Las corrientes del espacio (20 page)

BOOK: Las corrientes del espacio
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»Pero sigue equivocándose. Seguiremos empleando la acción conjunta y hay una única forma de hacerlo con seguridad, considerando que X es uno de nosotros. La autonomía continental ha llegado a su fin. Es un lujo que no podemos ya permitirnos, porque los planes de X Sólo terminarán con el fracaso económico del resto de nosotros o la intervención de Trantor. Yo, personalmente, soy el único en quien puedo confiar, de manera que a partir de ahora presido un Sark unido. ¿Están ustedes conmigo?

Se levantaron todos de sus asientos, gritando. Bort agitaba su puño. Un poco de espuma se le escapaba por la comisura de los labios.

Físicamente, no podían hacer nada. Fife sonreía. Cada uno de ellos estaba a un continente de distancia. Podía seguir sentado detrás de su mesa y verles echar espuma.

—No tienen ustedes elección —dijo—. En el año transcurrido desde nuestra primera conferencia he hecho también mis preparativos. Mientras asistían ustedes tranquilamente a la conferencia, escuchándome, oficiales leales a mí se han apoderado de la flota.

—¡Traición! —gritaron todos.

—Traición a la autonomía continental —respondió Fife—. Lealtad a Sark.

Los dedos de Steen se entrelazaban nerviosamente y sus cobrizas puntas eran la única mancha de color de su piel.

—¡Pero está X! ¡Incluso si X es uno de nosotros, hay tres inocentes! ¡Yo no soy X! —dijo dirigiendo una mirada circular de cólera a los demás.

—Aquellos de ustedes que son inocentes formarán parte de mi gobierno si quieren. No tienen nada que perder.

—¡Pero no dice usted quién es inocente! —exclamó Bort— Tiene que apartarnos del asunto de... —se detuvo jadeante.

—No lo haré. En el plazo de veinticuatro horas sabré quién es X. No les he dicho una cosa. El analista del espacio de que les he hablado está ahora en mi poder.

Reinó el silencio. Se miraban unos a otros con suspicacia y recelo.

—Se están preguntando cuál de nosotros es X —dijo Fife riéndose—. Uno de los cinco lo sabe, estén seguros de ello. Y dentro de veinticuatro horas lo sabremos todos. Y ahora métanse ustedes bien en la cabeza que no pueden hacer nada. Las naves son mías. ¡Buenos días! —Hizo un gesto de despedida.

Uno tras otro fueron desapareciendo como estrellas en las profundidades del vacío borradas de la pantalla de visión por el paso de una división del espacio.

Steen fue el último en desaparecer.

—Fife... —dijo con voz trémula.

—¿Sí? —dijo Fife levantando la vista—. ¿Quiere confesarse ahora que estamos los dos solos? ¿Es usted X?

El rostro de Steen se contorsionó alarmado.

—¡No, no, de verdad! Quería únicamente preguntarle si hablaba usted en serio..., sobre lo de la economía continental, me refiero. ¿Es de veras?

Fife miró el viejo cronómetro de la pared.

—¡Buenos días!

Steen se estremeció. Tendió la mano hacia el botón contacto y también desapareció.

Fife permanecía sentado, pétreo e inmóvil. Terminada la conferencia y el calor de la crítica situación, la depresión se apoderaba de él. Su boca sin labios formaba como un severo hueco en su ancho rostro.

Todos sus cálculos empezaban con un hecho determinado; de que el analista del espacio estaba loco no cabía duda. Pero todo aquello había ocurrido por culpa de un loco. ¿Se habría pasado Junz, del CAEI, un año buscando a un loco?

¿Habría sido tan obstinado en su caza tras de los fantasmas? Esto no se lo había dicho Fife a nadie. Apenas si se atrevía a compartir ese conocimiento con su propia alma. ¿Y si el analista del espacio no había estado nunca loco? ¿Y si la destrucción se balanceaba sobre el mundo del kyrt?

El secretario floriniano apareció delante del Gran Noble; su voz era seca e incolora.

—¿Qué ocurre?

—La nave de su hija ha aterrizado.

—¿Están sin novedad el analista del espacio y la indígena?

—Sí, señor.

—Que nadie les interrogue en mi ausencia. Que se mantengan incomunicados hasta que yo llegue... ¿Hay noticias de Florina?

—Sí, señor. El Edil está detenido y lo traen a Sark.

13
El yachtman

Las luces del puerto iban aumentando de intensidad a medida que se oscurecía el crepúsculo. En ninguna hora del día la iluminación se apartaba de la normal establecida para la última hora de la tarde. En el Puerto 9, como en todos los demás puertos de yates de Ciudad Alta, era de día durante toda la rotación de Florina. La intensidad de la luz podía adquirir una brillantez inusitada bajo el sol de mediodía, pero ése era el único cambio.

Marjis Genro podía decir que el día propiamente dicho había terminado porque al entrar en el puerto había dejado tras él las luces de colores de la Ciudad. Estas brillaban con el cielo que iba oscureciendo, pero no tenían la pretensión de sustituir el día.

