Tiró de su manto de lana, notando una repentina ráfaga de aire frío.
Si la Madre no habla conmigo es porque todavía no me ha perdonado. Cuando haya cumplido mi penitencia por la vida de Kell, por Elavra, por Marda, por Talen, por no salvarles, por no llegar a tiempo…, entonces Ella volverá a mí. Tiene que hacerlo.
Oyó el retumbar amortiguado de unos cascos de caballo sobre el camino de carga y, al girar la cabeza, advirtió, con sobresalto, una partida de guerreros que galopaban en dirección a Crìanan, seguidos por una jauría de perros. Entre los últimos jinetes advirtió la figura inconfundible del gigante rubio de Erín. Llevaba un haz de lanzas de caza con un solo brazo.
A su lado, una cabeza morena se giró hacia donde ella estaba.
La partida de caza regresó al cabo de cuatro días.
Gelert se encontraba en la forja con Belen, un anciano de la tribu, supervisando las existencias de lanzas y escudos, cuando oyó el aviso desde la atalaya. Junto al anciano, salió al exterior y, bajo el humo de la forja, divisó la hilera de hombres que se aproximaba a las puertas de la ciudad. Entornando los ojos, comprobó que, a la cabeza del grupo, avanzaba una parihuela hecha de ramas de sauce y sostenida por cuatro cazadores. En ella iba un hombre.
Cuando la partida se acercó más, Gelert pudo comprobar quién era el hombre que iba envuelto en varios mantos: Conaire de Erín, pálido como la mañana y bañado en sudor. El príncipe le daba la mano y se agachaba constantemente para comprobar el estado del gigante. Tan pendiente iba de Conaire, que ni siquiera reparó en Gelert al pasar junto a él. Por su parte, el gran druida pudo comprobar que el grandullón estaba inconsciente.
Gelert no sabía si esto era bueno o malo. De momento, Conaire no había demostrado ningún temor hacia los druidas, lo cual le convertía en un hombre peligroso.
Buscó rápidamente entre los hombres al corpulento Talorc. Su mente trabajaba muy deprisa. Después de todo, quizá Conaire no fuera tan excelente guerrero, o cazador, como parecía. En tal caso, el orgullo del príncipe habría sufrido un duro revés, lo cual habría servido para poner al joven potro en su lugar y demostrarle que necesitaba su apoyo imperiosamente.
El druida estudió el rostro de los demás componentes de la partida de caza. Los epídeos parecían triunfantes, con las espaldas cargadas de piernas de jabalí, y lanzas manchadas de sangre en las manos. Los hombres de Erín, por el contrario, iban con la mirada gacha, perdida.
Gelert estaba intrigado. ¿Convenía aquello a sus planes? ¿Le favorecían los dioses una vez más?
Talorc llegó ante él. Tenía el rostro manchado de ceniza y de sudor. En su desvaída túnica de caza llevaba adheridas algunas cerdas de jabalí y tenía el brazo manchado de sangre. «¿De jabalí o de hombre?», se preguntó Gelert.
El resto de los hombres siguió a la parihuela camino arriba. Talorc se quedó a solas con Gelert y con Belen.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el druida.
Talorc se echó el escudo al hombro, apoyándose en una lanza.
—¡Ja! —dijo, con una amplia sonrisa—. ¡Ladrones, gran druida! Esos malditos creones se habían metido en nuestros terrenos de caza. Dimos con ellos ayer por la tarde, cuando ya regresábamos. Nos superaban en número, ¡pero qué pelea! A diez de ellos hemos matado. Ese chico, Eremon, ¡por la Yegua!, tendrías que haberle visto —dijo Talorc, y rompió a toser. Cuando se le pasó la tos, carraspeó y escupió en el barro.
Gelert se agarró a su báculo con impaciencia.
—¿De qué estás hablando?
—Antes tengo que beber algo, casi no puedo hablar. —Talorc miró a su alrededor, e hizo indicación de que se acercara a una sirvienta que pasaba por allí—. ¡Niña! ¡Tráeme cerveza, rápido!
