Las amistades peligrosas (16 page)

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Authors: Choderclos de Laclos

Tags: #Novela epistolar

BOOK: Las amistades peligrosas
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LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE VOLANGES

Mi señora: El Visconde de Valmont ha partido de aquí esta mañana. Me ha parecido que lo deseaba usted tanto que he creído deber notificárselo. La señora de Rosemonde echa mucho de menos a su sobrino, cuyo trato es preciso convenir en que es muy agradable; ha pasado toda la mañana hablándome de él con la ternura de que sabe usted está dotada, y no paraba de elogiarle. He creído que yo debía tener la complacencia de escucharla sin contradecirla, tanto más cuanto que es preciso confesar que tenía razón en muchas cosas.

Sabía, además, que debía yo acusarme a mí misma el ser la causa de esta separación sin esperanza de poderla desquitar del gusto de que la privaba. Sabe usted que no soy muy alegre de mi natural, y el género de vida que aquí llevamos no es hecho para mudar de carácter.

Si no fuera por seguir sus consejos, temería haber obrado ligeramente; pues en realidad me ha sido muy sensible la pena de mi respetable amiga; me ha conmovido en términos que con gusto hubiera mezclado mis lágrimas con las suyas.

Quédanos ahora la esperanza de que usted aceptará el convite que el señor de Valmont debe hacerle de parte de la señora de Rosemonde de venir a pasar algún tiempo en su compañía. Cree que no dudará cuán agradable me será y en realidad nos debe usted esta compensación. Celebraré mucho tener esta ocasión de conocer más pronto a la señorita de Volanges, y de hallarme en situación de poder convencer a usted de los sentimientos respetuosos con que soy su más atenta servidora, etc.

En…, a 29 de agosto de 17…

CARTA XLVI

EL CABALLERO DANCENY A CECILIA VOLANGES

¿Qué le pasa, mi Cecilia adorable? ¿Quién ha podido causar en usted una mudanza tan cruel? ¿Dónde ha ido el juramento que me hacía de ser constante hasta la muerte? ¡Ayer mismo lo reiteraba con tanto gusto! ¿Qué puede hacer que hoy lo olvide? Por más que examino mi conducta no puedo hallar en ella la causa, y es imposible que la busque en la suya. No; usted no es ligera ni engañosa, y, aun en este mismo instante en que me desespero, no admito que una sospecha ofensiva envilezca mi corazón. Sin embargo, ¿que fatalidad hace que ya no sea la misma? No, cruel, no lo es usted. La sensible Cecilia, la Cecilia que yo adoro, que me ha jurado su fe, no hubiera evitado mi vista, no hubiera malogrado la feliz casualidad que me ponía cerca de ella, o si alguna razón que no alcanzo la obligaba a tratarme con este rigor, no hubiera a lo menos desdeñado decírmela.

¡Lo que hoy me ha hecho sufrir no lo sabrá nunca, Cecilia mía! ¿Cree que yo pueda vivir ya, dejando de ser amado por usted? Y sin embargo, cuando le he pedido una sola palabra por respuesta, que disipe mis zozobras, en vez de responderme ha fingido temer el ser oída; y el obstáculo que no existía lo ha hecho usted nacer, yendo a tomar otro puesto en la tertulia. Cuando, obligado a separarme de usted le he preguntado a qué hora podría verla mañana, ha fingido no saberlo y ha sido preciso que su madre me lo diga. Así que este momento tan deseado siempre, que debe reunirnos mañana, va a ser hoy para mí un motivo de inquietud; y el placer de verla, tan delicioso para mi corazón, será reemplazado por el temor de ser inoportuno.

El temor este, sí lo conozco, este miedo me arredra ya ahora mismo y no me atrevo a hablarle de mi pasión. Aquel amo a usted que me consolaba tanto el repetir cuando hallaba eco en usted; esta expresión tan dulce, que bastaba a mi dicha, ya no me ofrece, si usted se ha mudado, más que la idea de una eterna desesperación. No puedo creer, sin embargo, que este talismán del amor haya perdido toda su eficacia y quiero ensayarle todavía. Sí, mi Cecilia, amo a usted. Repita, pues, conmigo esta expresión emblema de mi felicidad. Piense que usted misma me tiene acostumbrado a oírla, y que privarme de ella es condenarme a un martirio que, así como mi amor, no acabará sino con mi vida.

En…, a 29 de agosto de 17…

CARTA XLVII

EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL

No podré verla hoy todavía, mi amiga encantadora, y he aquí mis razones que le suplico admita con indulgencia.

En vez de volver ayer directamente, me detuve en casa de la condesa de *** cuya quinta se hallaba casi en mi camino, y me quedé a comer con ella; no llegué a París sino a eso de las siete, y me apeé en la ópera, en donde esperaba encontrarla. Acabado el espectáculo entré a ver a las actrices amigas mías. Hallé a mi antigua Emilia, rodeada de una corte de admiradores, a quienes daba de cenar la misma noche en S***. Apenas puse el pie en aquella reunión fui convidado a cenar. También lo fui por un hombrecillo chico, grueso, que me chapurreó una invitación en francés de Holanda, y que conocí al instante ser el héroe verdadero de la fiesta. Acepté, pues.

Al saber la casa donde nos dirigíamos comprendí que el festíl era el precio convenido de los favores que Emilio debía acordar a esta figura grotesta, y que aquella cena revestía los caracteres de un festín de boda.