Genro se detuvo en la entrada principal y no pareció quedar en lo más mínimo impresionado por la gigantesca herradura con las tres docenas de hangares y cinco pozos de despegue. Formaban parte de él como formaban parte de cualquier navegante experimentado.

Sacó un cigarrillo de color violeta con el extremo envuelto en una delicada película de kyrt plateado y se lo puso en los labios. Protegió con sus manos juntas el extremo exterior y le vio cobrar una vida verdosa mientras inhalaba. Ardía lentamente y no dejaba ceniza. Un humo esmeralda salía por los agujeros de su nariz.

—¡Todo como siempre! —murmuró.

Un miembro del club vestido de yachtman, sólo con una discreta letra en el único botón de la guerrera para indicar que era miembro del comité, se había adelantado para recibir a Genro, evitando cuidadosamente dar una sensación de prisa.

—¡Ah, Genro! ¿Y por qué no estaría todo al corriente?

—¡Hola, Doty! Sólo estaba pensando que, con todo este alboroto que arma, a algún brillante cerebro se le podría ocurrir cerrar los puertos. Gracias a Sark no ha sido así.

—Todavía puede ocurrir, ¿sabes? —dijo el miembro del comité—. ¿Conoces la última?

—¿Cómo puedes decir si es la última o la penúltima? —dijo Genro.

—Bien. ¿Te has enterado de que lo del indígena ya es definitivo? ¡El asesino!

—¿Quieres decir que lo han detenido? No lo sabía.

—No, no lo han detenido. Pero ya saben que no está en Ciudad Baja.

—Pues... ¿dónde está entonces?

—En Ciudad Alta. Aquí.

—¡Vamos...! —dijo Genro abriendo los ojos con incredulidad.

—Pues sí —dijo el miembro del comité, un poco ofendido—, Estoy seguro. Los patrulleros andan rondando arriba, y abajo por Kyrt Highway. Han cercado City Park y usan Central Arena como punto de coordinación. Todo eso es auténtico.

—Bien, quizá. —Los ojos de Genro recorrían las naves, inmóviles en sus hangares—. No había estado en el 9 desde hacía meses. ¿Hay alguna nave nueva aquí?

—No. Bueno, sí, está el Flamé Arrow de Hjordes.

—Ya la he visto —dijo Genro moviendo la cabeza—. No es más que cromo y nada más. Me molesta pensar que tendré que acabar diseñando la mía.

—¿Vas a vender Comet V?

—Venderlo o desguazarlo. Estoy cansado de estos últimos modelos. Son demasiado automáticos. Con sus relevos automáticos y sus compensadores de trayectoria están matando el deporte.

—He oído decir lo mismo a otros —asintió el miembro del comité—. Si oigo hablar de algún viejo modelo en venta, te avisaré.

—Gracias. ¿Te importa que dé una vuelta por aquí?

—De ninguna manera. Ve —dijo el otro; y saludándolo con un gesto de la mano se alejó.

Genro emprendió su visita con el cigarrillo medio consumido en un lado de la boca. Se detuvo en cada hangar ocupado estudiando atentamente su contenido.

En el hangar 26 desplegó un más profundo interés. Se inclinó sobre la valla baja e interpeló:

—¡Oiga...! —Lo hizo en tono de perfecta cortesía, pero al cabo de unos instantes tuvo que repetirlo con más fuerza y menos cortesía.

El hombre que apareció no tenía un aspecto impresionante. En primer lugar no llevaba uniforme de yachtman.

En segundo, necesitaba afeitarse y la repelente gorra que llevaba se inclinaba sin la menor elegancia. Parecía cubrir la mitad de su rostro. Finalmente, adoptaba una actitud de peculiar y sospechosa cautela.

—Soy Marjis Genro —dijo éste—. ¿Es suya esta nave?

—Sí, señor —respondió el hombre fríamente.

Genro no hizo caso de su tono. Echó la cabeza atrás y estudió cuidadosamente las líneas de la nave. Se quitó lo que quedaba del cigarrillo de los labios y lo lanzó al aire. No había alcanzado todavía la máxima altura de su arco cuando con un leve destello se desvaneció.

—¿Le importaría que entrase? —preguntó Genro.

El hombre vaciló un instante y se echó a un lado. Genro entró.

—¿Qué clase de motor lleva esta embarcación? —preguntó.

—¿Por qué lo pregunta usted?

Genro era alto, tenía la piel y los ojos oscuros y llevaba el cabello encrespado y corto. Le pasaba al otro media cabeza, y su sonrisa dejaba aparecer unos dientes blancos y espaciados.

—Para serle completamente franco —respondió—, deseo comprar una nueva embarcación.

—¿Quiere usted decir que le interesa ésta?

—No sé. Algo por este estilo, quizá, si el precio es justo.

Pero no sé si le molestaría que mirase los controles y motores...

El hombre permanecía silencioso. La voz de Genro adquirió un tono más frío.

—Como quiera, desde luego... —Y dio media vuelta.

—Quizá vendería... —dijo el hombre. Buscó en sus bolsillos—. Aquí está la patente —añadió.

