Read Las corrientes del espacio Online
Authors: Isaac Asimov
El mal estaba en que sobre este punto determinado no podía tener certeza alguna. Para Junz la solución era única y exclusivamente una: Trantor tenía que apoyar al CAEI y castigar a Sark.
Esto podría ser posiblemente algo bueno, siempre que pudiese probarse algo en contra de Sark. Posiblemente no, ni aun en este caso. Ciertamente no, si nada podía probarse. Pero en ningún caso Trantor podía actuar violentamente. Toda la Galaxia podía ver que Trantor se encontraba en el borde del dominio galáctico y cabía todavía la posibilidad de que los planetas no-trantorianos que quedaban se uniesen contra esto. Trantor podía ganar incluso esta guerra, pero quizá no sin pagar un precio que no haría de la victoria más que una humorística palabra para designar la derrota.
Trantor no podía, por lo tanto, hacer ningún movimiento en aquella fase final del juego. Abel tenía, por lo tanto, que obrar lentamente, tendiendo su sutil red a través del laberinto del Servicio Civil y el centelleo de la Nobleza de Sark, empujando con una sonrisa y preguntando sin parecer hacerlo. No olvidaba tampoco mantener los ojos del servicio secreto trantoriano sobre el propio Junz, no fuese que el colérico libariano causase en un momento daños que Abel no podría reparar en un año.
Abel estaba asombrado por la persistente cólera del libariano. Una vez le había preguntado: «¿Qué es lo que le preocupa a usted?», pero en lugar del discurso que esperaba sobre la integridad del CAEI y el deber de todos de sostener el Centro como un instrumento, no de este mundo o del de más allá, sino de toda la humanidad, se había limitado a fruncir el ceño y a decir:
—Que en el fondo de todo esto están las relaciones entre Sark y Florina. Quiero delatar estas relaciones y destruirlas.
Abel sentía náuseas. Siempre, por todas partes, la eterna preocupación de los mundos aislados que impedían, una y otra vez, toda concentración inteligente sobre el problema de la unidad de la Galaxia. Era indudable que aquí y allá existían injusticias sociales. Era indudable que a veces parecían imposibles de digerir, pero ¿quién hubiera sido capaz de imaginar que estas injusticias podían solucionarse a una escala menor que la galáctica?
En primer lugar, había que poner fin a la guerra y a la rivalidad nacional y sólo entonces era posible ir contra las miserias intestinas que, después de todo, tenían el conflicto exterior como primera causa.
Y Junz no era siquiera de Florina. No tenía siquiera esta excusa para tener aquella cortedad de vista emocional.
—¿Qué representa Florina para usted? —le preguntó Abel.
Junz vaciló. Hizo una pausa y respondió:
—Advierto una analogía.
—Pero usted es de Libair... O por lo menos ésta es mi impresión.
—Lo soy; pero en esto estriba la analogía. Ambos somos extremos en una Galaxia media.
—¿Extremos? No le entiendo.
—En la pigmentación cutánea —dijo Junz—. Ellos son naturalmente pálidos. Nosotros somos naturalmente oscuros. Eso quiere decir algo. Nos une un lazo. Tenemos algo en común. Me parece que nuestros antepasados debieron sostener grandes conflictos por ser diferentes, incluso por ser excluidos de la mayoría social. Nosotros somos desgraciadamente blancos y oscuros, hermanos con una diferencia.
Esta vez, con gran asombro de Abel Junz se detuvo. El tema no volvió a tratarse nunca más.
Y ahora, al cabo de un año, sin la menor advertencia, sin una previa intimación, en el preciso momento en que podía esperarse quizá una solución pacífica de la tensa situación, e incluso el mismo Junz daba síntomas de su ardiente celo, todo estalló súbitamente.
El conflicto se encontró ante un Junz diferente, un Junz cuyo rencor no estaba reservado a Sark, sino que alcanzaba también a Abel.
—No es —decía Junz— que me resienta del hecho de que sus agentes anden detrás de mis talones. Es de suponer que es usted cauteloso y no se puede fiar de nadie ni de nada. Hasta aquí muy bien. Pero ¿por qué no fui informado en cuanto localizó usted a su hombre?
La suave mano de Abel acariciaba la fina tela del brazo del sillón.
—El asunto es complicado. Siempre complicado. Había dispuesto que toda información procedente de un investigador no autorizado referente a un asunto espacio-analítico fuese comunicada a ciertos agentes míos, así como a usted. Pensé incluso que podía usted necesitar protección. Pero en Florina...
—Sí —interrumpió Junz amargamente—. Fuimos unos locos al no tener en cuenta eso. Pasamos casi un año demostrando que podíamos encontrarlo en algún sitio de Sark. Tenía que estar en Florina y en eso estuvimos ciegos. En todo caso, ahora lo tenemos. O lo tiene usted, y es de suponer que se arreglará que yo pueda verlo...
Abel no quiso contestar directamente. En su lugar, dijo:
—¿Dijo usted que le dijeron que este Khorow era un agente de Trantor?
