Con un poco de suerte, podría llegar hasta la frontera suiza y pasar de incógnito. Allí no siempre revisaban los pasaportes. Y Suiza seguía estando fuera de la Unión Europea. Si lograba llegar a la embajada de Estados Unidos en Berna, estaría a salvo. Si los suizos le extraditaban, sería a Estados Unidos, no a París.
Sabir había oído contar cosas sobre la policía francesa a algunos periodistas colegas suyos. Si caías en sus manos, estabas perdido. Tu caso podía tardar meses o incluso años en abrirse paso por el sistema judicial francés, aquella pesadilla burocrática.
Se paró en el primer cajero que encontró y dejó el motor en marcha. Tenía que arriesgarse a sacar algún dinero. Metió la primera tarjeta en la ranura y empezó a rezar. De momento, todo bien. Intentaría sacar mil euros. Así, si la segunda tarjeta fallaba, al menos podría comprar algo de comer y pagar el peaje de las autopistas en dinero contante y sonante, imposible de rastrear.
Al otro lado de la calle, un jovencito con una sudadera con capucha le miraba. Santo Dios. Mal momento para que le atracaran. Y con las llaves de un flamante Audi familiar puestas y el motor en marcha.
Se guardó el dinero y probó con la segunda tarjeta. El chico echó a andar hacia él, mirando a su alrededor de esa forma peculiar con que miran los delincuentes juveniles. Cincuenta metros. Treinta. Sabir aporreó los números.
El cajero se tragó la tarjeta. Le estaban cerrando el grifo.
Corrió hacia el coche. El chico había echado a correr y estaba a cinco metros.
Sabir se arrojó dentro del auto y sólo entonces recordó que era un coche inglés, con el volante a la derecha. Se lanzó por encima de la división central y perdió tres segundos preciosos buscando el cierre centralizado.
El chico tenía la mano en la puerta.
Sabir metió marcha atrás haciendo crujir la transmisión automática y el coche retrocedió con una sacudida, desequilibrando al chico un momento. Siguió retrocediendo, con un pie doblado hacia atrás, sobre el asiento del copiloto, mientras con la mano libre sujetaba el volante.
Irónicamente, se descubrió pensando no en el atracador (era la primera vez que le pasaba algo así), sino en el hecho de que, gracias a la tarjeta que se había visto obligado a abandonar, la policía tenía ahora sus huellas dactilares y una idea exacta de su paradero a las 22:42 h de una noche de sábado clara y estrellada, en el centro de París.
Cuando hacía veinte minutos que había salido de París y le faltaban cinco para llegar al nudo de Évry, Sabir se fijó en un indicador: treinta kilómetros a Fontainebleau. Y Fontainebleau estaba sólo a diez kilómetros río abajo de Samois. Se lo había dicho la farmacéutica. Hasta habían hablado un rato, con cierto coqueteo, sobre Enrique II, Catalina de Médici y Napoleón, quien al parecer se había despedido allí de su Vieja Guardia antes de partir hacia su exilio en Elba.
Era una locura pensar siquiera en ir a Samois. Mejor meterse en la autopista y tragar todos los kilómetros que pudiera mientras todavía fuera de noche. Pero ¿no tenían lectores de matrículas en las autopistas? ¿No lo había oído en alguna parte? ¿Y si ya le habían seguido el rastro hasta el piso de Tone? Tampoco tardarían mucho en relacionarle con el Audi. Y entonces iría listo. Sólo tendrían que poner unos cuantos coches patrulla en el control de salida del peaje y le pescarían como a una trucha.
Si conseguía que aquel tal Chris le diera las cuartetas, tal vez al menos pudiera persuadir a la policía de que era, en efecto, un escritor de verdad y no un psicópata al acecho. Pero ¿por qué iba a estar relacionada la muerte del gitano con los versos, de todas formas? Esa gente siempre andaba metiéndose en peleas, ¿no? Seguramente había sido una riña por dinero, o por una mujer, y él sólo se había metido en medio. Visto así, el asunto tomaba un cariz mucho más tranquilizador.
De todos modos, tenía una coartada. Seguro que la farmacéutica se acordaba de él. Le había contado cómo se había portado el gitano. Era simplemente inconcebible que le hubiera torturado y matado con la mano hecha jirones. La policía lo entendería, ¿no? ¿O pensarían que había seguido al gitano para vengarse de él después del altercado en el bar?
Sabir sacudió la cabeza. Una cosa estaba clara. Necesitaba descansar. Si seguía así, empezaría a sufrir alucinaciones.
Obligándose a dejar de pensar y a ponerse en acción, se salió de la carretera y enfiló un camino boscoso.
—Se nos ha escapado.
—¿Qué quiere decir? ¿Cómo lo sabe?
Calque levantó una ceja. Macron estaba mejorando, de eso no había duda. Pero imaginación… Y a fin de cuentas, ¿qué podía esperarse de un marsellés de dos metros de altura?
