Los guerreros de la partida relucían como si los acabaran de sacar del horno. La historia de cada tajo se contaría una y otra vez a los grupos de admiradores de ojos abiertos y los bardos iban presurosos de un combatiente a otro, componiendo allí mismo fragmentos arrebatadores de canciones y poemas para inmortalizar cada hazaña. Dos grupos de músicos, que tocaban gaitas y cuernos, competían entre ellos e hileras entusiastas de gente bailaban en el espacio que había entre las dos crepitantes fogatas.
Rhiann atisbo a Caitlin mientras se reía, rodeada de jóvenes, aunque la dorada melena de Conaire revoloteaba más cerca y sus enormes hombros surtían un buen efecto, manteniendo a distancia a los restantes admiradores.
Eremon se sentaba en medio de los bancos traídos de la Casa del Rey mientras Talorc, Belen y una veintena más brindaban en su honor una y otra vez. Esa noche era la noche del príncipe de Erín, y mientras bebía a sorbos el hidromiel a la luz de la lumbre Rhiann escuchaba a su alrededor cómo se vanagloriaban con las historias, por lo que dedujo que la batalla se había ganado no sólo por el ímpetu guerrero sino también por una acertada estrategia. En tal caso, Eremon era un buen caudillo, tal vez uno de los grandes. Era evidente que los hombres más próximos a ella hablaban de él con respeto reverencial. Al parecer se los había ganado de veras con aquel atrevido ataque.
Se alzó una ovación y la muchedumbre se hizo a un lado para permitir el paso de los sirvientes que llevaban el primer jabalí asado sobre la bandeja. Desfilaron con él alrededor de uno de los fuegos entre los gritos y el salvaje tamborileo antes de colocarlo en el centro para trincharlo. Declan vigiló que cada porción se repartiera a la persona indicada, desde el gran druida y los ancianos del clan hasta los primos del rey. La pierna se reservaba al campeón de la tribu, pero se produjo un alboroto y se levantaron voces en el preciso momento en que el druida ordenó a un sirviente que se la llevase a Eremon en una fuente de bronce.
Rhiann se acercó a empujones para ver quien hablaba, Era Lorn, que permanecía delante del jabalí.
—¡La porción del campeón me corresponde a mí! —gritaba—. Fuimos yo y mis hombres quienes obtuvimos la victoria.
Se volvió hacia Eremon haciendo una floritura y el rostro del erinés se ensombreció mientras se levantaba despacio.
—Eso es falso. —La voz de Eremon era serena pero elevada para hacerse oír por la multitud, repentinamente callada—. El ataque tuvo éxito siguiendo mis órdenes. Ordenes que tú ignoraste, poniéndonos a todos en peligro.
—¿Me llamas mentiroso? —aulló Lorn—. ¡Mancillas mi honor y el de mi clan! Exijo que te retractes.
¡Exijo que te retractes ahora!
Desenfundó su espada con un solo movimiento.
—¿Qué significa todo esto? —gruñó Talorc, haciéndose un hueco a codazos entre ambos hombres. Se revolvió contra Lorn.
—Hemos oído a los bardos. ¡La historia está clara! Retira tu desafío.
—¡No lo voy a hacer! —Los ojos de Lorn centelleaban—. Él me excluyó del mando porque no quise confiar en el engaño en lugar de hacerlo en el valor de los epídeos. Yo obtuve la victoria, ¡y aún busca la gloria! ¡La porción del campeón es mía!
—¿Y qué dices tú a esto, príncipe? —Talorc se dirigía ahora a Eremon, y Rhiann vio en los ojos del veterano guerrero un mensaje, un aviso—. ¿Te retractas de tu acusación? Si es así, todo está en orden y cenaremos.
La faz de Eremon se veía tensa a la luz del fuego.
—Vuelvo a decir que miente. Me desobedeció, y podría haber supuesto nuestra muerte. No protejo a esa clase de hombres.
