—¡Perdón! —Rhiann sacudió la cabeza y raspó el barro de sus botas contra la cerca de Linnet—. Me siento como si tuviera la cabeza llena de avellanas ¡y no dejaran de sonar!
Linnet se limpió las manos en la falda.
—No te preocupes, cuidaré de todo por ti. Es una oportunidad demasiado buena como para perdérsela. El gran Calgaco vino aquí cuando era un joven príncipe, hace mucho… Creímos que le propondría matrimonio a tu madre, pero entonces se convirtió en rey de su propio pueblo y no se pudo vincular a nosotros. —Suspiró—. Su tótem es el águila y tiene la vista de esa ave, muy buena.
—Caramba, tía, ¡pareces una chica ruborizada! Me interesa su intelecto, no su rostro.
Linnet se rió y se acercó para apoyarse sobre la valla.
—También es listo. Va a ver lo que tanto tú como Eremon veis, Rhiann. Verá que la unidad de nuestro pueblo tiene sentido.
—Eso espero. Las tribus jamás se han unido, pero tampoco antes hemos tenido que hacer frente a una amenaza semejante. Unidos seremos más fuertes.
—Sí, pero… ¿lo verán los guerreros de ese modo? ¿Quién sabe? Las mujeres somos mejores a la hora de discernir la urdimbre, por eso somos las tejedoras.
Rhiann suspiró.
—Haré cuanto esté mi mano. En cualquier caso, los sueños me indican qué es lo que debo hacer. —Frunció el ceño—. No te molestará pasarte por Dunadd, ¿verdad, tía? Sé que te pido mucho…
—Por supuesto que no… En especial, porque no voy a tener que compartir el castro con Gelert.
—¿Por qué? ¿Adónde va?
—¿No lo sabes? —Linnet alzó una ceja—. La hermana de Dercca le dijo que se iba contigo.
Cuando Rhiann se lo contó a Eremon, éste se limitó a encogerse de hombros:
—Sí, lo sé. Me dijo que necesitaba hablar con los druidas del Norte en nuestro nombre. Y nos vendrá bien. Se supone que el caudillo militar cuenta con el pleno apoyo del gran druida. No me preocupa mientras se mantenga fuera de mi camino. No puede hacernos ningún daño.
Para sus adentros, Rhiann pensaba que Gelert era cualquier cosa menos inofensivo. Últimamente había notado que se comportaba de forma extraña. Había dejado de mirar su vientre para ver si estaba preñada y en lugar de eso ahora se arrugaba cada vez que la veía. Quizás, al fin, prestaba atención a otros asuntos.
A los diecisiete días de su partida, cuando la tensión de la espera comenzaba a crecer, regresó Aedan, exhausto por el viaje, pero con una nueva firmeza en el rostro.
—Me recibió —anunció a Eremon en la Casa del Rey.
—Bien, ¿y entonces…? —requirió éste.
—Le repetí tu mensaje con tus mismas palabras… y unas pocas de mi propia inventiva, por supuesto. —Aedan se sonrojó, luego se irguió dándose importancia y se puso la capa salpicada de barro sobre el hombro—. Y ésta es su respuesta: «Calgaco, hijo de Lierna, la Espada, Rey de los caledonios, Águila de Bronce, saluda a Eremon, hijo de Ferdiad, príncipe de Dalriada, caudillo militar de los epídeos y consorte de la Ban Cré».
Eremon enarcó una ceja.
—«Saludos, hermano de armas —prosiguió Aedan—. Me sentiría honrado de recibir al degollador de romanos y destructor de fortines en el Castro de las Olas. Tenemos asuntos de mutuo interés de los que hablar. Acude dentro de una luna y celebra el día más largo con nosotros». —Aedan relajó su postura—. Eso es todo, señor. Nos proveyó de agua y comida y nos proporcionó monturas frescas, y me pidió que viniera a buscarte a la mayor brevedad posible.
