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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (7 page)

BOOK: La yegua blanca
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—En ese caso, podéis desembarcar.

La línea de guerreros epídeos retrocedió cuando el casco del barco resbaló sobre la arena con un chirrido prolongado. Talorc, un guerrero entrecano y corpulento que, pese a su edad, todavía tenía unos brazos formidables, se plantó ante los extranjeros a fin de ir haciéndose cargo de sus armas a medida que desembarcaban.

Rhiann tiró de los bordes de su manto con manos temblorosas y retrocedió, quería permanecer a distancia de aquellos extranjeros. Por su parte, el príncipe se quitó un anillo y lo enseñó a todos.

—Os entrego este anillo como ofrenda a vuestro difunto —dijo, con una respetuosa reverencia.

En torno a Rhiann se oyó un murmullo de aprobación.

—¡Habla muy bien para ser un
gael
! —comentó una anciana.

—Ha llegado a nosotros como llega el Sol —añadió una joven—. ¡Debe de contar con el favor de los dioses!

Gelert estudió al extranjero antes de aceptar el anillo.

—Ofreceremos tu regalo a un manantial sagrado. Los dioses te observarán con complacencia —dijo, y, mediante una seña, ordenó a uno de los novicios que se adelantara—. Acompaña a estos hombres a la choza funeraria y haz que les sirvan hidromiel. —A continuación volvió a dirigirse al jefe de los
gael
—. Estamos a punto de volver a nuestros hogares y, aparte de carne fría, tenemos poca comida que ofreceros, pero podéis beber. Luego hablaremos.

Con los ojos muy abiertos, el novicio condujo a los hombres más allá de la playa, hasta una choza redonda que se elevaba sobre el
machair,
la franja de hierba moteada de flores que bordeaba las arenas.

Rhiann se fijó en los
gael
cuando pasaron a su lado. Ahora que se encontraban mucho más cerca, pudo ver las ropas del príncipe, de espléndida confección, aunque rasgadas y rígidas a consecuencia de la sal. Pese a todo, iba erguido como si llevase un lujoso atuendo, y ahora que ya no esbozaba aquella sonrisa picara, sus oscuras trenzas enmarcaban un rostro que parecía tallado en piedra. La frente era lisa como una llanura, la línea de la mandíbula, limpia, y los pómulos, altos y bien marcados, lo cual le dotaba de una mirada exótica, como de soslayo. Pero la firmeza de su mentón indicaba seguridad en sí mismo, tal vez, excesiva seguridad en sí mismo, y sus ojos eran de un verde glacial. Además, Rhiann se fijó en sus manos. La que aferraba la espada tenía los nudillos blancos, de la fuerza con que apretaba la empuñadura de marfil.

Ah, de modo que mentía. Por la expresión de su rostro, nadie lo diría, pero la mano le delataba. Alguien capaz de mentir pareciendo tan noble era sin duda peligroso. Rhiann se preguntó si Gelert también se había dado cuenta.

Un hombre corpulento seguía al jefe. Rhiann jamás había visto a alguien tan grande. La melena color cebada y los ojos azules le daban un aspecto muy juvenil, pero tenía los brazos gruesos como troncos de árbol. Además, tenía una cicatriz en curva que comenzaba en uno de sus párpados, cerrándolo levemente, y recorría la mejilla. En sus labios rondaba una sonrisa, que se hizo manifiesta cuando se dio cuenta de que las jóvenes se agolpaban para verlo. Aiveen, la atrevida hija de Talorc, se apresuró a ponerse en primera fila. Sus trenzas del color de la mantequilla se balancearon y brillaron bajo la luz del sol.

