaba los prismáticos. Cojeaba. Después entró en la gruta, se sentó al sol y se puso a comer.

—Un momento —dijo Zito—. Si he entendido bien, ¿usted afirma que el joven estaba escondido allí y no en su casa? ¡La tenía a dos pasos!

—¿Qué quiere que le diga, mi querido Zito? La antevíspera pasé por delante de la casa de los Di Blasi y vi que el portal estaba cerrado con un cerrojo tan grande como un baúl. Estoy seguro de que el chico jamás se ocultó en su casa, tal vez para no comprometer a la familia.

Montalbano comprendió dos cosas: el abogado estaba dispuesto a desmentir al jefe de la móvil incluso acerca del escondrijo del muchacho, con lo cual la acusación contra su padre el ingeniero caería, con grave perjuicio para Panzacchi. En cuanto a la segunda de las dos cosas que había comprendido, primero necesitaba una confirmación.

—Tengo una curiosidad, abogado.

—Estoy a sus órdenes, comisario.

—Usted sale mucho de caza, ¿no acude nunca a los tribunales?

Guttadauro le dirigió una sonrisa y Montalbano se la devolvió. Ambos se habían comprendido muy bien. Lo más probable era que el abogado jamás hubiera ido de caza en toda su vida. Los que habían presenciado la escena y lo habían enviado a él debían de ser amigos de aquellos que Guttadauro calificaba de clientes suyos: la finalidad era provocar un escándalo en la Jefatura Superior de Policía de Montelusa. Tendría que actuar con sutileza, no le gustaba tenerlos por aliados.

—¿Te ha dicho el abogado que me llamaras? —le preguntó el comisario a Nicolò.

—Sí.

Por consiguiente, lo sabían todo. Sabían que había sufrido una injusticia, lo creían decidido a vengarse y estaban dispuestos a utilizarlo.

—Abogado, usted se habrá enterado sin duda de que yo no soy el titular de la investigación que, por otra parte, ya puede considerarse cerrada.

—Sí, pero...

—No hay ningún pero, abogado. Si usted quiere cumplir de verdad con su deber de ciudadano, acuda al juez Tommaseo y expóngale su versión de los hechos. Buenos días.

Montalbano dio media vuelta y se retiró. Nicolò corrió tras él y lo agarró por el brazo.

—¡Tú lo sabías! ¡Tú ya sabías la historia del zapato! ¡Por eso me dijiste que le preguntara a Panzacchi cuál había sido el arma!

—Sí, Nicolò, lo sabía. Pero te aconsejo que no la utilices en tu telediario. No existe ninguna prueba de que las cosas hayan ocurrido tal como las cuenta Guttadauro, aunque es muy probable que ésta sea la verdad. Ándate con cuidado.

—¡Pero si tú mismo me dices que es la verdad!

—Intenta comprenderlo, Nicolò. Estoy dispuesto a apostar a que el abogado ni siquiera sabe dónde está la cueva en la que se escondía Maurizio. El es una simple marioneta de la mafia. Sus amigos se han enterado de algo y han decidido que les convenía aprovecharlo. Han arrojado al mar una red en la esperanza de atrapar a Panzacchi, al jefe de policía y al juez Tommaseo. Menudo terremoto. Pero para recoger la red es necesario que en la barca haya un hombre muy fuerte, es decir, yo, cegado según ellos por la sed de venganza. ¿Entiendes la cosa?

—Sí. ¿Cómo tengo que actuar con el abogado?

—Repítele lo mismo que yo he dicho. Que vaya al juez. Verás cómo se niega. En cambio, serás tú el que le repita palabra por palabra a Tommaseo lo que ha dicho Guttadauro. Si no es tonto, y no lo es, el juez comprenderá que él también corre peligro.

—Pero él no tuvo nada que ver con la muerte de Di Blasi.

—Pero firmó las acusaciones contra su padre, el ingeniero. Y los otros están dispuestos a declarar que Maurizio jamás se ocultó en su casa de Raffadali. Si quiere salvar el pellejo, Tommaseo tiene que desarmar a Guttadauro y a sus amigos.

—¿Pero cómo?

—¿Y yo qué sé?

Puesto que estaba en Montelusa, decidió ir a la Jefatura, confiando en no tropezar con Panzacchi. Bajó corriendo al sótano donde estaba ubicada la Policía Científica y entró directamente en el despacho del jefe.

—Buenos días, Arqua.

—Buenos días —contestó el otro más frío que un iceberg—. ¿En qué puedo servirle?

—Pasaba por aquí y me ha asaltado una curiosidad.

—Estoy muy ocupado.

—No me cabe la menor duda, pero sólo le robaré un minuto. Quisiera que me facilitara un poco de información sobre la granada de mano que Di Blasi trató de arrojar contra los agentes.

Arqua no movió ni un solo músculo.

¿Cómo era posible que tuviera tanto control?

—Vamos, compañero, sea amable. Me bastan sólo tres datos: color, medida, marca.

Arqua lo miró con un asombro aparentemente sincero. Sus ojos se preguntaron con toda claridad si Montalbano se había vuelto loco.

—¿Pero qué demonios está diciendo?

—Le daré una mano. ¿Negro? ¿Marrón? ¿Cuarenta y tres? ¿Cuarenta y cuatro? ¿Mocasín? ¿Superga? ¿Varese?

—Cálmese —dijo Arqua sin que ello fuera necesario, ateniéndose a la norma, según la cual a los locos hay que tranquilizarlos—. Acompáñeme.

Montalbano lo siguió y ambos entraron en una habitación donde tres hombres en bata blanca trabajaban junto a una mesa de gran tamaño en forma de media luna.