—¿No lo es? ¿Por qué mentirían? ¿O es que están mal informados?
—Ni mienten, ni están mal informados. Hace diez años que es agente nuestro y me preocupa que estén enterados de ello. Esto hace que me pregunte qué más sabe de nosotros y si no se tambalea toda nuestra estructura, pero ¿no le hace a usted esto preguntarse por qué le dijeron escuetamente que era uno de nuestros agentes?
—Porque era la verdad, imagino, y para evitar, de una vez y para siempre que siguiese importunándolos con nuevas preguntas que sólo podían causar perturbaciones entre nosotros y Trantor.
—La verdad es un método desacreditado entre diplomáticos. Por otra parte, ¿qué mayores perturbaciones pueden causarse ellos mismos que hacernos saber todo lo que conocen acerca de nosotros, darnos la oportunidad, antes de que sea demasiado tarde, de retirar nuestra red averiada, zurcirla y tenderla nuevamente?
—Entonces conteste usted mismo su pregunta.
—Yo diría que le comunicaron a usted su conocimiento de la verdadera identidad de Khorow como un rasgo de triunfo. Sabían que el hecho de que lo supiesen no podía ya ni favorecerles ni dañarles, puesto que yo supe desde hacía doce horas que sabían que Khorow era uno de nuestros hombres.
—Pero ¿cómo?
—Por la insinuación más imposible de error. Escuche. Hace doce horas, Matt Khorow, agente de Trantor, fue muerto por un agente de la patrulla de Florina. Los dos florinianos que ocultaba en aquel momento, un hombre, según todas las probabilidades el inspector de campo que anda usted buscando, y una mujer, han huido, se han desvanecido. Probablemente están en manos de los Nobles.
Junz lanzó un grito y se levantó de su asiento. Abel se llevó un vaso a los labios con toda calma y dijo:
—Oficialmente, no puedo hacer nada. El muerto era un floriniano y los dos desaparecidos, mientras no podamos probar lo contrario, lo eran también. De manera que ya lo ve, nos ha ganado por la mano y ahora, encima, se burlan de nosotros.
Rik vio cuando mataron al Panadero. Lo vio derrumbarse sin un grito, con el pecho destrozado y abrasado echando humo bajo el silencioso ímpetu del explosivo. Fue una visión que borró en él mucho de lo que había precedido y casi todo lo que siguió.
Había el vago recuerdo de la primera aproximación del patrullero, del lento pero intencionado gesto con que sacó su arma. El Panadero había levantado la cabeza abriendo los labios para decir una palabra que no tuvo tiempo de formular. Una vez muerto, Rik sintió un chorro de sangre afluir a sus oídos y el salvaje griterío de la gente huyendo en todas direcciones como un río desbordado.
Durante un momento se borró el alivio que dos horas de sueño habían producido en la mente de Rik. El patrullero se había arrojado contra el grupo de hombres y mujeres que aullaban como si fuesen un viscoso mar de fango que había que atravesar. A Rik y Lona les cogió el alud y les apartó. Había flujos y reflujos que respondían a los movimientos de los vehículos de los patrulleros que seguían avanzando. Valona arrastraba a Rik hacia algún rincón de las afueras de la ciudad. Durante algún tiempo fue el chiquillo asustado de ayer, no el ya casi adulto de hoy. Aquella mañana había despertado en medio de un alba gris que le hacía imposible ver en aquella habitación sin ventanas en la que dormía. Durante algunos minutos permaneció echado inspeccionando su mente. Algo se había curado aquella noche; algo se había conectado formando un todo. Llevaba ya dos días a punto de que esto sucediese, desde aquel momento en que empezó a «recordar». El proceso se completó el día anterior. La entrada en Ciudad Alta y en la biblioteca, la agresión contra el patrullero y la fuga que siguió, el encuentro con el Panadero, todo había obrado como un fermento. Las temblorosas fibras de su mente, desde tan largo tiempo alteradas, habían sido estiradas, forzadas a desplegar una dolorosa actividad, y ahora, después del sueño, manifestaban una especie de débil latido.
Pensaba en el espacio y en las estrellas, en largas, largas extensiones y en profundos silencios. Finalmente volvió la cabeza y dijo:
—Lona...
Lona se despertó, incorporándose sobre un codo, y miró en su dirección.
—¿Rik?
—Aquí estoy, Lona.
—¿Estás bien?
—Sí... —No podía calmar su excitación—. Me siento bien, Lona. ¡Escucha! Ahora recuerdo más cosas. Estaba en un barco exactamente...
Pero ella no le escuchaba. Estaba poniéndose el traje y dándole la espalda. Abrochó la parte delantera y se puso el cinturón. Después se acercó a él.
—No quería dormir, Rik. He tratado de estar despierta.
—¿Ocurre algo? —preguntó Rik, sintiéndose contagiado por su nerviosismo.
—¡Psss...! No hables tan alto. No ocurre nada.
—¿Dónde está el Edil?
—No está aquí. Ha... tenido que marcharse. ¿Por qué no te vuelves a dormir, Rik?
