Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (69 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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Hablaba como en el libro.

Ella bebía cada una de sus palabras para no olvidar ninguna y poder repetírselas cuando él se hubiese ido.

No se quedaba mucho tiempo, decía que el señor Grobz le esperaba en su despacho y se levantaba con una última mirada arrebatadora. A ella se le desbocaba el corazón. Le costaba mucho disimular el temblor de los brazos. Cogía un bolígrafo o un clip, bajaba la cabeza para ocultar sus mejillas ardientes y balbuceaba una estupidez. Era exactamente como en los libros que leía: «
Tan pronto el calor cubría todo su cuerpo, como se sentía invadida por una ola de sudor frío. Le costaba respirar. Él se mantenía erguido, sus largas piernas cruzadas con despreocupación. Se parecía al Adán de Miguel Ángel en todo su esplendor, como si hubiese salido del techo de la capilla Sixtina y pasado por una sastrería de Savile Row el tiempo justo para ponerse un traje de corte perfecto. Una sonrisa de carnívoro. Ojos verde oscuro semejantes a la malaquita de los montes Urales. Su mirada se detenía en la parte de bronceada piel que asomaba en el escote de su camisa blanca. Tenía los hombros cuadrados, los brazos largos y musculosos. Y cuando se inclinaba para hablarle, ella sentía su cálido aliento sobre el pelo...
».

Ella trastabillaba cada vez que Bruno entraba en su despacho. Anhelaba la dulce brisa que le templaría el cuerpo.

Le quería. Ese descubrimiento se había impuesto en su interior, no con la brusquedad de una tormenta de verano, sino más bien con la lenta insistencia de la lluvia de primavera. Y sufría un martirio cuando él la dejaba. Todo su cuerpo le deseaba...

Todo el mundo le llamaba Chaval en el despacho, pero ella se había enterado de su nombre de pila. Fue como un dulce secreto que encerró en su corazón. Bruno. Bruno Chaval. Bruno, Bruno, murmuraba en la cama mientras buscaba el sueño en su pequeña habitación del ático. Soñaba que él la levantaba en brazos y la depositaba sobre un lecho blando y suave, cubierto con una espesa colcha de terciopelo azul real con bordados dorados. Adivinaba: «
el bulto duro que le deformaba el pantalón y arrastraba su feminidad hacia el cuerpo del hombre, ofreciéndole lo más preciado de sí misma, lo más estimado, sometida completamente a su deseo
».

El metro se detuvo en la estación de Courcelles. Denise Trompet bajó tras haber guardado su libro en el bolso que llevaba apretado bajo el brazo por miedo a que algún ratero se lo arrancase.

Franqueó las puertas del vagón, feliz y triste a la vez. Feliz de verse proyectada durante unos segundos en esa unión carnal, fogosa, apasionada. Triste por no haber conocido nunca esa fusión de sentidos y sentimientos. Ya no tendría hermosos hijos ni ningún lord Tremain se fijaría en ella. La vida no lo había querido así...

Tienes cincuenta y dos años, Denise, se repetía subiendo las escaleras de la boca del metro, mientras guardaba el abono de transporte en su funda de plástico. Abre los ojos, tienes la carne blanda, la cara arrugada, no tienes nada con que inspirar un sentimiento romántico, la época en la que podías gustar a un hombre ha pasado. Olvídate de esas emociones. No son para ti.

Es lo que se repetía cada noche al desnudarse en el pequeño cuarto de baño del piso de la calle Pali-Kao donde vivía, en el distrito veinte de París.

Y, sin embargo, él venía a verla con regularidad.

Había aparecido un buen día.

Había iluminado con su hermosa prestancia una mañana de invierno, fría y lúgubre, y una bocanada de deseo le había hecho perder la razón. Un calor repentino había inundado sus mejillas. Fue como si su cerebro hubiera dejado de funcionar, y su corazón había empezado a cabalgar desbocado. El aire se había espesado a su alrededor, y se le hizo difícil respirar. Desde la primera mirada, había sentido sobre ella un poder infinito que iba mucho más allá de lo que la decencia permitía.

Él tenía cita con el señor Grobz y se había equivocado de puerta. Se había detenido en el umbral al darse cuenta del error, se había disculpado como un auténtico caballero. Se había inclinado.

Ella había aspirado discretamente su perfume de madera de sándalo y toronjil, aromas que siempre había asociado a la felicidad.

Ella le había indicado la ubicación del despacho del señor Grobz, él se había marchado como a disgusto.

Y desde entonces volvía, dejaba un regalo sobre su mesa, giraba a su alrededor, inundándola de su olor sutil a sándalo y toronjil. ¡Como en los libros!, suspiraba ella, ¡como en los libros! Las mismas actitudes, el mismo perfume suave y embriagador, la misma camisa blanca entreabierta sobre una piel bronceada, la misma contención sutil y cruel. Y su vida se convertía en una novela.


Dime ¿a quién perteneces, Denise?


A ti, Bruno, a ti...


Tu piel es tan suave... ¿Por qué no te casaste nunca?


Te estaba esperando, Bruno...


¿Me esperabas, tierna flor?


