—¿Todos?
Ella asintió con una inclinación de cabeza.
—¿Qué estaba haciendo su hermano en París?
Volvió a encogerse de hombros.
—¿Alguien lo sabe?
Hubo un encogimiento de hombros colectivo.
Calque sintió por un momento ganas de romper a reír, pero la convicción de que posiblemente aquella gente le lincharía si lo hacía le impidió ceder al impulso.
—Bueno, ¿puede alguien decirme algo sobre Samana? A quién iba a ver, aparte de a ese tal Sabir, claro. O por qué estaba en Saint-Denis.
Silencio.
Calque esperó. Treinta años de experiencia le habían enseñado cuándo insistir y cuándo no.
—¿Cuándo van a devolvérnoslo?
Calque fingió un suspiro.
—No puedo decírselo exactamente. Puede que necesitemos el cuerpo para hacer más análisis forenses.
La joven se volvió hacia uno de los gitanos de mayor edad.
—Tenemos que enterrarle antes de que pasen tres días.
El gitano sacó la barbilla mirando a Calque.
—¿Pueden dárnosle?
—Ya se lo he dicho. No. Todavía no.
—¿Pueden darnos un poco de pelo, entonces?
—¿Qué?
—Si nos dan un poco de pelo suyo, podemos enterrarle. Junto con sus posesiones. Hay que hacerlo antes de que pasen tres días. Luego pueden hacer con el cuerpo lo que quieran.
—No hablará en serio.
—¿Hará lo que le pedimos?
—¿Darles un poco de pelo suyo?
—Sí.
Calque sintió los ojos de Macron taladrándole la nuca.
—Sí. Podemos darles un poco de pelo. Manden a alguien a esta dirección… —Calque le dio una tarjeta al gitano—. Mañana. Pueden identificarle y cortarle el pelo al mismo tiempo.
—Iré yo. —Era la joven, la hermana de Samana.
—Muy bien. —Calque se quedó parado en medio del claro, sin saber qué hacer. Aquel lugar era para él tan ajeno, tan alejado de su noción de lo que constituía una sociedad normal, que podría haber estado en medio de la selva hablando de ética con una tribu de indios americanos.
—¿Me llamarán si Sabir, el americano, intenta contactar con ustedes de la forma que sea? Mi número está en la tarjeta.
Recorrió al grupo con la mirada.
—Me lo tomo como un sí, entonces.
Sabir estaba al borde del delirio cuando le sacaron del cajón de madera. Más tarde, cuando intentó ordenar las emociones que había experimentado al verse encerrado en la caja, descubrió que su mente las había bloqueado por completo. Para protegerse, supuso.
Porque no había mentido al decir que era claustrofóbico. Años atrás, siendo niño, unos compañeros de clase le gastaron una broma consistente en encerrarle en el maletero del coche de un profesor. También entonces perdió el conocimiento. El profesor le encontró tres horas después, medio muerto. Y montó un escándalo. La historia apareció en todos los diarios locales.
Sabir dijo no recordar quién había perpetrado la travesura, pero casi una década después logró desquitarse. Trabajando como periodista había adquirido cierto talento para la insinuación, y lo había usado con eficacia. Pero la venganza no le había curado la claustrofobia, que, si acaso, había empeorado en los últimos años.
Sintió ahora que se mareaba. Le dolía la mano, y sospechaba que se le había infectado en el transcurso de la noche. Las heridas habían vuelto a abrirse y, como no había tenido con qué limpiárselas antes de volver a colocar el vendaje, supuso que habían atraído a unas cuantas bacterias por el camino; el encierro en la caja debía de haber agravado el problema, sencillamente.
Su cabeza cayó hacia atrás. Intentó levantar una mano, pero no pudo. En realidad, parecía no tener ningún control sobre su cuerpo. Sintió que le llevaban a un lugar a la sombra, que le subían por unas escaleras y le metían en una habitación en la que la luz entraba por hojas de cristal coloreado y se aposentaba suavemente sobre su cara. Lo último de lo que guardó recuerdo fue un par de ojos marrones oscuros que le miraban intensamente, como si su dueño intentara sondear el fondo de su alma.
Se despertó con una jaqueca mortecina. Hacía bochorno y le costaba respirar, como si tres cuartas partes de sus pulmones se hubieran llenado de gomaespuma mientras dormía. Se miró la mano. Estaba recién vendada. Intentó levantarla, pero sólo consiguió girarla flojamente antes de volver a dejarla caer, inerme, sobre la cama.
Vio que estaba dentro de una caravana. La luz del día entraba a raudales por las ventanillas de cristales de colores que había a su lado. Intentó levantar la cabeza para mirar por la única ventana transparente que había, pero el esfuerzo pudo con él. Volvió a desplomarse sobre la almohada. Nunca se había sentido tan desgajado de su cuerpo; era como si se hubiera escindido de sus extremidades, y la llave para recuperarlas se hubiera perdido.
