Read Las corrientes del espacio Online
Authors: Isaac Asimov
—Si me hace el favor...
Fue muy respetuoso, eso sí, pero un Noble no está acostumbrado a que un patrullero le toque el codo de forma respetuosa o no.
—¿Qué diablos...? —dijo.
Terens no abandonó ni el respeto ni la autoridad de su tono. (Hazle hablar. Haz que fije sus ojos en los tuyos durante medio minuto...)
—Por aquí, señor... —dijo—. Es referente al asesino indígena que se busca por toda la ciudad.
—¿De qué diablos está usted hablando?
—Es sólo cosa de un momento.
Disimuladamente, Terens había sacado su látigo neurónico. El Noble no tuvo tiempo de verlo. Silbó un poco y el Noble se enrigideció y cayó.
El Edil no había levantado nunca la mano contra un Noble. Le sorprendió la desagradable sensación de culpabilidad que experimentaba. Seguía sin haber nadie a la vista. Arrastró el cuerpo inconsciente con sus ojos vidriosos abiertos hasta la cueva más próxima y lo metió en lo más hondo.
Desnudó el cuerpo con dificultad a causa de la rigidez de sus brazos y piernas. Se quitó el polvoriento uniforme de patrullero y se vistió. Por primera vez tuvo la sensación de sentir tela de kyrt entre sus dedos y una parte de su cuerpo.
Acabó de vestirse y se puso el casquete. Este era necesario. Los casquetes no estaban muy de moda entre la gente joven pero algunos lo usaban todavía y éste afortunadamente era uno de ellos. Para Terens era indispensable, pues de lo contrario su cabello de arena hubiese hecho su mascarada imposible. Se puso el casquete hundiéndolo hasta las orejas.
Después hizo lo que había que hacer. El asesinato de un patrullero no era, por lo que pudo darse cuenta, el último de sus crímenes. Ajustó su abrasador al máximo de dispersión y lo apuntó hacia el inconsciente ciudadano. A los diez segundos sólo quedaba una masa informe y abrasada cuya difícil identificación desorientaría a los perseguidores. Redujo el uniforme de patrullero a un polvo blanquecino y retiro de él botones y hebillas de plata para hacer más difíciles las pesquisas. Quizás en el fondo ganaba una hora, pero valía la pena también.
Era ya hora de marcharse sin más tardanza. Se detuvo sólo un momento en la entrada de la cueva para husmear. El abrasador funcionaba bien. Sólo quedaba un leve olor de carne abrasada que la brisa no tardaría en disipar en pocos minutos.
Iba bajando las escaleras cuando se cruzó con una muchacha que subía. De momento, bajó la vista por cuestión de costumbre. Era una dama. Los volvió a levantar a tiempo para ver que era joven, bien parecida, y que tenía prisa.
Terens apretó las mandíbulas. No lo encontraría, desde luego. Pero llegaba tarde, de lo contrario él no hubiera mirado el reloj de aquella manera.. Podría pensar que, cansado de esperar, se había marchado. Apretó un poco el paso. No quería que la muchacha corriese tras él jadeante y le preguntara si lo había visto.
Salió del parque, caminando sin rumbo. Pasó media hora más.
¿Qué haría ahora? Ya no era patrullero; era un Noble. Se detuvo en una pequeña plazuela en cuyo centro había una fuente rodeada de césped. Se había añadido al agua una buena cantidad de detergente, de manera que formaba espuma y burbujas con una vistosa iridiscencia. Se apoyó en la barandilla de espaldas al sol poniente y poco a poco, uno a uno, fue dejando caer trozos de plata ennegrecida en el fondo del estanque.
Entretanto pensaba en la muchacha que se había cruzado con él. Era muy joven. Después pensó en la Ciudad Baja y el momentáneo espasmo de remordimiento huyó de él.
Los restos plateados habían desaparecido y tenía las manos vacías. Lentamente empezó a registrar sus bolsillos esforzándose en que pareciese natural. El contenido de los bolsillos no tenía nada de extraordinario. Un manojo de llaves de plata, algunas monedas, un carnet de identidad. (¡Bendito Sark! ¡Incluso los Nobles lo llevaban! Pero ellos no tenían que exhibírselo a cada patrullero que pasaba por la calle). Su nombre, al parecer, era Alstare Deamone. Esperaba no tener que usarlo. Ciudad Alta sólo tenía diez mil habitantes entre hombres, mujeres y niños. La probabilidad de conocer entre ellos a alguien que conociese personalmente a Deamone era muy remota, pero no era insignificante tampoco.
Tenía veintinueve años. De nuevo hizo un esfuerzo por reprimir las náuseas que le producía el recuerdo de lo que había dejado en la cueva. Un Noble era un Noble. ¿Cuántos florinianos de veintinueve años habían encontrado la muerte en sus manos o por orden suya? ¿Cuántos florinianos de veintinueve años?
Tenía también una dirección, pero no tenía para él significado alguno. Su conocimiento de Ciudad Alta era rudimentario.
¡Oh... ! Un retrato en color de un chiquillo de unos tres años en tres dimensiones. ¿Un hijo suyo? ¿Un sobrino? Estaba la muchacha aquella del parque, de manera que... no podía ser su hijo, ¿verdad?
