Las aventuras de Arthur Gordon Pym (22 page)

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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Fantástico, Terror

BOOK: Las aventuras de Arthur Gordon Pym
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Habiendo llegado, pues, a un acuerdo, procedimos inmediatamente a desembarcar todo lo necesario para preparar los albergues y limpiar el terreno. Elegimos una gran explanada cerca de la costa oriental de la bahía, donde había agua y madera en abundancia, y a una distancia conveniente de los arrecifes principales en que podía recogerse la biche de mer. Nos pusimos todos a la obra seriamente y, en seguida, ante el gran asombro de los salvajes, derribamos un número suficiente de árboles para nuestro propósito, fijándolos rápidamente en orden para el armazón de las casas, que en dos o tres días estuvieron tan avanzadas que pudimos entregar con toda confianza el resto de la obra a los tres hombres que nos proponíamos dejar allí. Éstos eran John Carson, Alfred Harris y Peterson (todos ellos naturales de Londres, según creo), quienes se ofrecieron voluntariamente para semejante servicio.

A finales de mes teníamos hechos todos los preparativos para la partida. Sin embargo, habíamos convenido en realizar una visita formal a la aldea de despedida, y Too-wit insistió con tanta tenacidad en que mantuviéramos nuestra promesa, que no creímos prudente correr el riesgo de ofenderle con una última negativa. Creo que ninguno de nosotros tenía en aquel momento la más ligera sospecha sobre la buena fe de los salvajes. Se habían comportado todos ellos con la mayor corrección, ayudándonos con celo en nuestro trabajo, ofreciéndonos sus mercancías, a menudo gratis, y nunca, en ningún caso, hurtaron un solo objeto, aunque el alto valor que daban a los artículos que teníamos en nuestro poder era evidente por las extravagantes demostraciones de alegría que manifestaban siempre que les hacíamos un regalo. Las mujeres, especialmente, eran muy serviciales en todo y, en resumen, hubiéramos sido los seres humanos más desconfiados si hubiésemos albergado un solo pensamiento de perfidia por parte de un pueblo que nos trataba tan bien. Nos bastó poco tiempo para probarnos que aquella disposición de aparente amabilidad era tan sólo el resultado de un plan concienzudamente estudiado para nuestra destrucción, y que los isleños, que nos inspiraban tan excesivos sentimientos de estima, pertenecían a la raza de los más bárbaros, astutos y sanguinarios malvados que jamás hayan contaminado la faz de la tierra.

Fue el primero de febrero cuando bajamos con el propósito de visitar la aldea. Aunque, como ya se ha dicho antes, no tuviéramos la más ligera sospecha, no olvidamos las debidas precauciones. Seis hombres permanecieron en la goleta con instrucciones de no dejar acercarse al barco a ninguno de los salvajes durante nuestra ausencia, bajo ningún pretexto, y de estar constantemente sobre cubierta. Recogiéronse los enjaretados de abordaje, los cañones recibieron doble carga de metralla y los pedreros fueron cargados con latas de metralla de balas de fusil. El barco estaba atracado, con su anda a pique, casi a una milla de la costa, y ninguna canoa podía acercarse a él en dirección alguna sin ser vista claramente y exponerse inmediatamente al fuego graneado de nuestros pedreros. Al dejar seis hombres a bordo, nuestro destacamento se componía de treinta y dos personas en total. Estábamos armados hasta los dientes con fusiles, pistolas y machetes: además, cada uno llevaba una especie de largo cuchillo de marinero, algo parecido al cuchillo de monte tan usado ahora en nuestras comarcas meridional y occidental. Un centenar de guerreros con pieles negras salió a nuestro encuentro al desembarcar, para acompañarnos por el camino. Advertimos, sin embargo, con alguna sorpresa, que éstos iban completamente desarmados, y cuando preguntamos a Too-wit acerca de esta circunstancia, contestó simplemente que «Mattee non we pa pa si», lo cual quiere decir que nadie necesita armas donde todos son hermanos. Tomamos esto en buen sentido, y seguimos adelante.