Sí —suspiró bajando la mirada y observando nuevamente en su entrepierna, a través de su pantalón de cretona gris, una protuberancia que la paralizó de deseo.

Y sus labios se unieron en el éxtasis...

Estaba, como decía púdicamente, buscando empleo y esperaba volver a la empresa. Había trabajado allí antes, pero entonces ni la miraba. Tenía mil proyectos, viajaba, presidía reuniones, conducía un bonito descapotable. Era un hombre con prisa, casi brutal en su forma de dirigirse a ella, reclamando un papel, una fotocopia, una factura olvidada con el tono seco de un superior. Ella temblaba ante tanta virilidad, pero no tenía ninguna razón para sentirse turbada.

Él la ignoraba.

Pero el tiempo y el dolor de estar sin trabajo habían horadado en él «
un valle de lágrimas
». Ya no era el comercial joven y apuesto que correteaba por los pasillos, sino una «
pálida sombra temblorosa que buscaba una razón para existir
». Se había dulcificado y sus ojos verde oscuro semejantes a la malaquita de los montes Urales se habían posado sobre ella... A veces dejaba caer, como para disculparse, soy otro hombre, Denise, he cambiado mucho, ¿sabe usted?, la vida me ha devuelto a mi humilde lugar, y ella se reprimía de confortarle. ¿Quién era ella para imaginarse que podría gustar a un hombre tan guapo?

Y en ella estallaba el sufrimiento, corrosivo, destructor. El tipo de sufrimiento que nunca habría creído poder sentir. Se tambaleaba. El amor de Bruno no era para ella. Sólo un milagro podría cambiar esa situación. Y sin embargo, se imaginaba con él a su lado, leal, fiel, y que la amaría lo suficiente como para aceptar verse salpicado por el innoble escándalo. El escándalo que, en otro tiempo, había destruido a su familia y que fue noticia en las revistas...

¿La amaría lo bastante? ¡Ay! Si pudiese estar segura de su respuesta...

Y su corazón se encogía ante esa dolorosa duda...

Y sin embargo, su vida había empezado bien, hacía cincuenta y dos años...

Era la única hija del señor y la señora Trompet, charcuteros en Saint-Germain-en-Laye. Un barrio florido, acomodado, alegre, cuyos habitantes vestían con elegancia y hablaban de forma correctísima. Cuando entraban en la tienda, decían buenos días, señora Trompet, ¿cómo está usted? ¿Qué exquisiteces nos tiene preparadas esta mañana? Mi yerno el banquero y sus padres vienen a cenar, y si tuviese usted ese delicioso cerdo de pata negra confitado, con gusto me llevaría un buen pedazo.

Su padre y su madre, procedentes de Auvernia, poseían un renombrado establecimiento, El Cerdo de Oro, que preparaba platos cocinados, carnes rellenas, tripas cocinadas, patés de oca y de pato, tarrinas, mousses de hígado de ave, salchichas de Morteau y de Montbéliard, jamón curado, jamón blanco, jamón en gelatina, jamón al perejil, salchichas planas, cabeza de cerdo y manjar de lechal, morcilla blanca, morcilla negra, salami, mortadela, hermosos foie gras para Navidad y todo tipo de maravillas que su padre cocinaba, vestido con un delantal blanco inmaculado mientras su madre, en la tienda, vendía los artículos, con una enorme sonrisa dentro de una blusa rosa que revalorizaba sus grandes ojos verde esmeralda, sus dientes nacarados, su piel dorada, sus cabellos cobrizos que caían en suaves rizos sobre sus hermosos hombros redondeados. Los hombres la devoraban con los ojos, las mujeres la apreciaban porque no se creía Brigitte Bardot.

Venían de todas partes para comprar en la tienda de los Trompet. Gustave Trompet, tras haber esperado durante mucho tiempo un heredero varón, había puesto todas sus esperanzas en su hija, la pequeña Denise, alumna brillante en el colegio. Señalaba con el dedo el blasón de su región, que presidía la puerta de su tienda, el escudo de Auvernia, dorado con un estandarte rojo y ribeteado en verde, y declaraba, orgulloso como su ancestro Vercingétorix, mi pequeña Denise me sucederá, le encontraremos un buen marido, trabajador, que iremos a buscar a Clermont-Ferrand, y los dos llevarán el negocio.

Se frotaba las manos soñando con la generación de pequeños charcuteros que iba a formar. La señora Trompet le escuchaba mientras se alisaba los pliegues de la blusa rosa, Denise contemplaba a la bienintencionada pareja que le preparaba un futuro radiante, hecho a base de nobles valores y de dinero a espuertas.

Al volver del colegio, las tardes en las que no tenía deberes, se le permitía sentarse detrás de la caja y devolver el cambio. Pulsaba las teclas de la caja registradora, escuchaba el clic del cajón al abrirse, enunciaba con voz firme la suma debida y tendía su manita para coger los billetes y monedas que guardaba cuidadosamente en el cajón. Cuando cumplió trece años, recibió como regalo de cumpleaños un colgante, una cadena de oro con una llave...

