Las correcciones (15 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

BOOK: Las correcciones
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¿Qué dice ella? ¿Que yo le escribí el trabajo?

Melissa quebrantó el código de honor presentando un trabajo que no era obra suya. Puede caerle un semestre de suspensión, aunque, a nuestro entender, hay circunstancias atenuantes. Así, por ejemplo, tu relación sexual con ella, a todas luces inadecuada.

¿Eso es lo que ella dice?

Mi consejo, Chip, es que deberías presentar tu dimisión en este mismo momento.

¿Eso es lo que ella dice? No tienes elección.

Se intensificaba en el patio el ruido cadente de la nieve fundida. Encendió un cigarrillo en el fuego delantero de la cocina, inhaló dos veces el humo, con esfuerzo, y aplastó la brasa contra la palma de la mano. Lanzó un quejido, con los dientes apretados, y abrió el congelador y colocó la palma de la mano en una superficie libre y allí la dejó durante un minuto, oliendo a carne quemada. Luego agarró un cubito de hielo y fue al teléfono y marcó el código de área de otros tiempos, el número de antaño.

Cuando sonó el teléfono en St. Jude, plantó un pie en el
Times
de la basura y lo hundió un poco más en el cubo, para perderlo de vista.

—Ay, Chip —dijo Enid—, ¡ya se ha ido a la cama!

—No lo despiertes —dijo Chip—. Dile que…

Pero Enid dejó el teléfono y se puso a gritar «¡Al, Al!» a niveles que fueron en disminución según se alejaba del aparato y subía las escaleras camino del dormitorio. Chip la oyó gritar: «¡Es Chip!» Oyó también el clic del interruptor al cambiar la conexión al dormitorio. Oyó que Enid le daba instrucciones a Alfred:

—No le cuelgues nada más decirle hola. Hazle un poco la visita.

El paso del auricular de una mano a otra quedó marcado por un ruido rasposo.

—Sí —dijo Alfred.

—Eh, papá, feliz cumpleaños —dijo Chip.

—Sí —volvió a decir Alfred, exactamente en el mismo tono plano de la primera vez.

—Perdona que llame tan tarde.

—No estaba durmiendo —dijo Alfred.

—Tenía miedo de despertarte.

—Sí.

—Bueno, pues felices setenta y cinco.

—Sí.

Chip tenía la esperanza de que Enid llegara a la cocina, con su cadera lesionada y todo, lo más pronto posible, para sacarlo del aprieto.

—Bueno, seguro que estás cansado, y es tardísimo —dijo—. No hace falta forzar la conversación.

—Gracias por llamar —dijo Alfred.

Enid estaba ya en la otra línea.

—Tengo que fregar unos cuantos platos —dijo—. ¡Menuda fiesta ha habido aquí esta noche! Cuéntale a Chip la fiesta que hemos tenido, Al. Voy a dejar el teléfono ahora.

Colgó.

—Habéis tenido una buena fiesta —dijo Chip.

—Sí. Vinieron a cenar los Root, y luego estuvimos jugando al bridge.

—¿Con pastel incluido?

—Tu madre hizo un pastel.

La punta del cigarrillo había abierto un orificio en el cuerpo de Chip, y por él podían penetrarlo muy dolorosos males, o escapársele, con no menor daño, factores vitales. Corría entre sus dedos el agua del cubito de hielo al derretirse.

—¿Qué tal se te dio el bridge?

—Lo de siempre. Con las cartas que a mí me tocan no se puede jugar.

—Vaya, qué injusticia, precisamente en el día de tu cumpleaños.

—Imagino —dijo Alfred— que estarás preparándote ya para el semestre que se avecina.

—Claro, claro. Aunque no, en realidad. De hecho, estoy a punto de tomar la decisión de no dar clase este semestre.

—No te he oído.

Chip levantó la voz.

—Digo que he decidido no dar clase este semestre próximo. Voy a tomármelo libre para dedicarme a escribir.

—Si no recuerdo mal, ya falta poco para que te nombren titular.

—Sí, en abril.

—Me parece a mí que teniendo posibilidades de que le concedan a uno la titularidad, lo lógico es quedarse dando clase.

—Sí, claro.

—Si ven que estás haciendo un esfuerzo grande, no tendrán ninguna excusa para no hacerte titular.

—Claro, claro —dijo Chip, afirmando al mismo tiempo con la cabeza—. Pero también tengo que prepararme para la opción de que no me la den. Y, bueno, un productor de Hollywood me ha hecho una oferta muy atractiva. Una amiga de
college
de Denise, que se dedica a la producción cinematográfica. Algo muy lucrativo en potencia.

—Cuando alguien trabaja bien, resulta casi imposible ponerlo en la calle —dijo Alfred.

—Sí, pero el proceso se puede complicar por razones de política interna. Hay que tener preparadas otras opciones.

—Como tú digas —dijo Alfred—. A mí, sin embargo, me parece que lo mejor es elegir un proyecto y atenerse a él. Si no te sale bien, siempre puedes hacer otra cosa. Has trabajado muchos años para llegar a donde estás. Otro semestre de trabajo duro no va a hacerte ningún daño.