La muchacha salió corriendo hacia la casa más cercana.
—¡Cuéntame lo ocurrido! —exigió Gelert—. ¿Han sido esos ladrones los que han herido al hijo de Lugaid?
Talorc dejó de sonreír.
—Ah, no, pobre chico. Fue un jabalí, ayer por la mañana. Un macho enorme que cargó contra Mardon. Conaire se interpuso en su camino, y el animal le ha clavado los colmillos en los huevos —explicó, sacudiendo la cabeza—. Mal asunto, pero seguro que la señora Rhiann puede curarlo. Por lo menos, podremos comer carne de jabalí durante un tiempo… Ah, estupendo. —Esto último iba dirigido a la muchacha, que acababa de llegar con una copa. Talorc engulló casi toda la cerveza antes de interrumpir su trago con un gran suspiro. Cuando apartó el cuerno de la boca, la tenía llena de espuma—. ¿Por dónde iba?
—Supongo que estabas a punto de contarnos cómo el príncipe mató al animal —dijo Gelert, con tranquilidad.
A Talorc se le iluminó la cara.
—Ah, sí. ¡Espectacular! Se puso hecho una furia cuando vio caer a Conaire… y jamás he visto un lanzamiento semejante —dijo, y volvió a hacer una pausa para beber—. Justo entre los ojos —añadió, entre trago y trago—. El animal murió antes de tocar el suelo.
—¿Y qué hay de los ladrones? —preguntó Belen, girando nerviosamente los anillos que adornaban sus dedos.
Talorc devolvió la jarra, ya vacía, a la sirvienta.
—Como he dicho —dijo, y soltó un enorme eructo—, ya volvíamos. Habíamos vendado a Conaire y preparado una parihuela y descuartizado al jabalí. Y entonces, de repente, oímos voces. Un grupo de creones, y no les importaba nada que les oyeran, ¡en absoluto! Pues bien, al príncipe de Erín se le ocurrió un plan que ni yo mismo podría haber mejorado.
Lo creo,
pensó Gelert, procurando dominar su impaciencia.
—Es duro como el acero —prosiguió Talorc—. Su hermano se desangraba y ahí estaba él, frío como el hielo, con un plan para darles su merecido a esos ladrones. Nos escondimos entre los árboles y Eremon bajó al camino para retarles, él solo. Lo atacaron tres a la vez, ¡esos cobardes! Y entonces el chico echó a correr, como si huyera, y los creones cayeron en la trampa… Salimos de entre los árboles ¡y nos echamos sobre ellos! —dijo Talorc, sacudiendo su lanza—. ¡Tendríais que haber visto la pelea! De los diez que matamos, Eremon se cobró la mitad, y ninguno de nosotros resultó herido. Se dispersaron y echaron a correr. ¡A correr! ¡No recuerdo haberme divertido tanto en toda mi vida!
Belen se acercó a Talorc. Las colas de zorro de su capa de piel se balancearon a uno y otro lado.
A Talorc le relucía la cara con el relato de su éxito.
—Nos ha reportado honor y ha demostrado valentía. Y es listo, y lucha como el mismo dios Arawn —dijo, despacio, asintiendo—. Cuando lleguen los romanos, preferiría tenerle a él y a sus hombres a nuestro lado y no en contra.
Belen se tranquilizó y miró con satisfacción a Gelert.
Una vez relatado su triunfo, Talorc, era evidente, estaba impaciente por seguir su camino. Se echó el manto a la espalda, pidió excusas y se sumó a la muchedumbre que se congregaba en torno a la torre de vigilancia. Pronto, Belen y Gelert oyeron su voz atronadora, relatando su hazaña con todo lujo de detalles. Su esposa se le había colgado del cuello y lo miraba con los ojos como platos.
Belen miró a Gelert.