A pesar de sus palabras, en su voz había resignación, no ira.
Alrededor de Rhiann hubo gritos ahogados y el movimiento de la gente al retroceder; ahora los bancos estaban vacíos.
—Rori, trae mi espada y mi escudo. —La voz del príncipe era tranquila—. Y deprisa.
Rhiann se encontraba a un solo paso cuando Conaire aferró el brazo de su hermano adoptivo, con el rostro muy cerca.
—Eremon —le escuchó murmurar a Conaire—, ese cachorro lucha bien.
Los ojos del interpelado eran fríos.
—Eso tengo que verlo por mí mismo.
—Pero Eremon… te odia. No va a pelear para desarmarte, luchará para matarte.
—Eso lo sé.
—Entonces, no seas cauto.
—¿No? —Eremon ladeó su cabeza hacia Conaire, con los adustos labios contraídos.
—Enfádate.
Eremon asentía mientras sostenía la mirada de Conaire cuando Rori regresó a la carrera, sin aliento, espada en mano.
Lorn daba vueltas alrededor de uno de los fuegos, caminando como un lobo, pero se adelantó de un salto tan pronto como vio armado a Eremon y quienes rodeaban al príncipe de Erín apenas pudieron apartarse, retirándose hasta los límites donde se agolpaba el gentío. Rhiann se dio cuenta de que estaba apretando el brazo de Conaire, clavándole las uñas.
Lorn saltó a uno de los bancos vacíos con un grito de guerra para abalanzarse sobre Eremon; el príncipe lo esquivó haciéndose a un lado y las espadas entrechocaron con estrépito. Las hojas, que relucían como teas a la luz de las fogatas, se enzarzaron, abatiéndose una y luego la otra, al tiempo que la multitud escapaba a trompicones.
Rhiann desconocía el arte de la esgrima, pero aun así sentía el abismo que mediaba entre los dos hombres; Lorn acometía y acuchillaba con ferocidad, con la rabia a flor de piel, en contraste con el control corporal de Eremon, el cálculo que precedía a cada estudiado golpe.
—No —le escuchó musitar a Conaire—. Éntrale, éntrale.
Lorn se encaramó a los bancos otra vez y Eremon prosiguió devolviendo los golpes del príncipe epídeo en un aluvión de estocadas hasta que de repente resbaló en un charco de hidromiel y cayó a tierra con un golpe sordo, agitando brazos y piernas.
Los presentes soltaron un gran grito cuando Lorn voló desde el banco para aprovechar la ventaja; el brazo de Conaire se tensó bajo los dedos de Rhiann. Se puso de puntillas para ver, pero sólo logró atisbar la espalda de Lorn y las piernas de Eremon estiradas sobre el suelo. Se produjo un entrechocar de aceros y un fuerte gruñido de dolor.
¿Dolor?
¿Dolor de quién?
Luego pareció que Eremon se retorcía y de súbito Lorn cayó de espaldas, inmovilizado contra el banco, y Eremon se puso de pie otra vez. A la luz de las llamas vio en un brazo la túnica rasgada, oscurecida por la sangre, y cómo el control había desaparecido de sus mejillas encendidas y sus ojos centelleantes.
Le echó un vistazo a la sangre, con el blanco de los ojos ardiendo de rabia a la luz de las hogueras, y algo pareció ceder; profirió un grito salvaje, inhumano, y cayó sobre Lorn, el escudo en alto y la hoja relampagueante. Lorn detuvo los tajos, el ardor de su propio rostro decayó ante la inesperada rabia de la embestida y, obligado a prestar toda su atención a la defensa, le falló la concentración.
Se golpeó la pierna con el borde del banco y tropezó. Fue sólo un instante, pero bastó. Todo terminó con sorprendente brusquedad, con la espada de Eremon en la garganta de Lorn.
En medio del silencio, Rhiann vio el temblor de la hoja mientras Eremon pugnaba por recuperar el control.