—Claro.

—Ya descansarás cuando tengas la titularidad. Entonces estarás a salvo.

—Claro.

—Bueno, gracias por llamar.

—Vale. Feliz cumpleaños, papá.

Chip soltó el teléfono, salió de la cocina y agarró por el gañote una botella de Fronsac y la proyectó con todas sus fuerzas contra el filo de la mesa del comedor. Rompió una segunda botella. Las seis restantes las hizo añicos de dos en dos, agarrándolas por el cuello.

La cólera fue su impulso durante las semanas siguientes. Con una parte de los diez mil dólares que le prestó Denise contrató a un abogado para que amenazara a D—— con una demanda por finalización indebida de contrato. Era tirar el dinero, pero le sentó muy bien hacerlo. Fue a Nueva York y abonó cuatro mil dólares en concepto de traslado y adelanto por un subarriendo en la Ninth Street, calle Nueve. Se compró ropa de cuero y se perforó las orejas. Consiguió más dinero de Denise y volvió a establecer contacto con un antiguo compañero de
college
que dirigía el
Warren Street Journal.
Fantaseó su futura venganza en términos de escribir un guión donde quedaran al descubierto el narcisismo y la deslealtad de Melissa Paquette, así como la hipocresía del claustro de profesores; quería que quienes le habían hecho tanto daño vieran la película, se reconociesen y sufrieran. Coqueteó con Julia Vrais y quedó una vez con ella y al poco tiempo se estaba gastando doscientos o trescientos dólares a la semana en darle de comer y sacarla por ahí. Consiguió más dinero de Denise. Se colgó cigarrillos del labio inferior y escribió de una sentada el borrador de un guión. En los asientos traseros de los taxis, Julia le apretaba la cara contra el pecho y le tiraba del cuello de la camisa. Daba treinta y cuarenta por ciento de propina a taxistas y camareros. Chip citaba a Shakespeare y Byron en contextos chuscos. Consiguió más dinero de Denise y llegó a la conclusión de que su hermana tenía razón, que eso de que lo hubieran despedido era lo mejor que le había pasado en la vida.

Ni que decir tiene que no fue tan ingenuo como para tomarse en serio las efusiones profesionales de Edén Procuro.

Pero cuantas más veces se entrevistaba con Edén, más se convencía de que su guión sería leído con benevolencia. Para empezar, Edén era como una madre para Julia. Sólo le llevaba cinco años, pero se le había metido en la cabeza introducir grandes reajustes y mejoras en su ayudante personal. Chip nunca logró quitarse de encima la sensación de que a Edén le habría encantado poner a algún otro en el papel de hombre a quien Julia amaba (normalmente, al referirse a Chip lo llamaba el «galán» de Julia, no su «novio», y cuando hablaba del «talento sin encauzar» que poseía Julia, y de su «falta de confianza», Chip siempre sospechó que el criterio para la elección de pareja era precisamente una de los aspectos que Edén pretendía mejorar en su ayudante), pero Julia le aseguró que Edén lo encontraba «verdaderamente encantador» y «listísimo». El marido de Edén, Doug O'Brian, sí que estaba sin duda alguna de su parte, en cambio. Doug era especialista en fusiones y adquisiciones de compañías y trabajaba en Bragg Knuter & Speigh. Él fue quien le consiguió a Chip el trabajo de corrector de textos legales con horario flexible y quien puso todo de su parte para que le pagasen la tarifa horaria máxima. Cada vez que Chip intentaba darle las gracias por ese gran favor, Doug hacía alto ahí con las manos y le decía: «Aquí quien tiene el doctorado eres tú. Y ese libro tuyo es de un inteligente que se pone uno nervioso leyéndolo». Chip pronto se convirtió en asiduo de las cenas que daban los O'Brien-Procuro en Tribeca y de las fiestas de fin de semana que celebraban en su casa de Quogue. Beberse su alcohol y comerse su comida de
catering
era como degustar por anticipado un éxito cien veces más dulce que la titularidad. Era como estar viviendo la verdadera vida.

Luego, una noche, Julia lo hizo tomar asiento y le dijo que había un hecho muy importante que hasta ahora no le había mencionado, y que prometiera que no iba a enfadarse. El hecho importante era que, en cierto modo, estaba casada. ¿Le sonaba el viceprimer ministro del pequeño país báltico de Lituania, un tal Gitanas Misevicius? Bueno, pues el hecho era que Julia se había casado con él hacía un par de años, y que esperaba que Chip no se enfadara muchísimo con ella.