¿O estaba casado? ¿Era la cita una de aquellas que se llaman «clandestinas»? ¿Tendría lugar aquella cita a plena luz del día? ¿Por qué no, en ciertas circunstancias?
Terens así lo esperaba. Si la muchacha tenía cita con un hombre casado, no se daría prisa en señalar su ausencia. Pensaría más bien que no había podido dejar a su mujer... Eso le daría tiempo.
No, no era verdad. Los chiquillos, jugando al escondite, tropezarían con los restos y saldrían gritando. Tenía que ocurrir antes de las veinticuatro horas.
Volvió una vez más al contenido de los bolsillos. Un carnet de piloto de yate. Lo hizo a un lado. Todos los sarkitas ricos tenían yate y lo pilotaban. Era la locura del siglo. Finalmente, algunos talones de una cuenta corriente de un banco que podían utilizarse temporalmente.
Entonces recordó que no había comido desde la noche anterior, en la panadería. ¡Con qué rapidez se da uno cuenta de que tiene hambre!
Volvió a examinar el título de piloto de yate. Un momento... Con la muerte de su dueño, el yate no estaba en uso ahora... y era su yate. Estaba amarrado en la sección 26, puerto 9. Bien...
¿Dónde estaría puerto 9? No tenía la menor idea... Apoyó su frente sobre la frescura de la barandilla del estanque. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer ahora? Una voz le produjo un sobresalto.
—¡Hola! ¿Está usted enfermo?
Terens levantó la cabeza. Era un Noble anciano. Fumaba un largo cigarrillo de una hierba aromática y de su muñeca pendía, al final de una cadena de oro, una especie de piedra verde. Tenía una expresión de amabilidad que de momento dejó a Terens sorprendido, hasta que recordó que también él pertenecía a su clase social ahora. Los Nobles eran seres humanos decentes y educados entre ellos.
—Estaba descansando —respondió Terens—. Decidí dar un paseo y he perdido la noción del tiempo. Ya es tarde para asistir a una cita que tenía.
Movió la mano con un gesto de indiferencia. Gracias a su larga asociación con los sarkitas podía imitar bastante bien su acento, pero no cometió el error de exagerarlo. Era más fácil descubrir la exageración que la insuficiencia.
—Nos hemos quedado sin skeeter, ¿eh? —dijo el otro como si le divirtiese la locura de la juventud.
—No tengo skeeter —confesó Terens.
—Tome el mío —le ofreció el otro en el acto—. Está aparcado en la misma puerta. Fije los controles y vuelva a enviármelo cuando haya terminado. No lo necesitaré hasta dentro de una hora o cosa así.
Para Terens eso era casi ideal. El tipo de skeeter que le ofrecía era capaz de batir a todos los vehículos terrestres utilizados por los patrulleros. Lo único que le impedía llegar a este ideal era que Terens era tan incapaz de conducir un skeeter como de volar sin él.
—No vale la pena. Iré a pie. No está lejos Puerto 9.
—No, no está lejos —asintió el otro.
Esto dejó a Terens como antes. Probó de nuevo.
—Desde luego preferiría que estuviese más cerca. Ir hasta Kyrt Highway ya es hacer bastante salud.
—¿Kyrt Highway? ¿Qué tiene que ver Kyrt Highway con eso?
¿No le estaba mirando de una manera curiosa? A Terens se le ocurrió de repente pensar que las ropas podían no caerle bien. Rápidamente, dijo:
—Pues... me he extraviado un poco, andando. Veamos dónde estoy...
—Mire. Está en Recket Road. No tiene más que bajar hasta Tiffis y tomar a la izquierda, después sigue hasta el puerto. —Había ido señalando automáticamente.
—Tiene razón —dijo Terens sonriendo—. Voy a tener que dejar de soñar tanto y pensar más.
—De todos modos puede usted usar mi skeeter.
—Muy amable, pero...
Terens se alejaba ya, caminando quizá demasiado deprisa, despidiéndose con la mano. El Noble se quedó mirándole.
Quizá mañana, cuando encontrasen los restos del muerto, aquel caballero recordaría la conversación.
Probablemente diría: «Hablaba de una manera extraña y no parecía saber dónde estaba. Juraría que no había oído hablar nunca de Tiffis Avenue» Pero eso sería mañana.
Echó a andar en la dirección que el Noble le había indicado. Llegó al iluminado letrero de «Tiffis Avenue», casi pálido comparado con el iridiscente edificio anaranjado que formaba su fondo. Tomó a la izquierda.
Puerto 9 estaba animadísimo, con toda la juventud vestida con el uniforme de yachtman, que consistía principalmente en una gorra de alta visera y unos pantalones muy amplios en las caderas. Terens se sentía extraño, pero nadie se fijó en él. El aire estaba saturado de conversaciones en voz alta y salpicadas de expresiones que no entendía.
Encontró la sección 26, pero esperó un momento antes de acercarse. No quería que hubiese cerca de él ningún Noble, nadie que fuese dueño de un yate vecino del suyo y que conociese a Alstare Deamone y pudiese extrañarse de lo que pudiera hacer un desconocido por allí.