Genro la examinó por todas partes con ojos experimentados.

—¿Es usted Deamone? —preguntó devolviéndosela.

El hombre asintió.

—Puede usted entrar si quiere.

Genro examinó brevemente el gran cronómetro de a bordo, las palancas fosforescentes que relucían brillantemente incluso bajo la luz del día que indicaba la segunda hora después de la puesta de sol.

—Gracias. ¿Quiere mostrarme el camino?

El hombre buscó nuevamente en sus bolsillos y le tendió un manojo de llaves.

Subieron la corta rampa que llevaba a la compuerta de aire y entraron. Lenta y silenciosamente, la compuerta se abrió y Genro penetró en la oscuridad. La luz roja de la compuerta se encendió automáticamente mientras la puerta se cerraba tras ellos. La puerta interior se abrió y mientras entraban en la nave se encendieron las luces blancas en toda su longitud.

—Myrlyn Terens no tenía elección. No recordaba ya los remotos tiempos en que la palabra «elección» existía.

Durante largas y desesperadas horas había estado cerca de la nave de Deamone esperando e incapaz de hacer otra cosa. Hasta entonces no le había llevado a nada. No veía que pudiese llevarle a otra cosa que a su detención.

Y entonces aquel desconocido había llegado para mirar la nave. Tratar siquiera con él era una locura. Le sería imposible mantener la impostura estando en contacto con él. Pero tampoco podía permanecer donde estaba.

Por lo menos en el interior de la nave podía haber comida. Era extraño que no se le hubiese ocurrido antes. Y la había.

—Es cerca de la hora de cenar —dijo Terens—. ¿Querría usted comer algo?

El desconocido no le había mirado ni por encima del hombro.

—Pues..., quizá más tarde. Gracias.

Terens no insistió. Le dejó estudiar la nave y se dedicó a la carne envasada y las frutas envueltas en celulita.

Bebió con sed. Frente a la cocina había una ducha. Se encerró en ella y se duchó. Era un placer poderse quitar aquel gorro, aunque fuese temporalmente. Encontró incluso un estrecho armario en el que pudo cambiarse de ropa.

Cuando Genro regresó era mucho más dueño de sí mismo.

—Oiga, ¿le importaría que pilote? —dijo.

—No hay inconveniente. ¿Sabe usted gobernar este modelo? —preguntó Terens con una perfecta imitación de la indiferencia.

—Así lo creo —dijo el otro con una sonrisa—. Me vanaglorio de poder gobernar cualquier tipo de nave normal. De todos modos, me he tomado la libertad de llamar a la torre de control y hay un pozo de despegue disponible. Aquí tiene usted mi título de navegante si quiere examinarlo antes de que salga.

Terens le dirigió una mirada tan breve como la que Genro había dirigido al suyo.

—Los controles son suyos —dijo.

La nave salió del hangar deslizándose como una ballena aérea, avanzando lentamente, limpiando tres pulgadas de profundidad de la arcilla del campo con su casco diamagnético.

Terens observaba a Genro manejar los controles con una precisión matemática. La nave era un ser vivo bajo sus manos. La reducida imagen del campo reflejada en el visor cambiaba con cada maniobra y cada contacto.

La nave se detuvo asomando la punta en el pozo de lanzamiento. El campo diamagnético iba extendiéndose progresivamente hacia la proa de la nave que empezaba a elevarse. Terens no se dio cuenta de ello cuando la cabina del piloto giró sobre aros de suspensión universal para alcanzar la gravedad de lanzamiento.

Majestuosamente los rebordes laterales de la nave encajaron con las ranuras del pozo. Se mantuvo erguida, señalando el cielo.

La tapa de duralita del pozo de lanzamiento retrocedió en su encaje mostrando la superficie neutralizada de cien yardas de profundidad que recibía las primeras descargas de energía de los motores hiperatómicos.

Genro mantenía un misterioso cambio de información con la torre de control. Finalmente, dijo:

—Diez segundos para el lanzamiento...

Una columna roja ascendente del interior de un tubo de cuarzo iba marcando los segundos transcurridos. Al establecer el contacto el primer empuje de energía les echó atrás.

Terens sintió que aumentaba de peso y empujaba contra el asiento, y el pánico se apoderó de él.

—¿Cómo va eso?

Genro parecía insensible a la aceleración. Su voz tenía la entonación natural cuando contestó:

—Moderadamente bien.

Terens se echó atrás en su asiento tratando de abandonarse a la presión, contemplando las estrellas en el visor, mientras se iban haciendo duras y brillantes a medida que la atmósfera se desvanecía entre la nave y ellas. El kyrt que llevaba tocando a la piel estaba frío y húmedo.

Estaban ya en el espacio. Genro iba poniendo la nave a su marcha normal. Terens hubiera sido incapaz de darse cuenta de ello, pero veía las estrellas cruzar rápidamente el visor mientras los afilados dedos del yachtman manejaban los controles como si fuesen las teclas de algún instrumento musical. Finalmente, el voluminoso segmento anaranjado de un globo llenó la clara superficie del visor.

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