—Oh, ¿debería llevar el broche enjoyado que me regalaste? —se inquietó, saltando a la pata coja de forma alternativa con uno y otro pie.
Rhiann la sujetó por los hombros y la sacudió levemente.
—¡No! Ella te querrá tal como eres.
Contuvo la respiración tras estas últimas palabras.
—¡Oh, Rhiann, somos primas! —Caitlin rodeó la cintura de Rhiann con los brazos y la abrazó. Ésta se puso rígida de inmediato, ya que nadie salvo Linnet la había tocado de esa forma desde que abandonó a las hermanas de la Isla Sagrada. Pero Caitlin ya la había soltado y apresuradamente estaba introduciendo prendas de vestir en su bolsa de cuero.
Desapareció en la pálida alborada con su parloteo aturullado y nervioso y el tintineo de la hebilla del cinto. Rhiann se quedó sola en la puerta a contemplar la salida del Sol. Un zarapito profirió su grito lastimero a lo lejos, en el marjal, cuando la luz dorada bañó las cañas.
Estará orgullosa de tenerte como hija.
Rhiann ocultó el rostro entre las manos; la tensión que se había ido acumulando en su interior desde que viera a su tía se deshizo y comenzó a doler.
Linnet regresó al castro dos días después en compañía de Caitlin. Rhiann las vio entrar por la puerta a su vuelta del río, pero no podía enfrentarse a Linnet, aún no, por lo que dio media vuelta.
Se alejó arroyo abajo y mientras recogía las consueldas que crecían en la tierra húmeda debajo de los sauces oyó cascos en el camino de carga. Con el rabillo del ojo distinguió el característico pelaje negro de Dòrn. Se quedó petrificada, con una mano alrededor de las hojas carnosas y la otra empuñando el podón. Eremon había anunciado que iba a cabalgar hasta Crìanan aquella mañana. Tal vez no la viera si se agachaba lo suficiente.
Pero el chacoloteo de los cascos se hizo más lento y se detuvo. Se levantó el sonido sordo de botas sobre el suelo.
—Deberíamos entregarte a los espíritus del río y lo lograríamos —dijo Eremon—. Te pasas todo el tiempo con los tobillos en el barro.
Se irguió mientras lo observaba con cautela, sacó los pies del fango y llegó hasta su bolsa de tela.
—Entonces, deduzco que te has enterado.
—Sí, todos lo sabemos. —Eremon enganchó las riendas en un aliso muerto y se subió a un tocón roto, sosteniendo el brazo herido contra el pecho—. Linnet ha congregado a todos los miembros del Consejo presentes en el castro y se lo ha dicho. Debes de estar feliz.
La última afirmación parecía una pregunta.
Rhiann, que limpiaba el barro de las hojas conforme las extendía, se acuclilló.
—Lo averigüé mientras estabas fuera… Supuso una gran sorpresa.
—Una sorpresa, sí, pero placentera ¿verdad?
—¡Placentera, por supuesto! —le chilló para que se marchara y la dejara en paz.
—Así que era esto lo que te preocupaba la otra noche.
Parecía satisfecho. Ella frunció el ceño.
—¿De qué hablas? Caitlin es pariente mía… Estoy orgullosa de que lo sea.
Al menos aquello era cierto y era capaz de decirlo con énfasis, pero Eremon se mordió el labio mientras la traspasaba con la mirada.
—Disculpa si lo he entendido mal, pero si es hija de Linnet, entonces, ¿no tiene un estatus idéntico al tuyo dado que tiene sangre real? Quiero decir, aparte de que tú eres una Ban Cré.
—Sí —rechinó entre dientes mientras recogía las hojas en la bolsa. ¿Por qué le interesaban sus leyes de parentesco? ¿Por qué estaba allí?
—Pero, por supuesto, no estás celosa de que ahora alguien más ostente ese rango.