Entonces Eremon sonrió y gritó a sus hombres:
—¡Sí! ¡Partiremos dentro de dos semanas!
El murmullo apagado del río se escuchaba con nitidez a pesar de la brisa nocturna. El aroma a madera recién torneada se entremezclaba con el fuerte olor a lana teñida dentro del depósito. Un rayo de luz de luna prendía el brillo del oro y el bronce.
Pero Gelert no había acudido allí para solazarse con las riquezas de los epídeos. Torció el gesto en la oscuridad. Tales riquezas mundanas significaban muy poco para él, no eran nada en comparación con el poder del espíritu… o el poder sobre los corazones de los hombres, que hicieran lo que tú deseabas, que te consultaran en todo. Aquello era lo que él quería, y ni la fuerza bruta de un guerrero ni las palabras melosas de un príncipe iban a interponerse en su camino. Él, Gelert, gobernaría en Este Mundo como lo hacía en el Otro Mundo. Y cuando una vasija demostraba ser defectuosa, era tiempo de buscar otra.
Escuchó el tintineo de una brida de caballo y se deslizó como un fantasma hacia la puerta. Una figura oscura envuelta en una vieja capa se movía junto al río. Hubo un ruido suave de pies caminando sobre el musgo y luego la figura se deslizó al amparo de las sombras de los muros del depósito.
—Así que has acudido —murmuró Gelert.
El hombre se sobresaltó, ya que el druida había permanecido quieto.
—No albergo ningún deseo de trabajar bajo el yugo de un hijo de Erín. —Siguió hablando en voz baja, pero no logró ocultar el tono amargo. Gelert sonrió para sí—. Noble druida, mis hombres se han ocultado en el avellanedo a las afueras de Crìanan como indicabas. ¿Qué quieres de mí?
—Necesito a un hombre de coraje que actúe como mi emisario, mi heraldo —Gelert hizo una pausa—, que vaya a Erín.
El siseo de la respiración sonó como una espada al salir de la funda.
—¿Erín?
—El príncipe no es todo lo que parece. Necesito conocer su verdadera posición. El conocimiento nos dará poder, poder sobre él.
La sombra se inclinó hacia delante con avidez.
—¿Y me necesitas para conseguir ese poder?
Gelert esbozó una sonrisita de complacencia. ¡Esos guerreros! ¡Eran tan fáciles de manipular! Pero la próxima vez quería un rey que de verdad fuera un gañán con una espada. No cometería el mismo error de nuevo.
—Es una misión delicada y posiblemente… peligrosa. Necesito a un hombre con el más firme de los corazones y la más hábil de las lenguas. Un hombre que no ame al príncipe de Erín.
—Entonces lo has encontrado. No puedo quedarme aquí por más tiempo y ver cómo nuestro pueblo sigue al extranjero… Mi bilis se cuaja día a día. ¡Encárgame esto y no te decepcionaré!
Gelert prolongó el momento para decir luego:
—Así sea.
El hombre se relajó visiblemente.
—¿Cuáles son tus órdenes?
—Un bote te espera debajo del Castro de las Lanzas. El barquero conoce las rutas de navegación. Desembarca en la parte más septentrional de Erín y averigua noticias sobre los parientes del príncipe, pero no os pongáis en peligro. Entrega esto al druida de su padre si es todo lo que dice ser.
Le dio al hombre una tablilla de fresno con los sagrados signos druídicos grabados. Éste la recogió y la envolvió con cuidado en su cinto.
—¿Y de no ser así?
—Entonces no os mostréis y utilizad los regalos que os he dejado en el bote para comprar tantas noticias como podáis. A vuestro regreso acudid con toda presteza a reuniros con nosotros en el castro de Calgaco la Espada. No reveles a nadie tu marcha y no hables con nadie a tu vuelta. A menos que mueras… —Se demoró en esa palabra—, quiero oír el mensaje de tus labios… o haré caer las maldiciones de todos los dioses sobre tu familia. ¿Lo entiendes?
