Las amistades peligrosas (23 page)

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Authors: Choderclos de Laclos

Tags: #Novela epistolar

BOOK: Las amistades peligrosas
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CECILIA VOLANGES AL CABALLERO DANCENY
(Billete escrito con lápiz, y recopiado por Danceny.)

Me pregunta que hago: le amo, y lloro. Mi madre no me habla; me ha quitado papel, plumas y tintero; le escribo con un lápiz, que por suerte me ha quedado y en un pedazo de la carta de usted. ¿Cómo no aprobar cuanto hace y dispone para recibir noticias mías y darme las suyas? ¡Le quiero tanto! El señor de Valmont no me gustaba y no lo creía tan amigo suyo. Trataré de acostumbrarme a él y lo amaré por usted. No sé quién nos ha vendido; sólo puede ser mi doncella o mi confesor. ¡Qué desgraciada soy! Partimos al campo mañana; ignoro por cuánto tiempo. ¡Dios mío, no ver a usted! Adiós, procure leerme. Estas palabras, trazadas con lápiz, se borrarán tal vez; pero nunca los sentimientos grabados en mi corazón.

En…, a 10 de setiembre de 17…

CARTA LXX

EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL

Tengo que darle un importante aviso, mi amiga querida. Cuando ayer, como usted sabe, en casa de la mariscala de *** se habló de usted, y yo dije no todo lo bien que pienso, sino lo que no pienso, todo el mundo parecía de mi opinión y la conversación languidecía como siempre que se habla bien del prójimo, cuando salió un contradictor: Prevan.

“No permita Dios, dijo, que yo dude de la honestidad de la señora de Merteuil. Pero osaría creer que la debe más a su ligereza que a sus principios; es tal vez más difícil seguirla que agradarla; y como corriendo tras una suelen encontrarse otras mujeres, que valen tanto o más, los unos se han distraído y los otros parado de cansancio. Y es quizás la mujer de París que menos ha tenido que defenderse. En cuanto a mí, añadió animado por la sonrisa de algunas damas, no creeré en la virtud de la marquesa de Merteuil, antes de haber reventado seis caballos en hacerle la corte”.

El mal chiste hizo fortuna como todos los que encierran maledicencia, y, entre las risas que excitó, Prevan tomó su sitio y cambió la conversación general. Pero las dos condesas de B***, con quienes estaba nuestro incrédulo, continuaron con él el asunto de modo que felizmente yo lo oía todo. El desafío de hacer a usted sensible, quedó aceptado, dada la palabra de contarlo todo y de todas las empeñadas en esta aventura, sin duda sería ésta la cumplida más religiosamente. Pero prevenida usted, ya sabe el proverbio.

Quédame por decirle que este Prevan, a quien no conoce usted, es infinitamente amable y aún más diestro. Que si a veces se me oyó decir lo contrario, es porque no lo quiero bien y gusto de contrariar sus éxitos, y no ignoro qué peso tiene mi sufragio en una treintena de nuestras mujeres de moda.

Así he conseguido largo tiempo impedirle que apareciera en lo que llamamos gran teatro y haciendo verdaderos prodigios, se conservaba en la obscuridad. Pero el brillo de su triple aventura, atrajo sobre él las miradas, le dio la confianza que le faltaba y lo ha hecho, en verdad, temible. Es, en fin, hoy, el único hombre que temería encontrar en mi camino. Y, aparte el interés de usted, me hará un gran servicio proporcionándole, de camino, algún ridículo. Lo dejo en buenas manos y espero que, a mi vuelta, será hombre al agua.

Le prometo en pago, llevar a feliz término la aventura de su pupila y ocuparme de ella tanto como de mi bella mojigata.

Ésta acaba de enviarme un proyecto de capitulación. Toda su carta declara el deseo de ser engañada. Imposible ofrecer un medio más cómodo ni más gastado. Quiere que sea su amigo. Pero yo, que gusto de los procedimientos nuevos y difíciles, no quiero liquidar tan barato, y no me hubiese tomado tanto trabajo para acabar en una seducción vulgar.