—¡Celosa! —Negó con la cabeza mientras reía con indulgente amargura—. Si supieras cuántas noches he permanecido despierta, deseando que hubiera una mujer que compartiera esa carga conmigo. ¡Cuanto me complacería haber nacido sobrina de cualquier otro! Volvió a negar con la cabeza y se levantó—. No eres tan perspicaz como pretendes, príncipe.
—Aun así algo te hace sufrir.
—Y exactamente, ¿qué se te ha perdido a ti en este asunto?
Él no respondió, sólo le mantuvo la mirada; ella casi podía escuchar su mente en funcionamiento.
Molesta, recogió su bolsa y tomó un camino cenagoso que discurría entre las cañas. Sabía que no la seguiría porque se había puesto sus botas nuevas, las que ella misma le había hecho. Por desgracia, su salida fue menos digna de lo que hubiera deseado cuando el barro se deslizó entre los dedos de los pies haciendo un ruido similar al de la succión.
—Rhiann. —Ella le dirigió una mirada por encima del hombro. Ahora él se apoyaba en el tronco del árbol—. Tal vez envidies su posición, tal vez no; pero temes algo.
—¡Miedo! —Ella se volvió, sin prestar atención al aspecto que ofrecería—. Presumes demasiado en tu intento de leer en mi corazón.
Él se encogió de hombros.
—Aun así, tú no vacilas en hacer lo mismo conmigo. ¿Por qué es correcto en tu caso y no en el mío?
Su mente buscó una respuesta a toda velocidad, pero, mientras, él se aupó en el tocón para montar a Dòrn y cruzó las manos sobre las riendas.
—Ya sabes, sea lo que sea que temas, es mejor afrontarlo en lugar de ocultarte aquí, en un pantano.
Tras un amable asentimiento de cabeza, espoleó su montura de vuelta al camino de carga.
Ella le observó marcharse mientras respiraba pesadamente. Pese a no querer saber nada de él, sus palabras habían acertado de pleno. Se escondía, era cierto. Lanzó una mirada hacia Dunadd.
Estoy enfadada con Linnet, pero… ¿temor? ¿A qué tengo miedo?
Rhiann esperó a que hubiera oscurecido antes de regresar. Fisgó en los establos y vio con alivio que Whin, el caballo de Linnet, había desaparecido. Pero los susurros de las mujeres —con los niños apoyados en las caderas— cuchicheando a las puertas de sus hogares le llegaron incluso antes de que hubiera alcanzado el refugio de su propia casa.
Linnet había reconocido a Caitlin como hija suya sin mencionar el nombre del padre. La gente asumía que la había engendrado de un hombre durante los fuegos de Beltane o en alguno de los misteriosos rituales sacerdotales y también suponía que una sacerdotisa había alejado a la niña de su retiro espiritual para que la criaran, por lo que la mentira de Linnet también quedaba oculta. Sólo ella sabía que había querido esconder al bebé a causa de su linaje.
Rhiann se alegró de encontrar desierta la casa. Eithne habría subido a la Casa del Rey para cocinar para los hombres de Eremon y lo más probable es que se hubiera llevado a Didio con ella. Más oyó unos pasos a la carrera en cuanto hubo colgado su capa.
—¡Rhiann! —Caitlin se arrojó a los brazos de la sacerdotisa—. Rhiann, quería hablar contigo de estos últimos días. ¡Ha sido como un sueño!
—Cálmate. ¡Respira un poco!
Caitlin se dejó caer sobre el sillón de la chimenea, aprisionando los dedos de las manos entre las rodillas.
—Linnet… No puedo pensar en ella como madre mía… Estaba tan contenta de verme, Rhiann. ¡Lloró!
A Rhiann se le encogió el corazón.
—¿Sí? —Se sentó—. E imagino que tú también.
—No… Estaba demasiado nerviosa.
—¿Te gusta?
—¡Oh, sí! —Después, Caitlin frunció el ceño—. Pero es una gran señora. Aún no sé qué decirle.
