Las corrientes del espacio (13 page)

BOOK: Las corrientes del espacio
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El Panadero les había reservado algo. Una nave del espacio debía estar esperando. Debían estar allí, y él tenía que estar allí también primero.

Este era el punto crucial de la situación. Nada más importaba. Si perdía a Rik perdía el arma potencial contra los tiranos de Sark; su vida era una pequeña pérdida adicional.

Así, pues, cuando salió, lo hizo con plena tranquilidad, a pesar de que era ya de día, a pesar de que los patrulleros tenían que saber ya que el hombre que buscaban iba vestido de patrullero, y a pesar de que los vehículos del aire eran fácilmente visibles.

Terens conocía la nave del espacio a que debían referirse. No había más que una de ese tipo en el planeta.

Había doce más de menor tamaño en Ciudad Alta para uso privado, como yates aéreos, y centenares más esparcidas por todo el planeta para uso exclusivo de los cargueros que transportaban gigantescas balas de tela de kyrt con destino a Sark y traían a cambio maquinaria y otros artículos de consumo común. Pero entre todos ellos había sólo una nave destinada al transporte de pasajeros, para los pobres sarkitas, funcionarios civiles florinianos y los escasos forasteros que conseguían un permiso para visitar Florina.

El floriniano de guardia en la puerta del aeropuerto observó la aproximación de Terens con síntomas de vivo interés. El vacío que le rodeaba había llegado a ser insoportable.

—Salud, señor —dijo, con visible calor en el tono de su voz. Después de todo, estaban matando patrulleros—. ¿Hay mucha excitación en la Ciudad, no es eso?

Terens no mordió el cebo. Había bajado la visera de su gorra y cerrado su chaqueta hasta arriba. Con un gruñido, contestó:

—¿Han entrado en el puerto dos personas, un hombre y una mujer, en camino hacia Wotex?

El portero pareció sorprendido. Tragó saliva y en voz baja respondió:

—Sí, oficial. Hará cosa de media hora. Quizá menos.

—Súbitamente se sonrojó. ¿Hay alguna relación entre ellos y...? Tenían reservas que estaban completamente en orden. No hubiera dejado pasar extranjeros si no estuviesen completamente en regla.

Terens no le hizo caso. ¡Completamente en regla! El panadero había conseguido prepararlo en el transcurso de una noche. ¿Hasta qué profundidad llegaba la organización del espionaje de Trantor de la administración sarkita?

—¿Qué nombres dieron?

—Gareth y Hansa Barne.

—¿Ha salido ya su nave? ¡Pronto! ¡Pronto!

—No... no, señor.

—¿Qué sección?

—Diecisiete.

Terens hizo un esfuerzo por no correr, pero su paso no estaba muy lejos de ello. De haber habido algún auténtico patrullero que le viese, aquella rápida y poco digna manera de correr hubiera sido su último paso hacia la libertad.

Un oficial del espacio, de uniforme, estaba de pie al lado de la compuerta principal de aire de la nave, Terens jadeaba un poco.

—¿Han subido ya a bordo Gareth y Hansa Barne? —preguntó.

—No —respondió el oficial lacónicamente. Era un sarkita y para él un patrullero era sólo otro hombre de uniforme—. ¿Ha recibido usted algún mensaje?

—¡No han embarcado! —exclamó Terens perdiendo la paciencia.

—Eso he dicho. Y no esperaremos. Saldremos a la hora, con o sin ellos.

Terens se alejó y llegó de nuevo al vigilante de la puerta.

—¿Han salido?

—¿Quién, señor?

—Los Barne. Los que se iban a Wotex. No están a bordo de la nave. ¿Han salido?

—No, señor. Que yo sepa, no.

—¿Y las otras salidas?

—No hay más salidas, señor, esta es la única puerta.

—¡Compruébalo miserable idiota!

El portero descolgó el tubo de comunicación presa del pánico. Jamás un patrullero le había hablado en aquel tono y temía los resultados. A los dos minutos volvió a colgar.

—No ha salido nadie, señor.

Terens le miró. Bajo su gorra negra aparecía el cabello de color de arena, del que brotaba sudor que corría por sus mejillas.

—¿Ha salido del puerto alguna nave desde que ellos entraron?

El portero consultó el cuadro de marcha.

—Una —dijo—. La nave de línea Endeavor.

Deseoso de ganarse el favor del colérico patrullero, siguió dándole informaciones.

—La Endeavor hace un viaje especial para llevar de regreso a Florina a lady Samia de Fife.

No se tomó la molestia de explicarle en detalle por qué refinada manera de escuchar detrás de las puertas se había enterado de aquella «información confidencial».