Denise no había heredado la belleza materna, sino más bien el físico poco agraciado de su padre, su cabello escaso, sus ojos demasiado juntos y su corta estatura, achaparrada. No importa, querido, decía la madre, así tendrá menos tentaciones, su marido podrá dormir tranquilo... ¡y nosotros también!

El futuro se anunciaba próspero y feliz hasta el día fatal en que estalló el escándalo. Un competidor, celoso de su éxito, denunció al señor Trompet por comprar carnes sin factura. Le llevaron ante la brigada financiera una mañana de febrero de 1969. Apenas se sentó frente a los policías, lo confesó todo. Sí, había hecho trampas, sí, eso no estaba bien, sí, sabía que la ley lo prohibía. No tenía alma de estafador, sólo había querido ganar algún dinero extra para ampliar la tienda y ofrecérsela aún más hermosa a su yerno y a su hija.

Aquello fue un escándalo enorme. Se habló de ello en la prensa y en las revistas locales.

Sobre el tema corrieron rumores de lo más insensatos. Tráfico de facturas falsas, desvío de fondos, eso es lo que dicen los periódicos, pretendían las lenguas viperinas, ¡pero es bastante peor! Y bajaban la voz para murmurar habladurías innobles. Oficialmente es tráfico de carne, ¡pero usted no sabe qué tipo de carne! Al señor Trompet le gustaban las jovencitas, y para satisfacer ese vicio siempre necesitaba dinero, ¡cada vez más dinero! ¡Porque eso de mantener a unas niñas prácticamente púberes es caro! ¡Niñas, niñas y vaya usted a saber si no había niños también! ¡Unas personas que parecían tan correctas! Ya dicen que el hábito no hace al monje y ni el delantal blanco, al charcutero honesto. La señora Trompet cerraba los ojos para conservar esa tienda, pero ahora se sabe de dónde venían esas enormes ojeras. La pobre mujer lloraba cada noche a moco tendido. Y parece ser que, incluso, ¡intentó vender a su propia hija, la pequeña Denise! El vicio no tiene límites.

Les señalaron, les calumniaron, les arrastró un torrente de insensateces; tuvieron que vender su hermosa tienda para pagar la multa y mudarse.

De la noche a la mañana, los Trompet se arruinaron.

Se instalaron en el distrito veinte de París. Compraron un ultramarinos árabe. ¡Un ultramarinos árabe! Con sólo oír esas palabras, la señora Trompet se echaba a llorar. Ellos, que habían conocido la prosperidad, la clientela elegante, los coches caros aparcados en doble fila, los escaparates desbordantes de vituallas. ¡Qué calamidad! Obligados a vivir en un barrio repleto de mujeres en babuchas, de chiquillos mocosos, de hombres en chilaba, en una calle que llevaba el nombre de un pueblo argelino, Pali-Kao, perpendicular al bulevar de Belleville. Metro Couronnes.

Denise Trompet tenía catorce años cuando se produjo el drama. Una tarde, al volver del colegio, tiró la llave y la cadena de oro a una alcantarilla.

Sus padres le prohibieron tener amigos en el barrio y dirigirles la palabra a los vecinos. No nos tratemos con este tipo de gente. ¡Conservemos nuestra dignidad! Tampoco ella tenía ganas de socializar. Se sentía una extranjera en esta tierra de Bab-el-Oued. Aislada, hundida en el ostracismo, despojada de sus proyectos de futuro, se sumergió en las novelas rosas y se inventó un mundo de príncipes, princesas y amores tormentosos. Leía hasta perder el aliento, hasta perder el sueño, por la noche, bajo las sábanas, a la luz de una linterna. Aquello la ayudaba a soportar su suerte y el declive familiar.

Porque el escándalo había llegado a Clermont-Ferrand. Las familias de su padre y de su madre cortaron toda relación con ellos. Ya no tenía ni abuelos ni abuelas, ni tías ni tíos, ni primos ni primas. Sola en Navidad, sola durante las vacaciones de verano. Bien protegida bajo las sábanas mientras sus padres atrancaban las puertas de su piso por si los «extranjeros» les atacaban...

Aprobó el bachillerato y decidió estudiar contabilidad. Obtuvo la mejor nota de su escuela. La nariz hundida eternamente o bien entre cifras o en las extraordinarias aventuras de sus personajes preferidos.

Su primer empleo fue en una oficina de la avenida de la Ópera. Su padre volvió a tener esperanzas. La avenida de la Ópera es un buen barrio. El barrio de los negocios. Se imaginaba a un directivo joven y apuesto enamorándose de su hija. Su madre repetía «buen barrio» moviendo la cabeza. Venderían su comercio de la calle PaliKao y se acercarían al centro de París, recuperando algo del lustre de antaño.

Los domingos por la tarde, salían los tres a dar un paseo por el cementerio del Père-Lachaise y leían en las lápidas la vida de esos ilustres infelices enterrados a seis pies bajo tierra. Ya ves, no somos los únicos que sufrimos injustamente, decía su padre, nosotros también, un día, tendremos nuestra revancha. Espero que sea antes de la tumba, decía tímidamente la señora Trompet.

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