Bueno. Al menos no estaba muerto. Ni en un hospital bajo custodia policial. Había que verlo por el lado bueno.
Cuando volvió a despertarse era de noche. Justo antes de abrir los ojos, notó una presencia a su lado. Se hizo el dormido y dejó caer la cabeza a un lado. Luego entornó los ojos e intentó mirar a la mujer sentada en la oscuridad sin que ella se diera cuenta. Porque era una mujer, de eso estaba seguro. Notaba el aroma denso del pachulí y un olor más esquivo que le recordaba vagamente el de la masa de harina. Tal vez aquella mujer hubiera estado amasando pan.
Dejó que sus ojos se abrieran. La hermana de Samana estaba sentada al borde de la silla, junto a la cama. Se inclinaba hacia delante como si rezara. Pero sobre su regazo brillaba un cuchillo.
—Me estaba pensando si matarte.
Sabir tragó saliva. Intentó parecer tranquilo, pero aún le costaba respirar y echaba el aire en cortos e incómodos jadeos, como una parturienta.
—¿Vas a hacerlo? Pues entonces más vale que acabes cuanto antes. No puedo defenderme, está claro; igual que aquella vez que me teníais atado y pensabas castrarme. Corres tan poco riesgo como entonces. Ni siquiera puedo levantar la mano para intentar detenerte.
—Igual que mi hermano.
—Yo no maté a tu hermano. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Sólo le vi una vez. Fue él quien me atacó. Sabe Dios por qué. Y luego me dijo que viniera aquí.
—¿Por qué me guiñaste el ojo así?
—Fue el único modo que se me ocurrió de decirte que era inocente.
—Pero me puso furiosa. Estuve a punto de matarte en ese momento.
—Tenía que arriesgarme. No había otra salida.
Ella se recostó en la silla, pensativa.
—¿Eres tú quien me ha atendido?
—Sí.
—Curioso modo de tratar a alguien a quien vas a matar.
—No he dicho que vaya a matarte. He dicho que me lo estaba pensando.
—¿Y qué harías conmigo? ¿Con mi cadáver?
—Los hombres te descuartizarían como a un cerdo. Y luego te quemaríamos.
Se hizo un silencio incómodo. Sabir se preguntó cómo se las había arreglado para acabar así. ¿Y por qué?
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Tres días.
—Madre mía. —Bajó el brazo y con la mano buena se levantó la mala—. ¿Qué me ha pasado? ¿Qué me pasa?
—Un envenenamiento de la sangre. Te he curado con hierbas y cataplasmas de caolín. La infección se te había extendido a los pulmones. Pero no te vas a morir.
—¿Seguro? —Sabir notó enseguida que su intento de ponerse sarcástico le pasaba completamente desapercibido.
—Hablé con la farmacéutica.
—¿Con quién?
—Con la mujer que te curó las heridas. El nombre del sitio donde trabaja venía en el periódico. Fui a París a recoger un poco de pelo de mi hermano. Ahora vamos a enterrarle.
—¿Qué te dijo la farmacéutica?
—Que habías dicho la verdad.
—Entonces, ¿quién crees que mató a tu hermano?
—Tú. O puede que otro.
—¿Todavía crees que fui yo?
—Puede que fuera el otro. Pero tú tuviste algo que ver.
—Entonces, ¿por qué no me matas y acabas de una vez? ¿Por qué no me descuartizáis como un cerdo asqueroso?
—No tengas tanta prisa. —Se guardó el cuchillo bajo el vestido—. Ya verás.
Esa noche le ayudaron a bajar de la caravana y a salir al claro. Dos hombres le subieron a una camilla que habían construido y le llevaron al bosque por una senda iluminada por la luna.
La hermana de Samana caminaba a su lado como si fuera su dueña, o como si tuviera algún otro interés personal en él.
Y supongo que así es
, se dijo Sabir.
Soy una póliza de seguros para no tener que pensar
.
Una ardilla cruzó corriendo el camino delante de ellos y las mujeres empezaron a hablar animadamente entre sí.
—¿Qué pasa?
—Las ardillas traen buena suerte.
—¿Y qué trae mala suerte?
Ella le lanzó una mirada y luego decidió que no se estaba burlando de ella.
—Los búhos. —Bajó la voz—. Las serpientes. Pero lo peor son las ratas.
—¿Y eso por qué? —Sabir notó que él también bajaba la voz.
—Son
mahrimé
. Están contaminadas. Es mejor no hablar de ellas.
—Ah.
Habían llegado a otro claro adornado con velas y flores.
—Entonces, ¿vamos a enterrar a tu hermano?
—Sí.
—Pero no tenéis su cuerpo. Sólo su pelo.
—Chist. Ya no hablamos de él. Ni mencionamos su nombre.
—¿Qué?
—La familia cercana no habla de sus muertos. Eso sólo lo hacen los otros. Durante un mes no mencionaremos su nombre.
