Read La yegua blanca Online

Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (4 page)

BOOK: La yegua blanca
2.52Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Se fijó en Aedan, el de los ojos grises, que, pese a las arcadas, continuaba aferrado a su arpa.

Se fijó también en el fornido Finan, que ya había librado batallas cuando Eremon no era más que un niño de teta y que en aquellos momentos se aferraba como podía al timón, que el pescador, muerto de miedo, había soltado.

En torno a Eremon se apiñaban el resto de sus guerreros. Los había jóvenes y con un brillo heroico en su mirada, desesperados por seguir a un príncipe a la gloria; y los había veteranos, como Finan, leales amigos de su difunto padre, el rey Ferdiad de Dalriada.

Aunque sólo tenía veintiún años, seguían a Eremon porque creían que podía recuperar el palacio de su padre de manos de su tío, el usurpador, quien se lo había arrebatado al propio Eremon por la fuerza de la espada y el lenguaje de la traición. El príncipe tan sólo había conseguido salvar a aquellos veinte hombres y unas cuantas armas y joyas. Habían escapado vivos de las costas de Erín por muy poco, en aquel último ataque por sorpresa sobre la playa.

Y ahora la muerte nos va a llevar de todas formas.

—¡No podemos seguir así! —Era Conaire, que le gritaba al oído, por encima del tronar del viento—. ¡Tenemos que dejar de remar o seremos alimento para los peces antes de que salga el Sol!

Eremon parpadeó, la lluvia se le metía en los ojos. A Conaire no le faltaba razón, pero él sabía que, si dejaban de remar, no podrían mantener la proa contra las olas y el barco, sin duda, acabaría por volcar. Angustiado, se mordió la pequeña cicatriz que la preocupación había acabado por labrar en la parte interior de su labio. Era él quien tenía que tomar una decisión, y pronto.

Se apoyó en el hombro de Conaire. Más buscando su propio consuelo que el de su hermano adoptivo.

—¡Hemos librado muchas batallas y ésta no es distinta! —exclamó—. ¡Yo digo que rememos!

Conaire no pudo evitar un gesto de decepción y temor, pero antes de que pudiera responder, sobre el fragor del viento se elevó la exclamación de los hombres. Eremon y él se giraron para mirar a su espalda. La cresta de una ola se abatía ya sobre ellos. Consiguieron agarrarse al mástil antes de que la ola los golpease. Esta vez fue Finan quien quedó tendido de espaldas.

El timón, que Finan se había visto obligado a soltar, se había girado. Como si hubiera estado esperando su oportunidad, el mar cogió al barco entre sus garras y lo hizo virar con virulencia. Una nueva ola lo elevó en el aire y lo ladeó violentamente. Eremon y sus hombres pudieron ver las negras profundidades. Durante un instante angustioso e interminable, el barco se sostuvo bravamente en el costado de la ola y todos los que estaban a bordo se prepararon para caer a las heladas aguas.

Pero la ola los soltó a tiempo y el barco se deslizó en el seno de la siguiente ola, recuperando la posición. Finan se puso en pie antes de que Eremon alcanzara la popa y entre los dos, en una maniobra desesperada, consiguieron enderezar el timón y poner proa al oleaje.

—¡Volved a los remos! —rugió Eremon, con el corazón a punto de estallarle. El pánico era tan grande que sus tripas se aquietaron definitivamente y no volvieron a importunarle—. Diarmund, Fergus y Colum, continuad achicando. ¡Todos los demás a remar como si los perros del Otro Mundo os mordiesen los talones! ¡A Alba!

Alba, la tierra de las olas, de los páramos, de las montañas. Aunque el viento les había empujado hacia el Norte y no hacia el Este, Eremon estaba convencido de que no se hallaban lejos de su destino, por mucho que en aquellos momentos ese destino fuese inalcanzable. Pero no podía perder el tiempo pensando en lo que los aguardaba en la costa.