Mi proyecto, al contrario, es que sienta ella bien el valor y la extensión de cada sacrificio que me haga; no conducirla tan de prisa que no pueda seguirla el remordimiento y no concederle la dicha de tenerme en sus brazos hasta haberle obligado a no disimular el deseo. Poco valgo, si no valgo la pena de ser solicitado. Ni puedo vengarme menos de una altiva mujer que parece sonrojarse de confesar que adora.

He, pues, rehusado la preciosa amistad y atenídome a mi título de amante. Y como no se me oculta que el tal título que parece al principio una disputa de palabras, es de importancia real el obtenerlo, he puesto gran cuidado en mi carta llenándola de ese desorden que pinta sólo el sentimiento. He desvariado, en fin, lo más posible, porque sin desvarío no hay ternura, y creo que por esto las mujeres nos son superiores en las cartas de amor.

He terminado la mía con una adulación, lo que es aún consecuencia de largas observaciones. cuando el corazón de una mujer se ejercita algún tiempo, ha menester reposo, y he notado que una zalamería era para todas la mejor almohada que ofrecerle; se puede.

Adiós, mi bella amiga. Parto mañana. Si tiene algo que mandarme para la condesa de***, me detendré en su casa, al menos, a comer. Siento partir sin ver a usted. Páseme sus sublimes instrucciones y ayúdeme con sus sabios consejos en este momento decisivo.

Sobre todo, defiéndase de Prevan y ojalá pueda yo un día indemnizarla de este sacrificio. Adiós.

En…, 11 de setiembre de 17…

CARTA LXXI

EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL

¡Pues no se ha dejado mi cartera en París el aturdido de mi criado! Las cartas de mi hermosa, las de Danceny para la joven Volanges, todo está allá y todo lo necesito. Mientras él ensilla su caballo y se dispone a partir para reparar su estupidez, yo le contaré a usted mi historia de esta noche, para que vea que no pierdo el tiempo.

La aventura en sí no es nada; una simple recaída con la vizcondesa de M***. Pero en los detalles me intereso y tengo además gusto en mostrarle que si sé perder a las mujeres, sé también salvarlas cuando las quiero. El partido más difícil o más alegre es el que tomo; y no me reprocho una buena acción con tal que me ejercite o me divierta.

Encontré aquí, pues, a la vizcondesa, y como ella juntara sus instancias a las que se me hacían de que me quedase en el castillo: “Consiento, le dije, a condición de que pasaremos la noche juntos”. “Me es imposible, respondió ella, Vressac está ahí”. Yo, que no lo había dicho por tanto hasta entonces, me rebelé como siempre ante la palabra imposible. Me sentí humillado de que me sacrificaran a Vressac, y resolví no sufrirlo. Insistí.

No me ayudaban las circunstancias. Este Vressac ha tenido la torpeza de inspirar celos al vizconde, de modo que la vizcondesa no puede ya recibirlo en casa y este viaje a la de la buena condesa, estaba concertado entre ellos para poder aprovechar algunas noches. El vizconde, había empezado por poner ceño al hallarse con Vressac: pero como es más cazador que celoso, se quedó sin embargo; y la condesa, siempre la misma que conoce usted, después de alojar a la esposa en el gran corredor, ha puesto a un lado al marido, y al otro el amante, y los ha dejado arreglarse entre ellos. El mal destino de ambos quiso que a mí me alojaran enfrente.

El mismo día, es decir ayer, Vressac que como supone usted, mima al vizconde, cazaba con él, a pesar de no gustarle la caza, contando consolarse por la noche, entre los brazos de la mujer, del fastidio que de día le causaba el marido; pero yo juzgaba que mejor le vendría el reposo y me ocupé de los medios de que su querida se lo proporcionase.

Salíme con ello y obtuve que ella le armara una disputa sobre aquella misma partida de caza, en la que sólo había consentido por culpa suya. No podía escoger peor pretexto; pero nadie mejor que la vizcondesa posee ese talento común a todas, de sustituir la razón con el humor y de ser más invencible cuanto menos razón lleva. El momento no se prestaba tampoco a explicaciones, y el ser fútil la causa facilitaba el arreglo al día siguiente, pues yo no pedía más de una noche.

