—Comprendo —dijo Rhiann, mirando fijamente a la mujer—. Brica, no puedo permitir que te quedes aquí contra tu voluntad. Me has servido bien.
—Gracias, señora —dijo Brica envarada—. Esta noche sale un grupo de comerciantes. Puedo ir con ellos hasta la tierra de los cerenios. Allí tengo familiares que podrán llevarme a la Isla Sagrada.
Rhiann asintió.
—Entonces, ve con mis bendiciones. Te daré unos regalos para que se los entregues a las Hermanas, a Nerida y a Setana. ¿Los llevarás?
—Claro, señora.
Rhiann se encaminó hacia su casa pensativa, pero lo cierto es que no podía fingir: no echaría de menos a Brica. La mujer la había tratado como si fuera la misma Diosa en lugar de una persona, lo cual, a veces, hacía la convivencia muy poco agradable.
Suspiró. Necesitaría una nueva criada. Alguien joven, quizás. Le había ofrecido una cama a Caitlin a su regreso, y la verdad es que un hogar consistente en un romano y en una muchacha medio salvaje pondría a prueba hasta al corazón más recio. Así que necesitaba a alguien con coraje. Pero ¿quién podría complementar a un grupo así?
Pero no tardó en ocurrírsele un nombre. ¡Eithne, la hija de los pescadores!
Las mujeres del castro esperarían que eligiera como doncella y compañera a alguien de más alcurnia, a una muchacha de familia de artesanos: a la hija del herrero del bronce o a la del maestro carpintero. Pero Eithne era lista y solícita, y no tan seria como Brica. Sí, sin duda era una elección acertada.
Habiéndose decidido, ¿por qué esperar? Dio media vuelta y regresó a los establos. Montaría a Liath e iría a hablar con Eithne enseguida. Hacía una tarde magnífica para cabalgar. Además, debía visitar a Linnet, que se había marchado sin dar ninguna explicación. Aunque, por su parte, era evidente que su comportamiento guardaba relación con Caitlin. El misterio envolvía todo lo referente a aquella muchacha. También la reacción de Linnet.
—Por el gran Marte, ¿qué es eso?
El auxiliar se puso de pie sobre la silla para ver mejor por encima de los tiros de bueyes que subían desde el río.
Su compañero apartó a su caballo del camino cuando un par de animales sueltos se acercaron a ellos sacudiendo los cuernos.
—Es un rebaño, señor. ¡Un rebaño enorme!
—¡Esos malditos damnones nos dijeron que nos habían entregado todo el ganado sobrante!
—Y también llevan carros. Cargados de cebada… o de centeno.
—¡También nos dijeron que ya no les quedaba! —dijo el primer hombre, un decurión de ceño fruncido—. Necesitamos esa comida. ¿Cuántos guerreros les protegen?
—Pues van alrededor del ganado… Por lo menos treinta.
—¿Treinta? No pueden viajar en grupos tan numerosos. —El decurión hizo volver grupas a su caballo—. Rebaja de guardia a la mitad de la centuria y a la mitad de los cavadores y trae a todos aquí. ¡Quiero ese ganado!
—¿Quién habla por vosotros? —preguntó el decurión en britano, frenando su caballo justo donde el suelo seco daba paso al lodo. El ganado avanzaba por el barro, dando vueltas y mugiendo con gran confusión. Al ver que los soldados de infantería se acercaban, los guerreros nativos habían llevado a sus caballos y carros al otro lado del rebaño.
Uno de los nativos hizo girar a su nervioso caballo.
—¡Yo! —gritó por encima de los ruidosos animales.
—Este ganado es el tributo que os pedimos y que no nos pagasteis —prosiguió el romano—. Llevadlos al fuerte ahora mismo.
El nativo sonrió y miró al soldado con desafío.
—Si quieres estos animales, perro romano, ¡ven por ellos! —exclamó y, de un lugar de su silla, sacó una hoja desnuda y la hizo oscilar en el aire, profiriendo un grito de guerra al que respondieron sus hombres.
Con una voz áspera, el decurión dio una orden a los suyos. Los legionarios avanzaron bordeando el rebaño, formando en líneas, con los escudos bien juntos y las jabalinas en posición de ataque…
Entonces, el propio ganado pareció armarse con hojas cortantes cuando montones de salvajes tatuados de azul salieron de entre los animales, apareciendo de debajo de los mantos de piel que los ocultaban para sacar sus espadas.
—¡Aguantad! —gritó el decurión cuando la horda golpeó entre gritos y aullidos contra los escudos con la fuerza de un puño—. ¡Aguantad!
Cuando el resto de los hombres de Eremon se precipitó desde lo alto de la colina, otro centenar de los romanos, que estaban excavando el foso y construyendo la empalizada, había dejado las herramientas para bajar a la llanura a defender a sus maltrechos hermanos.
Pese a estar en plena carrera y espada en mano, Eremon tuvo frialdad suficiente para advertir que sus arqueros lanzaban una primera oleada de flechas desde ambos lados del fuerte. Con el corazón henchido de euforia, bramó su grito de guerra:
—¡Jabalí! ¡Jabalí!