Tan sólo había tiempo para el ahora: el viento, la negra lluvia y el mar hambriento.

Capítulo 3

El funeral será dentro de dos días, al amanecer.

Rhiann se dio cuenta de que Linnet, que se encontraba a su lado, se ponía muy rígida al escuchar las secas palabras del gran druida. El tejado del santuario de los druidas estaba abierto al cielo encapotado y la sombría mañana iluminaba el paisaje, empapado por la lluvia, que se divisaba desde las enormes columnas de roble. Pero el rostro de Gelert, el gran druida, permanecía en penumbra.

Acababa de realizar un sacrificio por el alma del rey Brude. La sangre goteaba todavía de una de sus nudosas manos y manchaba su manto de color claro. Detrás del semicírculo que formaban otros druidas, un carnero de un año reposaba sobre el altar de piedra. En la base de cada columna de roble, los ídolos de madera de los dioses miraban hacia abajo con ojos vacuos, manchados de ocre, adornados con flores marchitas. A sus pies, el suelo estaba cubierto de pétalos secos.

—Necesitaremos algún tiempo para prepararnos —repuso Linnet, con la misma frialdad con que había hablado el gran druida.

Gelert metió las manos en un cuenco de bronce que sostenía un joven novicio.

—Todo está preparado. Los nobles viajarán a la isla del Ciervo antes de la primera luz dentro de dos días. Lo quemaremos al amanecer.

—Veo que la tristeza no ha entorpecido tu habitual diligencia, Gelert.

El druida despidió al novicio con un ademán y se adelantó, apareciendo bajo la luz del día. Rhiann contuvo la respiración, como solía hacer cuando Gelert estaba cerca. Las arrugas que surcaban la piel del anciano distorsionaban los tatuajes casi borrados de sus mejillas. La nariz parecía tener la carne separada del hueso y cortaba su cara como una proa contra las olas. El pelo, completamente blanco y lacio, le llegaba por los hombros. Pero eran sus ojos los que repugnaban a Rhiann, sobre todo cuando estaban fijos en ella. Habían perdido casi todas las pestañas y tenían el iris amarillo y plano, como los de una lechuza.

—¿Qué sentido tiene apenarse? —Gelert se encogió de hombros—. Ya sabíamos que se estaba muriendo. Yo, al menos, lo
veía.
Y al contrario que tú, he tenido poco tiempo para dejarme arrastrar por la tristeza, tan propia de mujeres. —Otro novicio apareció con un manto de piel de lobo que Gelert se echó sobre sus huesudos hombros—. Perdonadme, pero otros asuntos requieren mi atención.

Linnet juntó las manos.

—¿Te refieres a esos rumores de que hay soldados romanos en el Sur? Todos sabemos que no entrarán en Alba.

Rhiann se sobresaltó. Sumida en las profundidades de la desgracia, no había oído rumor alguno sobre los romanos. Los invasores llevaban en las islas de Britania cerca de cuarenta años —eso decía la tradición de las sacerdotisas—, y aunque avanzaban hacia el Norte a intervalos, al parecer, se habían detenido, satisfechos con asentarse y exprimir a la nueva provincia. Pero ¿Alba? Alba era demasiado fría y accidentada para ellos, y sus tribus demasiado fieras. Esto era lo que Rhiann había oído en las cocinas desde que era niña. Todo el mundo lo sabía.

Gelert sonrió con suficiencia.

—En fin, yo no esperaría de las mujeres una valoración acertada de tales asuntos. Por eso están mucho más seguros en otras manos.

Rhiann sabía que Linnet no respondería al comentario, ya que Gelert siempre se dirigía a su tía de ese modo. La joven sacerdotisa no recordaba un solo momento en que el gran druida no sintiera un odio profundo hacia la Hermandad, es decir, hacia las sacerdotisas que adoraban a la Diosa. Los druidas se decantaban cada vez más por la espada, el trueno y los dioses del cielo, si bien, al menos, la mayoría de ellos todavía conservaban un gran respeto por el lado femenino de la Fuente. Pero Gelert no. Gelert borraría a la Hermandad de la faz de Alba si pudiera. Para él, Rhiannon, la Gran Madre, a quien Rhiann debía su nombre, no era más que la esposa meramente decorativa de un dios varón.