Finalmente, cuando vio los dos lados aparentemente seguros, avanzó. La proa del yate asomaba fuera de la casilla hacia el campo abierto, sobre el cual descansaban los dos lados. Avanzó el cuello para asomarse al interior. ¿Y ahora?
Había matado a tres hombres durante las últimas doce horas. Había ascendido de Edil floriniano a patrullero, de patrullero a Noble. Había venido de Ciudad Baja a Ciudad Alta, y a un puerto del espacio. Desde todos los puntos de vista, según todas las normas, era dueño de un yate, una nave suficientemente capaz de llevarle a cualquier mundo habitado de este sector de la Galaxia.
No había más que un obstáculo: era incapaz de tripular un yate del espacio.
Estaba cansado hasta los huesos y tenía un hambre feroz. Había llegado hasta allí, y ahora no podía ir más lejos. Estaba en el borde del espacio, pero no había manera de pasar de ese borde.
En aquellos momentos los patrulleros debían haber decidido ya que el fugitivo no estaba en Ciudad Baja. Se volverían hacia Ciudad Alta en cuanto se hubiesen podido meter en sus duros cerebros lo que era capaz de hacer un floriniano. Entonces podían encontrar el cuerpo y tomar una nueva orientación. Buscarían a un Noble impostor. Así estaba. Había llegado al extremo de un callejón sin salida y de espaldas al extremo cerrado sólo podía esperar a que los débiles rumores de la persecución aumentasen en intensidad y los sabuesos se arrojasen sobre él.
Treinta y seis horas antes la gran oportunidad de su vida había estado en sus manos. Ahora la oportunidad había desaparecido y su vida no tardaría en seguir su camino.
Era la primera vez, verdaderamente, que el capitán Racety se había visto incapaz de imponer su voluntad sobre un pasajero. De haber sido el pasajero uno de los Grandes Nobles, hubiese incluso podido contar con una colaboración. Un Gran Señor podía ser todopoderoso en su continente, pero en una nave hubiera tenido que reconocer que sólo podía haber un dueño, el capitán.
Una mujer era diferente. Cualquier mujer, y una mujer que era hija de un Gran Señor era completamente imposible.
—Milady —dijo—, ¿cómo puedo permitirle entrevistarlos en privado?
Samia de Fife, echando chispas por los ojos, respondió secamente:
—¿Por que no? ¿Van armados, capitán?
—No, desde luego. No es éste el caso.
Cualquiera puede ver que no son más que dos desgraciados seres asustados. Tienen un miedo cerval.
—La gente asustada puede ser peligrosa, milady. No se puede contar con que obren razonablemente.
—Entonces, ¿por qué deja que sigan asustados? —Tenía un ligero balbuceo cuando estaba irritada—. Tiene usted tres tremendos marineros armados vigilándoles, pobre gente. Capitán, no olvidaré esto.
No, no lo olvidaría, pensó el capitán. Se daba cuenta de que empezaba a ceder.
—Si milady quisiese decirme exactamente qué es lo que desea.
—Es muy sencillo. Ya se lo he dicho. Quiero hablar con ellos. Si son florinianos, como me ha dicho usted, puedo conseguir de ellos información de gran valor para mi libro. Pero eso es imposible, desde luego, si tienen miedo de hablar. Si pudiese estar a solas con ellos sería magnífico. ¡Sola, capitán! ¿No puede usted entender esta palabra? ¡Sola!
—¿Y qué diría su padre, milady, si se enterara de que la he dejado sola y sin protección con dos desesperados criminales?
—¡Desesperados criminales! ¡Oh, Señor del Espacio! ¡Dos pobres infelices que tratan de huir de su planeta y no se les ocurre más que meterse en una nave destinada a Sark! Por otra parte, ¿por qué tiene que saberlo mi padre?
—Si le hacen daño, lo sabrá.
—¿Y por qué tienen que hacerme daño? —Su diminuto puño se cerraba agitándose amenazador mientras ponía toda la fuerza de que era capaz en su voz—. ¡Se lo exijo, capitán!
—¿Qué le parece este término medio, milady? —dijo el capitán Racety—. Estaré presente. No seré como tres marineros armados. Seré sólo un hombre sin armas a la vista. De lo contrario... —y a su vez puso toda su resolución en la voz—, tengo que negarme.
—Muy bien, entonces —dijo ella sin voz—. Muy bien. Pero si no consigo hacerles hablar por causa de su presencia, me ocuparé personalmente de que no mande usted más naves.
Valona puso rápidamente su mano delante de los ojos de Rik en el momento en que Samia entraba.
—¿Qué le pasa, muchacha? —dijo Samia secamente antes de recordar que tenía que hablarles suavemente.
Valona hablaba con dificultad.
—No está muy bien, lady —dijo—. Podía no saber que era usted una lady. Hubiera podido mirarla. Sin ánimo de hacerle daño, quiero decir, lady.
—¡Oh, Dios mío! ¡Déjele que me mire! —dijo Samia—. ¿Tenemos que quedarnos aquí, capitán?