—Caruana —le dijo Arqua a uno de los tres—, enséñale la granada al compañero Montalbano. —Mientras el hombre abría un armario metálico, Arqua añadió: —La verá desmontada, pero cuando nos la trajeron aquí, estaba peligrosamente activa. —Tomó la bolsita de celofán que le entregó Caruana y se la mostró al comisario. —Una vieja OTO de las que utilizaba nuestro ejército en la década de los años 40.

Montalbano no conseguía hablar y contemplaba la granada desmontada con la misma expresión del propietario de un jarrón Ming recién caído al suelo.

—¿Han tomado las huellas digitales?

—Muchas estaban confusas, pero dos del joven Di Blasi se distinguían con toda claridad, las del pulgar y el índice de la mano derecha.

Arqua depositó la bolsita sobre la mesa, apoyó una mano en el hombro del comisario y lo empujó hacia el pasillo.

—Tiene que perdonarme, la culpa es enteramente mía. Jamás habría imaginado que el jefe de policía lo apartaría de la investigación.

Atribuía lo que él consideraba una momentánea ofuscación de las facultades mentales de Montalbano al choc provocado por su destitución. En el fondo, Arqua era un buen muchacho.

No cabía duda de que el jefe de la Científica había sido sincero, pensó Montalbano mientras se dirigía en su coche hacia Vigàta, era imposible que fuera un actor tan extraordinario. ¿Pero cómo se puede arrojar una granada de mano, sujetándola tan sólo entre el índice y el pulgar? Lo mejor que te puede ocurrir, arrojándola de esa manera, es que te rompa las pelotas. Arqua habría tenido que encontrar también la huella de buena parte de la palma de la mano derecha. Siendo así, ¿en qué lugar habían llevado a cabo los de la móvil la tarea de tomar dos dedos de Maurizio ya cadáver y comprimirlos con fuerza contra la granada? En cuanto formuló la pregunta, invirtió el sentido de la marcha de su vehículo y regresó a Montelusa.

Doce

—¿Qué desea? —le preguntó Pasquano apenas lo vio entrar en su estudio.

—Tengo que apelar a nuestra amistad —le advirtió Montalbano por adelantado.

—¿Amistad? ¿Nosotros dos somos amigos? ¿Salimos a cenar juntos? ¿Nos hacemos confidencias?

El doctor Pasquano era así y el comisario no se dejó impresionar por sus palabras. Lo único que necesitaba era encontrar la fórmula apropiada.

—Bueno, si no amistad, aprecio.

—Eso sí —reconoció Pasquano.

Había acertado. Ahora el camino sería más fácil.

—Doctor, ¿qué otras comprobaciones tiene que efectuar sobre Michela Licalzi? ¿Hay novedades?

—¿Qué novedades? Yo hice saber hace tiempo al juez y al jefe de policía que, por mi parte, ya se podía entregar el cadáver al marido.

—Ah, ¿sí? Porque, verá, ha sido precisamente el marido el que me dijo que lo han llamado de Jefatura para comunicarle que el funeral sólo se podrá oficiar el viernes por la mañana.

—Cosas de ellos.

—Perdone que abuse de su paciencia, doctor. ¿Todo normal en el cuerpo de Maurizio Di Blasi?

—¿En qué sentido?

—Bueno, ¿cómo murió?

—Qué pregunta tan estúpida. Una ráfaga de ametralladora, por poco lo cortan por la mitad y lo convierten en un busto para colocarlo sobre una columna.

—¿El pie derecho?

El doctor Pasquano cerró los
ojos,
que eran muy pequeños.

—¿Por qué me pregunta precisamente por el pie derecho?

—Porque no creo que el izquierdo resulte interesante.

—Pues sí. Se había hecho daño, una torcedura o algo por el estilo, y no podía ponerse el zapato. Pero el daño se lo había hecho unos días antes de su muerte. Presentaba el rostro tumefacto a causa de un golpe.

Montalbano experimentó un sobresalto.

—¿Le habían pegado?

—No lo sé
.
O le propinaron un fuerte garrotazo en la cara o se golpeó con algo. Pero no fueron los agentes. La contusión también se remontaba a algún tiempo atrás.

—¿Al momento en que se lastimó el pie?

—Más o menos, creo.

Montalbano se levantó y le tendió la mano.

—Le doy las gracias y ya no lo molesto más. Otra cosa, y termino. ¿A usted le avisaron enseguida?

El doctor Pasquano cerró con tal fuerza los ojos que pareció haberse quedado repentinamente dormido. Tardó un instante en contestar.

—¿Usted sueña estas cosas por las noches? ¿Se las dicen las urracas? ¿Habla con los espíritus? No, al muchacho le dispararon a las seis de la mañana. Y me avisaron que fuera allí sobre las diez. Me dijeron que primero querían llevar a cabo el registro de la casa.

—Una última pregunta.

—Usted, con sus últimas preguntas, me va a demorar hasta la noche.

—Tras haberle entregado el cadáver de Di Blasi, ¿alguien de la móvil le pidió permiso para poder examinarlo a solas?

El doctor Pasquano se sorprendió.

—No. ¿Por qué habrían tenido que hacerlo?

Regresó a Retelibera, tenía que poner a Nicolò Zito al corriente de los acontecimientos. Estaba seguro de que el abogado Guttadauro ya se habría ido.

—¿Por qué has vuelto?

—Después te lo digo, Nicolò. ¿Qué tal anduvo con el abogado?

—Hice lo que tú me habías dicho. Le aconsejé que fuera a hablar con el juez. Me contestó que lo pensaría. Pero después añadió una cosa muy curiosa que no tenía nada que ver. O que, por lo menos, eso parecía, anda a saber con esta gente. «¡Feliz usted que vive entre las imágenes! Hoy por hoy, lo que vale es la imagen, no la palabra.» Eso ha dicho. ¿Qué significa?

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