A continuación caminaba un joven tímido, oculto tras una mata de cabello escarlata y el cuello cubierto por innumerables pecas. Luego, un bardo, guapo como una muchacha, de piel cremosa y rosada, aunque con una magulladura en la mandíbula. Cojeaba ligeramente y se aferraba a su arpa como si de ella extrajera la fuerza para seguir caminando. Estos dos eran sin duda demasiado jóvenes para haberse alejado tanto de sus madres. Pero entonces, Rhiann se fijó en los hombres que los acompañaban: todos ellos eran guerreros veteranos y en un estado de forma óptimo, con brazos musculosos y surcados de cicatrices antiguas, lo cual indicaba que habían combatido con regularidad, Además, sus armas y petos brillaban con el destello del metal bruñido, pese a que sus túnicas y pantalones evidenciaban la fuerza de la tormenta a la que habían sobrevivido.

Comerciantes. No había duda.

Cuando, tras dejar paso a los extranjeros, los epídeos volvieron a apiñarse, Rhiann sintió un leve roce en la mano.

—Ven conmigo —dijo Linnet—, el paseo ayudará a que tu cuerpo vaya soltando el miedo.

Por poco tiempo,
se dijo Rhiann, aunque aceptó el brazo que rodeaba sus hombros. Al cabo de unos pasos, levantó la vista, preparándose para afrontar la mirada de lástima de Linnet. Aunque odiaba que le tuvieran lástima, ansiaba el consuelo y la ayuda de su tía.

Pero Linnet tenía blanco el semblante y un círculo rosado en cada mejilla, y sus ojos se habían oscurecido hasta adquirir el gris de las tormentas. Y no miraba a Rhiann. Miraba hacia el mar, más allá de la columna de humo que señalaba la situación del barco en llamas del rey, con los ojos helados.

Fue entonces cuando Rhiann advirtió en su tía el leve temblor de algo que no era miedo, sino otra cosa completamente inesperada.

Excitación.

Eremon y sus hombres se quedaron a solas en la choza funeraria. Sólo un guardia permaneció junto a la puerta. Evidentemente, las leyes de la hospitalidad eran tan sagradas en Alba como en Erín. Antes de tratar con ellos cualquier asunto, los extranjeros tenían que comer. Todas las tribus respetaban esta norma desde Galia hasta Erín.

Carne fría en un frío amanecer no era lo ideal, pero sí mejor que pan rancio. Los hombres atacaron con ansia la fuente de ramas de sauce, llena de carne de ciervo, pero, obligado a comer bajo los negros y penetrantes ojos del guerrero que estaba apostado a la puerta, Eremon perdió el apetito.

Los agresivos tatuajes azules que se retorcían sobre las mejillas de aquel hombre y en torno a sus ojos le daban aspecto de jabalí enfurecido, un efecto que acentuaban sus largos bigotes, que caían sobre su boca, y su melena, cortada en picos. Eremon se frotó el mentón, que en su pueblo era normal llevar rasurado. Sin duda, aquellos tatuajes azules inspirarían miedo en la batalla, pero él prefería conservar la cara tal como era.

Conaire no tenía ningún reparo en comer bajo la atenta mirada del guerrero albano. Arrancaba enormes bocados y masticaba ruidosamente, y Rori, Finan y los demás seguían su ejemplo. Eremon cogió unos trozos de ciervo para Cù, que se había echado a sus pies. El perro mordió la carne con fruición, bañando en saliva los dedos de su amo.

Eremon se limpió la mano en los pantalones y miró a su alrededor.

Pese a estimar que la orfebrería de Alba no era tan elaborada como la de Erín, ni sus espadas tan espléndidas, las paredes de la choza en que se encontraban estaban decoradas con preciosos símbolos y había pinturas también muy hermosas en los postes y vigas del techo. Algunas eran reproducciones de animales: podía ver un caballo, un jabalí y un ciervo, tan realistas que sus músculos parecían tensos bajo la piel. Otros símbolos tenían formas desconocidas, líneas y curvas muy bellas que carecían de sentido para él. Los mismos símbolos estaban pintados en una mesa alta, situada junto al hogar y llena de tarros de aceites aromáticos y de pétalos secos de reina de los prados. Evidentemente, el cadáver del difunto había reposado en esa mesa.