Su problema con los hombres era porque se había criado sin ninguno alrededor. Su padre vendía barcos y era maníaco depresivo y Julia sólo lo había visto una vez y ojalá no lo hubiese visto nunca. Su madre, ejecutiva de una compañía de productos cosméticos, le había endilgado la niña a su propia madre, que la metió en un colegio de monjas católicas. La primera experiencia de alguna importancia que Julia tuvo con los hombres fue ya en el
college.
Luego se mudó a Nueva York y entró en el largo proceso de ir acostándose con todos y cada uno de los chicos maravillosos, terminalmente incapaces de compromiso alguno, sádicos a ratos y carentes de honradez que moraban en el municipio de Manhattan. A los veintiocho años no tenía muchos motivos para estar contenta, quitando que era guapa, que vivía en un buen piso y que disfrutaba de un trabajo estable (consistente, sin embargo, en pasarse la mayor parte del tiempo contestando el teléfono). De modo que conoció a Gitanas en un club y Gitanas la tomó en serio y al poco tiempo se le presentó con un diamante auténtico y de buen tamaño, en montura de oro blanco, y parecía enamorado de ella (y el tipo era, a fin de cuentas, un embajador como Dios manda, ante las Naciones Unidas; Julia incluso había asistido a un discurso suyo, en bramidos bálticos, a la Asamblea General), y ella hizo lo posible por corresponderle en el mismo nivel de bondad. Fue todo lo Agradable que le resultó Humanamente Posible. Se negó a desilusionar a Gitanas, aunque, visto el asunto en retrospectiva, más le valdría haberlo desilusionado, probablemente. Gitanas era bastante mayor que ella y muy atento en la cama (no como Chip, se apresuró a añadir Julia, pero tampoco un horror, comprendes) y daba la impresión de estar muy convencido en lo tocante al matrimonio, de modo que un día fueron juntos al Ayuntamiento. Julia habría aceptado incluso lo de «señora Misevicius», si no hubiera sonado tan idiota. Una vez casada, se dio cuenta de que los suelos de mármol y los aparadores de laca negra y los complementos, muy modernos y voluminosos, de cristal ahumado, que tenía el embajador en su casa del East River, no resultaban tan divertidos, por lo
camp,
como a ella le habían parecido en principio. Eran más bien insoportablemente deprimentes. Hizo que Gitanas vendiera el piso (el jefe de la delegación paraguaya se lo quedó encantadísimo) y comprase algo más pequeño y más bonito en la Hudson Street, donde están algunos de los buenos clubes. Le encontró un buen peluquero a Gitanas y le enseñó a comprarse ropa de tejidos naturales. Las cosas parecían ir estupendamente. Pero tenía que haber habido algún momento en que Gitanas y ella se entendieran mal, porque cuando el partido político del embajador (el VIPPPAKJRIINPB17: el «Único y Verdadero Partido Inquebrantablemente Consagrado a los Ideales Revanchistas de Kazimieras Jaramaitis y el Plebiscito “Independiente” del Diecisiete de Abril») perdió las elecciones de septiembre y lo llamó a la capital, Vilnius, a que se incorporara a la oposición parlamentaria, Gitanas dio por sentado que Julia lo acompañaría. Y Julia comprendía perfectamente el concepto de que marido y mujer son una misma carne, etcétera; pero Gitanas, en su descripción del Vilnius postsoviético, le había pintado la constante falta de carbón, los cortes en el suministro eléctrico, las lloviznas heladas, los tiroteos desde vehículos en marcha y la fuerte dependencia alimenticia de la carne de caballo. Y le hizo una cosa terrible a Gitanas, seguramente la cosa más terrible que le había hecho a nadie nunca. Dijo que sí, que se iba con él a Vilnius, y ocupó su asiento de primera clase en el avión y se las apañó para escamotearse antes del despegue e hizo que le cambiaran el número de teléfono y le pidió a Edén que le dijese a Gitanas, cuando la llamase, que había desaparecido sin dejar rastro. Seis meses más tarde, Gitanas aprovechó un fin de semana para plantarse en Nueva York, logrando que Julia se sintiera muy, pero que muy culpable. Y sí, bueno, era indiscutible, había hecho el ridículo más espantoso. Pero Gitanas se puso a dedicarle epítetos altamente desagradables y a pegarle con gran dureza.

Como consecuencia de lo anterior, ya era imposible que continuaran juntos, pero ella pudo seguir viviendo en el piso de la Hudson Street, a cambio de no tramitar el divorcio, por si Gitanas tenía que buscar asilo urgente en los Estados Unidos, ya que, al parecer, las cosas iban de mal en peor, allá en Lituania.

Total, que esa era la historia de Julia y Gitanas, y que esperaba que Chip no se enfadase demasiado con ella.

Y no se enfadó. De hecho, al principio no sólo no le importó que Julia estuviese casada, sino que le encantó el asunto. Lo fascinaban sus anillos, y la convenció de que debía acostarse con ellos puestos. En las oficinas del
Warren Street Journal,
donde había muchos momentos en que no llegaba a sentirse lo suficientemente trasgresor, como si en lo más profundo de sí mismo siguiera siendo el típico muchachito encantador del Medio Oeste, se complacía en dar a entender que estaba «poniéndole los cuernos» a un hombre de Estado europeo. En su tesis doctoral
(Irguiose dubitativo: ansiedades del falo en el teatro Tudor)
trató largo y tendido sobre los cuernos y, aunque lo disimulaba bajo el manto de su rechazo de la erudición moderna, lo cierto era que la idea del matrimonio como derecho de propiedad, o del adulterio como robo, le producía considerable excitación.

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