—Hemos buscado en todos los hoteles, las pensiones y las agencias de alquiler. Cuando llegó no tenía motivos para ocultar su nombre. No sabía que iba a matar al gitano. Es estadounidense, pero de madre francesa, acuérdate. Habla perfectamente nuestro idioma. O se ha escondido en casa de un amigo, o ha volado. Yo creo que ha volado. Y que yo sepa, hay pocos amigos dispuestos a acoger a un torturador.
—¿Y el que llamó en su nombre?
—Encuentre a Sabir y le encontraremos a él.
—Entonces, ¿vigilamos Samois? ¿Buscamos a ese tal Chris?
Calque sonrió.
—Que alguien le dé a la niña una muñeca.
Lo primero que vio Sabir fue un galgo solitario cruzando el camino delante de él, desorientado por sus andanzas del día anterior. Allá abajo, entrecortado por los árboles, el río Sena brillaba al primer sol de la mañana.
Sabir salió del coche para estirar las piernas. Cinco horas de sueño. No estaba mal, dadas las circunstancias. Esa noche se había sentido alterado y nervioso. Ahora estaba más tranquilo, menos angustiado por el aprieto en que se hallaba. Había sido un acierto tomar el desvío a Fontainebleau, y más aún parar a dormir en el bosque. Quizá la policía francesa no lograra atraparle tan fácilmente, después de todo. Aun así, convenía no correr riesgos innecesarios. Se quitaría de la cabeza la idea absurda de bajar a Samois y se iría directamente a la frontera por carreteras convencionales, camuflado entre el tráfico de hora punta.
Cuando había recorrido cincuenta metros con las ventanillas del coche abiertas, sintió un olor inconfundible a grasa de cerdo frita y humo de leña. Al principio le dieron ganas de no hacer caso y seguir su camino, pero luego venció el hambre. Pasara lo que pasase, tenía que comer. ¿Y por qué no allí? No había cámaras. Ni policías.
Se convenció enseguida de que era perfectamente lógico ofrecerse a pagar por el desayuno a quien estuviera cocinando. Tal vez aquellos misteriosos campistas pudieran decirle dónde encontrar a Chris.
Dejó el coche y atajó por el bosque a pie, dejándose guiar por el olfato. Notaba cómo se estiraba su estómago hacia el olor del tocino. Era una locura pensar que estaba huyendo de la policía. Quizás aquella gente, estando de acampada, no tuviera televisión ni periódicos.
Se quedó un rato al borde del claro, observando. Era un campamento gitano. Bien. En realidad, era una suerte haber dado con él. Debería haberse dado cuenta de que nadie en su sano juicio acampaba en un bosque señorial del norte a principios de mayo. La época de las acampadas era agosto; el resto del año, si uno era francés, se quedaba en un hotel con su familia y cenaba a gusto.
Una de las mujeres le vio y llamó a su marido. Unos niños se fueron corriendo hacia él y luego se detuvieron, formando una bandada. Dos hombres dejaron lo que estaban haciendo y echaron a andar hacia él. Sabir levantó una mano para saludar.
Alguien tiró violentamente de su mano hacia atrás y se la levantó hasta la nuca. Sabir sintió que caía de rodillas.
Justo antes de perder el sentido, vio la antena de televisión en una de las caravanas.
—Hazlo tú, Yola. Estás en tu derecho.
La mujer estaba de pie delante de él. Un anciano le puso un cuchillo en la mano y la animó a acercarse. Sabir intentó decir algo, pero descubrió que le habían tapado la boca.
—Eso. Córtale los huevos.
—No. Sácale los ojos primero. —Un coro de mujeres mayores la azuzaba desde la puerta de la caravana. Sabir miró a su alrededor. Aparte de la mujer del cuchillo, estaba rodeado completamente por hombres. Intentó mover los brazos, pero se los habían atado con fuerza a la espalda. Tenía también los tobillos atados, y le habían colocado un cojín estampado entre las rodillas.
Un hombre lo incorporó y le bajó los pantalones.
—Hala. Así ves el blanco.
—Méteselo por el culo, ya que estás. —Las mujeres se estiraban para ver mejor.
Sabir empezó a sacudir la cabeza en un vano intento de quitarse la cinta aislante de la boca.
La mujer empezó a acercarse despacio, con el cuchillo extendido delante de ella.
—Venga, hazlo. Acuérdate de lo que le hizo a Babel.
Sabir empezó a emitir una especie de gemido desde el interior de su boca amordazada. Fijó los ojos en la mujer con diabólica concentración, como si de ese modo pudiera persuadirla de que abandonara su propósito.
Uno de los hombres le cogió del escroto y tiró de él, dejando una fina membrana de piel que cortar. Una sola pasada del cuchillo sería suficiente.
Sabir miraba a la mujer. El instinto le decía que era su única oportunidad. Sabía que, si se desconcentraba y apartaba la vista, estaba acabado. Sin comprender del todo por qué lo hacía, le guiñó un ojo.
El guiño la sacudió como una bofetada. Alargó el brazo y le arrancó la cinta aislante de la boca.