Habíamos pasado el manantial y el riachuelo de que he hablado antes, y entrábamos ahora en una angosta garganta que serpenteaba a través de la cadena de colinas de esteatita, entre las cuales estaba situada la aldea. Esta garganta era muy rocosa y desigual, hasta el punto de que sólo con mucha dificultad pudimos franquearla en nuestra primera visita a Klockklock. El barranco en toda su extensión podría tener milla y media de largo, o probablemente dos. En toda su longitud abundaban las revueltas, (que, al parecer, había formado, en alguna época remota, el lecho de un torrente), no avanzando en ningún caso más de veinte metros sin encontrarnos con un abrupto recodo. Estoy seguro de que las laderas de aquel valle se elevaban, por término medio, a veinte o veinticinco metros de altura y estaban cortados casi a pico, y en algunos sitios se alzaban a una altura asombrosa, oscureciendo el paso tan por completo, que apenas penetraba la luz del día. La anchura general era de unos doce metros, y a veces disminuía hasta no permitir el paso de más de cinco o seis personas de frente. En una palabra, no podía haber lugar alguno en el mundo más propicio para una emboscada, y era más que natural que mirásemos cuidadosamente nuestras armas al entrar en el barranco. Cuando recuerdo ahora nuestra enorme locura me admiro de que nos hubiésemos aventurado en aquellas circunstancias, poniéndonos a disposición de unos salvajes desconocidos hasta el extremo de permitirles marchar delante y detrás de nosotros a lo largo del camino. Sin embargo, tal fue el orden que seguimos ciegamente, confiando cándidamente en la fuerza de nuestro destacamento, en que Too-wit y sus hombres iban desarmados, en la segura eficacia de nuestras armas de fuego (cuyos efectos eran aún un secreto para los nativos) y, más que nada, en la simulación de amistad largo tiempo mantenida por aquellos infames miserables. Cinco o seis de ellos iban delante como guiándonos, afanados ostensiblemente en apartar las piedras grandes y los desechos del camino. A continuación marchaba nuestro grupo. Caminábamos muy juntos, teniendo cuidado de evitar toda separación. Detrás venía el cuerpo principal de los salvajes, que observaba un orden y una corrección inusitados.

Dick Peter, un hombre llamado Wilson Allen y yo íbamos a la derecha de nuestros compañeros, examinando, mientras caminábamos, la singular estratificación del precipicio que colgaba sobre nosotros. Una grieta en la roca blanda atrajo nuestra atención. Era bastante ancha para que pudiese entrar una persona sin apretarse, y se extendía por dentro de la montaña unos cinco y medio o seis metros en línea recta, torciendo luego a la izquierda. La altura de la grieta, hasta donde podía verse dentro de ella desde la garganta principal, era tal vez de dieciocho a veinte metros. Entre las hendiduras crecían dos o tres arbustos achaparrados, que parecían una especie de avellano, por los que sentí la curiosidad de examinar, y me adelanté rápidamente con este objeto, arrancando cinco o seis nueces en un ramillete y luego me retiré a toda prisa. Cuando me volvía, vi que Peter y Allen me habían seguido. Les rogué que retrocediesen, pues no había sitio para que pasasen dos personas, y les dije que les daría alguna de mis nueces. Se volvieron, pues, y se estaban deslizando hacia atrás, encontrándose Allen junto a la boca de la hendidura, cuando sentí de repente una conmoción que no se parecía a nada de lo que yo había experimentado hasta entonces, y que me hizo creer que se desplomaban hasta los cimientos del globo y que había llegado el día de la destrucción universal.

Capítulo XXI

Tan pronto como recobré mis trastornados sentidos, me encontré casi ahogado arrastrándome en una oscuridad completa entre una masa de tierra desprendida, que caía sobre mí pesadamente por todas partes, amenazando con sepultarme por entero. Terriblemente alarmado por esta idea, me esforcé por asentar de nuevo los pies, consiguiéndolo al fin. Permanecí entonces inmóvil durante unos momentos, intentando comprender lo que me había sucedido, y dónde estaba. En seguida oí un profundo gemido junto a mi mismo oído, y poco después, la voz sofocada de Peter pidiéndome auxilio en nombre de Dios. Me arrastré uno o dos pasos hacia adelante, y caí directamente sobre la cabeza y los hombros de mi compañero, quien, como pronto descubrí, estaba sepultado hasta la mitad de su cuerpo bajo una masa de tierras desprendidas y luchaba desesperadamente por librarse de aquella opresión. Aparté la tierra que había a su alrededor con toda la energía que pude, y por fin logré sacarle de allí.