Pero para Terens ya nada importaba. Emprendió el regreso lentamente. Eliminemos lo imposible y lo que queda, por improbable que sea, es la verdad. Rik y Valona habían entrado en el aeropuerto. No habían sido detenidos, pues con toda seguridad el portero lo sabría. No andaban tranquilamente rondando por el puerto, pues a estas horas ya hubiesen sido detenidos. No estaban en la nave para la cual tenían los billetes. Y no habían salido del campo. La única nave que había salido era la Endeavor. En ella, por consiguiente, quizá como prisioneros, quizá como polizontes, iban Rik y Valona.

Y ambas versiones eran equivalentes. Si iban como polizontes no tardarían en ir como cautivos. Sólo una campesina floriniana y un desgraciado demente podían no comprender que ir como polizontes en una nave moderna del espacio era imposible. ¡Y de todas las naves del espacio habían elegido la que llevaba la hija del Señor de Fife!

¡El Señor de Fife!

9
El Señor

El Señor de Fife era el individuo más importante de Sark, y por esta razón no le gustaba que le viesen de pie.

Como su hija, era bajo, pero, al contrario que ella, no era perfectamente proporcionado, ya que su falta de estatura residía principalmente en sus piernas. Su rostro era incluso robusto y su cabeza indudablemente majestuosa, pero todo su cuerpo descansaba sobre unas piernas diminutas que tenían que hacer un esfuerzo para llevarlo.

Estaba, pues, sentado detrás de su mesa de trabajo y, a excepción de su hija, sus sirvientes personales y, cuando estaba en vida, su esposa, nadie le había visto nunca en otra posición.

Allí parecía el hombre que era, con su enorme cabeza de amplia boca casi sin labios, su dilatada nariz y su partida y avanzada barbilla que podía parecer alternativamente benigna o inflexible. Llevaba el cabello echado hacia atrás y, prescindiendo de la moda, le caía hasta casi los hombros con tonalidades negro-azuladas sin el menor toque de gris. Una sombra azulada marcaba los lugares de sus mejillas, labios y barbilla donde el barbero floriniano ejercía sus funciones dos veces al día.

El Señor adoptaba una actitud estudiada y lo sabía. Había aprendido a controlar su rostro y mantenía sus manos de cortos dedos apoyadas en la superficie de la mesa completamente desnuda. No había sobre ella un papel, un tubo de comunicación, ni un adorno. Por esta misma simplicidad la presencia del Señor quedaba realzada.

Hablaba con su pálido secretario, de un blanco de pez, en el tono especial y sin vida que reservaba a los empleados civiles de Florina.

—¿Presumo que han aceptado?

No le cabía duda acerca de la respuesta. En el mismo tono sin vida, el secretario respondió:

—El Señor de Bort ha declarado que la urgencia de asuntos anteriores le impedía acudir antes de las tres.

—¿Y qué le ha dicho usted...?

—Le he dicho que la naturaleza de este asunto hacía desaconsejable cualquier retraso.

—¿El resultado?

—Estará aquí, señor. Los demás han aceptado sin reservas.

Fife sonrió. Media hora antes o después no tenía importancia; era una cuestión de principios, nada más. Los Grandes Señores eran demasiado susceptibles en cuestión de independencia y esta independencia había que mantenerla.

Ahora esperaba. La habitación era grande. Los lugares para los demás estaban preparados. El voluminoso cronómetro, cuya diminuta chispa de radiactividad no había fallado desde hacía mil años, marcaba las dos veintiún minutos.

¡Qué explosión durante los dos últimos días! El viejo cronómetro podía ahora ser testigo de acontecimientos iguales a los del pasado.

Y sin embargo, el cronómetro había visto muchas cosas durante su vida. Cuando contó sus primeros minutos, Sark era un nuevo mundo de flamantes ciudades con dudosos contactos con otros mundos más antiguos. El instrumento estaba entonces colgado en la pared del viejo edificio de ladrillos que hoy estaban reducidos a polvo. Había lanzado incluso su voz durante tres cortos «imperios» sarkitas, cuando los indisciplinados soldados de Sark conseguían gobernar durante períodos más o menos largos media docena de mundos circundantes. Sus átomos radiactivos habían hecho explosión durante dos períodos, en que las flotas de los mundos vecinos dictaron su política sobre Sark.

Hacía quinientos años, había marcado el tiempo cuando Sark descubrió que el mundo más cercano a él, Florina, poseía en su suelo un tesoro. Marcó pausadamente los minutos durante dos guerras victoriosas y señaló la hora del restablecimiento de la paz. Sark había abandonado el imperio, absorbido estrechamente Florina y alcanzado el poderío de una forma que ni siquiera Trantor podía igualar.

Trantor anhelaba poseer Florina y otras potencias la habían anhelado también. Los siglos habían definido Florina como un mundo hacia el cual se tendían codiciosas todas la manos en el espacio. Pero había sido Sark el mundo que lo había agarrado y Sark, antes que soltar su presa, aceptaría una guerra en la Galaxia.

¡Trantor lo sabía! ¡Trantor lo sabía!

Era como si el silencioso cronómetro entonase una canción de cuna en el cerebro del Señor.