Un viejo se acercó a Yola y le ofreció una bandeja en la que había un fajo de billetes, un peine, una bufanda, un espejito, trastos de afeitado, una navaja, una baraja de cartas y una jeringuilla. Otro hombre llevaba comida envuelta en un paquete de papel encerado. Otro llevaba vino, agua y granos de café verdes.
Dos hombres estaban cavando un agujero junto a un roble. Yola hizo tres viajes y fue colocando pulcramente las cosas unas encima de otras. Unos niños se acercaron a esparcir granos de maíz sobre el montón. Luego los hombres llenaron la tumba.
Fue entonces cuando las mujeres comenzaron a gemir. A Sabir se le erizaron atávicamente los pelos de la nuca.
Yola cayó de rodillas junto a la tumba de su hermano y comenzó a golpearse el pecho con puñados de tierra. A su lado, algunas mujeres se desplomaron entre convulsiones y sacudidas, con los ojos en blanco.
Cuatro hombres entraron en el claro llevando una gran piedra y la colocaron sobre la tumba de Samana. Después, otros llevaron la ropa y el resto de las posesiones del muerto. Lo amontonaron todo sobre la piedra y le prendieron fuego.
Los gritos y las lamentaciones de las mujeres se agudizaron. Algunos hombres bebían licor en botellitas de cristal. Yola se había desgarrado la blusa. Se estaba embadurnando los pechos y la tripa con la tierra y el vino de la libación mortuoria de su hermano.
Sabir se sintió desvinculado como por milagro de las realidades del siglo
XXI
. La escena que se desarrollaba en el claro había adquirido los tintes de una bacanal enloquecida, y la luz de las velas y las hogueras alumbraba la parte inferior de los árboles, reflejándose en los rostros transidos que había bajo ellos como en un cuadro de Ensor.
El hombre que había ofrecido los testículos de Sabir al cuchillo se acercó y le ofreció un trago de una taza de barro.
—Anda, bebe. Esto ahuyenta a los
mulés
.
—¿Los
mulés
?
El gitano se encogió de hombros.
—Están alrededor del claro, por todas partes. Malos espíritus. Intentan entrar. Quieren llevarse… —Vaciló—. Ya sabes.
Sabir apuró la bebida. Notó cómo el licor le quemaba la garganta. Sin saber por qué se descubrió asintiendo.
—Sí, lo sé.
Achor Bale observaba la ceremonia fúnebre desde su puesto, al abrigo de una pequeña arboleda. Llevaba un traje de camuflaje muy usado, gorra de legionario y un velo moteado. Ni siquiera a un metro de distancia se le distinguía de la maleza que había a su alrededor.
Por primera vez en tres días estaba completamente seguro de quién era la chica. Antes no había podido acercarse al campamento principal lo suficiente para tener una perspectiva clara. Ni tan sólo cuando la chica salió del campamento había podido cerciorarse de su identidad a su entera satisfacción. Ahora, en cambio, ella misma se había identificado gracias a sus escandalosos lamentos por el alma inmortal del loco de su hermano.
Bale dejó vagar su pensamiento hasta la habitación en la que había muerto Samana. Nunca, en sus muchos años de experiencia dentro y fuera de la Legión, había visto a un hombre lograr la hazaña, aparentemente imposible, de matarse estando totalmente inmovilizado. El viejo cuento de tragarse la lengua planteaba en realidad dificultades físicas insuperables, y nadie, que él supiera, podía matarse con el pensamiento. Pero usar la gravedad de esa forma, y con tanta convicción… Para eso hacían falta huevos. Así pues, ¿por qué lo había hecho Samana? ¿Qué intentaba proteger?
Volvió a enfocar la cara de la chica con los prismáticos de visión nocturna. ¿Era su mujer? No. No lo creía. ¿Su hermana? Probablemente. Pero era imposible asegurarse con aquella luz y con las contorsiones que imprimía a sus rasgos faciales.
Fijó los prismáticos en Sabir. Ése sí que sabía hacerse indispensable. Al principio, cuando se había cerciorado de que el estadounidense estaba en el campamento, Bale había sentido la tentación de hacer otra de sus malévolas llamadas a la policía. De quitarle de en medio de una vez por todas sin tener que recurrir innecesariamente a la violencia. Pero Sabir tenía tan poca conciencia de sí mismo y era, por tanto, tan fácil de seguir, que le pareció un despilfarro.
Sabía que la chica planteaba un problema mucho más arduo. Pertenecía a una comunidad bien definida y cohesionada que rara vez se aventuraba fuera de su territorio. Todo, sin embargo, se volvía muchísimo más sencillo si tenía que cargar con un Sabir lleno de buenas intenciones.
Bale observaría y esperaría, por tanto. Su momento llegaría, como llegaba siempre.
—¿Puedes andar?
—Sí. Creo que puedo arreglármelas.
—Entonces tienes que venir conmigo.
Sabir dejó que la hermana de Samana le ayudara a levantarse. Notó que, aunque no le importaba tocarle con las manos, ponía gran cuidado en no entrar en contacto con su ropa.