En cuanto nos recobramos de nuestro susto y de nuestra sorpresa, hasta el punto de ser capaces de conversar racionalmente, llegamos ambos a la conclusión de que las murallas de la fisura por la que nos habíamos aventurado se habían derrumbado desde lo alto, por alguna convulsión de la naturaleza o probablemente por su propio peso, y de que, por tanto, estábamos perdidos para siempre, pues habíamos quedado enterrados vivos. Durante un buen rato nos entregamos desmayadamente a la angustia y la desesperación más intensas, como no pueden imaginar quienes no se hayan encontrado nunca en una situación semejante. Creo firmemente que ninguno de los incidentes que pueden ocurrir en el curso de la existencia humana es tan propicio para inspirar el sumo dolor físico y mental como este caso nuestro, de verse enterrado en vida. La negrura de las tinieblas que envuelven a la víctima, la terrorífica opresión de los pulmones, las sofocantes emanaciones de la tierra húmeda se unen a la aterradora consideración de que nos hallábamos más allá de los remotos confines de la esperanza, y de que compartimos así la región de los muertos, causando al corazón humano tal grado de espanto y terror, que resulta intolerable como jamás podrá concebirse.

Por fin, Peter propuso que intentáramos conocer exactamente el alcance de nuestra desgracia, arañando alrededor de nuestra prisión, pues observó que no era imposible que hallásemos alguna abertura por donde escapar. Me acogí ansiosamente a esta esperanza y, reuniendo mis energías, intenté abrirme camino entre la tierra desprendida. Apenas había avanzado un paso cuando un rayo de luz se hizo bastante perceptible, hasta convencerme de que, en todo caso, no pereceríamos inmediatamente por falta de aire. Nos sentimos un poco reanimados y procuramos alentarnos mutuamente con la esperanza en lo mejor. Después de trepar sobre un montón de escombros que impedía nuestro paso en dirección a la luz, encontramos menos dificultad para avanzar y también experimentamos cierto alivio a la excesiva opresión que atormentaba nuestros pulmones. Luego pudimos echar una ojeada a los objetos que nos rodeaban, y descubrimos que estábamos cerca del borde de la parte recta de la fisura, allí donde torcía hacia la izquierda. Unos esfuerzos más y llegaríamos al recodo, en el que, con alegría indecible por nuestra parte, aparecía una larga rendija o grieta que se extendía a una gran distancia, por lo general, en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados, aunque a veces fuera más escarpado. No podíamos ver a través de toda la extensión de esta abertura; pero penetraba allí luz suficiente para que no tuviésemos la menor duda de encontrar en lo alto de aquélla (si es que podíamos llegar por algún medio hasta allí) una salida al aire libre.

Me di cuenta entonces de que éramos tres los que habíamos entrado en la fisura desde la garganta principal, y de que nuestro compañero, Allen, continuaba perdido aún; decidimos volver en seguida sobre nuestros pasos para buscarle. Después de una larga búsqueda, con el gran peligro de que se desplomase la tierra sobre nosotros, Peter me gritó al fin que había cogido uno de los pies de nuestro compañero, y que todo su cuerpo estaba profundamente sepultado debajo de los escombros, sin posibilidad de extraerlo. Pronto comprobé que era bien cierto lo que decía y que, por consiguiente, su vida se había extinguido hacía largo rato. Con el corazón afligido abandonamos, pues, el cuerpo a su destino y de nuevo nos abrimos paso hacia el recodo.

La anchura de la rendija apenas era suficiente para permitirnos pasar y, después de uno o dos esfuerzos infructuosos para subir, empezamos una vez más a desesperar. Ya he dicho que la cadena de colinas entre las cuales corría la garganta principal estaba formada por una especie de roca blanda parecida a la esteatita. Los lados de la resquebrajadura por la que intentábamos trepar ahora eran de la misma materia, y tan escurridizos, por estar húmedos, que apenas podíamos afirmar nuestros pies incluso sobre las partes menos escabrosas; en algunos sitios, donde el ascenso era casi perpendicular la dificultad se agravaba mucho, naturalmente, y a veces creíamos realmente que eran insuperables. Sin embargo, sacamos fuerzas de flaqueza, y a fuerza de tallar escalones en la piedra blanda con nuestros cuchillos de monte, y colgándonos, con riesgo de nuestras vidas, de unas pequeñas prominencias formadas por una especie de roca pizarrosa más dura, que sobresalían acá y allá de la masa general, logramos llegar por fin a una plataforma natural, desde la cual se divisaba un retazo de cielo azul, al fondo de una sima densamente poblada de árboles.