Razón de más para que Rhiann dejase de asistir a aquella conversación boquiabierta como una niña. Era una sacerdotisa, y como tal tenía que actuar.

—¿Y qué hay de los símbolos de la barca en la que el rey ha de emprender su viaje? —intervino, volviendo al asunto que se estaba tratando. Los romanos continuarían siendo poco más que un rumor, y más valía no ocupar en exceso la mente con rumores.

Gelert se dirigió a ella. El brillo de sus ojos era tan intenso como la llama amarilla de dos lámparas de aceite.

—Todo está listo. Mientras tú estabas fuera trayendo al mundo al cachorro de ese pescador, mis hermanos preparaban el viaje del rey. Ahora, basta con que nos concedas el honor de estar presente. A no ser, claro está, que tengas alguna objeción.

Rhiann no respondió. Se limitó a levantar la barbilla con gesto altivo.

—Ah, sí, nuestra orgullosa Ban Cré —dijo Gelert con una sonrisa—, nuestra Madre de la Tierra, nuestra Diosa encarnada, nuestra
sacerdotisa
real. —Siempre conseguía investir los títulos de Rhiann de un enorme desprecio—. Si llegases a fallar a tu tío y rey, el pueblo se llevaría una gran decepción.

—Allí estaremos, por supuesto —espetó Linnet—. Al contrario que tú, nosotras respetamos a los muertos.

En el caso de Rhiann, esta afirmación estaba peligrosamente cerca de no ser cierta. Ahora bien, si ella

había hecho cuanto estaba en su mano por salvar la vida de su tío, Gelert no. En cuanto el rey cayó enfermo, el druida había iniciado la organización de su funeral sin disimulo, sin esperar siquiera a que el espíritu del monarca abandonase su cuerpo.

En esto pensaba Rhiann cuando abandonaron el altar. No esperaba de Gelert lágrimas de pesar, pero sí mayor respeto.

Linnet la cogió por la cintura.

—No te dejes impresionar, hija. Sus palabras no provienen de la verdadera Fuente.

—No me impresiona —dijo Rhiann. Era mentira. El recuerdo de aquellos ojos de lechuza la acompañó durante el resto del día.

El redoble de los
bodhram
[2]
comenzó al anochecer y descendió como el trueno del risco de Dunadd, acompañado del ulular de las flautas de hueso y de los estridentes cuernos.

Los druidas llevaban a cabo sus propios rituales con el cuerpo del monarca. Además, el rey había venerado a los dioses de la espada sin apenas prestar atención a la Diosa. Linnet y Rhiann se mantendrían a distancia hasta la última etapa de esas ceremonias. A ésta le desagradaba profundamente el olor que despedían los rituales de los druidas, pero tal vez eso sólo se debiera a que asociaba ese olor a la forma de ser de Gelert.

Comió en su casa acompañada de Linnet mientras los aullidos y las salmodias se propagaban por la ciudad. La larga noche se aproximaba, los corderos habían sido sacrificados y el caldo de oveja calentaba su vientre, aunque no más que las cenizas que se acumulaban en su lengua.

Precisamente ese día, Brica había sustituido los juncos del suelo del hogar, de modo que, al menos, estaba rodeada de fragancias cotidianas: plantas frescas, cocimiento de hierbas y humo de carbón.

Pensó en la Casa del Rey, con el olor a carne medio cruda y las manchas de sangre, los chillones estandartes y los muros repletos de lanzas y escudos. Las paredes curvadas de su propio hogar, una choza redonda y diáfana, estaban adornadas por colgaduras tejidas por su madre y en sus vigas tan sólo había haces de hierba y ristras de tubérculos.