El hombrecillo, rebosando gozo, no podía contenerse al pensar eI su futuro placer; y me pareció tan satisfecho de ello que me dio gana de turbarle, y lo conseguí en efecto.

La única dificultad que hallé fue la de hacer que Emilia se decidiese, pues la riqueza del holandés le daba algunos escrúpulos; pero en fin, se prestó después de algunas dudas al plan que le di, de que llenásemos bien de vino a aquel tonel y le pusiésemos así fuera de combate para toda la noche.

La idea sublime que nos habíamos formado de un bebedor holandés nos hizo emplear todos los medios conocidos. Nos salieron tan bien, que a los postres ya no tenía fuerzas ni para tener un vaso en la mano; a pesar de ello la oficiosa Emilia y yo lo envasábamos a porfía. Cayó bajo la mesa con una borrachera tal que le duró por lo menos ocho días.

Lo enviamos a París; y como no había guardado su coche, lo hice cargar con el mío, y yo ocupé su lugar. En seguida recibí los cumplimientos de la asamblea, que se retiró poco después y me dejó dueño del campo de batalla. Esta broma, y tal vez el largo retiro en que he vivido, me han hecho hallar a Emilia tan apetitosa que le he prometido quedarme con ella hasta la resurrección del holandés.

Esta complacencia mía es el pago de la que ella acababa de tener conmigo, prestándose a servirme de atril para escribir a mi bella devota, a quien hallo original enviar una carta escrita en la cama y casi entre los brazos de una muchacha, interrumpida por un acto de infidelidad completa, y en la que le doy cuenta exacta de mi situación y conducta. Emilia, que ha leído la carta, se ha reído mucho. Como es preciso que lleve el sello de París, se la envío abierta. Tenga la bondad de leerla, cerrarla y ponerla en el correo.

Sobre todo no se sirva de ningún emblema amoroso; un busto solamente.

Adiós, mi bella amiga.

P. D. Abro la carta: he decidido a Emilia a ir al teatro. Aprovecharé de ese tiempo para ir a ver a usted, a las seis lo más tarde, y si le conviene, iremos juntos a las siete a casa de la señora de Volanges. Será curioso. Debo hacerla el convite en nombre de la señora de Rosemonde; a más tendré el gusto de ver a la joven Volanges.

Adiós, mi hermosa. Quiero tener tanto placer en abrazar a usted, que el caballero esté celoso.

En P…, a 30 de agosto de 17…

CARTA XLVIII

EL VIZCONDE DE VALMONT A LA PRESIDENTA DE TOURVEL
(Con sello de París).

Muy señora mía: Al salir de una noche tormentosa y durante la cual, no he cerrado los ojos; después de haber estado sin cesar, ya consumido en un fuego devorador, ya en un completo anonadamiento de todas las facultades de mi alma, voy a buscar cerca de usted una tranquilidad que llega a serme tan necesaria y de que sin embargo no espero poder aún gozar. La situación en que me encuentro al escribirle me hace conocer más que nunca la fuerza irresistible del amor; tengo mucho trabajo en poseerme para poner algún orden en mis ideas y ya preveo que no podré acabar esta carta sin verme obligado a interrumpirla. ¿Y no he de poder esperar que un día experimente usted la agitación que siento este instante? Me atrevo a creer que si usted la conociese bien sería tan insensible a ella. Créame, señora; la fría tranquilidad sueño del alma, imagen de la muerte, no conducen a la dicha; pasiones activas pueden sólo verificarlo, y a pesar de los martirios que me hace sufrir, puedo asegurarle que en este momento más afortunado que usted. En vano me oprime con sus rigores excesivos; no me impiden éstos abandonarme enteramente al amor y olvidar, en medio del delirio que me causa, la desesperación que usted me condena. De este modo quiero vengarme del destierro que me impone: jamás he tenido tanto gusto al escribirle; jamás he sentido durante esta ocupación una emoción tan dulce al que tan ardiente. Todo parece reunirse para aumentar mi delito la atmósfera que respiro está llena de voluptuosidad; la mesa que me sirvo, empleada por la primera vez para este uso, viera ser para mí un altar sagrado del amor. ¡Ah, cuánto más hermosa va a parecerme en adelante! Sobre ella habré trazado el juramento de amarla toda la vida. Excuse, le suplico, el desorden de mis ideas. Tal vez no debería abandonarme tanto a un amoroso arrebato que no comparto con usted; es preciso que la deje un instante para calmar un delirio que aumenta a cada momento y al que no puedo resistir.

Vuelvo a usted, dueña de mi vida, y siempre con igual ansia. Sin embargo la sensación de la dicha ha huido dejando en su Iugar la de las privaciones más crueles. ¿De qué me sirve hablarle mis sentimientos si no hallo el medio de convencerla? Después de tantos esfuerzos inútiles la confianza y las fuerzas me abandonan; si me acuerdo aún de los placeres del amor es para sentir más haberlos perdido. No hallo remedio sino en su indulgencia, y en razón de cuánto la necesito espero conseguirla. Sin embargo, nunca ha sido más respetuoso mi amor; es tal, que la virtud más severa no debería temerle; pero temo yo mismo hablar a usted más tiempo del pesar que experimento. Estando seguro de que aquella que causa no lo sufre como yo, es preciso a lo menos no abusar de su bondad empleando más tiempo en renovarle esta imagen dolorosa.

La alargo sólo un instante para suplicar a usted que se sirva responderme y no dude jamás de la sinceridad de mis sentimientos.

Escrita en P… con fecha de P…, a 30 de agosto de 17…

CARTA XLIX

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