—Qué tiempos tan extraños, gran druida. ¿Es posible que los dioses nos hayan enviado a un hombre así en esta hora de necesidad? Un hombre muy diestro, es claro. Cuando hablaste de un buen presagio, tenías razón. Voy a convocar al Consejo y que nos relaten lo sucedido con todo detalle —dijo el anciano, y se marchó a toda prisa, desapareciendo entre las sombras que las casas proyectaban ya a la luz del crepúsculo.
Gelert abrió la boca para llamarlo, pero se lo pensó dos veces. Eso quería, ¿o no? Había dicho ante el Consejo que la llegada de los hombres de Erín era un presagio muy propicio. Y es que tenía numerosas razones para alentar las buenas relaciones con Eremon de Dalriada.
En el fondo de su corazón, la sabiduría libraba un combate contra la avaricia. La sabiduría le susurraba que ese tal Eremon podría ser muy difícil de controlar. La doble calamidad de la muerte del rey y de la amenaza romana le habían proporcionado una rara oportunidad: la de ejercer un poder pleno sobre su tribu; pero Gelert era un druida, no un guerrero. Para convertirse en la persona que ocupaba el lugar más importante del reino tras el rey —en quien en realidad ostentaba el poder detrás de la figura del trono, en el gestor de las fortunas de la tribu, en rey por todo salvo por el título—, necesitaba una espada, un hombre que estuviera en deuda con él, que dependiera de su apoyo para hacerse un nombre.
En efecto, necesitaba un hombre fuerte…, pero no un héroe.
La duda angustiaba su corazón, hasta que se impuso la avaricia, recordando a Gelert cuán poderoso era. El príncipe era una bestia salvaje, un gran guerrero, pero nada más. Él podría dominarle y dirigirle con la misma facilidad con la que un hombre dominaba y dirigía a un buey uncido a un yugo.
Y luego estaba esa muchacha, Rhiann.
Altiva y desdeñosa, como Mairenn, la zorra de su madre, que le había mirado con el mismo desprecio cuando él le había pedido que fuera su esposa, hacía ya muchos años. Además, la chica también era sacerdotisa e igualmente desobediente y obstinada, y muy orgullosa de su presunto poder.
Pero no cometería el mismo error con ella. Pronto estaría uncida al yugo. Los dioses le habían susurrado el origen de sus padecimientos y cómo acrecentarlos. Sí, él conseguiría someterla hasta que, para castigarle como solía con una mirada de desprecio, ya no pudiera alzar sus ojos azules.
Los ojos de Mairenn.
Ah, por supuesto, el príncipe podría ser un arma muy útil. Y con este pensamiento, la avaricia triunfó finalmente en el corazón de Gelert, que se preguntaba ya por el momento más propicio para conseguir la adhesión del joven.
La sombra de los maderos tallados de la puerta que daba paso al peñasco cruzó el rostro contraído de Conaire.
—Llevadnos a casa de vuestro sanador, ¡deprisa! —ordenó Eremon a los epídeos que transportaban la parihuela. Estaba tan concentrado en que no zarandeasen a su hermano adoptivo que no prestó atención al lugar adonde se dirigían. Al poco, los porteadores dejaron su carga en el suelo. Entonces, el erinés se fijó dónde estaba.
Se hallaban cerca de la parte más alta del castro, junto a una pequeña choza redonda de la que salía una mujer. Eremon conocía esos cabellos, esos rasgos finos. Los recordaba perfectamente, los había visto el día de su llegada.
¿Es ella la curandera?
No debería sorprenderse, se dijo, al fin y al cabo, eran muchas las druidesas que también actuaban como sanadoras. Pese a todo, parecía demasiado joven, demasiado frágil. No podía tener más de dieciocho años. ¿Tendría conocimientos y habilidad suficientes para salvar a su hermano?