Sobre la piedra del hogar había un zurrón de piel de ciervo que necesitaba algún remiendo y, junto a la puerta, varios palos de cavar manchados de barro. Encima de los palos, colgados en la pared, había cuchillos de cortar hierba y lanzaderas del telar que habían sido bendecidas en los pozos sagrados. En una estantería baja reposaban varias figuras de madera: estatuillas de la Diosa Madre decoradas con ocre.

Rhiann no tenía lanzas de caza, ni escudos, ni arneses aguardando a ser reparados, ni tampoco
bracae
pantalones largos, sobre el telar, junto a la puerta, a medio tejer.

¿Por cuánto tiempo? Muy pronto, un hombre invadiría su casa.

Y también su cuerpo.

Capítulo 4

Las veloces nubes todavía rasgaban el mundo. Bajo el cielo ceniciento del amanecer, Eremon se sentaba, solo, en la proa del barco.

Eremon, hijo de Ferdiad, rey legítimo del pueblo de Dalriada, de la tierra de Erín.

Esbozó una media sonrisa con amargura.
Rey de nada, rey de nadie.
Se fijó en los hombres que descansaban a popa. Bueno, rey al menos de veinte hombres valientes.

Más allá, entre las cabezas de aquellos guerreros y el horizonte, las olas, que, por fortuna, ahora mecían el casco sólo con golpes leves e insistentes y empujaban la embarcación hacia la costa. Un día y una noche más después de la tormenta. Era evidente que el viento los había arrastrado hacia el Norte, a lo largo de las costas de Alba, y no lejos, hacia los insondables confines del mar Occidental.

El acre olor a sal era más intenso, pero en el aire que anticipaba la salida del Sol, Eremon había advertido fragancias de pino y de tierra mojada. Tierra; buena y sólida tierra.

Acarició perezosamente la cabeza de Cù, aunque el animal estaba demasiado asustado y fatigado para apreciar esta delicia. Acto seguido, le asaltó un nuevo pensamiento, y se irguió un poco. Contra todo pronóstico, habían conseguido sobrevivir a la tormenta y estaban cerca de la costa. De modo que tal vez hubiera sido Manannán quien había enviado la borrasca, tal vez quisiera ponerle a prueba, comprobar si era digno de recuperar el palacio de su padre y gobernar Dalriada. Después de todo, quizás aún estuviera a tiempo de ganarse la bendición de los dioses.

Tenía la mano apoyada en la cálida cabeza de Cù y escudriñaba el horizonte. En tal caso, se dijo, aquella tormenta debía de ser tan sólo la primera prueba. Habría otras, que él pasaría con éxito, hasta regresar a Erín para matar al usurpador, a su tío Donn, el de la Barba Castaña. Se sumió por unos instantes en un sueño. Vio una espada fulgurante y la expresión de su tío en el momento en que esa espada le traspasaba la garganta.

—¡Despierta! —dijo Conaire, agitando la mano ante los ojos de Eremon y sentándose a su lado en cuclillas para darle un trozo de pan de cebada húmedo. Cù meneó el rabo y, tras levantar el hocico un momento para olisquear el aire, volvió a apoyar la cabeza en el casco. Estaba agotado.

Eremon le dio una palmada en el lomo y, al ver el pan, sintió un hambre repentina y voraz. Al fin y al cabo, llevaba dos días sin probar bocado. Partió un trozo y masticó en silencio.

—Así pues, después de todo estamos cerca de la costa —dijo Conaire, e hizo una pausa—. Tenías razón respecto a lo de los remos.

BOOK: La yegua blanca
2.52Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Castles by Benjamin X Wretlind
The Late Greats by Nick Quantrill
The Red Trailer Mystery by Julie Campbell
Beyond Suspicion by Catherine A. Winn
The Tigrens' Glory by Laura Jo Phillips
The Blood of the Martyrs by Naomi Mitchison
SimplyIrresistible by Evanne Lorraine