Sus líneas mantuvieron la formación en cuña y se precipitaron contra la puerta sin dividirse. Tomados por sorpresa, los defensores restantes no tuvieron más remedio que luchar allí donde estaban.
Eremon derribó a dos soldados en la acometida inicial. Para entonces, los romanos del fuerte eran inferiores en número en una proporción de uno a tres y se defendían como podían. Algunos caían al foso. Eremon tuvo unos momentos para asomarse a la llanura y comprobar lo que estaba ocurriendo.
Lo que vio le sacudió como una estocada en el pecho. Se suponía que los romanos debían estar persiguiendo al grupo de damnones que se había escondido entre el ganado y que tenía la misión de simular una huida para alejar a las unidades romanas del fuerte. Eso le daría a Eremon la oportunidad de derrotar sin complicaciones a los soldados que defendían el fuerte. Pero, en vez de ello, el Sol refulgía en las espadas que asomaban entre el ganado y, en la lejanía, se escuchaba el grito de guerra de los epídeos.
Enfrentados a unos guerreros tan feroces y numerosos, los romanos habían iniciado la retirada en dirección al fuerte, hacia los hombres de Eremon.
—¡Dioses! ¡Ese perro de Lorn! —gritó.
Pero no había tiempo que perder, porque los romanos asomaban ya por el sendero del río, gritando órdenes para reagruparse cuando se dieron cuenta de que estaban atacando el fuerte. De repente, la situación se había invertido y los soldados romanos golpeaban a los hombres de Eremon como un martillo.
Maldiciendo a Lorn con cada tajo de su espada, Eremon pensaba frenéticamente en la forma de salir de aquella ratonera. A su alrededor, muchos guerreros epídeos y damnones caían ante el ataque de los legionarios que volvían de la planicie y se esforzaban por aplastar a los atacantes contra la empalizada.
La punta de una espada trazó una huella de fuego en el brazo de Eremon, quien, al darse la vuelta para defenderse, advirtió que Conaire ya había dado cuenta del atacante romano. Otros dos hombres se precipitaban contra él, pero se debatió con fiereza contra los escudos superpuestos antes de hacerse un ovillo y arremeter con su espada de abajo arriba. Un hombre gritó y cayó cuando Eremon le seccionó la arteria de la ingle, manchando sus ojos, cegándole, mientras el otro tropezaba con su compañero. Conaire acabó con él antes de que pudiera levantarse y ayudó a Eremon a ponerse en pie.
—¡Tenemos que retirarnos! —gritó.
—¿Retirarnos? ¿Adónde? —bramó Eremon limpiándose la sangre de la boca. Los romanos los habían rodeado y los tenían de espaldas contra el foso.
De repente, se oyó un nuevo grito.
—¡Por la Yegua!
Los guerreros albanos procedentes de la llanura se precipitaron desde los árboles en todas direcciones. Ahora eran los romanos quienes se veían atrapados entre dos fuerzas. Con la sensación de que tenían la victoria al alcance de la mano, la frágil disciplina del grupo de Eremon se desintegró y todos se lanzaron contra la pared de escudos romanos con renovado vigor.
En mitad de una lucha feroz, Eremon tuvo que saltar para librarse de los cascos de un caballo romano, que retrocedía sobre él. A lomos del animal iba Lorn, que gritaba, espada en mano.
Eremon le miró directamente a los ojos. La lucha se alejaba.
—¡Tenías que haber alejado a los soldados
antes
de caer sobre el fuerte!
Lorn se limpió la sangre de la cara con el hombro, mientras su caballo respingaba.
—¿Huir?¡El hijo de Urben no huye! ¡Soy albano y lucho como un albano!
—¡Podías haber hecho que nos mataran a todos! —rugió Eremon—. Por tu culpa, los romanos se han retirado, ¡contra nosotros! ¡Nos han aplastado contra el fuerte! ¿Te das cuenta de lo que has hecho?
Los pálidos ojos de Lorn se encendieron. De su rostro goteaba el sudor.
—Sí —dijo, mirando la carnicería que se desarrollaba a su alrededor—. ¡Nos he dado la victoria!
Tras gritar esto, se fue; Eremon advirtió su melena plateada por encima del único grupo de romanos que aún resistía.
Agrícola recibió la noticia de la incursión mientras pasaba revista a sus tropas.
Samana descansaba en una silla colocada al borde del campo, protegiéndose con un parasol, un invento griego al que se había aficionado con fruición. Se levantó cuando vio que el emisario acercaba su caballo al de Agrícola para hablar con el gobernador en privado y advirtió la expresión de sorpresa de éste.
Más tarde, mientras analizaba los detalles de lo sucedido con sus oficiales en la tienda de mando, Agrícola guardó silencio con gesto pétreo. No dio rienda suelta a su rabia hasta quedar a solas con Samana.
—¡Dioses del cielo! —decía, sin dejar de dar vueltas y apretando la empuñadura de su daga.
Samana nunca le había visto perder los nervios de aquella manera.