—Es gentil, como te dije.
—Gentil, sí, pero también fuerte. Se parece mucho a ti, Rhiann.
A ésta se le hizo un nudo en la garganta.
—Se ha dicho antes.
—Me contó que lo ocurrido fue del todo accidental. Me envió con los votadinos para que me educaran como a una noble, ya que ella tiene allí parientes, pero su sierva debió perecer en aquella incursión y a mí se me llevaron. Me buscó durante mucho tiempo hasta que al fin se vio obligada a aceptar mi muerte. —Caitlin movió la cabeza—. Y desde el principio crecí ahí, no muy lejos del camino. Está claro que la mujer de Fethach no me entregó. —Escrutó a Rhiann con gesto apenado—. ¿Por qué, Rhiann? La esposa de Fethach jamás pareció quererme, ni siquiera cuando crecí y pasé de niña a joven. ¿Por qué no me devolvió? ¿Cómo pudo hacer eso?
—Hay quien no hace lo que es correcto, Caitlin. Algunas personas sólo piensan en ellas mismas.
Caitlin suspiró y bostezó, exhausta tras emociones tan fuertes.
—Luego vinimos aquí y ella dijo a todos los hombres quién era yo. Me miraron fijamente a plena luz del día, Rhiann, y Declan, ese druida tan agradable, declaró que la historia era cierta. Los ancianos se sorprendieron, ¡pero entonces comenzaron a mirarme de manera diferente!
—Bien podrían. ¿Te explicó Linnet cuál era tu posición aquí?
Caitlin asintió al tiempo que retiraba una barra de pan ácimo de avena del hogar.
—Pero, en realidad, no la escuché. No me preocupa demasiado. Pertenecer a alguien, a cualquiera, es lo único que me ha importado. Mordisqueó el pan y miró a Rhiann con alarma—. No es de desagradecidos, ¿verdad?
—No —le aseguró Rhiann—. Tú y yo pensamos igual.
—Eso es porque somos primas —murmuró Caitlin con la boca llena; entonces, tragó y se inclinó para tomar la mano de Rhiann—. Esto también debe ser una sorpresa para ti, Rhiann, aunque sabes que no querría ocupar tu lugar en ningún sitio. No podría.
A Rhiann la sangre le latió en los oídos.
—Entre nosotras no necesitamos decirnos esas cosas, prima.
Hermana.
La palabra pendió en el aire entre ambas, pero Rhiann sabía que la verdad llenaría el corazón de la muchacha de culpa y confusión y no podía empañar su regocijo por haber encontrado a su familia. Tal vez con el tiempo…
Había algo más, por supuesto.
—Caitlin. —Hizo una pausa para elegir las palabras con cuidado—. ¿Te ha explicado Linnet todo sobre tu posición? Tú y yo llevamos la línea de sangre del rey, pero sólo yo puedo ser una Ban Cré debido a mi adiestramiento como sacerdotisa.
Caitlin asintió.
—¡Por supuesto! Y le doy las gracias a la Diosa por ello, ya que no albergo deseo alguno de tener tratos con el Otro Mundo.
Rhiann sonrió con cierta tirantez.
—Pero la sangre supone algo más, Caitlin. Otra obligación. —Se envaró—. Una de nosotras ha de alumbrar al próximo rey.
El rostro de Caitlin no se ensombreció, sino que se iluminó de orgullo.
—Lo entiendo, Rhiann, ¡aunque llevo pellizcándome dos días enteros! ¡No me lo puedo creer!
Rhiann estaba aturdida.
—¿Esto te hace feliz?
—¿Y a quién no? ¡Yo podría dar a luz a un rey! Un hijo fuerte que me sucediera…, un chico al que entrenar con el arco y la espada…, al que despedir orgullosa cuando se marchara a guerrear. —Se detuvo al ver la incredulidad del rostro de Rhiann—. No te preocupes, Rhiann. Voy a elegir a un hombre digno para engendrar a un rey. Puede que haya crecido como una plebeya, pero eso lo entiendo. Él tendrá que luchar por mí, y luchar bien. —Esbozó una amplia sonrisa.