Eran las dos veintitrés.

Hacía cerca de un año que los cinco Grandes Señores de Sark se habían reunido. Entonces, como ahora, se reunieron en el gran vestíbulo. Entonces como ahora, los Señores, diseminados por la faz del planeta, cada cual en su propio continente, se habían reunido en personificación trifásica.

En sentido lato, equivalía a una televisión tridimensional de tamaño natural con sonido y color. El duplicado podía encontrarse en cualquier casa acomodada de Sark. Donde iba más allá de lo ordinario era en la carencia de todo receptor visible. A excepción de Fife, los Señores presentes lo estaban en todos los sentidos, salvo en el de la realidad tridimensional.

El cuerpo del Señor de Rune estaba sentado en las Antípodas, el único continente en el cual en aquellos momentos era de noche. El área cúbica que rodeaba inmediatamente su imagen en el despacho de Fife tenía el frío y blanco brillo de la luz artificial, atenuado por la brillante luz del día que la rodeaba.

Reunidos en una habitación, en cuerpo o en imagen, estaba todo Sark. Era una curiosa y no demasiado heroica personificación del planeta. Rune era calvo y colorado, mientras Balle era arrugado y gris. Steen iba empolvado y pintado y tenía la desesperada sonrisa del hombre agotado que pretende aparentar una fuerza que no tiene ya, y Bort delataba su indiferencia hacia las comodidades humanas con su barba de dos días y sus uñas sucias.

Y sin embargo, eran los cinco Grandes Señores.

Eran las cumbres de tres categorías de poderes reinantes en Sark. El más bajo era, desde luego, el Servicio Civil de Florina, que permanecía estático ante todas las vicisitudes que marcaban el alza y baja de las nobles casas de Sark. Eran ellos quienes engrasaban los ejes y hacían funcionar los engranajes del gobierno. Por encima de ellos estaban los ministros y jefes de departamento nombrados por el hereditario (e inofensivo) Jefe del Estado. Sus nombres y el mismo Jefe debían constar necesariamente en todos los documentos oficiales para darles validez, pero sus únicos deberes eran estampar firmas.

La más alta categoría estaba formada por estos cinco, cada uno de los cuales disponía de un continente con la tácita autorización de los otros cuatro. Eran cabezas de familia que controlaban el mayor volumen del comercio de kyrt y de los ingresos de él derivados. En realidad era el dinero lo que daba el poder y, eventualmente, dictaba la política de Sark y ellos lo tenían. Y, de los cinco, era Fife el que tenía más.

El Señor de Fife se había reunido con ellos aquel día, hacía cerca de un año, y dirigiéndose a los dueños del planeta que ocupaba el segundo lugar en la Galaxia en orden de riqueza, les había dicho:

—He recibido un curioso mensaje.

Nadie dijo nada. Esperaban.

Fife tendió una película de metalite a su secretario, el cual fue de una figura sentada a otra, levantándolo para que pudieran verlo bien y permaneciendo el tiempo necesario para que lo leyesen.

Para cada uno de los cuatro que asistían a la conferencia en el despacho de Fife sólo él era real, y los otros, incluyendo a Fife, sombras. La película de metalite era una sombra también. Sólo podían permanecer sentados y observar los rayos de luz que atravesaban los vastos sectores mundiales desde el continente de Fife a los de Balle, Bort, Steen y el continente insular de Rune. Los mundos que leían eran sombras en la sombra.

Sólo Bort, poco dado a la sutileza, lo olvidó y tendió la mano para coger el mensaje. Inmediatamente se sonrojó, y en el acto retiró la mano.

—Bien, ya lo han visto ustedes —dijo Fife—. Si no tienen inconveniente, voy ahora a leerlo en voz alta a fin de que consideren ustedes su significado.

Se inclinó adelante, y su secretario, apresurando el paso, consiguió colocar la película en la posición conveniente para que Fife pudiese cogerla sin perder un instante.

Fife leía pausadamente, dando un tono dramático a las palabras, como si el mensaje fuese suyo y gozase proclamándolo.

—Éste es el mensaje —dijo—. «Eres el Gran Señor de Sark y nadie puede competir contigo en poderío y riqueza, y sin embargo, este poderío y esta riqueza reposan sobre frágiles fundamentos. Puedes creer que una producción planetaria de kyrt como la que existe en Florina no es, bajo ningún concepto, unos frágiles cimientos, pero ¿te has preguntado hasta cuándo existirá Florina? ¿Para siempre?

»¡No! Florina puede ser destruido mañana. Puede existir durante mil años. De los dos casos, es más probable que sea destruido mañana. No por mí desde luego, sino de una forma que no podemos predecir ni evitar.

»Considera esta destrucción. Considera, también, que tu poderío y tu riqueza han terminado ya, porque pido la mayor parte de ellos. Tendrás tiempo para pensar en ello, pero no demasiado.

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