Vressac halló pues cara de juez al llegar, y cuando quiso preguntar la causa, se le enfadaron. Trató de justificarse; la presencia del marido sirvió de pretexto para romper la conversación: quiso cuando salió el esposo que le prometieran oirle a la noche. Aquí se puso sublime la vizcondesa. “Estos hombres audaces, que porque han gozado los favores de una dama se creen con derecho para abusar, aun cuando ella tenga justos motivos de queja”. Y, cambiando de tesis tomó tan bien el tono delicado y sentimental, que Vressac se quedó mudo y confuso y yo mismo estuve sobre creer que tenía razón; pues ya sabe usted que, como amigo de ambos, terciaba en la conversación.

Finalmente, ella declaró que no añadiría las fatigas del amor a lasd e la caza, y que no quería turbar tan dulces placeres. Volvió el marido. El desolado Vressac, que ya no podía replicar, me tomó aparte, y después de contarme por menudo sus razones, que yo me sabía tanto como él, me suplicó que hablase a la vizcondesa. Hablé yo en efecto, pero para darle las gracias y convenir la hora y modo de nuestra cita.

Me dijo que, alojada entre su marido y su amante, había creído más prudente ir al cuarto de Vressac, que recibirle en el suyo y que puesto que yo dormía frente a ella, juzgaba también más seguro pasar a mi habitación a donde iría cuando despidiese a su doncella. Restábame sólo dejar mi puerta entreabierta y esperar.

Todo sucedió como convinimos, y llegó ella a mi cuarto

…Dans le simple appareil
D’ une beuaté qu’on vient d’arracher au sommeil.

RACINE, tragédie de
Britannicus
.
[ 18 ]

Falto de vanidad, no me paro en los detalles de la noche, usted me conoce, y quedé satisfecho de mí.

Fue preciso separarse al amanecer. Y aquí comienza lo interesante. La atolondrada había creído dejar su puerta entornada y la encontramos cerrada, y con la llave por dentro. No tiene usted idea de la expresión desesperada con que la vizcondesa exclamó al instante: "¡Ay, estoy perdidal" Hubiera sido chusco, lo confieso, dejarla en tal situación: pero, ¿podía yo tolerar que una mujer se perdiese por mí sin perderla yo? ¿Debía como los hombres vulgares dejarme dominar por las circunstancias? Preciso era hallar un medio. ¿Qué hubiera usted hecho, mi bella amiga? He aquí mi ardid que salió bien.

Pronto vi que la puerta en cuestión podría echarse abajo, permitiéndose hacer mucho ruido. Obtuve pues de la vizcondesa, no sin trabajo, que se pusiera a dar gritos penetrantes de ladrones, asesinos, etc., para que al primer grito derribara yo la puerta, y ella corriera a su cama. Acabamos al fin por hacerlo así, y al primer puntapié cedió la puerta.

Bien hizo la vizcondesa en no perder tiempo: en un instante el vizconde y Vressac se hallaban en el corredor y también la doncella.

Yo, el único que conservaba sangre fría, me aproveché para apagar una mariposa que ardía aún en el cuarto y derribarla por tierra, pues ya piensa usted cuán ridículo hubiera sido fingir tal pánico teniendo luz en el cuarto. Y luego, regañé al marido y al amante por tener un sueño tan pesado, asegurándoles que los gritos a que yo había acudido y mis esfuerzos para derribar la puerta duraban hacia cinco minutos por lo menos.

La vizcondesa, que en su cama había recobrado su valor, me secundó bastante bien, y juró por Dios y por los santos, que había un ratón en su aposento: y protestó con la mayor sinceridad, que en su vida había tenido un miedo igual. Buscábamos en balde, cuando yo hice reparar en la mariposa caída y concluí, que sin duda un ratón había causado el daño y el terror. Mi opinión fue la de todos, y tras algunas bromas sobre los ratones, fuese el primero a la cama el vizconde, rogando a su mujer que tuviera en adelante ratones más tranquilos.

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