Mientras nos duró la carne de esta ave, no sufrimos nada por nuestra situación; pero cuando la consumimos por completo se nos hizo completamente necesario salir en busca de alimento. Las avellanas no satisfacían las angustias del hambre, y, además, nos causaban unos fuertes cólicos y, si las tomábamos en abundancia, violentos dolores de cabeza. Habíamos visto a algunas grandes tortugas cerca de la orilla, al este de la colina, y observamos que podíamos cogerlas fácilmente si lográbamos llegar allí sin ser descubiertos por los nativos. Decidimos, pues, intentar una salida.
Comenzamos por descender a lo largo de la ladera sur, que parecía presentar menos dificultades; pero no habíamos avanzado cien metros cuando nuestra marcha (como habíamos previsto por lo observado desde la cumbre de la colina) se halló interrumpida de lleno por un ramal de la garganta en la que habían perecido nuestros compañeros. Pasamos a lo largo del borde de esta garganta por espacio de un cuarto de milla, cuando fuimos detenidos de nuevo por un precipicio de inmensa profundidad; y como nos era imposible abrirnos paso a lo largo de su margen, nos vimos obligados a volver sobre nuestros pasos por el barranco principal.
Nos dirigimos luego hacia el lado este, pero con una suerte parecida. Después de gatear durante una hora, con riesgo de rompernos la crisma, descubrimos que habíamos descendido simplemente a una vasta sima de granito negro, cuyo fondo estaba cubierto de fino polvo, y desde la cual no había más salida que la senda escarpada por donde habíamos bajado. Remontamos de nuevo esta senda, dirigiéndonos al borde septentrional del monte. Allí tuvimos que emplear las mayores precauciones posibles en nuestras maniobras, pues la menor imprudencia podía exponernos de lleno a la vista de los salvajes del pueblo. Por tanto, nos arrastramos sobre nuestras manos y rodillas, y a veces nos veíamos obligados a echarnos de bruces arrastrando nuestro cuerpo y agarrándonos a los arbustos. Con todos estos cuidados no habíamos avanzado sino un corto trecho, cuando llegamos a un abismo más profundo aún que los que habíamos encontrado hasta entonces, y que conducía directamente a la garganta principal. Vimos así plenamente confirmados nuestros temores, y nos hallábamos completamente aislados y sin acceso a la comarca de abajo. Casi extenuados por nuestro esfuerzo, retrocedimos lo mejor que pudimos hasta la plataforma, y arrojándonos sobre el lecho de hojas, nos dormimos apacible y profundamente durante unas horas.
Después de esta búsqueda infructuosa, nos ocupamos durante varios días de explorar por todas partes la cumbre de la colina, con el fin de informarnos de cuáles eran sus recursos reales. Descubrimos que no nos proporcionaría alimento alguno, a excepción de las nocivas avellanas y una especie de coclearia agria, que crecía en una pequeña parcela de unas cuatro varas cuadradas, y que pronto hubiéramos agotado. El 15 de febrero, por lo que puedo recordar, no quedaba ya ni una hoja, y las avellanas empezaban a escasear; por eso, nuestra situación no podía ser más deplorable. El día 16 volvimos a recorrer los muros de nuestra prisión, con la esperanza de hallar alguna salida de escape; pero fue en vano. Bajamos también al socavón en el que habíamos sido sepultados, con la débil esperanza de descubrir, a través de este paso, alguna abertura que diese a la garganta principal. También aquí nos vimos defraudados, aunque encontramos y recogimos un fusil.
El día 17 salimos resueltos a examinar con más minuciosidad el abismo de granito negro por el que habíamos caminado en nuestra primera búsqueda. Recordamos que una de las fisuras que había en las paredes de este pozo sólo había sido examinada parcialmente, y nos sentimos impacientes por explorarla, aunque no tuviéramos esperanza de descubrir ninguna salida.
No encontramos muchas dificultades para llegar al fondo del pozo, como ya habíamos hecho antes, y estábamos lo suficientemente serenos para reconocerlo con toda la atención posible. En realidad, era uno de los sitios más singulares que imaginar se pueda, y nos era difícil convencernos de que se trataba puramente de una obra de la naturaleza.