No hubo ningún grito de triunfo por parte de las gentes congregadas, ni vítores, ni entusiasmo: sólo el jadeo estridente de los combatientes.
—Ya ves, hijo de Urben —dijo Eremon al fin con voz entrecortada—, se necesita hielo y fuego para vencer.
Con rictus sombrío, Lorn apartó la hoja de Eremon con la palma de la mano y se marchó sin escatimar una mirada mientras envainaba su espada. El gentío se apartó ante lo taciturno de su rostro, con la sensación, sin saber por qué, de que ésta no era una victoria real. En aquel momento, tal división era peligrosa, y Lorn era un guerrero respetado y su padre un jefe de renombre.
El festín prosiguió, pero ahora las conversaciones y la música se habían apagado. Rhiann contempló a Eremon masticar la pierna de jabalí con mirada taciturna; los hombres ya no le miraban, sino que se agrupaban en corros y conversaban entre sí.
Más tarde, ya en su propio hogar, Rhiann examinó la herida del brazo. Le había llevado bastante rato convencerle de que le permitiera verla, ya que él no deseaba alejarse de los fuegos sin haber bebido con los nobles en un intento de apaciguar su inquietud. Ahora sabía por qué la sangre empapaba la túnica: la cuchillada era profunda, pero limpia.
—No parecías sorprendido cuando Lorn te desafió. —Se deshizo de la compresa de musgo y tomó una aguja de hueso enhebrada con lino.
—No. —Eremon se estremeció con la primera punzada, pero mantuvo inmóvil el brazo—. Me anunció que iba a hacerlo durante nuestro viaje de vuelta. Sólo buscaba un pretexto.
—El pueblo no se alegró cuando ganaste, ni lo hubiera hecho de ganar Lorn.
—Lo sé. —Eremon sacudió la cabeza—. Esta brecha nos debilita, aunque no tenía elección. Si cedía, también le entregaba el liderazgo esta noche.
Ella se concentró en la sutura, uniendo la carne para que se cerrara la piel.
—Rhiann —dijo él de repente—. No deseo hablar de cosas dolorosas. Querría describirte el ataque al fortín. Pensé que te gustaría saber que el entrenamiento ha merecido la pena, ha merecido la pena mil veces y más. —Ella contuvo la respiración mientras trabajaba en la parte más profunda de la herida—. Tus guerreros combatieron con valor y disciplina. La forma en que cumplieron las órdenes… Irrumpimos por la puerta y hubiéramos tomado con facilidad el fortín de no ser…, bueno, de no ser por Lorn. Los puedo convertir en algo grande, ahora lo sé. Agrícola se va a encontrar con algo más que chusma desorganizada si viene hacia el Oeste.
¿Estaba buscando su aprobación? No, sin duda.
—Sigo creyendo que fue una temeridad —dijo ella con cautela mientras dejaba a un lado la aguja y limpiaba la sangre—. Pero, como dices, ha merecido la pena.
—Es difícil arrancarte cumplidos, ¿verdad?
—¡Prácticamente no necesitas los míos! Me sorprende que quepas por la puerta después de los de esta noche.
Él se rió entre dientes e hizo una mueca de dolor cuando ella empezó a enrollarle una venda alrededor del brazo.
—Bueno, me bastaría acudir a ti si ése fuera el caso.
Ella suspiró. La tensión de los últimos días y el estrés de la batalla habían agotado su paciencia.
—Sabes que lo has hecho bien, Eremon. Aquí hay cientos de personas para decírtelo. Me alegra que hayas tenido éxito. Me siento más segura por ello. ¿Eres feliz ahora?
Eremon giró la cabeza para contemplarla. Por encima de sus mejillas embadurnadas de suciedad, su mirada era penetrante.
—Algo te ha ocurrido en mi ausencia. Algo te ha perturbado.