El guardia se movió y el sol que entraba por la puerta brilló en la punta de su lanza. Eremon frunció el ceño y se removió en su asiento, consciente del peso de su propia espada. Le había enfurecido tener que entregar las armas, pero no tenían otra elección. Los amenazaban demasiadas lanzas y, por el tamaño de los guerreros que las portaban, los habrían alcanzado fácilmente. Ojalá hubiera podido escudriñar la orilla con mayor claridad, porque le habría gustado desembarcar en otro lugar…

En un pueblo de sencillos pescadores.

Se mordió el labio. Al parecer, llevaba a sus hombres de peligro en peligro. Aquél no era, ni mucho menos, el desembarco que había imaginado. Y sin embargo, los dioses le habían llevado hasta allí, porque allí era adonde la tormenta y las olas habían arrastrado su barco. ¿Fraguaban los dioses su gloria o su caída?

Es una prueba. Los dioses exigen una prueba de tu valor. Así pues, demuestra tu valor y estarás en casa para la próxima caída de la hoja.

Ya casi no quedaba carne cuando, de pronto, Eremon oyó, provenientes del exterior, cánticos y llantos, un clamor de trompetas y fragor de escudos. El estruendo creció hasta que las paredes de la choza retumbaron. Cù levantó la cabeza y aulló, con los ojos fuera de las órbitas. Luego, el ruido fue remitiendo hasta un último resonar de tambores. Eremon advirtió que el guerrero albano cerraba los ojos y murmuraba para sí.

No necesitaba preguntar qué había ocurrido, y es que también en Erín alejaban así al espíritu de los muertos. Ahora, el alma liberada escucharía la llamada del dios Lugh y saldría volando hacia las Islas Bienaventuradas.

Poco después, una sombra cubrió el vano de la puerta. Era el viejo druida, el que había hablado en la playa. Le seguía una sirvienta con una jarra con borde de bronce, y el viejo guerrero que había recogido sus armas, un hombre que casi igualaba a Conaire en tamaño. La sirvienta se dirigió directamente a Eremon y le entregó la jarra, que tenía dos asas en forma de caballo. Era de una factura extraordinaria, como los adornos, y para sorpresa de Eremon, la cerveza también era buena, con un regusto a almizcle que jamás había probado.

Debió de traicionar sus pensamientos, se dijo, porque el druida lo miró con una sonrisa, pese a todo, carente de calidez.

—Nuestras mujeres fabrican la mejor cerveza de Alba y ese sabor se debe a las flores de brezo.

La voz del druida, poderosa y autoritaria, no dejaba traslucir su edad.

El príncipe asintió con cautela. La muchacha tomó la jarra de sus manos y se la entregó a Conaire. Era guapa, y Eremon se dio cuenta de que se ponía colorada al cruzar la mirada con su hermano adoptivo. En cuanto bebieron todos los hombres, el druida no quiso perder más tiempo.

—Y ahora —dijo, indicando con la mano una alcoba protegida por una mampara—, quisiera saber qué buscáis. Ven y hablaremos.

Eremon miró a Conaire, que, a su vez, dejó de mirar a la chica y le siguió, limpiándose con la mano los restos de grasa de la boca. Pasaron a la alcoba con el druida y el guerrero veterano y se sentaron en unos cojines de piel que había en el suelo.

En su condición de huésped, Eremon fue el primero en hablar, así lo dictaban las reglas de cortesía.

—Yo soy Eremon, hijo de Ferdiad. Mi padre es el rey del gran reino de Dalriada, de la tierra de Erín. Éste es mi hermano adoptivo Conaire, hijo de Lugaid. Hemos venido con intención de establecer una nueva alianza comercial con nuestros honorables vecinos.

—Yo soy Gelert, el hombre del roble —repuso el druida—. Mi primo Brude, hijo de Eithne, es el rey de los epídeos, nuestra tribu. El rey está… lejos, en el Norte, recaudando tributos.