El abismo tenía, desde el extremo oriental al occidental, unos quinientos metros de longitud, siguiendo todos sus recodos. La distancia de este a oeste, en línea recta, no sería más de unos cuarenta a cincuenta metros (por lo que pude calcular, pues no tenía instrumentos exactos de medición). Al principio de nuestro descenso, es decir, hasta unos treinta metros a partir de la cumbre de la colina, las paredes del abismo tenían poca semejanza entre sí, y no parecían haber estado unidas nunca, siendo una de las superficies de esteatita, y la otra de marga granulada con no sé qué materia metálica. La anchura media, o de espacio entre los dos acantilados, era probablemente de unos veinte metros, pero no parecía haber allí ninguna regularidad en su formación. Sin embargo, más abajo, pasado el límite de que he hablado, el intervalo se contraía rápidamente, y los lados comenzaban a ser paralelos, aunque todavía en cierto intervalo volvían a ser diferentes en su materia y en la forma de su superficie. Al llegar a unos quince metros del fondo, comenzaba una regularidad perfecta. Los lados eran ahora completamente uniformes en su sustancia, color y dirección lateral, ya que la materia era un granito muy negro y brillante y la distancia entre las dos caras en todos sus puntos era exactamente de veinte metros. La forma precisa del abismo se comprenderá mejor por medio de un dibujo tomado sobre el terreno, pues afortunadamente llevaba yo un cuaderno de bolsillo y un lápiz, que he conservado con gran cuidado a través de la larga serie de aventuras subsiguientes, y a los cuales debo notas sobre muchos asuntos que, de otra manera, se hubieran borrado de mi memoria.
Esta figura indica el contorno general de la sima, sin las cavidades menores de los lados, que eran varias, pues cada una de ellas correspondía a una protuberancia opuesta. El fondo del abismo estaba cubierto, hasta una profundidad de tres o cuatro pulgadas, de un polvo casi impalpable, debajo del cual encontramos una prolongación del granito negro. A la derecha, en la extremidad inferior, se observará la indicación de una pequeña abertura; es la fisura a que he aludido más arriba, y cuyo examen, más minucioso que antes, constituía el objeto de nuestra segunda visita. Nos lanzamos, pues, por ella con energía, cortando un montón de zarzas que obstruían nuestro paso, y apartando un cúmulo de piedras agudas, algo parecidas en su forma a las puntas de flecha. No obstante, nos sentimos animados a perseverar, al percibir una ligera luz que provenía de la última extremidad. Nos abrimos camino, por fin, arrastrándonos durante un espacio de unos diez metros, y vimos que la abertura era una bóveda baja y de forma irregular, cuyo fondo era del mismo polvo impalpable que el del abismo principal. Una luz fuerte nos inundó entonces, y torciendo por un corto recodo, nos encontramos en otra cámara elevada, parecida en todos los aspectos, menos en su forma longitudinal, a la que acabábamos de dejar. Doy aquí su forma general.
La longitud total de esta sima, comenzando en la abertura a y dando la vuelta por la curva b hasta el extremo d, es de unos quinientos cincuenta metros.
En c descubrimos una pequeña abertura semejante a aquella por la que habíamos salido del otro abismo, y ésta se hallaba obstruida de la misma manera con zarzas y un montón de piedras blancas como puntas de flecha. Nos abrimos camino a través de ella, viendo que tenía unos doce metros de largo, y que daba a una tercera sima. Ésta era exactamente como la primera, excepto en su forma longitudinal, que era de este modo.
La longitud total de la tercera sima era de unos trescientos metros. En el punto a había una abertura de unos dos metros de ancho que penetraba más de cuatro metros en la roca, donde terminaba en una capa de marga, no habiendo ningún otro abismo más allá, como esperábamos. Estábamos a punto de abandonar esta fisura, en la que entraba muy poca luz, cuando Peter llamó mi atención para indicarme una hilera de dentellones de singular aspecto en la superficie de la marga que formaba la terminación del cul-de-sac. Con un poco de imaginación, la entalladura de la izquierda, es decir, la que se hallaba más al norte de aquellos dentellones, podía tomarse por una deliberada, aunque tosca, representación de una figura humana en posición erecta, con un brazo extendido. Los restantes tenían también alguna pequeña semejanza con los caracteres alfabéticos, y Peter estaba deseando, a todo trance, aceptar tan gratuita opinión. Le convencí de su error finalmente, dirigiendo su atención hacia el suelo de la fisura, donde, entre el polvo, recogimos, trozo por trozo, varios gruesos fragmentos de marga, que evidentemente habían saltado fuera por alguna convulsión de la superficie de la margen donde se veían las entalladuras. Esto probaba que aquello era obra de la naturaleza. La figura 4 muestra una copia exacta del conjunto.
Después de convencernos de que aquellas singulares cavernas no nos proporcionaban ningún medio para escapar de nuestra prisión, volvimos sobre nuestros pasos, desalentados y abatidos, hasta la cumbre de la colina. Durante las próximas veinticuatro horas no sucedió nada que merezca mencionarse, excepto que, al examinar el terreno a la parte este del tercer abismo, encontramos dos agujeros triangulares de una gran profundidad, y cuyas paredes también eran de granito negro. No creímos que valiese la pena intentar descender a estos agujeros, pues tenían la apariencia de simples pozos naturales, sin salida. Cada uno de ellos tenía casi veinte metros de circunferencia, y su forma, así como su posición con respecto a la tercera sima, se muestra en la figura 5.