Mirando entonces hacia atrás, con algo más de sosiego, a lo largo del paso por el que habíamos caminado, vimos claramente, por el aspecto de sus laderas, que era de formación reciente, y de ello dedujimos que la conmoción, de cualquier naturaleza que fuese, que nos había sepultado tan inopinadamente, había abierto también, al mismo tiempo, esta senda de salvación. Hallándonos completamente exhaustos por el esfuerzo y, en realidad, tan débiles que apenas podíamos mantenernos en pie o articular palabra, Peter propuso entonces que intentásemos pedir socorro a nuestros compañeros disparando las pistolas que seguían aún en nuestros cintos, pues los fusiles, así como los machetes, los habíamos perdido entre la tierra desprendida que cayó al fondo del precipicio. Los acontecimientos posteriores probaron que, de haber disparado, nos hubiéramos arrepentido amargamente de ello; pero afortunadamente surgió en mi mente una medio sospecha de la infame jugada, y nos abstuvimos de dar a conocer a los salvajes el sitio donde nos hallábamos.

Después de descansar durante casi una hora, nos deslizamos lentamente hacia la parte alta del barranco, y no habíamos caminado mucho, cuando oímos una serie de aullidos tremendos. Al fin, alcanzamos lo que podría llamarse la superficie del terreno, pues nuestra senda hasta entonces, desde que dejamos la plataforma, corría por debajo de una bóveda de altas rocas y follaje, a gran distancia de nuestras cabezas. Con gran cautela nos arrastramos hasta una estrecha abertura, a través de la cual divisábamos un amplio paraje de la comarca circundante, y todo el espantoso misterio de aquella conmoción se nos reveló de pronto en un instante y a una sola ojeada.

El lugar desde donde mirábamos no estaba lejos de la cumbre del pico más alto de la cordillera de colinas de esteatita. La garganta en que había entrado nuestro destacamento de treinta y dos hombres se internaba unos quince metros a nuestra izquierda. Pero, en una extensión de unos cien metros, la cañada o lecho de aquella garganta estaba completamente llena de las ruinas caóticas de más de un millón de toneladas de tierra y piedra que habían sido volcadas en ella de un modo artificial. El medio por el que aquella vasta masa había sido precipitada era tan sencillo como evidente, pues quedaban aún claras huellas de aquella obra asesina. En varios sitios a lo largo de la cima de la ladera este de la garganta (estábamos en aquel momento en la ladera oeste) podían verse estacas de madera clavadas en el suelo. En estos sitios la tierra no había cedido; pero, a lo largo de toda la extensión de la superficie del precipicio desde el que la masa había caído, era evidente, por las señales dejadas en el suelo, parecidas a las que hace la perforación del barrenero, que unas estacas semejantes a las que estábamos viendo habían sido clavadas, a no más de un metro de distancia unas de otras, en una longitud de tal vez cien metros, y alineadas a unos tres metros más allá del borde del desfiladero. Fuertes sarmientos de vid estaban adheridos aún a las estacas subsistentes en la colina. Y era evidente que semejantes ligamentos habían sido adheridos a cada una de las otras estacas. He hablado ya de la singular estratificación de estas colinas de esteatita, y la descripción que acabo de dar de la estrecha y profunda fisura a través de la cual nos libramos de ser enterrados vivos proporcionará una idea más completa de su naturaleza. Esta era tal que, cualquier convulsión natural podía, sin duda, dividirlo en capas perpendiculares o líneas de división paralelas entre sí. Un esfuerzo moderado podía servir también para conseguir el mismo resultado. Los salvajes se habían servido de esta estratificación para realizar sus fines traidores. No hay duda alguna, por la línea continua de estacas, de que había tenido lugar una ruptura parcial del suelo, probablemente a una profundidad de treinta o sesenta centímetros, y que un salvaje tirando desde el extremo de cada uno de estos ligamentos (ligamentos que estaban adheridos a la punta de las estacas y que se extendían detrás del borde del barranco), se conseguía una enorme potencia de palanca capaz de lanzar, a una señal dada, toda la ladera de la colina al fondo del abismo. El destino de nuestros pobres compañeros ya no era cuestión de incertidumbre. Sólo nosotros nos habíamos librado de la tempestad de aquella destrucción aniquiladora. Éramos los únicos hombres blancos con vida en la isla.

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