Rhiann reposó el mentón sobre la palma de la mano, ocultando una sonrisa, y observó cómo Caitlin devoraba el pan ácimo. Se preguntó si alguna vez comprendería a aquella joven mujer que veía la vida de una forma tan diferente a ella. Esperaba que no fuera así. El entendimiento equivaldría a domarla, y Rhiann quería que siguiera siendo tal y como era.
Hermana.
Es mejor afrontar tus miedos que esconderte.
Se parece mucho a ti, Rhiann.
Algunas personas sólo piensan en ellas mismas.
Todas aquellas frases —de Caitlin, de Eremon y suyas— le martillearon las sienes desde el alba hasta el crepúsculo, cuando recorrió los alrededores del castro para preparar los ritos de Beltane.
Beltane marcaba el comienzo de la estación de la fertilidad, del crecimiento, cuando todo se renovaba y quedaba atrás todo lo que era viejo. Y Rhiann sabía que ella debería resolver aquello con Linnet cuando llegase Beltane. La brecha abierta entre ellas dolía como una herida infectada, como un eco de la agonía experimentada cuando unas palabras de parecida dureza y una rabia similar la habían separado de las hermanas de la Isla Sagrada. No podía volver a suceder… ¡No! No podría soportarlo.
El despertar de la tierra, el olor tibio del grano al germinar, la casa, por una vez llena de risas gracias a Caitlin y Eithne… Ella permanecía al margen de todo eso a causa de la negrura que moraba en su interior.
Decidió esperar a que se enfriara su ira al recordar con vergüenza algunas de las cosas que le había dicho a Linnet. Pero el sentimiento de traición no se apaciguaba conforme pasaba el tiempo, sino que se hacía mayor.
Salía sola a caballo con el deseo de que la paz y la belleza del despuntar del alba la aliviaran, espoleando a Liath en prolongadas carreras a lo la largo de las hileras de campos que las dejaban a ambas sudorosas y sin aliento. Pero de nada servía.
La otra característica que compartía con Linnet era la obstinación.
Condujo a Liath cerca de la cima de las colinas que rodeaban Dunadd y permaneció sentada mientras observaba cómo el humo de los fuegos de las cocinas se alzaba perezosamente sobre la fuerte brisa. Suspiró. En verdad, aquel defecto era sólo suyo. Linnet no era obstinada.
Entonces, ¿por qué no acude? ¿Después de todo lo que le dije? ¿Por qué debería hacerlo?
Y desde el fondo, una voz infantil aún más profunda gritó con una angustia inarticulada que Rhiann no lograba comprender:
La necesito. Necesito acudir a ella.
—No puedo.
Azuzó a Liath a galopar ladera abajo en medio de un revuelo de cascos y barro.
Al día siguiente Rhiann y Eithne fueron a Crìanan para ver a la familia de ésta, ya que su hermanito padecía una tos molesta y prolongada. Tras administrarle un brebaje de fárfara, la joven sacerdotisa tomó el saquete en el que guardaba las hierbas y dejó a Eithne con su madre.
La familia de Eithne vivía cerca de la colonia de nutrias de mar, una silenciosa bahía recóndita de rocas oscuras y aguas tranquilas, llenas de algas. Había bajado la marea y Rhiann vagó entre las rocas desnudas, recogiendo filamentos de algas púrpuras y marrones con las que hacían magníficos tintes.
Al llegar a una franja de playa blanquecina permaneció de pie con los ojos entornados, mientras el reflejo del sol en las olas se fragmentaba en mil destellos.
—Rhiann.
Se giró al oír aquella voz conocida.
Linnet se hallaba detrás de ella, la negrura de las aguas ensombrecía sus ojos.