—Es cosa del príncipe de Erín y lo sabes —le dijo—. Debieron de explorar la zona en su viaje de regreso. Deberías haberlos perseguido cuando tuviste la oportunidad. Te lo supliqué…
Agrícola se volvió sobre ella. Sus ojos ardían a la luz del brasero.
—¡Señora, te agradecería que mantuvieras la boca cerrada!
Samana se mordió el labio para no replicar. A juzgar por su mirada, parecía capaz de hacerle cualquier cosa.
Agrícola dio media vuelta y se dirigió a la puerta de la tienda. Tenía los hombros tensos, cargados de ira.
La votadina esperó un momento, y luego, con voz grave, dijo:
—Tienes que atacar el Norte, mi señor, y acabar con Eremon y sus rebeldes. De lo contrario, volverá a hacerlo.
Agrícola guardó silencio durante un rato. Su respiración agitada se oía en toda la tienda. Luego, poco a poco, sus hombros se fueron relajando.
—No —dijo al fin.
—¿No? —repitió Samana con incredulidad.
El gobernador romano la miró con tranquilidad, aunque su boca reflejaba todavía una gran tensión.
—Tengo órdenes de consolidar esta frontera y es lo que pienso hacer. Aquí no hay sitio para la venganza personal.
—¡No puedo creerlo! —exclamó Samana.
Agrícola sostuvo su mirada.
—Es mi forma de mandar, Samana. No con emoción, sino con lucidez. No tengo intención de verme arrastrado al juego del gato y el ratón con tu príncipe de Erín. De momento, no tengo la posición firme que necesito en esas tierras. Sus hombres pueden acabar con los míos uno por uno en las montañas.
Samana trató de tragarse el fuego que le quemaba la garganta.
—En ese caso, permíteme por lo menos presionar a mi contacto en el Norte. Más regalos nos garantizan su cooperación. Es posible que necesitemos seguir los acontecimientos más de cerca.
La mirada de Agrícola era inescrutable.
—Recurre a los medios que te parezca. Cuando el emperador me conceda permiso para avanzar hacia el Norte, los habremos debilitado desde dentro. Entonces, sólo habrá una manera de proceder.
—¿Qué manera?
Samana conocía la respuesta, pero le encantaba oírle pronunciar a Agrícola aquellas palabras.
—Los acosaré y los hostigaré —dijo Agrícola con una frialdad en la mirada que parecía del Otro Mundo— hasta atraerlos a la batalla en el lugar y en el momento que más me convengan.
Samana le miraba. El peligro que vibraba en su voz la encendía. Dejó la copa de vino y se acercó a él, apretándose contra su recio pecho.
—¿Y entonces? —murmuró, sin aliento.
—Y entonces los aplastaremos.
Cuando Rhiann entró al trote en el patio de la casa de Linnet, Dercca, la doncella, se dirigía a la choza con un cubo de agua. El sol vespertino proyectaba largas sombras y bañaba las paredes musgosas con una luz dorada.
—¡Señora Rhiann! —exclamó Dercca, tan sorprendida que se salpicó el vestido. Dejó el cubo en el suelo y gruñó mientras separaba las faldas mojadas de las piernas.
—Buenas tardes, Dercca —dijo Rhiann, bajando de lomos de Liath—. ¿Está mi tía? No sé nada de ella.
—Sí, señora. —La mujer tomó otra vez el cubo sin mirar a Rhiann—. Está en el manantial sagrado. ¿Queréis unos pasteles de miel?
Esto último lo dijo muy apresuradamente. Mientras Rhiann ataba las riendas de Liath a la cerca, miró a la criada. Pensándolo bien, su reacción al verla llegar había sido algo exagerada para una visitante tan frecuente.
—No me tientes, Dercca, ya sabes que me encantan tus pasteles de miel, pero es urgente que hable con mi tía —dijo Rhiann, y clavó la mirada en su interlocutora—. ¿Va todo bien?
—Oh, sí, por supuesto, señora. —La doncella sonrió alegre, pero el arrebol se le subió a las mejillas.
—En ese caso, te dejaré seguir tranquila con tus quehaceres —dijo Rhiann, y siguió el sendero que conducía al manantial sagrado.
No hizo el menor esfuerzo por ocultar que se acercaba. Cuando llegó al manantial, encontró a su tía sentada en su silla de piedra, mirando al agua, como si no la hubiera oído. ¿Estaba teniendo una visión?
No, porque cuando se detuvo en el círculo de abedules que rodeaba el manantial, la mujer levantó la cabeza y la miró.
Rhiann retrocedió un paso, sorprendida por el semblante demacrado de Linnet, cuyos ojos, bajo las bien peinadas trenzas, aparecían oscuros y enormes sobre su rostro blanco, hundido y ojeroso.
—¡Hija! —exclamó, recuperando el color, y levantándose—. ¿Qué haces aquí?
—¡He venido a verte! ¿No has recibido mis mensajes? ¡Te he enviado dos!
La mujer parpadeó, como si despertase de un sueño.
—Yo… ah, sí, los recibí.
—Entonces, ¿por qué no fuiste a Dunadd? ¿O por qué no me respondiste?
Linnet miró al agua.