Sin mirar a Eremon, la mujer se arrodilló junto a Conaire y le cogió la mano. Le tomó el pulso, le olió el aliento, examinó los ojos y, finalmente, separó las vendas de lana, pegajosas a causa de la sangre, que cubrían la ingle. En realidad, los colmillos del jabalí habían errado su órgano más preciado, aunque uno de ellos había penetrado muy profundamente en su muslo. Cuando la mujer examino la herida, Conaire se retorció y gritó de dolor, abriendo los ojos.
La mujer miró a Eremon y, en lugar de la mirada fría de la playa, el príncipe advirtió la mirada profesional de la sanadora.
—¿Cuánto tiempo hace que le mordió el jabalí?
—Casi dos días —respondió Eremon, y añadió, sin poder contenerse—: ¿Puedes curarle?
Rhiann frunció el ceño sin responder.
—Llevadle dentro —se limitó a decir.
Eremon apenas se dio cuenta de cómo era el interior de la choza, pero sí se percató de que tenía un olor particular, de que olía más a tierra de lo habitual, de que el aire estaba impregnado con las fragancias de hierbas y raíces aromáticas.
La mujer, de forma muy resolutiva, dictó varias órdenes a una muchacha morena, su criada. La chica tenía que poner agua a hervir y llevarle musgo, aceite de linaza y vendas. Eremon ayudó a colocar a Conaire sobre el camastro de una pequeña alcoba separada del resto de la estancia por una delgada mampara.
La choza fue llenándose de gente. Finan, Rori e incluso Aedan querían saber si Conaire se recuperaría. Finalmente, la criada los echó, resoplando como una vaquilla con cuernos. Tan sólo el príncipe y la sanadora quedaron junto al herido.
Eremon se inclinó sobre Conaire y le puso la mano en la frente con mucha suavidad. Era la primera vez que su hermano adoptivo recuperaba la conciencia desde que cruzaron el estrecho que separaba la ciudad de la isla del Ciervo y, por fortuna, Conaire, poco después de que el barco comenzara a sortear las olas, se hubiera desmayado con un gruñido.
—Cuando dije que debíamos demostrar nuestra fuerza, hermano, no quería decir que estuvieras obligado a arriesgar la vida —dijo Eremon, con una sonrisa.
Conaire trató de sonreír a su vez. Tenía la frente perlada de sudor.
—Pensé que nos hacía falta algo grande —dijo, con voz grave, antes de toser—. Fue un buen salto.
Eremon le dio un apretón en el hombro.
—Sí, lo fue, pero ahora quiero que pongas el mismo empeño en reponerte.
Conaire, agotado, tuvo que cerrar los ojos. Cuando Eremon levantó la vista, comprobó que, mientras empapaba un paño en una vasija de bronce, la druidesa lo miraba con gran detenimiento.
—Tienes que ayudarle —dijo, sin importarle el evidente tono de súplica de su voz. Que aquella mujer le tomara por un hombre débil era lo que, en esos momentos, menos le importaba.
La druidesa le respondió con una sequedad que contrastaba con su delicadeza al colocar el paño mojado sobre la frente de Conaire.
—La herida no es grave, de lo contrario ya estaría muerto. Pero los mordiscos de jabalí suelen empeorar, aunque no sé por qué. Eso es lo que tenemos que evitar.
Conaire volvió a abrir los ojos.
—Hace mucho tiempo que no le ofrendo ningún sacrificio al Jabalí, Eremon —dijo—. Puede que esté enfadado conmigo.
Eremon volvió a coger su mano.
—Yo le dedicaré un sacrificio en tu lugar. Le voy a dar tanto, que no volverá a apartar los ojos de ti y te colmará de favores.
Conaire trató de sonreír, pero su sonrisa se convirtió en mueca al sentir una nueva punzada de dolor.
—Haré cuanto pueda por él —murmuró la mujer, y vaciló—. Ahora, lo mejor es que esté tranquilo. Ve y realiza ese sacrificio. El altar está en lo alto del monte. Por mi parte, rogaré por él a la Madre de Todo, a la Gran Diosa.