Ella se mordió el labio mientras anudaba los extremos de la venda. Muy pronto iba a averiguar lo de Caitlin; todos lo harían. ¿Debería decírselo ahora? Entonces el enojo prendió en su interior. Odiaba que él fuera capaz de percibir sus emociones, que no la dejase ser ella misma.
—Ahora debo dormir, Eremon. —Se levantó y recogió el cuenco de bronce, la aguja y las vendas—. Me voy a quedar aquí esta noche, ya que los hombres van a armar mucho bullicio en el salón.
Tras darle las gracias, Eremon se marchó, dejando que la mirada se demorara en su rostro. Al quedarse sola, Rhiann exhaló un suspiro, pues había estado conteniendo la respiración sin darse cuenta.
Ve con demasiada claridad para ser un hombre. Ve con demasiada claridad en mí.
Pese a lo profundo de su sueño, Rhiann se percató del movimiento de la puerta. Se levantó apoyándose sobre el codo y se asomó por entre la cortina del lecho para ver la figura liviana de Caitlin, que se desprendía de la capa, perfilándose contra el fuego. Rhiann se puso la túnica y salió sin hacer ruido.
Desde la silla, frente al hogar, Caitlin alzó la vista sorprendida.
—¡Rhiann! No hemos tenido ocasión de hablar después del duelo… ¿No ha sido emocionante? Por supuesto, sabía que Eremon ganaría después de verle en la incursión. Incluso a pesar de que estuve en los bosques con los arqueros, su espada se podía ver a una legua de distancia… Quiero decir que Lorn es también un buen guerrero, pero Eremon
tenía
que ganar…
Y de súbito la invadió un sentimiento más suave —y más extraño— que el que la había consumido en su cabalgada de regreso desde la casa de Linnet.
Hermana.
—Caitlin —dijo, interrumpiendo la conversación y estudiando los centelleantes ojos de la joven—, tengo que decirte algo…
Rhiann nunca supo lo sucedido cuando Linnet y Caitlin se encontraron. Ésta, apenas incapaz de contenerse, se vistió con la primera luz del día, aunque casi no había dormido.
—¿Crees que debería ponerme algo más? —preguntó a Rhiann con ansiedad, arrastrando un peine por su pelo.
Hizo infusión de moras y le sirvió una taza a Caitlin. Las manos le temblaban, pero Caitlin estaba que no cabía en sí como para darse cuenta.
Rhiann le habló con toda la calma de que fue capaz:
—A ella no le va a importar, Caitlin.
—¿Estás segura? Tú dijiste que es una gran sacerdotisa. ¿Qué pasa si me encuentra demasiado ordinaria?
—Ella no es así. —El llanto se le agolpó peligrosamente en la garganta, pero Rhiann se lo tragó—. Es muy gentil. Estará orgullosa de tenerte como… hija.
—¡Eso espero! —Caitlin bebió unos sorbos y depositó la taza sobre el banco del hogar—. ¡Estoy tan nerviosa! ¿No vas a venir?
La interpelada negó con la cabeza.
—Esto es entre tú y ella.
—¿Pero no te dijo nada más?
Rhiann vaciló. No debía decirle que ella y Linnet habían discutido. No tenía que decirle quién la había engendrado. Linnet sabría cosechar aquella singular siembra. ¿Por qué estropearle a Caitlin una ocasión tan inesperada y alegre?
—Te repito que ella te creyó muerta todos estos años. Es mejor que obtengas por ti misma todos los detalles.
Porque no me quedé para averiguar nada más.
Rhiann retiró los dedos atenazados de Caitlin, desenrolló su desigual trenza y comenzó a trenzarla de nuevo.
—Dejaré que Linnet informe al Consejo.
Los por lo general hábiles dedos de Rhiann también estaban agarrotados ese día, pero se las arregló para trenzar los cabellos de Caitlin en una práctica coleta antes de enrollársela alrededor de su cabeza y asegurarla con horquillas de hueso.