—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué mutilaste a mi hermano? ¿Qué te había hecho?
Sabir tomó una gran bocanada de aire por entre los labios hinchados.
—Chris. Chris. Me dijo que preguntara por Chris.
La mujer retrocedió. El hombre que sujetaba los testículos de Sabir los soltó y se inclinó hacia él, ladeando la cabeza como un perdiguero.
—¿Qué has dicho?
—Tu hermano rompió un vaso. Lo aplastó con la mano. Luego me apretó la mano contra los cristales. Pegó mi mano a la suya y se dejó la huella de la mía en la frente. Entonces me dijo que viniera a Samois y preguntara por Chris. No fui yo quien le mató. Pero ahora me doy cuenta de que le estaban siguiendo. Creedme, por favor. ¿Por qué iba a venir aquí, si no?
—Pero la policía… Te están buscando. Lo hemos visto en la televisión. Reconocimos tu cara.
—Tenía sangre mía en su mano.
El hombre lo arrojó a un lado. Sabir creyó por un instante que iban a degollarlo. Después sintió que le quitaban el vendaje de la mano y que inspeccionaban los cortes. Los oyó hablar entre sí en una lengua que no entendía.
—Levántate. Y súbete los pantalones.
Estaban cortando las cuerdas, a su espalda.
Uno de ellos le dio un codazo.
—Tú, dime quién es Chris.
Sabir se encogió de hombros.
—Uno de vosotros, supongo.
Algunos de los de más edad se echaron a reír.
El del cuchillo le guiñó un ojo, en una réplica inconsciente del guiño que dos minutos antes había salvado los testículos de Sabir.
—No te preocupes, que pronto le vas a conocer. Con huevos o sin ellos. Tú decides.
Por lo menos me están dando de comer
, pensó Sabir.
Cuesta más matar a un hombre con el que has compartido el pan. Seguramente
.
Se comió la última cucharada de estofado y bajó las manos esposadas para coger el café.
—La carne estaba buena.
La anciana asintió con un gesto. Se limpió las manos en las voluminosas faldas, pero Sabir notó que no comía.
—Es limpia. Sí. Muy limpia.
—¿Limpia?
—Por las espinas. Los erizos son los animales más limpios. No son
mahrimé
. No como… —Escupió por encima del hombro—. Los perros.
—Ah. ¿Ustedes comen perros? —A Sabir ya le costaba asimilar lo de los erizos. Empezaba a notar un principio de náusea.
—No, no. —La mujer rompió a reír a carcajadas—. ¡Perros! ¡Ja, ja! —Señaló a una de sus amigas—. ¡Je! El payo se cree que comemos perros.
Un hombre entró corriendo en el claro. Enseguida le rodearon los niños. Se dirigió a un par de ellos, y se fueron a avisar a los del campamento.
Sabir observó atentamente mientras cajas y otros objetos desaparecían a toda prisa en los bajos y el interior de las caravanas. Dos hombres dejaron lo que estaban haciendo y se acercaron a él.
—¿Qué? ¿Qué está pasando?
Le cogieron entre los dos y le llevaron con las piernas abiertas hacia un cajón de madera.
—Por Dios, ¿no iréis a meterme ahí? Tengo claustrofobia. En serio. Os lo juro. No soporto los sitios estrechos. Por favor, metedme en una caravana.
Los hombres le metieron en el cajón. Uno de ellos se sacó un pañuelo sucio del bolsillo y se lo metió en la boca. Luego le hicieron agachar la cabeza y cerraron la tapa.
El capitán Calque recorrió con la mirada al disparatado grupo que tenía delante. Aquella gente iba a darle problemas. Lo notaba en los huesos. Los gitanos siempre se cerraban en banda cuando hablaban con la policía, hasta cuando era uno de los suyos quien había muerto asesinado, como era el caso. Siempre se empeñaban en tomarse la justicia por su mano.
Le hizo una seña a Macron con la cabeza. Macron levantó la fotografía de Sabir.
—¿Alguno ha visto a este hombre?
Nada. Ni siquiera un gesto de asentimiento.
—¿Alguno sabe quién es?
—Un asesino.
Calque cerró los ojos. En fin, al menos uno le había dirigido la palabra. Le había hecho un comentario.
—No necesariamente. Cuantas más cosas averiguamos, más da la sensación de que puede haber una tercera persona implicada en el crimen. Una tercera persona a la que aún no hemos conseguido identificar.
—¿Cuándo van a darnos el cuerpo de mi hermano para que podamos enterrarlo?
Los hombres hicieron sitio a una joven que se abría paso entre las filas cerradas de mujeres y niños, avanzando hacia el frente del grupo.
—¿Su hermano?
—Babel Samana.
Calque le hizo una seña a Macron y éste empezó a escribir vigorosamente en una libretita negra.
—¿Y usted se llama?
—Yola. Yola Samana.
—¿Y sus padres?
—Están muertos.
—¿Algún otro familiar?
Yola se encogió de hombros y señaló la multitud de caras que había a su alrededor.