Tendió un brazo hacia él en gesto de consuelo.
—Estoy bien —dijo él—. No quiero dormir. Quiero hablarle del barco al Edil...
Pero el Edil no estaba allá y Lona no quería escucharla. Rik se sometió y por primera vez sintió cierto rencor contra Valona. Le trataba como si fuese un chiquillo y él empezaba a sentirse como un hombre.
Una luz entró en la habitación y con ella la ancha figura del Panadero. Rik lo miró entornando los ojos y quedó un momento intimidado. No puso ninguna objeción cuando el brazo de Valona rodeó sus hombros reconfortándolo. Los gruesos labios del Panadero esbozaron una sonrisa.
—Os habéis despertado temprano.
Nadie contestó.
—Tanto mejor —continuó el panadero—. Tendréis que marcharos hoy.
—¿No nos vas a entregar a los patrulleros? —preguntó Valona con los labios secos.
Recordaba de qué manera había mirado a Rik una vez se hubo marchado el Edil. Seguía mirando sólo a Rik.
—A los patrulleros, no, —dijo—. Las personas adecuadas han sido informadas y estaréis en seguridad.
Salió, y cuando regresó; pocos instantes después, traía comida, ropa y dos jofainas de agua. Las ropas eran nuevas y parecían completamente extrañas. Estuvo mirándolos mientras comieron, y dijo:
—Voy a daros nuevos nombres y nuevos pasados. Quiero que me escuchéis y no lo olvidéis. No sois florinianos, ¿comprendéis? Sois hermanos y venís del planeta Wotex. Estabais visitando Florina...
Siguió explicando detalles, haciendo preguntas, escuchando sus respuestas.
Rik estaba satisfecho de poder demostrar los progresos de su memoria, de su capacidad de aprender, pero en los ojos de Valona había una sombra de preocupación. El Panadero no dejó de verlo. Dirigiéndose a la muchacha, le dijo:
—Como me causes la menor molestia le mando a él solo y te dejo atrás.
—No te causaré la menor molestia —dijo Valona retorciéndose las manos espasmódicamente.
La mañana había avanzado ya cuando el Panadero se puso de pie.
—¡Vamos! —dijo. Su último gesto fue meter plaquitas de cuero negro en los bolsillos del pecho de todos.
Una vez fuera, Rik miró asombrado lo que podía ver de sí mismo. No sabía que la indumentaria pudiese ser tan complicada. El Panadero le había ayudado a vestirse, pero ¿quién le ayudaría a quitárselo? Valona no parecía ya una campesina. Incluso sus piernas estaban cubiertas por una materia delgada y sus zapatos estaban atados a los tobillos de manera que tenía que balancearse cautelosamente al andar.
Los transeúntes se detenían, juntándose, llamándose unos a otros. La mayoría eran chiquillos, mujeres que iban de compras y tipos errantes y desastrados. El Panadero no parecía observar nada de todo esto. Llevaba un grueso bastón que se encontraba de vez en cuando, como por accidente, entre las piernas de los que se acercaban demasiado.
Y entonces, cuando estaban sólo a cien metros de la panadería y no habían doblado más que una esquina, la parte más alejada de la muchedumbre pareció alborotarse y Rik vio la figura negra y plata de un patrullero.
Así fue como ocurrió. El arma, la detonación, y de nuevo una desesperada huida. ¿Existió acaso jamás un tiempo en que el terror no se apoderase de él, en que la sombra de un patrullero no siguiese sus pasos?
Se encontraron entre la suciedad de uno de los barrios exteriores de la Ciudad. Valona jadeaba furiosamente; su vestido nuevo tenía manchas de sudor.
—No puedo correr más —jadeó Rik.
—No tenemos más remedio.
—Me es imposible. Escucha. —Se echó atrás con firmeza para resistir el tirón de la mano de la muchacha—. ¡Escúchame!
El miedo empezaba a alejarse de él.
—¿Por qué no seguimos adelante y hacemos lo que el Panadero quería que hiciésemos? —preguntó.
—¿Cómo sabes lo que quería que hiciésemos? —dijo ella con ansiedad.
—Quería seguir adelante. Teníamos que fingir pertenecer a otro mundo y nos dio estas ropas —dijo Rik excitado, sacando del bolsillo el pequeño rectángulo, mirándolo por ambos lados y tratando de abrirlo como si fuese una cartera.
No pudo. Era una sola hoja. Tanteó con los dedos y, al ejercer una presión en una esquina, sintió que algo cedía y la cara interior se convirtió en algo de una blancura asombrosa. La diminuta escritura de la nueva superficie era difícil de entender, pero comenzó a deletrear laboriosamente las sílabas.
—Es un pasaporte —dijo finalmente.
—¿Qué es esto?
—Algo para que podamos irnos. —Estaba seguro de ello. Se lo había metido en la cabeza. Una sola palabra, «pasaporte», nada más— ¿No lo ves? Quería que saliésemos de Florina en una nave. Sigamos adelante.