La respiración del hombre era más rápida y agitada.
—Sí.
Inclinó la cabeza, regresó a su montura y se aupó a la silla.
—Te traeré lo que buscas.
Satisfecho, Gelert metió las manos en su túnica. Ahora sabía que había juzgado bien a ese hombre.
Mientras el jinete abandonaba la sombra del gran roble y descendía por el camino de carga, la Luna emergió desde detrás de una nube y aclaró su pelo hasta convertirlo en una cascada plateada.
Rhiann decidió que no podía arriesgarse a llevar a Didio de viaje por temor a lo que los caledonios hicieran a los romanos. Sólo lo había visto sonreír cuando aprendía algo nuevo, por lo que lo llevó a la casa de Bran.
El herrero, un hombretón imponente de hombros musculosos, contempló al romano.
—¿Deseas que te lo guarde?
Rhiann sonrió y negó con la cabeza.
—Deseo que lo acojas como tu invitado. Utiliza las manos y el cerebro… Podrás servirte de ambos.
Bajo las cejas, chamuscadas por la forja, el herrero le calibró con la mirada.
—¿Tomar a un romano como aprendiz? —Su manaza llena de ampollas y con las uñas sucias por la ceniza fue a parar sobre los hombros de Didio y los palpó con fuerza—. No tiene demasiado músculo. ¿De qué me puede servir?
Didio retrocedió, pero le sostuvo la mirada con valentía.
—Te puedo enseñar cómo conseguir que el agua fluya colina arriba. —Un cúmulo de sonidos discordantes distorsionaba la musicalidad del lenguaje de Alba, pero se le entendía. Eithne lo había hecho bien—. Puedo mostrarte cómo drenar las aguas residuales de tu casa.
Las cejas de Bran se alzaron y luego sonrió.
—En tal caso, tal vez seas útil, romano. Pero la Ban Cré me ha encomendado tu seguridad. No me avergüences tratando de escapar.
—No lo haré —le replicó Didio, aunque habló mirando a Rhiann.
—¿Necesitas que volvamos a repasar algo? —Eremon permanecía junto a Dòrn debajo de la entrada de Dunadd.
—No, mi príncipe. —Finan negó con la cabeza—. Todo está muy claro.
—¿Están los exploradores dispuestos a lo largo de las montañas al Este y al Sur?
—Sí, ocupan su posición.
Eremon examinó el grupo con ojo experto. Rhiann y Eithne revisaban sus bultos una vez más mientras Aedan les sujetaba las bridas con deferencia, acunando el arpa con el brazo. El bardo había recuperado las fuerzas después del reciente viaje, y aunque se había mostrado reacio a recorrer el mismo camino tan pronto, manifestó que no tenía intención de perderse el encuentro entre los dos grandes hombres.
Caitlin y Rori, ambos ya a caballo, examinaban una de las nuevas flechas de aquélla. Fergus y Angus se reían al despedirse de unas doncellas llorosas que aferraban con fuerza las bridas.
Había un destacamento de guerreros epídeos y otro de igual número integrado por sus propios hombres… Diez de cada. Conaire se subió en la silla de montar con facilidad; de su lanza colgaban sus nuevos estandartes: una cresta erizada de jabalí sobre una tira de cuero y la cola trenzada de una yegua.
En las sombras de debajo de la torre, Gelert y otros dos druidas se sentaban a lomos de caballos grises. Los druidas efectuaban esta clase de viajes casi siempre a pie, pero Eremon le había pedido a Gelert que montaran para poder llegar hasta Calgaco con más rapidez. Sorprendentemente, aquél estuvo de acuerdo; sus ojos amarillos brillaron con una emoción que Eremon no tenía ni tiempo ni interés para descifrar. En cualquier caso, iba a tener al druida a la vista de ahora en adelante. No dispondría de la oportunidad de gastar alguna jugarreta.