La pausa fue muy breve, pero Eremon advirtió la mirada que el guerrero epídeo dirigía a su druida antes de mirarle de nuevo a él. En uno de sus brazos, el guerrero llevaba una banda de piel de zorro del mismo color de sus cabellos, si bien éstos estaban ya surcados de hebras grises. Pese a su edad, sus ojos conservaban un límpido azul y tenía la piel rubicunda, dos signos de magnífica salud.

—Yo soy Talorc, hijo de Uishne y primo de Brude. —Cruzó los brazos sobre su poderoso torso y adelantó el mentón con orgullo—. Haces bien en buscarnos, príncipe, porque somos la tribu más poderosa de esta costa y poseemos abundantes riquezas.

No os he buscado y tampoco veo muchas riquezas,
pensó Eremon, sin alterar su semblante.
Pero ¿dónde, me pregunto, está en verdad vuestro rey?

—Estoy sorprendido —dijo—, porque es evidente que la ceremonia que acabáis de oficiar estaba dedicada a un hombre de alcurnia, y sin embargo, vuestro rey no ha estado presente.

Los amarillos ojos de Gelert brillaron con furia.

—Acabas de decir que queréis establecer alianzas comerciales —ladró.

Eremon parpadeó, sorprendido por el tono del druida, y asintió.

—En ese caso, vuestros dioses de las tormentas os han conducido al lugar adecuado, príncipe. Nuestro castro de Dunadd domina las rutas comerciales a este lado de las montañas. Realizamos intercambios con las tribus productoras de estaño del sur de Britania y con las del mar del Norte. Y vosotros, ¿qué podéis ofrecernos?

Eremon tomó aire. Al menos, para aquella pregunta sí había preparado una respuesta.

—El oro que veis es tan sólo una pequeña muestra de nuestras riquezas —explicó, echando hacia atrás su manto para mostrar su elaborado cinturón y la empuñadura enjoyada de su daga—. El oro abunda en nuestros ríos y en nuestros montes hemos encontrado muchas vetas de cobre. Vendrán más hombres que te enseñarán más ejemplos de nuestras habilidades. Queremos ponernos en contacto con tribus de toda Alba.

Talorc tenía la mirada fija en la diadema de oro de Eremon.

—Por supuesto, el oro no lo es todo —prosiguió el príncipe, sonriendo—. Cultivamos cebada en las llanuras y pastoreamos numerosos rebaños en los prados, porque nuestra tierra está bendecida por vientos más cálidos que los que soplan en la vuestra. Y hacemos muchas otras cosas: nuestros artesanos son célebres en todo el mundo.

Talorc no pudo contenerse.

—¡Alto ahí! ¡Nosotros tenemos la mejor carne de ciervo, los mejores perros de caza y las pieles que más abrigan! —dijo, y se golpeó el pecho—. Nuestras ovejas dan mejor lana que las vuestras y, por supuesto, nuestras mujeres son las más hermosas.

—¡Yo me encargaré de juzgar eso! —intervino Conaire, con una sonrisa—. ¿Qué os parece si os muestro la calidad de mi espada y, a cambio, vuestras mujeres nos enseñan la calidad de sus armas?

Talorc hizo una mueca y soltó una carcajada, dando una patada en el suelo.

—Para ser un
gael,
tienes bastante gracia —rió. Le brillaron los ojos al comprobar cuán grueso era el brazo que Conaire empleaba para coger la espada—. Me pregunto, potrillo, si eres tan bueno luchando como bromeando. Yo ya domaba caballos cuando tú todavía te meabas en los
bracae.
¿Qué te parece si te devuelvo la espada y…?

El druida le hizo callar con un gesto y, a continuación, se puso en pie valiéndose de su cayado. Eremon se fijó en que éste estaba rematado con una cabeza de lechuza con ojos de reluciente azabache. Cuando el druida se apoyó en ella, las pupilas del animal parecieron fijarse en él.

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