Pero, cuando se disponía a montar, un instinto le obligó a detenerse. Protegiéndose los ojos del sol, contempló al gentío que se había reunido para despedirlos.
—Vigila a Lorn, ese joven petimetre —le dijo a Finan en un murmullo—. De todos modos, ¿dónde está? Le vi en Dunadd hace sólo un par de días… ¡Creí que estaría ahí, dando vítores, feliz por perderme de vista!
Finan recorrió con la vista a la multitud.
—No le he visto. Tal vez se ha ido a casa a lamerse las heridas.
—Bueno, vigílalo de todos modos. Es un asunto aún pendiente. —Tocó el hombro de Finan—. Adiós, viejo amigo. Ve a buscarnos dentro de una luna.
Finan se alejaba cuando Eremon hizo una señal a Conaire y el estandarte flameó en el cielo despejado con un destello de la afilada lanza bruñida.
La multitud profirió una gran ovación cuando los jinetes atravesaron la puerta hacia la solana reinante al otro lado.
Estación del sol, 80 d. C.
Las tierras de los caledonios se extendían sobre la planicie oriental como los suaves pliegues de una capa detrás de los lagos de laderas escarpadas y los riscos agrestes del Gran Glen. Las granjas eran tan numerosas que el humo de sus hogares impregnaba el aire con una neblina azul.
Calgaco había heredado su reino de su madre, una Ban Cré que murió antes del nacimiento de Rhiann, pero la Hermandad aún la conocía y honraba su nombre. Una poderosa sacerdotisa había dado a luz a un poderoso rey, tal y como debía ser.
Por desgracia, un repentino y cerrado aguacero procedente de las cumbres occidentales anunció su llegada. Todos se calaron las capuchas y se encorvaron sobre sus monturas; estaban tan absortos protegiendo sus caras de la lluvia que estuvieron a punto de chocar con una colosal piedra que emergía de entre la llovizna al borde del camino. En vanguardia, Rhiann y Eremon detuvieron sus caballos. Grabada en el granito había una talla de la altura de un hombre. Era un águila enorme: la noble cabeza que miraba al Oeste, los ojos negros, el pico puntiagudo. Pero eso no era todo. Habían rellenado las líneas de la talla con bronce fundido, por lo que la curvatura de las alas del gran pájaro y las garras relucían con fuerza a través de la lluvia gris.
Conaire, que marchaba detrás, soltó un suave silbido.
—El tótem de Calgaco es el águila, ¿verdad? —preguntó Eremon.
Rhiann asintió mientras contemplaba fijamente la talla.
—Entonces, este rey debe tener unos buenos artistas. Jamás había visto semejante calidad.
Rhiann tenía la boca seca y tragaba con dificultad. Un recuerdo pugnaba por alzarse en su memoria. Aquella talla llevaba un signo reconocible.
—Calgaco la Espada es rico y poderoso. —Aquéllas fueron las primeras palabras que Gelert, encorvado sobre su poni gris y con el rostro ensombrecido por la capucha, había pronunciado en todo el viaje—. No es un hombre al que se pueda tratar a la ligera. Tal vez encuentres al fin a alguien que esté a tu altura, príncipe.
El erinés le devolvió la mirada con aversión.
—Eso espero, druida. Quizás comprenda entonces la necesidad de una alianza.
Eremon azuzó a su caballo con un brusco movimiento y Rhiann le siguió, ocultando la visión de la piedra con la capucha; su mente ya había relegado al olvido las palabras de Gelert.
La talla
era
familiar, de eso no cabía duda. Las manos le temblaron en las riendas.
Pronto llegaron a una amplia bahía en la que la plaza fuerte de Calgaco, encaramada en el cabo, entre un río de corriente veloz y el mar, asomaba por encima de la lluvia. Proclamaba su dominio e influencia sobre la llanura y el puerto que había a sus pies, en el que se apiñaban los barcos, desde las alturas en que descansaba.